A primera hora de la mañana, el sol iluminó el cielo de un azul resplandeciente, pero unas nubes grises no tardaron en encapotado. Desde las campanadas de mediodía chispeaba, y el sol intentaba abrirse paso aquí y allá. El colorido arco iris que se cernió sobre Limoges dio la bienvenida a Guillaume cuando cruzó la puerta acompañado de Baudouin y otros hombres. Los soldados jaleaban con entusiasmo, le daban la bienvenida a gritos y cuchicheaban que aquel juego de colores del cielo no podía ser sino una señal enviada por Dios.
A Ellen casi se le salió el corazón del pecho al recordar que Guillaume regresaba. Sin embargo, este no se dejó ver por la herrería.
El joven Enrique lo retuvo todo el día a su lado y estuvo departiendo con él hasta bien entrada la noche.
No fue hasta la tarde del día siguiente cuando Guillaume apareció en el taller. Allá por donde pasaba, la gente lo saludaba. Hombres y mujeres por igual lo vitoreaban con entusiasmo y lo ensalzaban como a un héroe. Guillaume correspondía a su dicha con altivez. Cuando hizo su entrada en el taller, los herreros se descubrieron la cabeza y se alinearon, erguidos como soldaditos de madera. Incluso a Ellen se le escapó una sonrisa de emoción.
Guillaume se acercó, la asió del brazo y la llevó fuera para poder hablar con ella sin interrupciones.
—Mi reputación ha quedado restablecida, el rey me necesita —dijo, triunfante—. Desde el principio supe que Baudouin necesitaría de tu ayuda para poder destapar la intriga que había en mi contra.
—¿A qué te refieres? —preguntó Ellen con reservas, y dio un paso atrás.
Contempló su semblante distinguido, curtido por el sol y el viento. Desilusionada, pensó que, pese a que todos y cada uno de sus rasgos le eran familiares, le parecía un desconocido.
—Después de que le llevaras la espada a Enrique, Thibault parecía otro. Yo sabía que el joven rey no había encargado ni había podido pagar a Runedur. ¡Hace tiempo que sus arcas están vacías! Poco después, cuando empezaron a difundirse cada vez más embustes sobre mi persona, comprendí con claridad que Thibault debía de estar detrás de todo aquello, pero no tenía forma de demostrarlo. Todo cuanto hacía, él sabía volverlo en mi contra. ¡De alguna forma tenía que sacarlo de su madriguera! Estaba seguro de que tú podrías hacerle abandonar su agujero y, por lo que se ve, tenía razón. Ante nadie más se habría delatado de la forma en que lo hizo jactándose ante ti. Que, además de eso, lo descubrieras con las manos en la masa fue una dichoso giro de la providencia, al menos para mí.
«Baudouin le ha relatado lo acontecido con todo detalle», pensó Ellen, asombrosamente indiferente.
—Eres muy fuerte, Ellen.
En boca de él, su nombre casi sonó como Alan. Se preguntó si lo habría hecho adrede.
—Sabía que no te acobardarías ante él, jamás lo has hecho.
«Qué mal me juzga». Sintió unas náuseas que sacudieron su cuerpo.
—Con tocino se caza ratones. Para atrapar a Thibault, te necesitaba a ti. —Guillaume sacó pecho—. Mis corazonadas rara vez yerran, también Baudouin ha debido de darse cuenta. ¡Sólo por parte de Lusignan había esperado algo más de resistencia! —Sonrió con confianza.
«¡Un cebo! ¡No he sido más que un cebo!», comprendió Ellen de súbito. Y comprenderlo fue peor que un puñetazo en el estómago, fue más espantoso de lo que había sido el miedo a Thibault.
—Quiero irme a casa —dijo, sin: emoción alguna.
—Es comprensible. Me encargaré de que regreses a Inglaterra lo antes posible.
Le apretó los brazos sin muestra alguna de cariño y se alejó con paso orgulloso, sin despedirse.
¿Cómo había podido ese hombre tenerla fascinada durante tantos años? Había residido en su alma como un parásito, paladeando su pasión siempre que había querido, y de pronto se marchaba de nuevo sin disculparse siquiera a pesar de haberla puesto en grave peligro. Ni siquiera le había dado las gracias.
—Quiero irme a casa —susurró Ellen de nuevo.
El cielo estaba cubierto de una fina capa de nubes gris claro cuando Baudouin fue a verla dos días después para informarla sobre los preparativos que estaba disponiendo para su viaje.
—Quería acompañaros yo personalmente hasta Inglaterra, pero Guillaume me necesita aquí —dijo el joven con diligencia.
—Ah, ¿de veras? —Ellen lo miró con ojos refulgentes—. Y, cuando os necesita, vos estáis siempre a su disposición, ¿no es cierto? ¡Venderíais vuestra alma por él! —exclamó con amargura—. Traerme aquí fue idea de Guillaume, no del rey.
—Cuando empezó todo esto, no creí que de veras vos pudierais hacer algo por él. Seamos sinceros, jamás habéis vivido en una corte. Sois… ¡No sois más que una herrera! ¿Cómo habría podido yo imaginar que estabais tan involucrada en este asunto?
—¿Involucrada? —A Ellen casi se le atragantó la voz.
—Perdonad, no había sido mi intención decir eso. Me refería a que…
—¡Mejor guardad silencio! —lo atajó Ellen.
No le correspondía comportarse así, pero todo le era ya indiferente. A fin de cuentas, aquellos dos gallos le debían muchísimo.
—Pensad quién y qué sois, queridísima Ellen. Una herrera. La mejor que conozco, y mi salvadora, pero una herrera al fin y al cabo. ¡Me escucharéis e intentaréis comprender lo que os digo! Guillaume es uno de los hombres de mayor relevancia del país, seguramente el más importante después del rey y su familia. Y es mi amigo. Sí, si con ello pudiera salvarlo, le vendería mi alma al diablo. Sin embargo, a vos no os he hecho ninguna afrenta. ¡Sé muy bien lo que sentís por él!
—¡No sabéis nada de nada! —espetó Ellen con sequedad—. Mis sentimientos por Guillaume fueron nada más que una ilusión. Tengo un hijo suyo, pero su corazón siempre fue para la batalla y para la corona a la que sirve. No sabéis nada de mí ni de mis sentimientos. ¿Que no soy más que una herrera? ¡No soy sólo eso! ¡También soy una bastarda, y Berenger de Tournai es mi padre!
Baudouin la miró con asombro.
—Eso no lo sabía. Entonces, Thibault era…
—Mi hermanastro, sí señor. Y pese a eso me violó, y también de él quedé un día preñada. ¿Por qué os he ayudado? ¿Por amor a Guillaume o por lealtad al rey? —Ellen sacudió la cabeza con pesar—. Hace ya tiempo que no lo sé. Pero ya ha terminado, y me alegro de ello. Ahora sólo quiero irme a casa, y al menos de eso deberíais encargaros.
—¡El mejor de mis hombres y media docena de soldados os acompañarán de inmediato a Inglaterra! —Baudouin la miró con cariño—. Si os he podido causar ofensa alguna, lo siento con sinceridad, Ellenweore. He actuado siempre con la mejor intención. —Hizo una reverencia y esbozó un beso en la callosa mano de Ellen—. Saludad a vuestro hijo de mi parte. En cuanto vuelva a poner pie en Inglaterra, me gustaría ir a visitarlo, si me lo permitís.
Ellen asintió con un suspiro. Para alguien de la plebe no había forma de entender a esos caballeros. ¿Acaso no lo había aprendido ya en Tancarville?