Enrique, el joven rey, tenía desavenencias con su hermano Ricardo Corazón de León. Como de costumbre, se trataba de tierras, vasallajes y vanidades. El viejo rey había requerido de Enrique que le cediese a Ricardo el ducado de Aquitania. Con todo, Enrique estaba furioso con Ricardo porque este había ocupado y fortificado poco antes el castillo de Claraval pese a que desde tiempos inmemoriales había pertenecido a los condes de Anjou. Desde ese momento, Enrique había reforzado sus relaciones con los barones aquitanos y les había dado su palabra de permanecer junto a ellos. Para no encolerizar a su padre, no obstante, prometió hacer lo que el rey dispusiera, aunque a condición de que Ricardo le hiciera el juramento de fidelidad que le debía. Este, empero, seguía negándose con firmeza a reconocer como señor a su propio hermano.
Decía que, puesto que ambos tenían la misma sangre, ninguno de ellos podía imponerse al otro. De hecho, le parecía justo que Enrique, como mayor que era, heredara algún día el legado de su padre, pero en lo concerniente a las propiedades de su madre, Ricardo exigía que se trataran como una herencia con los mismos derechos para todos. No obstante, puesto que la reina Leonor no sólo había aportado Aquitania a su unión matrimonial, el viejo rey había montado en cólera con ello. Amenazaba a Ricardo con que su hermano lanzaría a todo un ejército contra él para aplacar su orgullo y su ambición. A su otro hijo, Godofredo, que era duque de Bretaña, lo impelió a posicionarse del lado de su hermano y señor feudal, Enrique. Del joven rey dependía también, sin embargo, el bienestar de Poitou, que desde hacía un tiempo estaba sometido a Ricardo y era objeto de saqueos, y cuyos barones le habían implorado ayuda.
Con todo, el joven Enrique todavía no estaba preparado para tomar él solo las decisiones correctas. Necesitaba al Mariscal; en él podía confiar plenamente. Adam d’Yquebreuf y los demás hombres de su séquito no podían ocupar el lugar de Guillaume, pues carecían de experiencia para ello. Era esa especial combinación de impetuosidad y coraje, ambición, seguridad y fiabilidad lo que hacía que Guillaume le resultara tan irreemplazable… y también lo que le había granjeado tantas envidias.
Thibault estaba sentado en su cámara, mirando al fuego. En el castillo de Limoges hacía un frío espantoso, pero él apenas lo notaba. Se había propuesto quitar a Guillaume de en medio de una vez por todas y ya estaba muy cerca de su fin. En esos momentos aguardaba a Adam d’Yquebreuf. Desde que el Mariscal se marchara, Adam había ganado influencia, de modo que Thibault había cumplido con su parte del trato. Sólo Adam había fallado, pues la espada con que se engalanaba el joven Enrique todavía no había llegado a sus manos. Dio un enojado puñetazo al brazo de la pesada silla de roble en la que estaba sentado. De repente llamaron y Adam d’Yquebreuf entró en la sala, raudo y furtivo.
—El viejo rey ya no está en sus cabales. ¡Está haciendo de nuevo todo lo contrario de lo que pretendía en un principio! Y eso que fue idea suya intentar que Ricardo recuperara la sensatez —exclamó Adam, indignado, y se dejó caer en la segunda butaca—. ¿En qué lugar nos deja eso? Sin Guillaume, Enrique no podrá acometer ninguna acción contra su padre. —Arrojó con enojo un escupitajo a la escupidera de latón que tenía a un lado—. ¡Apelaré a la conciencia de Enrique para que se reconcilie con su padre!
—Espero que logréis convencerlo. A vos es a quien más escucha ahora. ¡No olvidéis que, si pierde, no volverá a dar un paso sin Guillaume! —advirtió Thibault.
Adam d’Yquebreuf rezongó de mala gana.
—¡Ya lo sé, y eso no redundaría en mi beneficio! —exclamó, nervioso; luego se levantó súbitamente y salió.
Thibault asintió con satisfacción y permaneció sentado un rato más.
—El muy majadero no imagina siquiera lo que sucede en realidad —murmuró con diversión.
Él mismo se encargaría personalmente de que el viejo rey no quedara desilusionado. Si bien Enrique II le había puesto a su hijo mayor la corona real sobre la cabeza hacía años, seguía esperando, como siempre, obediencia por parte de sus retoños. Estos, por el contrario, no querían someterse ya más a su voluntad y luchaban por cosechar su propio poder. El viejo rey debía poner todos sus medios para impedir una segunda rebelión de sus hijos, y por esa razón confiaba ahora en la lealtad de los hombres a quienes hacía tantísimos años había hecho entrar en la corte de su hijo mayor. Ahora que el Mariscal había desaparecido, estos debían hacer valer su influencia sobre el joven Enrique para volver a meterlo en vereda.
Thibault torció el semblante con una mueca maliciosa. A veces era mejor no estar en primera línea, ¡sino tirar de los hilos desde la sombra!
Puesto que el joven Enrique no había obedecido por completo a su padre, este, poco después de que su hijo mayor emprendiera camino hacia Limoges, había partido con una pequeña guarnición y le iba pisando los talones. No obstante, aun antes de alcanzar las puertas de la ciudad, tanto sus acompañantes como él recibieron una lluvia de flechas. El viejo rey cayó herido y se retiró para acampar en las inmediaciones.
Thomas de Coulonces aconsejó al joven Enrique que fuera a rendirle una visita. Debía pedirle perdón a su padre por el ataque y asegurarle que los ciudadanos de Limoges no habían reconocido a su rey.
Godofredo quedó decepcionado al ver que su hermano pretendía darse por vencido ante su padre, pero Thomas de Coulonces advirtió al joven Enrique que no se pusiera a Ricardo y a su padre en contra al mismo tiempo.
El joven rey, por tanto, fue a ver a Enrique II, pero la entrevista trascurrió de forma poco satisfactoria. En cuanto a la disputa con Ricardo, padre e hijo no lograron llegar a ningún acuerdo, de modo que el joven Enrique volvió a retirarse al castillo de Limoges y reunió de nuevo a sus consejeros en torno a sí. Se desencadenó entonces un tenso debate sobre cómo había que obrar a continuación y de dónde se podrían obtener los medios financieros necesarios. El joven rey les pidió que fueran hablando de uno en uno en presencia de todos.
—¡Yquebreuf, empezad vos! —exhortó Enrique, y le dirigió una amistosa cabezada.
Para Adam d’Yquebreuf era, a todas luces, un gran honor ser el primero en ser preguntado. Tosió brevemente, se irguió y se acercó un par de pasos a su joven señor.
—Mi rey, con vuestro permiso, hay que mostrarle a Ricardo lo que sucederá si se niega a reconoceros. Con todo, ahora no es el momento adecuado para que surja una disputa también con vuestro padre. Si cedéis, el rey sabrá apreciarlo.
—Adam, sabéis bien que os tengo en alta estima, ¡pero en modo alguno puedo secundaros! Si Enrique se somete, Ricardo habrá ganado. Tan sólo ha osado sublevarse porque contaba con la veleidad de su padre —le aleccionó Thibault, y se dirigió después directamente al joven Enrique—: Milord, no debéis caer en el desprestigio. Si no, no sólo vuestros hermanos harán con vos lo que deseen. Le habéis prometido la libertad a Poitou bajo vuestra soberanía única. Dejadlos hoy en la estacada y jamás podréis volver a contar con el apoyo de los poitevinos.
Un murmullo de aquiescencia recorrió la sala, sólo Godofredo, que también era hermano del joven rey y se había sentido atacado por la intervención de Thibault, le lanzó una mirada amenazante.
—Thibault de Tournai lleva razón, mi rey. Deberíais recorrer hasta el final el camino enfilado. Sin embargo, para poder ganar la guerra debéis ir de nuevo en busca del Mariscal —opinó un caballero algo mayor.
—¿Abogáis por ordenar que Guillaume regrese a la corte? ¿Precisamente vos? —preguntó el joven rey con asombro—. ¡Guillaume jamás os perdonó la muerte de su tío! —Enrique alzó las cejas con incredulidad.
—Lo sé, majestad. A los lusignanos, Guillaume nos odia; pero a vos os quiere, igual que yo. No podéis prescindir de su asesoramiento militar. Nadie sabe guiar a los soldados con más tino ni tiene más autoridad sobre ellos que él. Lo aman, es su modelo. Sólo él puede conduciros a la victoria.
El joven Enrique asintió con altivez y se volvió hacia Baudouin:
—¡Bethune! Que a vos os alegraría el regreso del Mariscal lo sabemos a buen seguro todos los presentes, pero ¿cómo juzgáis la guerra contra mi padre?
—¡Mi rey! —Baudouin hizo una honda reverencia—. Mentiría si afirmara no estar a favor del regreso del Mariscal. Sin embargo, no es mi apego hacia él lo que cuenta aquí, sino el hecho de que es irreemplazable como asesor vuestro. Es a él a quien deberíais poder plantearle vuestras preguntas. Así, todo sería mucho más sencillo. —Baudouin se inclinó de nuevo.
El joven Enrique frunció el ceño. Baudouin había eludido con destreza responder a la pregunta. Miró para el otro lado:
—¿Coulonces?
Thomas de Coulonces miró a Adam d’Yquebreuf y después de nuevo a su señor.
—Debo ponerme del lado de Yquebreuf, mi rey. Contáis con los mismos medios que vuestro padre. Es un gran riesgo. Tampoco el Mariscal es más que un hombre, y no es garantía de victoria. De una forma o de otra, algún día seréis el único soberano. No le veo sentido alguno a encolerizar a vuestro padre más de lo necesario. Creo que Ricardo ya os ha desafiado en más de una ocasión porque sabía bien que así sembraría la discordia. ¡No deberíais concederle esa victoria a vuestro hermano! ¡Ceded!
El joven rey seguía arrugando la frente.
—Dejadme ahora solo; debo reflexionar sobre nuestro próximo proceder.
—Mi rey, en caso de que queráis hacer llamar a Guillaume, yo sé dónde se encuentra —dijo Baudouin en voz baja antes de retirarse.
El joven rey asintió con condescendencia.
—¡Godofredo, hermano mío, aguarda! —exclamó cuando vio que el duque de Bretaña pretendía marchar también.
—¡El Mariscal, siempre el Mariscal! —rezongó Adam d’Yquebreuf cuando hubieron salido de la sala.
Thibault asintió con total acuerdo.
—No comprendo por qué le habéis aconsejado la guerra al joven Enrique. —Adam sacudió la cabeza—. ¡Perderá, sus soldados, sin su adorado Guillaume, no tienen el coraje necesario!
Thibault no replicó nada y lo dejó allí plantado. Naturalmente, Yquebreuf tenía razón, pero él ya había conseguido lo que quería: poner al joven Enrique en una situación a todas luces más complicada…
En la herrería real dejaron todo el proceso de la fabricación de espadas en manos de Ellen. Los herreros no estaban precisamente entusiasmados con tener que obedecer a una mujer, aun cuando la fama de esta estuviera en boca de todos. La posición de Ellenweore no era sencilla, y sentía pocas ganas de volver a ganarse el respeto de los hombres. Siempre que estaba al yunque, olvidaba sus inquietudes, pero por la noche, cuando tenía tiempo para pensar, añoraba las suaves colinas de Inglaterra y las caricias de Isaac. No comprendía por qué razón la habían llevado hasta Limoges, pues los forjadores de espadas del lugar realizaban trabajos en condiciones, y para los soldados de a pie tampoco se necesitaban espadas como Athanor. A Ellen no dejaba de inquietarle la idea de que detrás de todo aquello se escondía alguna otra cosa. Le habría gustado preguntarle a Baudouin, pero hacía ya un tiempo que no se dejaba ver por allí. Ellen sentía que la había dejado en la estacada, se sentía indeciblemente sola.
Un día encapotado, durante la cuaresma, corrió hacia el taller. Esa noche apenas había logrado dormir y se había despertado muy tarde. Llevaba prisa y estaba un poco malhumorada. De pronto alguien se interpuso en su camino.
—¡No puedes escapar de mí, ruiseñor mío! ¡Nuestros caminos no dejan de entrelazarse! ¡Es tu destino! —murmuró Thibault.
Ellen se detuvo, estremecida. Una contracción en su vientre hizo que se llevara una rauda mano a proteger su cuerpo, ya redondeado. Sabía de la presencia de Thibault en Limoges, pero había intentado contener el terror impreciso a encontrárselo algún día. Aun así, fue toda una conmoción verlo de pronto ante ella con una amplia sonrisa.
—Has madurado, pero sigues siendo hermosa —dijo Thibault con voz ronca, y la arrastró tras un cobertizo de madera.
A causa de la holgura de sus ropas parecía no haberse percatado de su embarazo.
Ellen miró en derredor buscando ayuda, pero ninguno de los hombres que se apresuraban por allí les prestaba atención.
—¡Qué mala suerte que tu queridísimo Guillaume no esté! —Los ojos de Thibault se empequeñecieron—. El pobrecillo ya no es tan bien recibido como siempre —añadió con sorna—. Reconozco que no soy del todo inocente al respecto. —La miró con ojos fulgurantes—. ¡Jamás pude soportarlo! Y cuando el joven Enrique haya perdido la guerra contra su padre, Guillaume no regresará jamás a la corte. El viejo rey no lo tiene en estima.
—¡Enrique no perderá! —contravino Ellen, y dio un paso adelante.
—¡Sí, por supuesto que perderá! —Thibault volvió a empujarla hacia atrás—. De eso ya me encargaré yo, créeme. ¡Y el viejo rey se mostrará muy agradecido! —Soltó una carcajada—. Guillaume tiene bastantes enemigos aquí. Fue muy sencillo hacerlo caer en el descrédito. Demasiados hombres deseaban sacar tajada de su desaparición. Adam cree incluso que un día podrá ocupar su lugar, y cree también que yo le seré de ayuda. ¡Sin embargo, ese majadero se dejó ganar por ti!
Al oír el nombre de Adam, Ellen se sintió arder. ¿Habría sido Thibault quien le había encargado la espada a través de este?
—¡Estoy más que impresionada! —dijo ella, desdeñosa, para ganar tiempo.
—¡Pues deberías, sin duda! Tendrías que tomarme en serio de una vez por todas y empezar a temerme. Pero eres igual de obstinada que Guillaume, e igual de vanidosa, ¿o acaso no fue esa la razón por la que tuviste que llevársela en persona al rey, para que todo el mundo viera que la habías forjado tú? ¿No es cierto? ¡A mí me costó una maldita fortuna!
—Tú encargaste la espada —murmuró Ellen.
—¡Por supuesto! Sabía que jamás forjarías una para mí. Por el contrario, estaba seguro de que para el rey te esforzarías sobremanera. Y ahora veo al joven Enrique todos los días con su espada, que en realidad es mía, y ardo de ira. ¡Pero la recuperaré! —Thibault plantó una mano contra la pared del cobertizo de madera.
Ellen estaba acorralada. El corazón le latía apresuradamente. «Debo mantener la calma», se advirtió.
Cuanto más se acercaba Thibault, más sudaba ella.
—¡Baudouin! —exclamó de pronto, aliviada.
Thibault se volvió con curiosidad y ella aprovechó la oportunidad para escabullirse bajo su brazo y correr hacia el joven. En contra de lo que dictaba la usanza, lo cogió del brazo y se lo llevó de allí.
—Estáis pálida, ¿qué ha sucedido? —quiso saber Baudouin. Ellen miró en derredor. Thibault había desaparecido.
—Debo hablar sin falta con vos. Thibault… —comenzó a decir sin saber muy bien cómo hacer comprender a Baudouin.
—¿Qué sucede con él?
—Ha dicho que se encargaría de que el joven rey pierda contra su padre.
—¿De modo que es cierto que Thibault es uno de los traidores? —siseó el joven—. Pero ¿cómo? ¿Sabéis qué tiene planeado… y por qué?
—Quiere quitar de en medio a Guillaume para siempre. Creo que de eso se trata.
—¿Hace todo esto por Guillaume? —Baudouin miró a Ellen sin dar crédito—. Cierto es que no son precisamente amigos íntimos, pero ¿por qué iba a traicionar Thibault al joven rey por él?
Estaba claro que el joven Baudouin tenía grandes dudas al respecto.
—Bueno, pues, en realidad es por mí —repuso Ellen, misteriosa, y miró a un lado con azoro.
—¿Primero es culpa de Guillaume y ahora vuestra? —El joven la miró con diversión.
No cabía duda de que Ellen irradiaba algo muy particular, pero había muchas otras mujeres hermosas. Además, ya rondaba la treintena, de modo que no era precisamente joven. Thibault podía tener a todas las mujeres que quisiera, y lo había demostrado en numerosas ocasiones.
—Viene sucediendo desde la época de Tancarville. Thibault está obsesionado con la idea de que le pertenezco. —Ellen miró a Baudouin con apremio—. No se amilanó para hacer sacrificar como a un perro al orfebre con quien me iba a casar. Piensa que me ama, pero en realidad me odia. ¡Fue él quien me envió a Yquebreuf para encargarme la espada!
—¿Estáis segura? —Baudouin frunció el ceño.
—¡Él mismo me lo ha dicho!
—¿Y las intrigas contra Guillaume?
—Lo odia. La caída de Guillaume le reporta varios beneficios: influencia, poder y, sobre todo, venganza.
—¡Tal vez Thibault le haya demostrado así también al viejo rey su fidelidad! —dijo Baudouin, desarrollando más la idea—. Pese a todo, no lo comprendo. En algún momento el joven Enrique sucederá a su padre.
—¿Y si el traidor no sale a la luz y Thibault se hace insustituible? Estoy segura de que no le asusta matar a más personas e intrigar cuanto haga falta para permanecer libre de toda sospecha. Vos mismo deberíais andaos con cuidado. Aquí todos saben lo cercano que os sentís a Guillaume. ¿No dijisteis que de vez en cuando le lleváis nuevas? —preguntó Ellen, dándole qué pensar.
—¡Que se atreva a lanzar acusaciones contra mí! —gruñó Baudouin.
—No creo que lo hiciera directamente, es demasiado taimado. Pero quiere conseguir a Runedur a toda costa.
—¡Pero eso es una locura! —Baudouin la miró, atónito. Ellen asintió.
—¡Thibault está loco!
—¡Ese personaje quiere provocarle agravios al rey por una mujer y una espada! —Baudouin se tiró de los pelos—. Que Adam d’Yquebreuf y Thomas de Coulonces quisieran deshacerse de Guillaume puedo imaginarlo vivamente, pero jamás osarían pactar con el viejo rey. Le son leales a su hijo, ambos se han manifestado en contra de la guerra. ¿Quién sabe si no intuirán también lo que pretende Thibault? ¡Por Dios todopoderoso, si Guillaume estuviera aquí! Siempre sabe lo que hay que hacer. —Suspiró con pesadez.
—¡Debéis declarar a Thibault culpable de la traición y traer a Guillaume de vuelta!
Ellen evitó mirar a Baudouin a los ojos.
Durante días no ocurrió nada. Ellen no volvió a toparse con Baudouin ni con Thibault, y casi parecía como si lo hubiera imaginado todo. Casi todos los días pasaba unos minutos en el establo en el que guardaban a Loki y mimaba al caballo con un buen puñado de hierba o un manojo de alfalfa. «Pronto llegará el verano», pensó, transida de añoranza, y apretó la cabeza contra el cuello del animal. Cerró los ojos y pensó en Sto Edmundsbury. Echaba en falta la familiaridad de su propio taller y a sus amigos. El niño ya le daba patadas a menudo, y trabajar de pie y con el estruendo de la herrería cada vez le resultaba más pesado. Isaac habría insistido en que descansara cada vez más a menudo. ¡Lo añoraba! Ellen sintió que las lágrimas le afloraban a los ojos. Acarició con cariño los suaves ollares del animal y ahuyentó los recuerdos de su hogar. Cogió la almohaza y peinó con ella los flancos de Loki.
La puerta del establo se abrió de improviso y un hombre se coló dentro. Loki soltó un breve bufido al percibir al extraño y el hombre se volvió, angustiado.
Ellen intuyó que su presencia no agradaría al recién llegado y decidió permanecer en silencio. Se agazapó en el rincón más oculto de la cuadra de Loki, contra los tablones de madera.
El hombre comenzó a ensillar uno de los caballos. ¿Por qué no se daba más prisa? Un pavor inexplicable se hizo presa de Ellen. Cerró los ojos y rezó. La puerta de madera volvió a chirriar y entró un segundo hombre.
—¡Aquí estoy, sire! —oyó que decía uno de ellos.
—Bien, Armand, llévale esta misiva al rey. ¡No dejes que te echen con cajas destempladas y entrégasela únicamente a Enrique en persona!
Ellen se quedó de piedra. La voz de Thibault siempre le provocaba escalofríos en la espalda.
—Será difícil salir de Limoges —protestó el hombre al que Thibault había llamado Armand.
—Debes salir de la ciudad por la puerta occidental. Ve justo antes de que anochezca, nada más se releve la guardia. Dirígete al centinela del costado derecho. Te dejará pasar, le he pagado bien por ello.
—¿Y mi dinero, qué? —preguntó el hombre.
—¡Aquí, como siempre! Y date prisa, pronto habrá más quehaceres esperándote. —La voz de Thibault sonó autoritaria, pese a estar susurrando.
—Sí, sire, rápido y cumplidor. ¡Como estáis acostumbrado a que sea Armand!
No eran las palabras de un hombre desesperado que por necesidad lleva mensajes secretos. Su voz untuosa denotaba codicia y maldad.
De pronto, Loki bufó.
—Un animal extraordinario —oyó Ellen que decía la voz de Thibault, muy pegada a ella.
Cerró los ojos de nuevo y rezó. «Por favor, Señor, no dejes que me vea». Si la descubría en ese momento, estaba perdida. Apenas si se atrevía a respirar.
Thibault alargó una mano y acarició los ollares del caballo.
—Un animal bello y excepcional, ¿sabes a quién pertenece?
—Ni la menor idea —respondió Armand, y escupió al suelo.
—Qué más da. En cuanto hayas entregado esa misiva, vuelve, ¿entendido? —Thibault dio media vuelta y se marchó.
—Desde luego, sire.
Armand parecía más relajado que al principio de la entrevista, seguramente porque ya había conseguido su dinero.
Cuando Thibault hubo desaparecido, ensilló su caballo silbando a media voz y lo sacó del establo tirando de las riendas.
Ellen permaneció inmóvil un rato más, pero no podía vacilar mucho tiempo. Era la oportunidad de desenmascarar al fin a Thibault; debía informar a Baudouin cuanto antes de lo que había oído. Se acercó furtivamente a la puerta del establo y la abrió con cautela. No se veía a Thibault ni a su mensajero por ningún lado. Se esforzó por ofrecer un aspecto indiferente y, con naturalidad, salió del establo lo más deprisa que pudo. Poco antes de llegar al castillo, oyó pisadas tras de sí, como si alguien la siguiera. Apretó el paso, presa del pánico.
—¡Ellenweore, aguardad un momento! —La voz parecía divertida—. ¡Madre de Dios, sí que lleváis prisa!
Ellen respiró tranquila; ¡era Baudouin quien la seguía!
—Debéis detenerlo. ¡Iba a veros ahora mismo! —balbuceó, nerviosa.
—¿A quién debo detener? —Baudouin miró un momento en derredor.
—¡Al mensajero, en la puerta occidental! —insistió ella.
—Veamos, despacio y por partes.
Ellen le explicó cuanto había oído en el establo.
—No me esperéis. ¡Si os necesito, os haré llamar! —exclamó Baudouin, y echó a correr.
Ellen se sentó a la mesa de los aposentos de la servidumbre y esperó sin que sucediera nada.
Era ya tarde cuando un sirviente del rey entró al fin y le pidió que lo siguiera por los corredores. Pese a que Ellen no era culpable de nada, estaba tan nerviosa como si la estuvieran acusando. Entró por primera vez en la gran sala.
En una gigantesca chimenea crepitaba un fuego cálido, y las paredes estaban en parte decoradas con bellísimas escenas de caza pintadas y en parte recubiertas de pesados tapices. Grandes teas iluminaban la sala. Ellen se detuvo no muy lejos de la entrada, muda de asombro ante tanto esplendor. Por doquier había caballeros y donceles reunidos en pequeños corros. Adam d’Yquebreuf y Thomas de Coulonces estaban junto a una media docena de caballeros, cuchicheando.
El duque Godofredo se había apostado cerca del trono de su hermano.
Baudouin y un puñado de caballeros más estaban ante el joven rey. Un par de pasos más allá se encontraba Thibault, cruzado de brazos, custodiado por otro caballero, y junto a él dos soldados que retenían al mensajero.
—Baudouin de Bethune, formulad ahora vuestra acusación —pidió entonces el joven rey y, con un majestuoso gesto de la mano, le indicó que se adelantara.
—¡Este hombre —Baudouin señaló a Armand— ha intentado sacar a escondidas de Limoges un mensaje para vuestro padre!
Un murmullo exaltado recorrió la sala.
Ellen quiso que se la tragara la tierra para que Thibault no la viera allí, pero él, por fortuna, estaba demasiado ocupado en sonreír con aire desdeñoso.
—Y ese mensaje —añadió Baudouin tras una pausa teatral—, ese mensaje fue escrito por Thibault de Tournai. ¡Informa a vuestro padre de cada uno de nuestros pasos!
Un fuerte rumor y exclamaciones de contrariedad de algunos caballeros pusieron de relieve el escándalo que representaba aquello.
—¿Qué podéis alegar en vuestra defensa? —preguntó el joven Enrique a Thibault con seria gravedad.
—No sé cómo ha llegado Bethune a la conclusión de que debo ser yo precisamente el acusado. ¡Bien sabéis que siempre he estado de vuestro lado! —Hizo una reverencia.
—¿Está el escrito firmado por él? —inquirió el joven rey.
Baudouin sacudió la cabeza.
—No, majestad.
—¿Ostenta su sello?
—¡Ningún sello, mi rey! —Baudouin se congestionó de ira al ver la maliciosa sonrisa de Thibault.
—¿De dónde habéis sacado, entonces, que fue Thibault quien escribió la carta?
—¡Armand ha confesado!
—¿Cuánto le habéis pagado por esa falsa acusación, Baudouin? ¡A los hombres como él bien puede comprárselos! ¿Acaso os ha encargado el Mariscal reducirme a la nada?
Baudouin dio media vuelta.
—Será mejor que guardéis silencio, Thibault. ¡Tengo otro testigo!
Ellen sintió que el pánico le revolvía el estómago.
Baudouin le hizo una seña para que se acercara. Le pesaban las piernas como el plomo, apenas querían hacerla avanzar.
—Explicadle al rey lo que me habéis relatado a mí, Ellenweore.
Ellen asintió con timidez y se adelantó aún más. Tras terminar su declaración, el joven rey se puso en pie con brío.
—¿De manera que verdaderamente habéis osado intrigar en mi contra?
—¡La herrera os ha sobornado! —exclamó Thibault, jugando su última baza. El murmullo de voces creció—. ¿O acaso no es cierto que jamás encargasteis la espada que con tanto orgullo lleváis al cinto, y que tampoco la pagasteis?
El joven rey, confuso, asió el puño de Runedur.
—Sois un estafador, milord, que se engalana con las joyas del prójimo. ¡Un ladrón! ¡Vuestro padre se avergonzaría de saberlo!
El joven rey se acercó lentamente a Thibault, pero este no se dejó amilanar, sino que siguió con su perorata:
—Runedur es mía. ¡Son mi oro y mis piedras preciosas las que os adornan! —Se golpeó el pecho con un puño—. ¡Esa espada es mía! —gritó, fuera de sí. Tenía el rostro demudado—. ¡Y ella! —Agarró a Ellen del brazo—. ¡Ella es mía también!
En un abrir y cerrar de ojos apretó a Ellen contra sí y le puso un puñal al cuello.
Los hombres que estaban a su lado se hicieron atrás con espanto.
El joven rey palideció como una sábana, iracundo. Despacio, casi con deleite, desenvainó a Runedur y se acercó a Thibault sin mirar siquiera a Ellen.
—¿De manera que consideráis que esta espada os pertenece? Bien. ¡Pues tenedla!
El joven Enrique clavó su mirada gélida en Thibault, se acercó hasta tenerlo al alcance e hincó la hoja hasta el puño en el pecho del traidor sin dedicar ni un momento de consideración a la integridad de Ellen.
Thibault la apretó contra sus hombros y dejó caer el puñal.
Ellen temblaba de pies a cabeza.
—Jamás tomaréis posesión del legado de vuestro padre… ¡Yo os maldigo! —gritó Thibault con sus últimas fuerzas, entre estertores, y se desplomó.
El joven Enrique tiró de la espada para sacarla del cuerpo del que una vez fuera su amigo y se volvió hacia sus caballeros.
—¡Guárdense mis enemigos y aquellos que me traicionen! —exclamó con furia, y extendió el brazo de la espada hacia lo alto, seguro de su triunfo.
La sangre goteaba de la hoja al pavimento de piedra.
Armand, el mensajero, fue apresado. Era culpable, y a nadie le interesaba saber qué destino le aguardaba.
El joven Enrique volvió a sentarse en su trono y dos soldados retiraron el cadáver ensangrentado de Thibault.
Los caballeros retomaron sus conversaciones y la gran sala recuperó la calma y la tranquilidad, como si nada hubiese acontecido. Sólo el charco de sangre del suelo recordaba aún el espantoso suceso.
Ellen se había quedado allí petrificada; ya nadie le hacía el menor caso. El rey habría dado por supuesto que Thibault la había matado con sus últimas fuerzas y no le había dedicado ni el más nimio gesto una vez hubo pasado todo. Ellen estaba completamente abatida. Thibault había muerto, pero ella no sentía ni alegría ni satisfacción. Todo lo que sentía era ira. Sin pedir permiso a nadie, salió de la sala y se apresuró de vuelta a su hospedaje. Por el camino se le cruzó una rata gorda, y ella la quitó de en medio con una patada furibunda. Entonces se sintió algo mejor.
Al día siguiente, Baudouin quiso ir a buscarla al taller y la encontró ya frente a la puerta.
—¡Mañana partiré para ir en busca de Guillaume! El joven rey ha decidido hacer cuanto haga falta para resistir contra su padre. ¿Qué hay más lógico que conseguir de nuevo la ayuda de su mejor consejero? Ha trascendido que Yquebreuf y Coulances participaron en la intriga contra Guillaume, pero creo que pueden contar con la benevolencia real. El joven Enrique necesita ahora a todos sus hombres —le explicó Baudouin, como si la noche anterior no hubiese sucedido nada fuera de lo común.
Ellen, por el contrario, no podía olvidarlo. Los dedos de Thibault le habían dejado unas dolorosas marcas azuladas, y la imagen del cadáver ensangrentado no dejaba de surgir en su recuerdo. Intentaba concentrarse en la voz de Baudouin, pero ni siquiera eso conseguía. El niño que llevaba en su seno le daba patadas y golpes.
De súbito sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Parecía volverse inestable, como arenas movedizas, mientras que en sus oídos resonaba un río de montaña.
—¡Ellenweore! —exclamó Baudouin, espantado, y la sostuvo cuando cayó inconsciente.
Despertó en una cámara de dimensiones reducidas. El sol brillaba ya con fuerza, y estaba sola. En un primer momento creyó que la habían encarcelado, pero después recordó lo sucedido y se tocó la barriga con inquietud. Seguía tensa como antes. ¡No había perdido el niño! Al cabo de un rato que pasó en un duermevela, una joven criada entró con unas gachas de cereales para que se recuperara.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó con timidez.
Ellen asintió, nada más, y se quedó mirando la escudilla.
Baudouin habría partido ya, sin duda. ¿Cómo le iría a Guillaume? Baudouin le había explicado que, aun después de tantísimas años en la corte, seguía negándose a aprender a leer y escribir, y por eso seguía necesitando que alguien le leyera las misivas y escribiera por él sus respuestas. «Qué fácil debe de ser embaucarlo», pensó Ellen con repulsa al recordar lo que acababa de suceder. Respetaba la obstinación que lo ayudaba a uno a acercarse a sus objetivos, pues a fin de cuentas a ella misma le había valido ciertos logros. Sin embargo, cuando la contumacia se interponía en el camino de una persona, no era más que lamentable, a su parecer. Se volvió hacia la pared con enfado y volvió a cerrar los ojos.
El niño le daba fuertes patadas, pero todavía le quedaban al menos dos meses para el parto. Ellen pensó en William, que había venido al mundo en el canal de la Mancha. ¿Dónde acabaría naciendo esa nueva criatura? Sus pensamientos se dirigieron una vez más hacia Guillaume. Qué emocionante había sido la época de los torneos, y también la pasión que los uniera una vez. Aunque todo aquello quedaba ya muy lejos.