Primeros de Febrero de 1183

El invierno se recrudeció de repente cuando ya nadie lo esperaba. El cielo estaba casi blanco; parecía que iba a nevar. Ellen se apretó las pieles contra el cuerpo y se apresuró a cruzar el patio para ir al taller. Poco antes de llegar a la herrería, oyó que llegaba un caballero.

—¡Baudouin! ¡Qué alegría! —lo saludó al acercarse. Hacía ya mucho de su última visita y Ellen se alegró sinceramente de verlo—. ¿Cómo os va todo?

Baudouin saltó de su caballo y lo amarró.

—¡El joven rey os necesita! Debéis acompañarme a Limoges —explicó el joven.

Ellen lo miró con espanto.

—Pero no puedo irme de aquí como si tal cosa…

Baudouin alzó los hombros, muy a su pesar.

—Cuando el rey llama, es mejor no oponerse. ¡Además, es un honor!

Ellen sintió que se le oprimía el pecho.

—¿Tendré que estar fuera mucho tiempo? Voy a tener un niño —explicó, y se miró el vientre.

—¡Oh! ¿Y cuándo? —Baudouin miró su barriga con curiosidad.

—En verano.

El joven sonrió sin ninguna preocupación e hizo un gesto, restándole importancia.

—O habréis vuelto a tiempo, o vuestro niño nacerá al otro lado del Canal. ¿Sería eso tan malo?

Ellen no contestó.

—Mañana debéis estar presta para el viaje.

—¿Tan pronto? —Ellen lo miró con susto.

—Limoges queda lejos. ¡Y vos queréis estar pronto de vuelta! Vendré a buscaros nada más salir el sol. —Baudouin volvió a montar a su caballo y se alejó cabalgando.

—¿Te exige que partas sin más? —Isaac había montado en cólera y caminaba con furia de un lado para otro.

—Una invitación del rey es como una orden, ¡eso ha dicho Baudouin! Debo ir, no tengo elección. Pero procuraré estar de vuelta antes del verano —dijo Ellen intentando sosegarlo, pero Isaac masculló aún algo incomprensible y le dio la espalda.

Ellen sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo. Baudouin también había dicho que era un honor ser convocado por el rey, y ese honor había recaído en ella, no en Isaac. Ellen interpretó su malhumor como envidia y se sintió decepcionada por sus celos. Isaac había cosechado fama como espadero y se había convertido en un consejero indispensable para ella, por eso sus reservas le dolían especialmente.

No volvieron a cruzar una palabra sobre su partida.

Rose exhortó a Ellen a no pelear con él, pero la forjadora era tozuda. Su amiga sacudió la cabeza sin comprenderlo y chasqueó la lengua.

—Espero que ninguno de los dos tenga que lamentarlo. ¡Está claro que yo jamás dejaría que se llevaran de este modo a mi Jean!

Baudouin llegó a la herrería acompañado de un joven caballero y dos escuderos antes aún de que despuntara el alba. Ellen se despidió de Jean, de Rose y de los niños.

Isaac era el único al que no se veía por ninguna parte.

—Sé que llevaréis la herrería como si yo estuviera aquí —dijo Ellen con emoción en la voz.

—¡Válgame Dios, pero si parece que no hubieras de regresar nunca! En verano, a más tardar, volverás a estar con nosotros. —Jean la estrechó contra sí. Habían pasado tantos años juntos que, naturalmente, se preocupaba por ella—. ¡Isaac y tú estáis hechos el uno para el otro! —le susurró al oído—. Ve a despedirte de él.

Ellen cerró los ojos con fuerza.

—¡No está aquí, ya lo ves! Y sólo porque me tiene envidia.

Entonces Jean la agarró de los hombros y la miró fijamente a los ojos.

—¿De dónde has sacado eso? Bien sabes lo feliz que es contigo y con su trabajo. Creo que teme mucho más que vuelvas a rendirte a los encantos de Guillaume. ¡Si pudieras verte cuando el Mariscal anda cerca! —La voz de Jean denotaba reproche.

Ellen sintió una punzada en el corazón. ¿No se habría conformado tan prontamente con su partida porque esperaba volver a ver a Guillaume?

—Siento interrumpir —terció Baudouin—, ¡pero debemos partir ya!

Ellen ahuyentó las imágenes de Isaac y de Guillaume.

—¡Ya voy! —contestó con una sonrisa forzada, y dejó que Jean la ayudara a montar en el caballo.

La noche había sido gélida. Árboles, matas y hierba estaban cubiertos por una capa de hielo, y el aliento de hombres y animales se alzaba en húmedos y neblinosos vapores. Todo era triste y gris. Incluso el sol colgaba en el cielo plomizo como un disco de plata empañada.

«Muerto, todo parece muerto», pensó Ellen, y maldijo al joven rey por haberla hecho llamar. De sus labios no salió una sola palabra en toda la mañana; también Baudouin permaneció de lo más callado.

Sólo al comienzo de la tarde, cuando hicieron un pequeño alto, le explicó el muchacho, casi como de pasada, que Guillaume había abandonado la corte real.

Ellen lo miró entonces con sorpresa y reparó en que Baudouin evitaba su mirada.

—Un hombre con tanto éxito en torneos y tan cercano al joven rey es objeto de muchas envidias. —Baudouin suspiró—. Reconozco que Guillaume puede ser bastante fanfarrón, pero es y sigue siendo el amigo y caballero del joven rey más fiel que conozco. —Se volvió hacia uno de los escuderos—. ¿Tardarás mucho más con los caballos? ¡Tengo un hambre de oso!

El muchacho asintió con premura y se apresuró más aún.

Ellen se lo quedó mirando y se preguntó si Baudouin no habría esperado a propósito a después de la partida para explicarle que Guillaume no estaría junto al joven Enrique cuando llegaran allí.

—Sus enemigos no han escatimado esfuerzos. ¡Llegaron a afirmar incluso que el Mariscal tenía un romance con la reina! —Baudouin asintió satisfecho cuando el escudero le acercó el odre del vino, y se lo ofreció también a Ellen—. Claro está que no había nada de cierto en el asunto —se apresuró a asegurar.

Ellen bebió un trago y se echó a toser sin remedio. El vino era fuerte y ardía en el coleto. Habría preferido muchísimo más un poco de sidra o de cerveza floja.

—Creo que tras esos embustes se esconden un par de hombres de los de más confianza del joven rey. Thomas de Coulonces, con toda probabilidad, y creo que también Thibault de Tournai, a pesar de que este se esfuerza horrores por permanecer en la sombra.

—¿Thibault? —Ellen se estremeció. Su voz sonó asombrosamente metálica y hueca.

Baudouin la miró con espanto.

—Aún pescaréis un enfriamiento de muerte con este clima. —Se apresuró a echarle una manta sobre los hombros—. ¿Conocéis a Thibault de Tournai?

Ellen asintió apenas.

—¡Ah, cómo no, seguro que de Tancarville! —Baudouin creyó comprender y siguió desarrollando sus ideas—. Corre el rumor de que no fue ni mucho menos el joven rey quien os hizo el encargo de la espada que confeccionasteis.

Baudouin hizo una pausa y la miró como si esperara una constatación.

—¿Cómo se os ha ocurrido semejante disparate? —preguntó ella, decepcionándolo.

—Al recibir la espada, el rey se puso contento como un niño cuando le dan un regalo. ¡Lo cierto es que no parecía estar esperándolo! —explicó Baudouin.

—Pero tuvo que ser Guillaume… —A Ellen le palpitaba el corazón con fuerza.

—¡No, Guillaume tampoco sabía nada! ¡Por eso mismo! También él se preguntó quién habría encargado la espada. A fin de cuentas, él era el responsable de las finanzas del joven rey. ¡La falta de semejante cantidad no le habría pasado por alto! Además, las arcas de Enrique siguen estando tan vacías como siempre. —Baudouin reflexionó un instante—. Ahí hay algo que me da mala espina. Una espada que nadie dice haber encargado, pero que fue pagada, y luego esas intrigas contra Guillaume. —Zarandeó la cabeza con gravedad—. Con ello no sólo el Mariscal salió perjudicado, también, y sobre todo, el joven rey. Ha perdido a su consejero más prudente y experimentado, y precisamente ahora que vuelve a haber disputas entre sus hermanos, su padre y él. ¡El hedor llega hasta los cielos y apesta a traición!

Ellen puso unos ojos como platos y lo miró horrorizada.

—¡Debo saber sin falta quién fue el que os encargó la espada! —la apremió Baudouin.

—No dijo su nombre… Tampoco yo se lo pregunté. Llevaba los colores y el blasón del rey. Con eso me bastó. —Ellen se sentía como una necia.

—¿Eso es todo? —preguntó el joven, decepcionado.

—El caballero me dio piedras preciosas y oro, y un par de instrucciones. —Ellen se encogió de hombros, como si lo sintiera.

—¿Instrucciones?

—No debíamos hablarle a nadie del encargo y no debíamos entregar la espada a nadie que no fuera él mismo.

—¿No teníais que llevársela al rey? —preguntó Baudouin, para asegurarse.

Ellen negó con la cabeza, avergonzada.

—Al saber que el rey estaba acampado en las inmediaciones de Sto Edmundsbury, me pasé por alto esa instrucción. Quería verle los ojos cuando sostuviera la espada por primera vez entre las manos —explicó a media voz.

Contra lo esperado, a Baudouin se le iluminó el semblante.

—Al principio creí que alguien había querido comprar el favor de Enrique con la espada, y no dejé de preguntarme quién podría haber sido. ¡Pero ahora más bien parece que el estafador fue estafado!

Ellen lo miraba, perpleja.

—Bueno, según decís, ¡parece que esa espada no estaba destinada al joven rey!

—¡Pero si el emisario dijo…! ¿Y las piedras preciosas y el oro? —Ellen expresó su disgusto casi a gritos de lo desconcertada y lo herida que se sentía.

Por lo visto no había sido Guillaume quien la había recomendado, ¿y de pronto resultaba que la espada ni siquiera había tenido que ser para el rey?

—¡Si le encontrara el sentido! —Baudouin intentaba encajar todas las piezas—. Thomas de Coulonces y Thibault nunca se han podido ver, pero desde hace algún tiempo son inseparables. Estoy convencido de que también Adam d’Yquebreuf está detrás de todo esto. Era el que más envidiaba la posición de Guillaume.

Un fogonazo estalló en la cabeza de Ellen.

—¿Cómo habéis dicho que se llama? —preguntó, completamente lúcida de pronto.

—¿Quién? ¿Adam? ¡Adam d’Yquebreuf! ¿Por qué? ¿Acaso también lo conocéis de Tancarville?

Ellen sacudió la cabeza.

—No, no me acuerdo de él. Pero Rose… La pobre estuvo muy aturdida después de que el caballero viniese a encargar la espada. «Yquebreuf», murmuró cuando le pregunté por qué estaba tan pálida. Entonces no saqué nada en claro, pero al oír ahora el nombre en boca vuestra he comprendido a qué se refería. Seguramente había temido que pudiera reconocerla y delatarla a Thibault.

—Esto se complica más por momentos. ¿Os referís a Thibault de Tournai? ¿Qué tiene él que ver con Rose?

—Durante años fue su querida, pero huyó de él.

Baudouin zarandeó la cabeza con incredulidad.

—Una vez me salvasteis la vida, tenéis un hijo de Guillaume, y vuestra cuñada fue la amante de Thibault —enumeró con perplejidad.

—No es mi cuñada, sólo una buena amiga —corrigió Ellen.

—Bien, es lo mismo, de todas formas es de lo más inaudito. ¿Hay acaso alguna implicación más que yo deba conocer? —La miró con expectación.

Ellen vaciló y evitó su mirada.

—Ya veo que aún hay más… —Baudouin suspiró sin insistir en recibir más explicaciones.