Enero de 1183

Ese año el invierno estaba siendo extraordinariamente suave. No había nevado un solo día, y también la lluvia había sido escasa. Ellen inspiró con gozo el aire del mediodía. Hacía un año y medio que no forjaba nada que no fueran espadas. Su fama le había reportado mejor clientela y unos ingresos espectaculares.

Isaac también se había labrado una buena reputación. Cada vez más nobles aprovechaban sus conocimientos para hacerse pulir las armas, ya fueran nuevas o reliquias de familia. Tenía tanto trabajo que hacía poco había empleado a un joven de Sto Edmundsbury al que formaba como espadero.

Cada día recibían más encargos, y Ellen daba gracias al Señor con constantes oraciones y pequeñas limosnas que entregaba a los pobres.

—La herrería se nos queda pequeña… y también la casa. Creo que ya va siendo hora de ampliar las dos. He hecho averiguaciones, y el abad me ha recomendado a un maestro constructor —le dijo un día a Isaac.

—¿El abad?

—Hace poco volvió a encargar unas espadas, ¿no lo sabías?

Isaac suspiró, sonriente.

—Los personajes más elevados del país quieren que trabajemos para ellos; de vez en cuando puede pasarle a uno alguien por alto. —Se encogió de hombros, visiblemente desconcertado, y al mismo tiempo se le iluminó el rostro—. Jamás había imaginado que pudiera llegarse tan lejos siendo herrero.

Se pasó la manga por la frente, satisfecho.

—Quiero una auténtica casa de piedra —le comunicó Ellen con aire un poco romántico.

Isaac tragó saliva. Había construido la pequeña casa de paredes entramadas de pequeño, junto con su padre.

—Jean, Rose y sus hijos podrían quedarse con la casa. La cámara que construimos para ellos ya les queda demasiado estrecha. La casa nueva de piedra sería para nosotros —dijo, evitando sus protestas aun antes de que hubiera dicho nada. Le acarició la mejilla con cariño y le dio un beso en la frente—. Sé que le tienes mucho apego a esta casa, pero ya que pronto tendremos que dar cobijo a un niño más… —Suspiró.

Isaac la miró con sorpresa.

—¿Rose?

Ellen negó con la cabeza.

—¿No lo dirás por Eve? —preguntó, nervioso.

Tal como Rose había predicho, la muchacha había quedado encinta poco después de la boda. ¿No querría Ellen acogerla también a ella junto con su familia?

—¡No! ¡Estoy embarazada!

—¡Ellenweore! ¡Qué noticia más maravillosa! —exclamó Isaac con dicha; luego abrazó a Ellen y dio vueltas con ella en brazos—. ¡Ya había perdido toda esperanza de que el Señor nos enviara un retoño!