Ellen cogió la espada que Jean había confeccionado sin ayuda, la envolvió y emprendió camino para ir a ver a Conrad.
Jean había preguntado si no debía acompañarla, pero ella prefería ir sola. Conrad debía encontrarse en situación de admitirle ciertas cosas sin sentirse observado. Ellen se había puesto un vestido nuevo y limpio. Rose lo había confeccionado con un paño de lana extraordinariamente fino y de color verde abeto, y lo había decorado con un ribete de bordados plateados en el cuello y las mangas. En un principio Ellen se había indignado y lo había considerado un derroche, pues ya tenía el vestido verde de Bethune, pero Rose no se había dejado amilanar.
—También debes tener una prenda especial para vestir bien. El vestido de la boda de Claire debe de tener ya diez años. ¡Ellen, haz el favor! A lo mejor algún día te llaman ante el rey, o puede que nada más que ante el mayordombre del gremio. Así todos verán que no eres una pobre herrera, ¡sino que te has forjado una reputación!
Ellen se dio por vencida. De todas formas ya era demasiado tarde para cambiar nada, pues el vestido estaba terminado. Y en ese momento también ella se alegraba de tenerlo, al igual que el manto nuevo guarnecido con piel de lobo que la protegía del húmedo frío. Pese a que la primavera ya se había dejado notar con los primeros narcisos amarillos en la linde del camino, el viento seguía siendo gélido.
—¡Estás preciosa! ¡Como una auténtica dama! —había exclamado Isaac sonriendo, antes de que partiera a caballo.
La casa del mayordombre estaba a pocas millas y Ellen bien podría haber ido a pie, pero había seguido el consejo de Rose y de Jean y había sacado el ostentoso caballo blanco por el que a menudo era objeto de envidia.
—No vendrá mal que Conrad vea lo lejos que has llegado —había comentado también Isaac.
Cuando Ellen llegó cabalgando al patio de Conrad, un joven salió corriendo enseguida y la saludó con cortesía.
—¡Quiero ver al mayordombre! —dijo Ellen sin apearse del caballo.
—Como deseéis. Ahora mismo voy por él —tartamudeó el joven, y echó a correr.
Una sonrisa asomó al rostro de Ellen. El joven había quedado impresionado a ojos vistas por su elegante vestimenta. ¡Puede que Isaac llevara razón y que incluso la hubiera tomado por una dama!
«Gracias, Rose —pensó—. Era adecuado vestir así».
Conrad salió de la herrería. No era más alto que Ellen, llevaba una gorra de cuero sobre la cabeza ya casi calva y se había remangado la camisa hasta sus portentosos bíceps. Ellen se dejó caer del caballo con elegancia, como le había enseñado a hacer Jean, y aterrizó firmemente sobre las dos piernas.
—¡Ellenweore! —exclamó Conrad, y la miró con sorprendente afecto.
—Conrad. —Ellen asintió con altanería.
«Me siento como una gansa con estos remilgos de boba», pensó brevemente.
—Estos días se habla por doquier de vos y vuestras espadas. —Conrad invitó a Ellen a entrar en la casa con un gesto—. Edda, mira quién viene de visita —le dijo a su esposa—. Esta es Ellenweore…
—¿La forjadora de espadas? —Edda la miró con entusiasmo y se limpió una mano enharinada en el mandil antes de tendérsela—. ¡Me alegro mucho de que hayáis venido a vernos!
Ellen no salía de su asombro. Primero el amistoso saludo de Conrad, después la admiración de Edda. ¡Quizá debiera andarse con cuidado!
—Bueno, ¿qué os ha traído a mi casa?
El mayordombre le ofreció un sitio a la mesa, y Edda le sirvió un vaso de aguamiel.
—¿Recordáis a Jean? —preguntó, y dio un sorbo para aliviar un tanto la sequedad de su garganta.
—Desde luego —repuso Conrad, expectante.
—Ha forjado una espada él solo, con un ayudante. Un joven sin experiencia.
Ellen sostuvo la espada con ambas manos. La había llevado pegada al costado izquierdo del cuerpo, de modo que no se viera, y en ese momento la desenvolvió y la dejó sobre la mesa.
Conrad asió el arma con reverencia y la examinó de cerca.
—No soy forjador de espadas —dijo, casi sin voz.
—Pero sois el mayordombre del gremio. Estoy segura de que podéis juzgar si se trata de un buen trabajo de forja que otorgue a su autor el derecho a ser considerado oficial.
Conrad se sintió a todas luces halagado, pues sonrió un instante. Contempló el arma con buenos ojos.
—Entonces, ¿no tenéis inconveniente en que a partir de ahora considere a Jean oficial? —preguntó Ellen para estar segura.
No quería que la discordia con el gremio se eternizase.
—¿Se lo habéis enseñado vos? —preguntó el hombre, en lugar de dar una respuesta.
Ellen tensó un poco su postura sin querer.
—¡Sí, por supuesto que se lo he enseñado yo! —dijo con obstinación.
Estaba dispuesta a discutir con él, pues no tenía ningún derecho a negarle a Jean el título de oficial sólo porque hubiera aprendido el oficio de una mujer.
—Nos equivocamos al no querer concederos la categoría de maestra. Desde que lleváis el taller de Isaac, habéis traído honra y fama a las herrerías de Sto Edmundsbury. En la próxima reunión del gremio propondré que se os reconozca como tal. Con eso también quedaría garantizado el título de Jean como oficial.
Ellen estaba demasiado perpleja para saber qué decir.
Conrad, que había sido su más acérrimo opositor, ¿de súbito quería interceder a su favor? Por lo visto el hombre supo cómo interpretar su asombrado silencio, pues carraspeó con timidez.
—Pongamos que el gremio acepta la solicitud y os reconoce como maestra. —Respiró hondo, como si tomara carrerilla, y Ellen se preparó para lo peor—. Entonces podríais aceptar legítimos aprendices —dijo el hombre tras una breve pausa, y se rascó la nunca.
—Es cierto —replicó Ellen, todavía expectante.
Estaba segura de que el mayordombre guardaba algo más en la manga.
Conrad parecía estar haciendo acopio de valor.
—Como sin duda sabréis, un padre no siempre es el mejor preceptor —tartamudeó, y se ruborizó.
—¡Válgame Dios, basta ya de tantos ambages! —atajó Edda con impaciencia—. A nuestro chico se le ha metido en la mollera llegar a ser forjador de espadas, ¡no habla de otra cosa!, y nosotros, naturalmente, habíamos pensado en vos. —Miró a su marido con reproche—. ¡Es mejor que digas las cosas tal y como son!
—¡Pero si eso es lo que iba a hacer, mujer! —la interrumpió él con enojo, y se volvió de nuevo hacia Ellen, apocado—: ¿Lo aceptaríais como aprendiz, si el gremio estuviera de acuerdo? —preguntó con torpeza.
Ellen imaginaba el enorme esfuerzo que debía de haberle costado esa pregunta.
—En cuanto tenga la categoría de maestra, le echaré un vistazo al chico. Si es voluntarioso y trabajador…
Conrad tomó aire como pez varado en la orilla. Naturalmente, había esperado recibir enseguida de ella una respuesta afirmativa. Sin embargo, igual que él, tampoco Ellen quería rebajarse. Sólo sus espadas estaban a la venta, ella no.
—Venid a verme con el chico cuando el gremio se haya decidido —repitió con afabilidad.
Estaba segura de que Conrad tenía suficiente influencia sobre los demás herreros para imponer su voluntad.
—La asamblea será dentro de ocho días —dijo este, y se relajó a ojos vistas.
—Bien, os espero entonces.
Ellen le dio la mano.
De vuelta en el patio, vio al chaval que la había saludado al llegar dirigiéndose a la herrería corriendo y deprisa.
—¿Este es? —preguntó.
—Sí, este es Brad; tiene casi once años —dijo Conrad con orgullo.
—¡Un joven fuerte y simpático! —lo felicitó Ellen. Conrad se irguió un poco.
—Es el benjamín, a los demás ya los tengo fuera de casa. Salvo por el mayor, que trabaja conmigo en la herrería y quiere heredarla.
—Sois un hombre muy afortunado, Conrad —dijo Ellen con amabilidad, y se despidió.
Una buena semana después, el sol de marzo luchaba con las espesas nubes por hacerse con un resquicio de cielo cuando Conrad se presentó de repente con su hijo en el taller.
—¡Ya sois oficial, Jean! —lo felicitó Conrad, y le estrechó la mano—. ¡Una espada verdaderamente excepcional, la que habéis forjado! —dijo con halago. Entonces se volvió hacia Ellen—: ¡Maestra! —Sonrió con timidez—. Os traigo a mi hijo con el ruego de que lo pongáis a prueba para aceptarlo como aprendiz. —Conrad interpretó la farsa tal como correspondía, e hizo una breve reverencia.
—Podéis venir a recogerlo esta tarde, ¡entonces veremos! —dijo Ellen con una agradable sonrisa.
El mayordombre miró a su hijo con severidad:
—Este era tu deseo, Brad. ¡Ahora demuestra de qué estás hecho!
El chico asintió con brío.
—¡Sí, padre!
El joven ya había acumulado alguna que otra experiencia con el hierro junto a su padre, tenía ambición y se daba maña. Ellen se alegró con sinceridad de poder formar, después de a Jean y a Peter, también a Brad. Acordó con Conrad siete años de aprendizaje. La mayoría de los herreros se formaban en tan sólo cinco, los herradores incluso en cuatro, y Conrad al principio se mostró reacio a que su hijo pasara tanto tiempo de aprendiz. Brad, sin embargo, le imploró con fervor a su padre, y este al final fue a ver a Ellen con el dinero para pagarle. También para su reputación entre los herreros era más que ventajoso que precisamente el mayordombre le confiara la formación de su hijo.
Cuando Conrad se hubo marchado, Ellen fue a comer a la casa y se sentó a la mesa en silencio. ¡Cuán orgulloso habría estado Osmond de ella si hubiera podido presenciar lo lejos que había llegado! Por un momento se asomó a su rostro una sonrisa. Puede que incluso algún día llegara a oídos de Aedith la fama de su hermana, o que Kenny pudiera impresionar a sus clientes diciendo que era hermano suyo. Ellen pensó en Mildred y en Leofric y cayó en un ligero desánimo, pues los añoraba mucho. «Tal vez incluso madre se hubiera sentido orgullosa de mí», estaba pensando cuando Isaac la hizo volver al presente.
—Si aceptamos más aprendices, pronto tendremos que ampliar la herrería. —Le pasó un pedazo de pan y le sonrió.
—A veces ya estamos demasiado apretados en las dos fraguas, ¡y tres yunques resultan pocos! —añadió Jean sin dejar de masticar.
—Ya lo había pensado —dijo Ellen, e iba a hacer una sugerencia, pero antes de que pudiera abrir la boca, Rose la interrumpió:
—¡Primero soy yo la que necesita ayuda! —Dejó a la pequeña Jeanne en el suelo—. Ahí quieta, cielo, ten. —Rose le puso en la mano una muñeca de trapo que dejó a la niña loca de contenta—. Eve y yo solas ya no damos abasto. Tenemos que cuidar de seis niños y al mediodía dar de comer a todos los del taller, además de hacer la casa, la colada, cuidar de los animales y del huerto. ¡Sólo tenemos dos manos!
Rose había ido subiendo el tono. Estaba a todas luces desbordada. Su disgusto debía de venir ya de tiempo atrás.
Ellen la miró con espanto. ¡Su amiga jamás había protestado de esa forma! Últimamente la había visto algo nerviosa alguna que otra vez, pero nadie se lo había tomado demasiado en serio. Ni Ellen ni ninguno de los demás se había detenido nunca a pensar que las dos mujeres cada vez tenían más trabajo.
—¡Además, Eve se casará pronto!
Los buenos deseos para la muchacha y los alegres apretones de manos interrumpieron a Rose, que esperó pacientemente hasta que la algarabía general se hubo apaciguado.
Sólo cuando Ellen preguntó con temor si Eve había pensado dejar de trabajar para ellos después de la boda, callaron todos. Eve dijo que no, y Ellen miró a Rose con insistencia, como diciendo: «¿Lo ves? Nada va a cambiar».
Los ojos de Rose refulgían de rabia.
—Dentro de un año a más tardar tendremos aquí a otro niño. ¿O acaso creéis que Eve va a pasarse la vida haciendo manitas nada más? Necesito más dinero para una segunda criada y, sobre todo, para comprar víveres. Los herreros devoran como orugas de nueve cabezas. La harina, los cereales y sobre todo el tocino se van en un periquete. A veces ya no sé qué echarle a la sopa. Siempre cebolla y col, ¡eso no sacia a nadie! —Rose había vuelto a alzar la voz.
—¡Por todos los santos, Rose! —Ellen la miró con culpabilidad—. Tienes razón, desde luego. ¡Ganamos suficiente! ¿Cómo es que no he caído en ello?
—De una forma o de otra siempre he logrado salir adelante, sin embargo ahora ya no puedo más —explicó Rose, casi disculpándose.
Ellen abrió la bolsa que le colgaba del cinto y dejó una considerable cantidad de monedas de plata sobre la mesa.
—¡Podrías habérmelo dicho antes! —exclamó con reproche—. Si necesitas más, dímelo, ¿conforme?
—Esto me bastará por un tiempo. Soy cuidadosa, pero…
—¡Déjalo ya, Rose! No tienes que dar explicaciones. Sé que sabes administrar la casa. ¿Te ocupas tú misma de buscar a una criada? A fin de cuentas, eres tú quien tiene que llevarse bien con ella.
Rose, contenta, se aclaró la garganta y sonrió.
—Una muchacha del pueblo estuvo ayer aquí, preguntando por trabajo. Parece muy capaz. Mañana mismo envío a Marie a buscarla. —Rose estaba satisfecha.
—¡A lo mejor dentro de poco volvemos a tener pasteles! —Ellen miró a los comensales en busca de una respuesta—. ¿Qué os parecería?
—¡Viva, viva! —jalearon los niños.
Rose resplandecía de contento.
—¿Cuándo habías pensado decide a Peter que confeccionara su pieza de oficial? —preguntó Isaac, y le tendió a Rose su escudilla de madera para que le sirviera otra ración.
—Antes de que llegue el invierno. Sería la espada para el hijo menor del conde de Clare. Creo que será la mejor ocasión.
—Pero sin la E de cobre no la querrá —dijo Jean, dando que pensar.
—Ya he hablado con él de ello. El joven no puede permitirse una de mis espadas, por eso le bastará el trabajo de Peter. Bajo mi supervisión, claro está. Le he asegurado al joven de Clare que sólo realizamos trabajos impecables. La espada llevará una ataujía con una E de latón, como todas las espadas que en el futuro salgan de nuestra herrería. Sólo las que forje yo misma seguirán ostentando el símbolo de cobre. Y eso lo haremos pagar a un precio exorbitado.
—¡Pues no es mala idea! —la alabó Jean—. ¡Entonces, a partir de ahora mis espadas llevarán una E de latón!
—¡Por supuesto! —Ellen tragó una gran cucharada de sopa—. Tienes razón, Rose, no está malo, pero un poco más de tocino no le vendría nada mal.