William estaba aburrido en el patio, acariciando a Barbagrís, cuando dos jinetes llegaron al galope. A uno de ellos lo reconoció como el caballero que ya había ido a verlos un día junto a Baudouin de Bethune. El otro debía de ser su escudero. William vio el ave que el caballero llevaba en la mano, se levantó de un salto y corrió a su encuentro, asombrosamente deprisa pese a su pie.
—¿Lleváis ahí un halcón, sire? —preguntó con desenvoltura.
—Un halcón borní —confirmó Guillaume el Mariscal con voz serena y una sonrisa—. Aléjate un poco, para que pueda descabalgar sin que el pájaro se inquiete. —La mano del Mariscal permaneció casi inmóvil mientras bajaba de su montura—. Los halcones son animales salvajes y no dejan de serlo durante toda su vida… aun bajo el cuidado de los hombres —le explicó a William, que lo miraba con expectación—. Cualquier gesto brusco los espanta, y entonces intentan salir volando. Ven, acércate, pero despacio, y háblale con voz suave.
—Pero ¿no lo tenéis atado por esa banda de cuero? —inquirió William señalando a la correa de la garra del halcón, y se acercó con cautela apenas un ápice más para ver mejor al animal.
—Precisamente, jovencito, y si ella, pues este halcón resulta ser una dama, quisiera huir volando de alguna cosa que se moviera a su alrededor, podría lastimarse.
—¡Sopla, ya veo! —El rostro de William se iluminó—. ¿Y cómo se llama? —preguntó al tiempo que ladeaba la cabeza.
—Princess of the Sky. —Guillaume sonrió.
—¿Puedo acariciarla?
—Puedes intentarlo, ¡pero cautela!
William se acercó algo más con timidez. Bajó la mirada y miró al ave sólo con el rabillo del ojo.
—¡Lo haces muy bien! —lo felicitó el Mariscal—. Si se inquieta, tienes que apartarte enseguida y sin movimientos bruscos. ¿Entendido?
William asintió y casi estalló de orgullo cuando llegó a ponerse justo al lado del ave de presa. Alzó muy lentamente la mano derecha y acarició con suavidad el pecho de Princess of the Sky.
La dama halcón no mostró inquietud de ningún tipo.
El Mariscal quedó maravillado, pues el animal no se dejaba tocar por cualquiera así como así. Acostumbrada a su escudero, Geoffrey, les había costado una barbaridad.
Acaso por celos, este se acercó a su señor por detrás e hizo tropezar al chico. El halcón, exaltado, intentó alzar el vuelo desde la mano de su amo.
—¡No puedes cogerla, la asustarás! —vociferó Geoffrey.
—¿Yo? —William se limitó a dirigirle al escudero una mirada de desprecio antes de mirar al Mariscal.
—Eres un alcornoque, Geoffrey. ¡La has espantado tú! —lo reprendió este, con voz pausada para no excitar más al pájaro.
Sólo en la airada mirada que le lanzó a su escudero podía verse lo furioso que estaba.
William seguía allí de pie sin moverse y, cuando el halcón se tranquilizó, volvió a acariciarlo.
—¡Tienes muy buena mano! —lo alabó Guillaume.
—Ya he cuidado de palomas, avefrías, arrendajos y otros pájaros. A veces encuentro nidadas abandonadas por la madre, y entonces crío yo a los pajarillas —explicó William con un brillo en los ojos—. Incluso cuidé una vez de un cuervo herido que era muy inteligente. Pero al final se fue volando. ¡Era la época de apareamiento!
Sonrió azorado y miró al halcón de soslayo, con gran admiración.
—Bueno, jovencito, los halcones no tienen mucho en común con los pájaros vulgares. Las aves de rapiña temen al hombre, incluso lo odian, y su rostro les resulta de lo más horrendo. Se necesita mucha destreza y una paciencia interminable para que se posen en la mano de su amo, lo que los cetreros llaman aves maneras, y conseguir que cacen para el hombre. El halcón no busca la proximidad de los humanos, la evita. Adora la libertad, y precisamente porque es tan difícil domesticar aves de presa, la caza con halcón es la forma más noble de caza.
—¡William! —oyeron que llamaba una imperiosa voz de mujer.
Ellen asomó la cabeza desde la herrería.
—Pero en el nombre de Dios, ¿dónde se habrá metido ahora ese pillastre? —exclamó con enojo.
Al ver al Mariscal, se restregó las manos sucias en el vestido, se remetió un par de rizos rebeldes bajo el pañuelo de la cabeza y se acercó a él.
—¡Milord! —Esbozó una inclinación de cabeza, pero no hizo ninguna reverencia. Después de todo cuanto los había unido, semejantes demostraciones de respeto le parecían exageradas, aun en presencia del escudero y de su hijo. Agarró a William de los hombros y lo empujó en dirección al taller—. ¡Ve con Jean y ayúdalo! —ordenó antes de volverse hacia el Mariscal.
—¡El rey está exultante con su nueva espada! —Guillaume le pasó el ave a su escudero y acompañó a Ellen al taller.
Un par de pasos más allá, se detuvieron.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó ella abriendo la puerta de la herrería, y lo invitó a entrar.
—Una espada —repuso él, sucinto—. Uno de los escuderos del rey será investido pronto caballero. Para mí es como un hijo —su mirada rozó al pequeño William—, o como un hermano pequeño —añadió entre murmullos.
Ellen desoyó la alusión a William y procuró tratar a Guillaume con total normalidad. Comentaron todos los detalles, convinieron un precio y el plazo en el que la espada debía estar lista.
—Por entonces ya habremos regresado al continente. Esperan a Enrique en la corte de su padre por los festejos de la Natividad. —El Mariscal toqueteaba la vaina de su espada.
—Habría que rehacerla, el cuero está muy desgastado —afirmó Ellen—. Puedo ocuparme de ello sin dilación, si quieres. La última vez que estuviste aquí, ya me fijé. Tengo todo lo que necesito. ¿Dispones de un poco de tiempo?
El Mariscal lo dudó un instante, pero enseguida asintió con aquiescencia.
—¿Puedo llevarme a William este rato?
Ellen se encogió de hombros con marcada indiferencia.
—Desde luego, ¿por qué no?… ¡William! ¡Acompaña al Mariscal! —exclamó, mandando a su hijo.
El niño, exultante, salió del taller tras Guillaume.
—Gracias por liberarme de esa horrible y oscura herrería. —Y le sonrió al Mariscal con aire conspirativo—. ¿Es cierto que sois el hombre de más confianza de nuestro rey?
William había fingido que no le interesaban las conversaciones de los mayores a la mesa, pero lo cierto es que se había empapado de cada una de sus palabras.
El Mariscal rio.
—Soy el preceptor del joven Enrique, quien, llevas razón, también es rey de Inglaterra, como lo es su padre. Y creo que, de hecho, soy su hombre de más confianza. ¿Satisfecho?
William asintió con timidez.
—¿Te apetece ver cómo vuela un halcón? Si quieres, te lo enseño.
—¿De veras haríais eso? —William, emocionado, no cabía en sí de gozo.
Cuando el Mariscal asintió, el niño empezó a dar vueltas de entusiasmo con su pierna coja.
—Pero despacio, que, si no, se espantará —intentó calmarlo el caballero.
Pasaron la tarde juntos. Guillaume le enseñó a William cómo volaba el halcón y le explicó toda clase de cosas interesantes sobre la naturaleza de esos animales y su doma. Le dejó, asimismo, que se probara su guante.
El niño lo aceptó con muchísima reverencia. El cuero de ciervo, suave y recio a un tiempo, desprendía un fuerte olor. El guante le quedaba enorme, pero le gustó su tacto.
El Mariscal le enseñó cómo había que colocar la mano y, al final de la tarde, incluso le posó un momento al halcón.
—¡Debes tener la mano pero que muy quieta! —ordenó con afabilidad.
William se esforzó por no temblar y experimentó alivio y decepción a partes iguales cuando el Mariscal ordenó a Geoffrey que volviera a hacerse cargo del ave.
—Tiene muy buena mano con los animales —le dijo Guillaume a Ellen, hablando de William, cuando regresaron y se encontraron con ella.
—Bueno, si no empieza pronto a interesarse algo más por la forja, no pasará de ser herrador. ¡Así que mal no le hará que los animales no acaben pisoteándolo! —Parecía malhumorada.
Incluso Guillaume se dio cuenta y se preguntó por qué sería tan severa con el niño. Apenas recordaba ya su propia infancia, pero sabía que su madre y las niñeras lo habían consentido sobremanera mientras vivió en su casa.
—¡Está otra vez como nueva! —Ellen lo sacó de sus elucubraciones y, orgullosa, alzó la vaina delante de sus narices—. La cola aún tiene que secar un poco más. Todavía no puedes colgártela.
—¡Qué maravilla! —exclamó él, alabando su trabajo, y fue a sacar su escarcela para pagar.
—¡No es preciso! —Ellen posó una mano callosa y llena de herrumbre en su antebrazo—. Es lo menos que podía hacer.
Pese a no entender lo que quería decir la forjadora, el Mariscal se encogió de hombros con impotencia y dejó que Ellen y William lo acompañaran fuera. Le dio unas palmaditas en los hombros al pequeño y se despidió. Al montar en su caballo, se inclinó un poco hacia Ellen y le posó en la mejilla un beso que la dejó de piedra. Nada respondió a la interrogante mirada de Geoffrey.
—¡Obedece a tu madre y haz todo lo que te pida, William! —exclamó Guillaume; luego volvió a posar al ave en su puño y echó a cabalgar seguido de su escudero.
Ellen estaba completamente paralizada. El beso hormigueaba en su mejilla como una marca del diablo, como si ardiera en llamas.
Rose los había visto desde lejos. «Esperemos que esto no acabe mal», parecía decir su mirada antes de coger la escoba y regresar a la casa.
El joven rey estaba en lo cierto. Al cabo de pocas semanas todos los nobles de Anglia Oriental sabían que el rey y el Mariscal poseían una espada de Ellen, y no hacían más que acudir a la herrería para encargar espadas. Muchos pretendían que habían pasado por allí por casualidad, otros explicaban el largo camino que habían recorrido para encargarle el trabajo.
Y cuanto más quehacer tenía Ellen, más podía subir los precios de las espadas. Algunos meses se embolsaba más de lo que ganaba antes en todo un año.
—Jean, creo que ya te ha llegado la hora —dijo Ellen una noche, a la mesa de la cena.
El buen ánimo aún se le veía en la cara.
—¿La hora de qué? —preguntó él sin saber a qué se refería, y se llevó una cucharada de sopa caliente a la boca.
—Mañana empezarás a trabajar en una espada, ¡tú solo! Tendrás un ayudante para batir, creo que será el nuevo. ¿Cómo se llamaba?
—¡Stephen!
—Eso, Stephen. Si terminas la espada y tu trabajo me convence, iré a ver al mayordombre y le pediré que el gremio te reconozca como oficial.
De la emoción, Jean se atragantó con un pedazo de pan.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó en cuanto recuperó el aliento.
Ellen lo miró y enarcó las cejas.
—¿Te parece que esté de chanza?
—No, claro que no. ¡Gracias, Ellen! —repuso él con humildad.
Rose puso su mano sobre la de él y la estrechó un momento.
—¡Lo conseguirás!
—Desde luego que lo conseguirá. Si no estuviera convencida de ello, no se lo propondría —comentó Ellen.
—¿Y qué será de Peter? —preguntó Jean, que, como de costumbre, siempre intercedía por los demás.
—Cuando tú termines le llegará su turno.
Jean asintió, contento.
—Entonces, pronto necesitaremos nuevos aprendices y ayudantes, ¿no te parece? —terció Isaac, y se echó otro trozo de pan a la boca.
—Eso todavía no lo había pensado.
Ellen dio un gran trago de cerveza floja y por el momento no dijo más.