Octubre de 1180

Conseguir terminar la espada a tiempo parecía prácticamente imposible, pues el plazo que les habían dado era muy justo. Ellen dispuso que Peter e Isaac se encargaran de todos los demás trabajos hasta que Jean ya no tuviera que ayudarla a batir.

En el bosquejo de la espada empleó sólo medio día. Para ello sacó las piedras preciosas de la bolsita de cuero, las fue separando y pensó cómo podía decorar el pomo con ellas. Seguían sin gustarle las espadas muy enjoyadas, pero una espada real debía ser una excepción. Para poder decidirse por un modelo en concreto, primero dibujó varias ideas en la tierra. Una vez hubo decidido la forma, la bosquejó en una larga tablilla de cera y en ella estableció ya las medidas más importantes. Mientras estaba ocupada con los detalles de la espada, una serie de sílabas no dejaban de martillearle en las sienes: ru-ne-dur. Sin darse cuenta, empezó a susurrar las sílabas una y otra vez en voz baja. Entonces cayó en la cuenta: ¡Runedur! ¡Así se llamaría la espada del rey! Igual que con Athanor, el nombre había surgido de ella por sí solo. Runedur, desde luego, tenía que reunir todas las cualidades que conformaban una buena arma. La espada, sin embargo, sería única ante todo porque el arte de la forja y el de la orfebrería quedarían unidos en ella con una armonía jamás vista, pues toda la artesanía surgiría del alma y las manos de Ellen. La espada del rey desprendería una elegancia inigualable al tiempo que resultaría sencilla. Sin embargo, Runedur también tendría que expresar, desde luego, la fuerza y el poder del joven rey. Ellen recordó los cálices y las cruces que había elaborado Jocelyn. También estos habían estado decorados a veces con piedras preciosas y demás ornamentos, pero pese a su costosa artesanía, siempre habían inspirado en el observador un sentimiento de humildad ante su belleza. Exactamente así debía sentirse el que contemplara a Runedur. Una vez supo cómo sería la espada, Ellen empezó a trabajar a un ritmo febril.

Aunque Jean no hacía más que examinar el dibujo de la tablilla de cera y había escuchado con atención las indicaciones de Ellen, apenas conseguía seguirle el ritmo. La mente de ella iba siempre dos o tres pasos por delante. A veces se enfurecía porque Jean parecía no entender lo que ya tenía previsto. Sus sentimientos oscilaban de continuo entre un miedo profundo al fracaso y la dicha de estar forjando al fin una espada para el rey.

Cuando el trabajo progresaba a buen ritmo, Ellen devoraba la comida del mediodía con ansia para poder volver al taller y reanudarlo lo antes posible. Si una tarea no le resultaba tan sencilla como había calculado, o si andaba cavilando la solución de algún problema, aún seguía dando vueltas a la comida en la escudilla cuando todos los demás se habían levantado ya de la mesa y habían retomado sus labores. Pese a que la familia y los ayudantes del taller compartían su tiempo en armonía, comían juntos y charlaban alegremente, esos días Ellen permanecía muy callada. Parecía no percatarse de nada de cuanto acontecía a su alrededor: su pensamiento sólo giraba en torno a Runedur. Mentalmente ya estaba realizando el siguiente paso del trabajo, intentaba prever todos los contratiempos posibles y consideraba cómo evitarlos de antemano para que no se le escapara ni un solo error. Con todo, al desbastar los vaceos, la herramienta se le escapó de las manos y dejó una estría en la hoja. Ellen se echó a llorar al contemplar el fallo. ¿Cómo había podido suceder? Desconcertada, examinó los daños más de cerca.

Perdió todo un día dudando de sí misma, pero después constató que la tara podía remediarse alargando un poco más la acanala dura del vaceo. Ellen desbastó con sumo cuidado algo más de metal del centro y luego le dio la vuelta a la hoja y alargó también el vaceo del otro lado. Respiró con alivio: el error ya no se veía. De nuevo volvió a trabajar desde que rayó el alba hasta bien entrada la noche. Después de un temple bien conseguido, con lo cual ya había quedado superada la mayor prueba, acometió personalmente el esmerilado basto y el pulido, y disfrutó al ver el maravilloso brillo que iba consiguiendo trozo a trozo.

Aunque casi no lograba dormir, parecía no cansarse nunca y poseer la fuerza de tres hombres. Nunca había estado tan exuberante y, cuanto más forma iba tomando la espada, más relucía ella de felicidad.

—¿Habéis decidido cómo va a llamarse vuestra hija?

Ellen sonrió sin levantar la vista del trabajo.

La noche antes, Rose había dado a luz a una pequeña de voz portentosa y con unos pulmones harto potentes.

—Rose se niega en redondo a ponerle el nombre de su madre, ¡pero dice que Jeanne no estaría nada mal! —Se notaba que el padre estaba más que orgulloso del nombre de su niña.

—¡Jeanne! —repitió Ellen, y asintió con agrado—. Le queda muy bien.

En cuanto volvió a concentrarse en su trabajo, la punta de la lengua le asomó por la comisura izquierda de la boca. El engarce de las piedras preciosas le traía más dificultades de las que estaba dispuesta a reconocer.

—¿Por qué no dejas ese trabajo para un orfebre?

Jean la admiraba por lo mucho que se esforzaba sin haber soltado ni un solo improperio ni haber perdido la compostura una sola vez, pero no comprendía por qué se empeñaba en trabajar sin ayuda.

—De ninguna manera. En primer lugar, me he jurado a mí misma hacerla yo sola, y, además, el orfebre me preguntaría para quién es la espada. Y, como bien sabes, eso no puedo decirlo. Además, con estas piedras preciosas no me fío de ningún extraño. ¿Quién sabe si realizaría su trabajo como Dios manda? ¡A lo mejor prepara piedras de vidrio y se queda con las preciosas!

—¿No te parece eso un tanto rebuscado? —Jean juntó las cejas con escepticismo.

—¡No, en lo más mínimo! A fin de cuentas, me han confiado a mí la realización de esta espada, de modo que yo soy la responsable. No te preocupes por nada, acabaré por conseguirlo.

—¡Bueno, como quieras! Yo sólo lo decía por tu bien.

—Será mejor que la dejes tranquila. ¡Ya ves que no se puede hacer nada contra esa cabezota tozuda que tiene! Yo hace tiempo que me di por vencido y aprendí a resignarme —terció Isaac, que sonrió y le guiñó a Jean un ojo.

—¡Cómo eres! —exclamó Ellen, lanzándole una mirada de reprobación e incitante al mismo tiempo.

—¡Está bien! ¡Me vuelvo a mi trabajo! —Isaac alzó los brazos en señal de rendición.

Por la noche, a solas en la alcoba, Isaac bajó de ella sin aliento.

—¡Oh, Ellen! Tendrías que forjar siempre para el rey —dijo entre gemidos, satisfecho.

—¿Por? —preguntó ella con exagerada inocencia—. ¿Cómo es eso?

—Desde que trabajas en esa espada estás… ¡muy apasionada! —Le brillaban los ojos.

Ellen se ruborizó.

Isaac le apartó un mechón rebelde de la cara.

—Eres bellísima. Te quiero —le susurró.

Ellen se arrimó cariñosamente contra su brazo.

—Apaga la luz, cariño mío —murmuró, y se quedó dormida al instante.

Ellen se había aplicado en el trabajo con tanta ambición que terminó la espada antes incluso del plazo acordado. Estando ella sola en la herrería, colocó a Runedur sobre la mesa, ante sí, y la contempló con tanto detenimiento como si la viera por vez primera. El cinto de cuero vacuno oscuro, curtido, fuerte, contaba con una ancha hebilla de latón. La vaina de la espada estaba recubierta de una seda de color púrpura entretejida de oro, con bandas de cuero cruzadas para sostenerla. El ancho extremo estaba protegido por una contera de oro con delicadas ondas grabadas. Ellen había decorado el pomo redondo con las dos piedras más grandes, un rubí y una esmeralda, los cuales colocó en el centro, uno a cada lado. Las piedras más pequeñas estaban dispuestas en círculo, como pétalos rodeando ese botón, engalanadas con delicados dibujos y zarcillos dorados. El puño, de madera de roble, estaba revestido de un cuero oscuro, cubierto a su vez de hilo de oro enrollado a la perfección, y caía magníficamente en la mano. La cruz era recta, aunque los extremos estaban ligeramente curvados hacia abajo y semejaban fauces de lobo.

Cuando llevaba un buen rato contemplando la espada, la desenvainó. La hoja era de doble filo y, a causa de su error en el desbastado, contaba con un vaceo extraordinariamente largo que le confería una elegancia aún mayor. Ellen cogió un paño grueso, agarró con él la punta y combó la hoja hasta formar un semicírculo. En cuanto la soltó, dio un latigazo hacia atrás y quedó igual de recta que antes. No había perdido un ápice de flexibilidad ni dureza a causa de la longitud del vaceo.

Ellen suspiró, contenta. Después cogió un pedazo de lino, como era costumbre de Donovan, y lo hizo resbalar sobre el filo. La espada cortó la tela con facilidad. Ellen contempló con satisfacción las superficies afiladas. En el lado del rubí rojo sangre, que representaba el corazón y la vida del joven Enrique, Ellen había realizado con hilo de oro una ataujía de runas que debían conferirle fortuna, valor y muchas victorias al portador de la espada. Donovan le había enseñado aquellos símbolos ancestrales y le había explicado su significado. Pese a estar consideradas paganas, las runas continuaban siendo venerados símbolos de victoria. Sin embargo, para asegurarle al joven rey también la piedad de Dios, Ellen había decidido incluir junto a ellas otra ataujía de filamento de oro con las palabras IN NOMINE DOMINI.

El lado de la esmeralda, verde como los ojos de ella, sólo ostentaba la ataujía de cobre con la E dentro de un círculo. ¡Aquella hoja maravillosa y de un brillo fulgurante le habría robado el corazón a cualquier amante de las espadas! Un escalofrío de placer le recorrió la espalda de lo satisfecha que estaba con Runedur.

—¡El joven Enrique! —Peter entró en la herrería a todo correr—. Está acampado a sólo unas millas al noroeste de aquí.

Se dejó caer sin aliento en un taburete que cojeaba, con lo que casi acabó en el suelo.

—¿El rey? —A Ellen se le iluminó la mirada—. ¿Aquí cerca, dices? Estoy segura de que está impaciente por tener en sus manos la nueva espada. ¿Qué sucedería si fuese a llevársela hoy mismo?

—¿No dijo el caballero que él vendría a buscarla y que no se la entregaras a nadie más? —terció Isaac, que acababa de entrar.

Ellen no quería oír nada de eso y lo desestimó con un gesto de la mano.

—Se refería a otro emisario, naturalmente, ¡pero no al rey en persona!

Isaac se encogió de hombros.

—Si tú lo dices…

—La oportunidad es demasiado apetitosa, ¡tengo que llevarle yo misma la espada! Si viene el emisario a recogerla, nadie sabrá nada de mí. Por el contrario, si se la entrego al joven rey en persona, ¡todos los caballeros presentes verán quién ha forjado a Runedur! —Ellen no cabía en sí de entusiasmo.

—Entonces, deja al menos que te acompañe —propuso Isaac, preocupado.

Ella zarandeó la cabeza con decisión.

—¡No, iré sola!

De ir acompañada por un hombre, le atribuirían la espada a él. Al final puede que incluso naciera la leyenda del herrero de un solo brazo que forjara a la legendaria Runedur. En modo alguno podía arriesgarse a que ocurriera eso.

—Está bien, como tú quieras. —Isaac la miró con reproche. Ellen no se dio cuenta. La idea de recibir al fin el reconocimiento que merecía le hacía temblar de emoción. ¡Había llegado su día! Cogió la espada, la envolvió en un manto y fue a la casa para explicárselo a Rose y cambiarse de ropa. Después sacó el caballo blanco del establo y montó.

—¿De verdad no quieres esperar a que vengan por la espada? —preguntó Isaac una vez más, esforzándose por utilizar un tono conciliador.

—¡Que no!

Ellen sacudió la cabeza con brío y zanjó así la cuestión. Le pidió a Peter que le explicara exactamente dónde se encontraba el rey y echó a cabalgar.

El gran henar que había junto a Mildenhall, donde se habían levantado las tiendas de la comitiva real, era un hervidero de actividad; escuderos, soldadesca, mozos, corceles…

Todavía estaban montando algunas tiendas y clavando las cercas para las caballerías. Todo el mundo parecía tener las manos ocupadas y nadie reparó en Ellen, que avanzaba a caballo por el campamento con tranquilidad, mirándolo todo. En el centro del lugar vio una tienda más grande y ostentosa que las demás, sobre la que ondeaba un gallardete rojo con tres leones tumbados, bordados en oro. ¡Tenía que ser la tienda del joven rey! Descabalgó y amarró el caballo a un poste. Al acariciar la blanca y espesa crin de Loki, vio que le temblaba la mano. Apoyó la frente un instante contra la cabeza del animal y cerró los ojos. ¡Tenía que hacer acopio de todo su valor! Inspiró hondo, con decisión, agarró la espada y se dirigió a la colorida tienda.

Antes de llegar, la colgadura de la entrada se movió y de ella salió un apuesto y joven caballero que se interpuso en su camino con las piernas abiertas.

—¡Quiero ver al rey! —pidió ella, algo brusca a causa del nerviosismo, y enseguida se esforzó por mostrar una sonrisa amable.

El caballero la contempló de pies a cabeza con una mueca burlona.

—¿Y qué queréis de él?

—¡Le traigo su nueva espada, sire!

El caballero enarcó las cejas con perplejidad.

—Bueno, en tal caso, será mejor que me acompañéis. —Le sonrió brevemente y dio media vuelta.

Ellen lo siguió al interior. El alojamiento real era aún más grande de lo que había imaginado. Decenas de caballeros se apiñaban alrededor de un buen número de enormes braseros. Ellen mantenía la cabeza castamente gacha y sólo miraba a los hombres con el rabillo del ojo. Bebían en copas de plata, mantenían animadas conversaciones y reían de buena gana sin prestarle ninguna atención. De repente sintió que el corazón le cerraba la garganta. ¿Y si Thibault también estuviera allí? ¡No había pensado en él al decidir que iría sola!

Con un gesto de la mano, el joven caballero le indicó que lo siguiera y avanzó resuelto hacia un trono de roble lujosamente amado que había al otro extremo de la tienda. ¡El trono estaba vacío!

Ellen no osaba mirar en derredor en busca del rey.

Con un repentino e impetuoso impulso hacia delante, el joven caballero se sentó de súbito en el trono y se colocó bien erguido.

Ellen se sobresaltó, y algunos caballeros la miraron con asombro. Tragó saliva. Estaba visto que el caballero quería mofarse de ella, pero ¿qué diría el rey de que se hubiera sentado en su trono? Le temblaban las rodillas; insegura, permaneció allí plantada.

El joven, con una sonrisa, le indicó que se acercara. Como obedeciendo a esa orden suya, todas las conversaciones enmudecieron.

Los caballeros se reunieron con curiosidad alrededor de Ellen. Sólo un estrecho corredor entre ella y el trono quedó libre. Alguien la empujó hacia delante.

—¿Me traíais algo? —El joven Enrique le sonrió con picardía.

A todas luces gozaba con la sorpresa de la mujer. ¡Ellen nunca había visto de cerca al joven rey y no lo había reconocido! La sangre le subió a las mejillas y una oleada de calor le recorrió todo el cuerpo.

Guillaume se colocó junto a su señor y apoyó el brazo con desenfado en el respaldo del trono. Su expresión era grave y no daba a entender que conociera a Ellen. Sólo un nimio temblor en la comisura de los labios dejaba ver lo divertida que le resultaba aquella situación.

También Thibault estaba allí, no muy lejos, aunque quedaba oculto entre otros caballeros, de manera que Ellen no lo vio. Nadie se dio cuenta de cómo había palidecido al verla aparecer. La forjadora hizo acopio de valor, dio otros dos pasos hacia el trono e hizo una reverencia. Con los brazos extendidos le tendió al rey el manto con la espada.

—¡Traedla aquí de una vez! —exclamó este con impaciencia dando golpecitos con el pie, igual que un niño.

Ellen se irguió, desenvolvió la espada y se la dio. Al verla el rey, enseguida se inclinó hacia delante, se la arrebató de las manos con una sonrisa cándida y la alzó en alto como un trofeo para que todos pudieran admirarla. Unos vítores exaltados recorrieron la reunión de caballeros. El joven Enrique contempló la espada con mucho agrado, después la desenvainó despacio y la sopesó en su mano. Ni una mirada dedicó a la guarnición de piedras preciosas. Con un movimiento abrupto se volvió hacia Guillaume. El oscuro siseo con que la hoja cortó el aire fue comentado por los caballeros con una ovación de reconocimiento. Algunos de ellos cuchichearon con emoción. Enrique examinó entonces la espada con más detenimiento y la volvió hacia uno y otro lado ante los ojos de Guillaume.

—¡Mirad! ¿Veis? ¡Tiene la misma ataujía que Athanor! —exclamó el joven rey con asombro.

Un nuevo murmullo de entusiasmo recorrió la multitud.

—La espada se llama Runedur, milord —anunció Ellen, si bien el joven rey no le había preguntado—. Sé que debía entregársela a vuestro emisario, pero al saber que habíais levantado vuestro campamento tan cerca, no he podido resistir la tentación de traérosla personalmente.

—¿Os han pagado ya, o acaso os debo aún algo por ella? —preguntó Enrique con recelo, y entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos delgadas ranuras.

Nada sabía de ningún emisario que le hubiera encargado una espada.

—Vuestro pago fue de lo más generoso, mi rey; todas las deudas están ya saldadas.

Ellen sonrió, y también al joven Enrique se le iluminó entonces el rostro sin reservas.

Thibault, no obstante, temblaba de pies a cabeza.

—¿Por qué no está aquí Yquebreuf? —inquirió en voz baja, preguntando a su escudero.

—¡Ha partido a realizar un recado para el rey, sire! —susurró el joven, y bajó la mirada con culpabilidad, aunque nada podía hacer contra la irritabilidad de su señor.

Nadie más se percató de la exaltación de Thibault, pese a que le costó un gran esfuerzo contenerse y no soltar exabruptos a voz en cuello.

—¡Decidnos, pues, el nombre del forjador que ha confeccionado a Runedur, para que todo el mundo lo oiga! —pidió Enrique a Ellen.

—La espada al completo ha sido elaborada por mí misma. ¡Me llamo Ellenweore, majestad! —E hizo una humilde reverencia.

Se elevó un rumor de sorpresa. El joven Enrique alzó entonces una mano imperiosa para acallar a los caballeros.

—¡Bueno, que las mujeres que llevan ese nombre son extraordinariamente fuertes ya lo han podido constatar otros reyes antes que yo!

El joven Enrique miró al corro de caballeros exigiendo aquiescencia y rio.

La mayoría de ellos se unió a sus carcajadas, como siempre que el rey soltaba chanzas. La madre de Enrique, Leonor, reina y duquesa de Aquitania, era bien conocida por haberle hecho la vida difícil a su primer esposo, el rey de Francia, y más tarde al segundo, el rey Enrique II, padre del joven rey. Su real marido hacía ya años que la mantenía presa para poner coto a sus intrigas contra él. Para muchos caballeros, mujeres de semejante poderío eran como una espina clavada, pero la mayoría de los presentes admiraba a Leonor, puesto que más de una vez le había hecho frente al viejo rey.

Ellen sabía demasiado poco de su tocaya para comprender por qué reían los caballeros.

—¿También forjasteis, pues, a Athanor? —quiso saber el joven Enrique, y se inclinó un poco más hacia ella.

—Sí, mi rey, yo la forjé —respondió Ellen con orgullo.

—Bueno, en tal caso, a buen seguro pronto recibiréis gran cantidad de encargos de espadas. —En sus palabras se pudo oír la admiración de Enrique por su preceptor—. ¿Está vuestra herrería por estos pagos?

De nuevo se sentó erguido y separó mucho las piernas.

—¡En Sto Edmundsbury, majestad!

—Bueno, pues os doy las gracias, Ellenweore de Sto Edmundsbury. ¡Estoy sobremanera satisfecho! —El rey asintió, altivo, y le sonrió con afabilidad.

Ellen volvió a hacer una reverencia. Al levantar la mirada, Enrique miraba para otro lado y hablaba con los caballeros que estaban junto a él. Ellen miró en derredor. Nadie le prestaba ya atención. Por lo visto, podía marcharse. Se inclinó una vez más y lanzó una mirada furtiva a Guillaume, pero este estaba absorto en la conversación con su señor y no la vio.

Al salir de la tienda espiró satisfecha y con alivio, y fue por su caballo. Los caballeros más nobles del país sabían ya quién había forjado la nueva espada del rey. A pesar de que ninguno de ellos le había dicho nada, esperaba que el joven Enrique tuviera razón y que su talento fuese comentado muy pronto en todos los confines del país. Agotada después de tantas emociones, Ellen acarició un rato el cuello de Loki antes de montarse en su lomo y cabalgar hacia casa.

Estuvo de muy buen ánimo durante semanas. Si la razón era haber logrado su meta de forjar una espada para el rey o el hecho de estar convencida de que había sido Guillaume quien la recomendara al joven Enrique, ni ella misma hubiese sabido decirlo. También el pequeño William notó lo bien que se sentía su madre. Hablaba más cariñosamente con él y casi nunca lo regañaba. Un día lo llamó por señas y le acarició la cabeza.

—¿Recuerdas lo mucho que me enfadé cuando te cortaste con el cuchillo de Isaac?

El niño asintió con mala conciencia. Su madre no sabía que desde entonces había estado trabajando con ese mismo cuchillo.

—Pues me parece que ya eres lo bastante mayor para tener uno propio. Mi padre, me refiero a Osmond, también me regaló uno cuando tenía más o menos tu edad.

La mirada de William se deslizó hasta el cinto de Ellen, del que pendía un cuchillo.

—Sí, precisamente este. Desde aquel día es mi fiel compañero. Ya lo he afilado una infinidad de veces y lo he pulido otras tantas.

Sonrió a su hijo y le dio un cuchillo con una funda de cuero claro de cerdo.

William lo sacó y lo contempló, impresionado. Por toda la hoja relucían unas ondas de colores, algunas parecían incluso ojos.

—¡Sopla, qué bonito! —exclamó.

—Es una hoja damasquina; esas formas de colores se crean durante la soldadura y el batido de varias capas de hierros de diferente dureza. También se pueden utilizar diferentes varas, que se retuercen en un proceso que se llama entorchado y después se unen soldándolas —explicó Ellen.

—¿Puedo enseñárselo a Isaac y a Jean? —preguntó William antes de que su madre tuviera ocasión de soltarle una lección más detallada sobre forja.

Ellen sonrió y asintió. Ellos ya habían visto el cuchillo, por supuesto, pero al chiquillo parecía hacerle ilusión, así que le dio permiso.

El damasquinado era una técnica muy antigua. Era especialmente adecuada para cuchillos, pero rara vez se utilizaba en hojas de espada. Donovan le había explicado que los vikingos habían desarrollado la técnica hasta llegar a asombrosas cotas de perfección y que habían elaborado maravillosas espadas damasquinas con artísticos dibujos. Sin embargo, esa técnica de manufactura de espadas había caído en el olvido en algún momento y las hojas habían vuelto a prescindir, salvo por grabados y ataujías, de cualquier clase de dibujo. El damasquinado representaba para Ellen un desafío, pues consideraba que llegar a hacer una espada con taraceas damasquinadas resultaría sin duda complicado, pero no imposible.

Con aquel cuchillo esperaba, además, despertar al fin el interés de William por el arte de la forja, pues hasta la fecha su hijo había preferido entretenerse en el bosque. Siempre llevaba a la casa animales abandonados para cuidarlos con amor, a pesar de que Ellen le reñía y le decía que debía ocupar su tiempo con cosas más útiles. Isaac y Jean apoyaban al chiquillo e intentaban que su madre fuese más indulgente cuando lo reprendía por tales asuntos. Ellen notó que se le fruncía el ceño al pensar en su hijo. ¡Debía comprender de una vez que en el futuro sería herrero y que no podía malgastar el tiempo en esas naderías!