Si bien Ellen e Isaac creían comportarse como siempre, a los demás no les pasaron por alto ni las miradas alentadoras que intercambiaban cuando creían que nadie los veía ni el aura de rubor que irradiaban ambos cuando salían por las mañanas de la alcoba conyugal. Siempre estaban juntos y conversaban sobre la confección de nuevas espadas y de sus pulimentas, bromeaban y reían. Jean y Rose repararon, con emoción, en lo unidos que habían llegado a estar y lo felices que parecían.
Incluso el pequeño William se percató del cambio, que lo tenía la mar de contento, pues al fin había llegado la paz a la casa.
—¿Tío Isaac? —William puso su mano en la del herrero.
—¿Sí, hijo mío?
—¡Me alegro de que estés mejor! —Lo miró con cariño.
—Yo también —repuso Isaac.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —El niño se rascó la cabeza.
Isaac aún recordaba la última vez que William le había hecho esa pregunta. Después, casi toda su vida había cambiado.
Su sobrino habría podido pedirle lo que fuera y hacerle cualquier pregunta.
—Desde luego, hijo mío —dijo, por tanto.
—¿Por qué siempre me llamas hijo?
Isaac se quedó un momento sin palabras.
—Porque eres el hijo de mi esposa y no podría quererte más aunque fueras de mi propia sangre. Además, siempre quise tener un hijo como tú.
—¿De veras?
Isaac asintió y sonrió al niño.
—Entonces, ¿puedo llamarte padre?
Isaac sintió un nudo en la garganta. No había contado con eso. Tardó un momento en serenarse.
—Si a tu madre le parece bien… —murmuró entonces con voz tímida.
—¡Seguro que sí! —replicó William, exultante—. ¡Gracias, padre! —exclamó, y se alejó cojeando, contento.
—Tengo que hacerle ya zapatos nuevos —se recordó Isaac y, satisfecho, echó a andar hacia el taller.
Al cruzar el patio vio a Rose, ensimismada, con una mano en el vientre.
—¿Vuelves a estar encinta? —le preguntó con afabilidad.
Rose asintió, feliz.
—Queríamos decíroslo esta noche. —Se ruborizó un poco.
—¡Me alegro por vosotros! —La voz de Isaac fue cálida.
—Espera y verás, vosotros seréis los próximos —repuso Rose, y le guiñó un ojo.
Isaac no dijo nada. Sabía lo poco que le gustaban los niños a Ellen y, tras la muerte de Mildred, no podía reprochárselo. Iba a abrir la puerta de la herrería cuando un caballero llegó al patio a todo galope. Barbagrís gruñó hasta que el joven y simpático caballero saltó de su montura y lo tranquilizó con suaves palabras.
—¿Milord? —Isaac esbozó una reverencia sin resultar servil.
—¡Por favor, buen hombre! ¿Dicen que aquí puedo encontrar a un forjador de espadas?
El joven caballero tenía un fuerte acento normando, pero parecía dominar el inglés.
—¡Es cierto, milord! Os invito a pasar. —Le hizo señas para que lo siguiera.
El joven caballero amarró a su caballo a un poste.
—El pomo de mi espada está suelto y hay que remacharlo cuanto antes —explicó con afabilidad.
—William, pequeño, llévale un cubo de agua al caballo de este lord —exclamó Isaac, y llevó al caballero a la herrería.
—Esta es Ellenweore, la forjadora de espadas y mi esposa —dijo Isaac con orgullo.
Señaló a Ellen, dispuesto a reiterar su honor en caso de que fuera necesario. Ella apenas si levantó la vista, atenta a su trabajo.
—Enseguida voy, aún tengo que…
—Si se detiene ahora, milord, la calidad de la espada se resentirá —explicó Isaac.
—Bueno, pues que no sea dicho, tendré que tener un poco de paciencia, ¿no es así?
El joven caballero sonrió con afabilidad y contempló a la forjadora.
—Ellenweore, como nuestra reina —comentó—. Tiene que ser buena si ha podido salir adelante siendo herrera.
—¡Ya lo creo! —corroboró Isaac con énfasis.
—¿Puedo? —El joven caballero señaló una espada que colgaba de un gancho de hierro.
Isaac asintió con condescendencia, la bajó del gancho y se la acercó.
—¡El símbolo de cobre! ¡Yo lo conozco! —exclamó el caballero con asombro tras haber examinado la espada de cerca.
—Es el símbolo de Ellenweore. Realiza esa ataujía en todas sus hojas —explicó Isaac, con no poco orgullo.
Ellen volvió a meter un pedazo de hierro entre las brasas y se acercó a los hombres.
—Milord.
Hizo una breve reverencia y miró al joven a los ojos. En ellos vio afecto… y algo más que le resultó familiar.
—El pomo de mi espada está suelto. ¿Podríais repararlo?
Ellen miró la empuñadura y los remaches.
—¡Jean lo arreglará enseguida! —Llamó al joven y le mostró el arma—. Parece que no sois inglés —dijo, dirigiéndose de nuevo al extraño.
—Flamenco, aunque crecí en Normandía —explicó él de buen grado.
Ellen lo miró con curiosidad.
—Me resultáis muy familiar —murmuró el caballero, y de repente se quedó completamente aturdido.
Ellen sintió un breve instante de pánico, se frotó el índice contra la sien, el pañuelo de la cabeza se movió un poco y un mechón de su melena pelirroja asomó de debajo.
—Mon ange! —exclamó el joven caballero, y la miró con entusiasmo.
Ellen reconoció entonces a la señora de Bethune en los relucientes ojos del joven.
—¿Baudouin? —susurró sin poder creerlo.
Él asintió, y entonces ella repitió en francés normando:
—¿El pequeño Baudouin?
Como el joven no hizo sino asentir con mayor ímpetu, Ellen se echó a reír.
—Sí, lleváis razón, ¡de pequeño me llamabais vuestro ángel!
—¡Porque me salvasteis del río! ¡Ellenweore! —Baudouin se dio un golpe en la frente con toda la mano—. ¿Cómo no habré caído al instante? Pero de aquello hace ya mucho tiempo, y estamos muy lejos de casa. —La rodeó alegremente con sus brazos.
—¿Cómo se encuentra vuestra madre?
Pronto habrían pasado quince años desde que conociera a Adelise de Bethune.
—Murió al dar a luz al menor de mis hermanos. ¡Dios la tenga en su gloria! —Baudouin se santiguó, y también Ellen.
—¡Era una persona extraordinaria!
Isaac había vuelto al trabajo, pero en ese momento se levantó y se acercó a ambos con el ceño fruncido. Ellen alargó hacia él una mano y lo agarró del brazo.
—Isaac, este es Baudouin de Bethune —dijo, presentando al joven caballero.
—Me salvó la vida cuando tenía cinco años —explicó él con alegría.
—¡Y por aquel entonces casi me hubiera prometido matrimonio por ello!
Ellen echó la cabeza hacia atrás, riendo, y el joven sonrió con bochorno.
—Sé que os prometí cumplir cualquier deseo que tuvierais, pero ahora que he visto las maravillosas espadas que confeccionáis, ¡tan sólo espero que seáis vos quien me concedáis a mí uno! —Baudouin la miró con ojos resplandecientes—. ¡Forjad una espada para mí! ¡Por favor! —Sacó una talega bien repleta de su cinto—. Por favor, yo… soy caballero del joven rey. Mi mejor amigo y compañero de armas gana todos los torneos con una de vuestras espadas. Jamás había conseguido averiguar de dónde la había sacado.
Ellen se quedó paralizada. ¿Baudouin era caballero del joven rey? «Por favor, Señor, que no sea Thibault ese amigo».
Ellen recobró la compostura.
—Bueno, y ¿cómo se llama ese amigo vuestro? —preguntó con calma.
—Guillaume, llamado también el Mariscal, como su padre. ¡Es el preceptor de nuestro joven rey! —explicó Baudouin con orgullo.
Ellen sintió que la sangre le afluía al rostro. Para intentar que nadie se diera cuenta, se volvió y cogió una cuerda.
—Bueno, vamos a ver. Dejad caer el brazo sin hacer fuerza-murmuró, evitando alzar la mirada. —¿Sois diestro?
—Lucho con ambas manos, pero sobre todo con la derecha.
Ellen asintió, comedida. ¿De dónde habría sacado Guillaume una de sus espadas?
—¿Tenéis, acaso, algún deseo en especial? —Entretanto había recuperado la serenidad y ya podía mirar a Baudouin a los ojos—. ¿Imagináis alguna clase de ornamento en concreto? ¿Piedras preciosas, tal vez?
Baudouin adoptó una expresión de repugnancia.
—Aunque tuviera suficiente riqueza para ello, con piedras preciosas en la espada no podría dejarme ver jamás en presencia de Guillaume. Desprecia esas ostentaciones; es de la opinión de que sólo son para hombres que no saben luchar y que, por tanto, deben deslumbrar a sus adversarios con el fulgor de las piedras para causarles cierta impresión.
Una sonrisa curvó los labios de Ellen. En esa cuestión siempre habían sido de igual parecer.
—El propio Guillaume, desde luego, posee una gran cantidad de espadas. Ha ganado muchísimas como botín en los torneos y por eso cuenta también con unas cuantas de bellos ornamentos, pero nunca las utiliza. Me resultan cómodas las cruces ligeramente curvadas hacia abajo —explicó—, por lo demás, confío plenamente en vuestras preferencias.
Ellen le tomó medidas, dibujó unos cuantos bocetos en una tablilla de cera y por último le ofreció a Baudouin un buen precio.
—¿Cuándo puedo venir por ella? —preguntó el joven con impaciencia.
—Seguro que la queréis para anteayer, pero tenemos mucho trabajo. Claro está que nos gustaría darnos prisa, pero las cosas buenas requieren su tiempo. —Miró a Isaac—. A buen seguro tardaremos dos meses, ¿no te parece?
Isaac frunció el ceño un momento.
—Antes, imposible, por mucho que queramos. Yo incluso tendré que retrasar otro encargo, pues necesito tiempo para el pulido.
Baudouin suspiró, desencantado.
—Está bien. ¡Espero estar aún en Inglaterra!
—En caso contrario, vuestra espada os aguardará aquí hasta que vengáis por ella —le aseguró Ellen.
—Me salvasteis la vida una vez, ahora podréis salvármela un millar de veces más, querida Ellenweore. Confeccionadme una buena espada, pues más de una vez dependerá mi vida de ella.
—¡Tened la certeza, Baudouin, de que vuestro hierro será muy especial!
Ellen acompañó fuera al joven caballero. Se despidieron con cariño, y Baudouin le guiñó un ojo mientras se alejaba a caballo.
—¿Le salvaste la vida? —preguntó Jean con incredulidad cuando regresó a la herrería.
—¡A un caballero del rey! —Peter miraba a su maestra con admiración.
—Vamos, explícanoslo todo… ¡y no omitas ni un detalle! —la animó Jean.
Ellen sonrió y les explicó cómo había salvado al niño de morir ahogado.
—¡A mí también me enseñó a nadar! —les dijo Jean con orgullo a Peter y a Isaac.
Era como si, así, también él gozara de cierto esplendor.
A fin de cuentas, no todo el mundo tenía a una heroína por madre.
—Bah, pero si ya has oído que por entonces todavía no era caballero. Era un niño pequeño, ¡más pequeño que tú! —refunfuñó ella, y no dijo más en toda la noche.
—Pero hacía mucho que no lo veías, ¡seguro que estaría muy cambiado! —dijo Rose cuando Ellen, a insistencia de Jean, explicó una vez más la historia durante la cena.
—Claro que ha cambiado, en aquel entonces era un chiquillo de cinco años y hoy es un hombre hecho y derecho. Pero se parece muchísimo a su madre, por eso tenía la sensación de que lo conocía. —Ellen sonrió, ensimismada—. Su madre era una buena persona, y creo que él tampoco es un mal joven.
—¿Y dices que está al servicio del joven rey? —preguntó Rose con cierto temor.
—¡Está a las órdenes de Guillaume, el Mariscal! —exclamó Ellen, y miró a Rose con insistencia.
A Jean ya le había dejado claro que no mencionara ni una sola palabra sobre el Mariscal delante de nadie. Rose, sin embargo, estaba agitada por algo muy distinto: temía que Thibault estuviera también por allí cerca. ¡A saber lo que sería capaz de hacerle si la descubría viviendo con Ellen! Se levantó y recogió la mesa sumida en sus pensamientos.
—¡Oye, que todavía no he terminado de comer! ¡Siéntate, Rose! —exclamó Isaac con afabilidad.
Rose sacudió la cabeza.
—Ahora mismo vuelvo —dijo nerviosa, y salió fuera.
Isaac la siguió con la mirada.
—Pero ¿qué sucede?
Jean, que imaginaba lo que la afligía, se limitó a respirar hondo.
—No es nada, ahora iré a verla.
Isaac decidió no preguntar nada más por el momento, pero le importunaba ser siempre el último en enterarse de cuanto sucedía.
—¿Y de verdad le salvaste la vida a un caballero? —volvió a preguntar William.
Cuando se disponían a ir a la cama, Isaac cogió a su esposa del brazo.
—De repente te has quedado muy pensativa y en silencio, ¿qué sucede? —preguntó con preocupación.
—Nada, que estoy cansada y me duele la cabeza —murmuró ella, evitando su mirada.
Isaac la acercó más hacia sí y le acarició la espalda con sus manos cálidas y secas.
Ellen inclinó la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. ¿Por qué tenían que aparecer de nuevo sombras en su felicidad? Respiró muy hondo y logró contener las lágrimas con gran esfuerzo.
Isaac la besó con ternura en el pelo. Como si fuera su último beso, Ellen se aferró a él con fuerza. Isaac la miró y le acarició la mejilla.
—Túmbate y descansa, cariño mío. Mañana te encontrarás mejor.
Ellen agradeció sus cuidados y asintió. Tanto pensar en Guillaume y en Thibault la había dejado revuelta; no lograba quitárselos de la cabeza.
—Gracias —murmuró en voz muy baja cuando estuvieron tumbados uno junto al otro.
Isaac le dio un beso en la frente.
—Que duermas bien.
Sin embargo, mientras que Isaac durmió pronto el sueño de los justos, Ellen siguió un buen rato despierta, cavilando.
Durante las semanas en que trabajó en la espada para Baudouin de Bethune, Ellen estuvo esquiva. Evitaba a todo el mundo.
—Se te ve cansada; deberías darte un descanso, trabajas demasiado —le dijo Rose una mañana.
Hacía unos días que estaba más pálida de lo normal, tenía el pelo áspero y casi parecía quebradiza.
—No es el trabajo. —Ellen tenía ojeras—. Estaba preñada —explicó sin emoción.
—¿Estabas? —Rose la miró sin dar crédito.
—Quería habérselo dicho a Isaac hace ya tiempo, pero… ahora me alegro de no haberle dicho nada. Hace dos días sentí de pronto unos dolores. —Ellen se llevó las manos a la cabeza—. Fue casi tan horrible como un parto pero, gracias a Dios, duró menos.
—¡Ellen! —Rose le acarició el brazo para darle consuelo.
—Era tan minúsculo que casi no se veía. —Sollozó un momento, pero Rose intuyó que no sufría solamente de dolor por el niño perdido, sino también por los recuerdos que el aborto le habría traído a la memoria—. Isaac no sabe nada, y así debe seguir siendo. Desea tanto tener un hijo que sería un dolor innecesario para él.
Ellen miró a Rose con ojos implorantes, y su amiga asintió y la tranquilizó.
Thibault estaba sentado ante su tienda, disfrutando del sol de la tarde estival, cuando Baudouin llegó a todo correr. Alzó la vista con desdén. Baudouin era el mejor amigo de Guillaume, y sólo eso lo convertía ya en un traidor a sus ojos. Con todo, se esforzó en que no notara nada, pues, a fin de cuentas podía serle de utilidad estar a buenas con el mejor amigo de su enemigo. Al ver que Baudouin tenía una nueva arma, sintió curiosidad.
El joven caballero corrió a ver a Guillaume.
Thibault se levantó para escuchar qué decían. Fingió tener que ir a aliviarse y se quedó merodeando por la tienda del Mariscal.
Este estaba fuera, rasurándose la barba con una cuchilla sin hacer caso a su amigo. Baudouin se estuvo pavoneando ante Guillaume hasta que el Mariscal alzó al fin la mirada y lo contempló con curiosidad de pies a cabeza. Sus ojos hicieron un alto en la espada.
—¿Nueva? —preguntó, y enarcó las cejas con interés. Baudouin asintió con orgullo.
—¿Quieres verla?
—¡Desde luego! —Guillaume extendió la mano y aceptó el arma. En cuanto asió el puño, su curiosidad se avivó. Volvió la espada hacia aquí y hacia allá—. Tiene una caída excepcional, bien equilibrada, casi como Athanor —dijo en voz baja, y se llevó una mano al cinto, de donde colgaba su querida espada. Entonces vio la inicial dibujada con alambre de cobre en un lado de la hoja, junto a la cruz—. ¡Y tiene la misma ataujía! —Miró a Baudouin sin salir de su asombro.
Este hizo como si comprobase que Guillaume tenía razón y sonrió.
—¿De dónde la has sacado? —inquirió el Mariscal.
—¡Me he encontrado con alguien a quien conocía ya de Bethune!
—¿Qué me estás ocultando? ¡Llévame allí! ¡Vamos, llévame a ver al forjador a quien se la has comprado! —pidió Guillaume con impaciencia, y se limpió los restos del jabón de la cara.
—¿Por qué te pones así?
—Siempre había creído saber quién había forjado mi espada, pero ahora parece que también otros herreros utilizan el mismo símbolo. Tengo que saber si estaba equivocado. ¡Llévame allí, vamos!
Baudouin se encogió de hombros con mansedumbre.
—Por mí; si insistes…
Thibault se arrastró a hurtadillas de vuelta a su tienda y llamó a su escudero.
—Ensilla mi caballo y llévalo hasta la linde del bosque; espérame en el haya partida por el rayo —ordenó.
El joven se apresuró a salir y hacer lo que le habían mandado. Thibault se puso la espada al cinto y se calzó las espuelas. ¿Habría encontrado Baudouin a Ellenweore? Thibault sintió crecer en su interior un ardor candente. En el pasado, en aquel torneo, le había encargado a un joven que robara la espada de Ellen, pero ella había recuperado el arma, de modo que no había podido hacerse con ella. Si la espada de Baudouin de veras estaba hecha por Ellenweore, igual que Athanor, tenía que encontrarla y conseguir que forjara para él una espada aún mejor; no, la mejor espada de todas.
Thibault partió con ánimo furtivo y se apresuró hasta la linde del bosque, donde su escudero lo aguardaba tal como habían convenido. Se montó en el caballo y recorrió el campamento hasta que descubrió a Guillaume y a Baudouin, que cabalgaban ya en dirección norte. Se pegó a sus talones sin ser visto, no en balde estaba considerado un espía extraordinario. Si guardaba una distancia prudencial, jamás sabrían que iba tras ellos.
El sol ya había descendido de su cenit cuando llegaron a la herrería. Thibault descabalgó, amarró su caballo a un árbol y siguió un tramo más a pie.
Cuando Baudouin y Guillaume llegaron cabalgando hasta el patio, Barbagrís corrió hacia ellos gruñendo. Una vez ambos hubieron desmontado, el perro olfateó a Guillaume y lo saludó al fin con un amistoso meneo de la cola. Ninguno de ellos se dio cuenta de que entre los arbustos había alguien observándolos sin perder detalle.
Isaac iba de camino a la casa.
—¿Sucede algo con vuestra espada nueva? —le preguntó a Baudouin con preocupación.
—Oh, no, no te preocupes, no pasa nada con eso. Mi amigo quería conocer al herrero que la ha forjado —respondió el joven, y le guiñó un ojo.
Por la forma en que se había expresado el caballero, Isaac creyó entender que el desconocido seguramente no sabía que el forjador era una mujer. La idea de exhibir a Ellen de esa manera no le gustaba lo más mínimo.
—Ya conocéis el camino —dijo con cierta crudeza, por tanto, mientras señalaba al taller.
Sin embargo, poco antes de llegar a la casa se detuvo. Había algo que no acababa de gustarle. Dio media vuelta y regresó a la herrería. Al entrar en el taller, la mirada de Ellen lo dejó sin aliento. Un brillo se había encendido en ella al ver al caballero extranjero; sus ojos relucían como nunca antes.
—Esta es la forjadora que ha confeccionado mi espada. ¡Y, además de eso, ella me salvó la vida hace unos cuantos años! —Con esas palabras la presentó Baudouin, orgulloso. Sonrió a Guillaume—. Jamás habrías imaginado que fuera una mujer, ¿verdad?
Ellen contemplaba al Mariscal sin moverse.
Jean los miraba a uno y al otro, después le dio un pequeño empujón a Peter.
—Vayamos fuera, descansaremos un rato. Tengo hambre. —Y se llevó consigo al oficial.
El Mariscal no repuso nada a las palabras de Baudouin, sino que se acercó a la forjadora.
—¡Ellenweore! ¿Cuánto hace? —preguntó, y la tomó de la mano.
Baudouin lo miró estupefacto.
—¿Ya os conocéis?
—Más de siete años —respondió Ellen, desoyendo la pregunta de Baudouin.
El corazón le palpitaba hasta en el cuello, y tenía las manos húmedas de sudor. Jamás habría pensado que un reencuentro con Guillaume pudiera provocar en ella conmoción semejante.
—¡Diantre! ¿Podría alguien explicarme esto? —inquirió Baudouin entretanto, y despertó a Ellen de su ensueño.
—Nos conocimos en Tancarville —explicó con pocas palabras.
—¿Estuvisteis en Tancarville? —Baudouin no salía de su asombro.
—Allí aprendí a forjar espadas, con Donovan, tal vez conozcáis su nombre.
El joven negó con la cabeza.
—Baudouin no vino con nosotros a Tancarville hasta cuatro años después —explicó Guillaume.
—Pero entonces, ¡tiene que hacer más de siete años! —concluyó el joven con gran habilidad mental. Estaba orgulloso de saber calcular con rapidez.
—Nos reencontramos más adelante. —La voz de Ellen era ronca y dulce a la vez.
Baudouin asintió y comprendió que los dos debían de haberse conocido mejor en otro tiempo.
La mirada de Ellen bajó hasta el cinto de Guillaume. Reconoció a Athanor al instante. La vaina estaba raída, lo cual quería decir que la utilizaba con frecuencia.
—¿De dónde…? —Señaló al arma.
—¿Athanor? —Puso la mano sobre la espada. Parecía aliviado de que le preguntara por ella—. Unos dos meses después de que liberáramos a Jean y huyerais, se la aprehendí a un francés en un torneo en Caen. Se jactaba de ella, acababa de comprarla. Reconocí enseguida a Athanor; tenía que conseguirla. Deberías habérmela vendido a mí, no a un extraño. —Un ligero reproche sonó en su voz.
—¡Te la ganaste luchando! —Ellen sonrió.
—Baudouin me ha enseñado su nueva espada. Cae igual de bien en la mano que Athanor. Y entonces he visto el mismo símbolo en ella. Por un momento he temido que otros herreros pudieran utilizarlo también, y que mi espada tal vez no fuera la tuya. Aunque nunca antes había tenido ninguna duda al respecto, debía venir y convencerme de que tú habías forjado la espada de Baudouin y también la mía.
—¿Has quedado, pues, satisfecho? —Los ojos de Ellen seguían refulgiendo tanto como las estrellas.
Isaac, que se había acercado sin hacer ruido, sintió crecer en su interior unos celos que se hacían insoportables por momentos.
—¡Es la mejor espada que he tenido jamás! ¡Todos los caballeros pronuncian su nombre con respeto! —El Mariscal se irguió al hablar de la fama de Athanor—. ¡Incluso el joven rey la admira!
La puerta del taller se abrió. Isaac se hizo un poco a un lado. El chirrido de las bisagras llamó la atención de Ellen.
—¿William? —Miró a su hijo con enojo—. ¿Qué quieres ahora? —preguntó, malhumorada, pues el joven no respondió enseguida.
—¿Les doy agua a los caballos? —preguntó, y dio un par de pasos cojos para acercarse a su madre.
—¿William? —El Mariscal la miró con expectación.
Todos vieron en los ojos de la forjadora que el niño era hijo del normando. Incluso Baudouin lo comprendió. Miró al pequeño y a su amigo y constató que, salvo por las pecas y los ojos verdes, que sin duda había heredado de su madre, era el vivo retrato de su padre.
También Isaac supo interpretar esa mirada. Sintió un dolor espantoso y penetrante. Ese caballero extranjero, por tanto, era el padre de William. ¿Acaso le arrebataría de pronto el amor de su mujer y de su hijo a un tiempo?
—Lo cierto es que sería muy conveniente que te ocuparas de cuidar nuestros caballos. Hemos galopado muy deprisa para llegar aquí y seguro que tienen sed —respondió Baudouin, que fue el primero en recobrar la compostura.
William le sonrió, exultante.
—Son unos animales maravillosos. ¡Fuertes y elegantes! —comentó, y salió cojeando del taller.
—¿Qué le pasa en la pierna? —le preguntó Guillaume con crudeza.
—Tiene un pie torcido, de nacimiento —explicó su madre con frialdad.
No le había pasado por alto el tono desagradable de la voz de Guillaume.
—Un tullido —masculló este.
Ellen iba a decir algo, pero Isaac ya se les había acercado y se le adelantó.
—Para un herrero, los pies no son importantes. ¡Los que somos como yo lo tenemos peor! —Alzó en alto su muñón para que los dos caballeros lo vieran bien—. Por lo visto, no soy capaz ni de sujetar a mi esposa. —Sus ojos se clavaron en el Mariscal.
—¡Isaac! —Ellen le lanzó una mirada furiosa mientras Guillaume se limitaba a mirarlo con desprecio.
—Si eso es así, probablemente no sea culpa de vuestro brazo —repuso, y se volvió hacia otro lado—. Me ha alegrado mucho volver a verte.
Tomó la mano sucia de Ellen en su garra de guerrero y la sostuvo con fuerza.
La nostálgica mirada que le dedicó Ellen al Mariscal fue un duro golpe para Isaac. Todos pudieron ver lo mucho que seguía significando aquel hombre para ella.
—Se parece a ti —le dijo en voz baja Baudouin a su amigo cuando estuvieron fuera. Se acercaron al pequeño William, que les había llevado agua a los caballos y les acariciaba los ollares con cariño—. Y los caballos se le dan igual de bien que a su padre.
—¡Un tullido! —gruñó Guillaume, a todas luces contrariado.
—Gracias, William —dijo Baudouin, y le puso al pequeño una valiosa moneda de plata en la mano—. ¡Te pareces mucho a tu padre! —Le alzó la barbilla para poder mirarlo a los ojos.
—Isaac no es mi padre. —El niño sonó insolente.
—Lo sé, pues conozco a tu padre. Es un guerrero muy valiente, un hombre excepcional, y el mejor amigo que uno podría desear. Puedes estar orgulloso de él. —Baudouin sonrió al pequeño.
—¿De veras lo conocéis? —William lo miró con un brillo en los ojos.
—¡Como que me llamo Baudouin de Bethune!
El joven se golpeó con el puño derecho sobre el costado izquierdo del pecho.
Guillaume permanecía en silencio; ni siquiera se dignó a mirar al niño.
—¡Deja ya de decir disparates y vayámonos! —refunfuñó mientras subía a su caballo.
Pero su amigo no se apresuraba, así que Guillaume hincó las espuelas en su montura y se alejó con impaciencia.
Baudouin montó también entonces y se inclinó hacia el chiquillo.
—Yo le hablaré de ti, y un día tu padre también estará orgulloso de tener un hijo como tú —le susurró.
William asintió con brío y, feliz, se despidió de los dos hombres con la mano.
—¡El caballero, mamá! —exclamó William corriendo a la herrería—. ¡El caballero al que le has hecho la espada dice que conoce a mi padre! —Estaba exultante.
Isaac rezongó algo y salió fuera.
—Tú nunca me has hablado de él.
William miraba a su madre con reproche.
—Porque no hay nada que contar —repuso Ellen de muy mala gana.
—Pero ¿quién es? —insistió el pequeño.
Ellen se volvió hacia otro lado.
—Eso lo sabrás muy pronto. Ahora ve a la casa y ayuda a Rose. ¡Ea, corre!
William sabía que de nada serviría seguir importunando a su madre y se dirigió a la casa arrastrando los pasos y con la cabeza gacha.
Isaac estuvo callado toda la cena, tragando cucharadas de sémola sin levantar la vista de su escudilla. Ellen vació la suya perdida en sus pensamientos, sin escuchar a Rose y a Jean, que intentaban animarlos con un poco de charla intrascendente.
William había apoyado la cabeza en una mano y removía sin ganas la comida en la escudilla de madera.
Agnes y Marie soltaban risitas, barboteaban e incordiaban a los gemelos quitándoles las cortezas de pan que tanto disfrutaban chupando.
Los dos empezaron a gritar y a estirar los brazos hacia el pan.
Ellen, que normalmente pedía silencio en la mesa y solía regañar a los niños en cuanto subían la voz, no dijo nada. Fue Rose la que ocupó su lugar y les quitó a las niñas las cortezas de pan con una mirada severa para devolvérselas a sus hijos.
Después de cenar, Ellen se retiró a la herrería. Recogió, aunque no estaba desordenada, luego barrió la fragua por segunda vez y engrasó las herramientas que ya habían sido engrasadas. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no oyó entrar a Jean. El joven se llegó junto a ella sin decir nada y se la quedó mirando.
—Debe de haber sido un duro golpe para ti —dijo al fin.
—¿Cómo dices? —Ellen levantó la mirada con sorpresa.
—Me refiero a que se ha presentado aquí de improviso. —Pasó la mano sobre el yunque.
—No había imaginado que fuera a afectarme tanto vedo otra vez. Bueno, con Isaac me va muy bien… No tengo ningún motivo… —Tomó aire.
—Guillaume nunca llegó a recomendarte al rey aunque en aquel entonces pudo haberlo hecho, y tampoco lo hará ahora. Nunca pudiste esperar de él más que retozar juntos en la hierba.
—¡Jean! —Ellen lo fulminó con la mirada.
—Ya sé que no te gusta oírlo, pero tengo razón. Tienes que quitártelo de la cabeza, Ellen. —Jean se encogió de hombros—. He visto con qué ojos lo mirabas, pero no merece tu amor. Isaac, en cambio, sí.
Ellen miraba al suelo, avergonzada.
—No puedo remediarlo. Es mi corazón, que late como loco cuando él anda cerca —dijo en voz baja.
—No significas nada para Guillaume, Ellen, no eres más que una de tantas conquistas. ¡No olvides quién es! ¿Qué esperas de él? Hasta ayer eras feliz con Isaac. Que haya cambiado tanto es también mérito tuyo.
Ellen soltó una risa desesperada.
—Al principio nos odiábamos. ¡Válgame, cuánto tiempo ha pasado desde entonces!
—Isaac quiere a tu hijo como si fuera suyo. El Mariscal no podría ser mejor padre para William.
Ellen asintió.
—¡Lo sé! Nunca será un padre para él. —Se encogió de hombros—. Me esforzaré —concedió—. ¡Lo prometo!
Jean le dio unas palmaditas en el hombro.
—Una vez le dije a Isaac que no te merecía, pero desde que vuelve a trabajar en la herrería he cambiado de opinión. ¡Debéis estar juntos! —Jean le hizo un gesto de ánimo.
Ellen se esforzó por sonreír con optimismo, pero no lo consiguió del todo.
En cuanto Thibault vio al pequeño que daba de beber a los caballos, supo que era hijo de Guillaume y Ellen. Sin embargo, debía cerciorarse de que también Ellen estuviera allí. Esperó hasta que la vio salir de la herrería, al final de la tarde. Guillaume y Baudouin hacía tiempo que se habían marchado, pero él se había ocultado entre la maleza a esperar.
Cuando al fin la vio, fue como encajar un puñetazo en el estómago. Seguía siendo la mujer más excitante que había conocido. Su pelo rojizo relucía en el atardecer, y la triste mirada de sus ojos le llegó al corazón. ¡Cómo le habría gustado salir de su escondite y correr hacia ella, estrecharla entre sus brazos y…! La humedad del suelo del bosque le atravesaba ya la vestimenta y lo despertó de sus ensoñaciones. Thibault regresó junto a su caballo, montó y se alejó de allí. De alguna forma tenía que conseguir una de sus espadas, pero no una cualquiera, no, sino una obra maestra: la mejor espada que hubiera forjado jamás. Lo único que aún no sabía era cómo iba a conseguido.
Cuando Guillaume se hubo ido, no tardó en regresar la cotidianeidad para Ellen y los demás. Ella apenas pensaba en el reencuentro, e Isaac se esforzaba por contener los celos que lo reconcomían. De modo que todo volvió a ser como antes, hasta un día en que apareció en el patio otro caballero extranjero.
Llegó vestido con nobleza y acompañado de un escudero. Rose, que acababa de ponerse a trabajar en el huerto, se acercó a él.
—¡La forjadora! ¡Llevadme ante ella! —ordenó displicente, sin desmontar.
—Si tenéis la bondad de seguirme al taller.
Rose tenía grandes perlas de sudor en la frente. Al acercarse más, lo había reconocido enseguida y había enviado una jaculatoria a los cielos para que él no la reconociera a ella.
Sin decir nada, Adam d’Yquebreuf desmontó de su caballo, le dio las riendas al escudero y, sin dignarse mirar más a Rose, se dirigió al taller a grandes zancadas.
Esta corrió de vuelta a la casa y no respiró hasta que hubo cerrado la puerta tras de sí.
En la herrería, el caballero tuvo que acostumbrarse a la penumbra antes de poder ver dónde estaba Ellen. Ya la había visto forjar antes, en los torneos de Normandía, donde la había tomado por una mujerona loca a la que se le había metido en la cabeza ocupar el lugar de un hombre. Resolló un momento y luego se acercó a ella.
—¿Conocéis de quién es el blasón que llevo? —preguntó con severidad.
Ellen asintió.
—¡Los leones reales! ¿Qué puedo hacer por vos, milord? —Intentó no parecer demasiado impresionada.
—Dicen que vuestras espadas son unas armas excepcionalmente cortantes y buenas. Os traigo, por ello, piedras preciosas y oro para que confeccionéis una espada como no habéis confeccionado otra. El joven rey debe quedar deslumbrado. ¡Forjad una espada sin par!
Ellen lo miraba sin salir de su asombro. ¿El joven rey quería que le hiciera una espada? Apenas podía creerlo. ¡Al fin! Al fin Guillaume la había recomendado. Se esforzó por aparentar serenidad.
—Hasta ahora no he visto al joven Enrique más que de lejos, y de eso hace ya muchos años. Tendría que saber su altura, además de con qué mano prefiere luchar.
—Sólo la mano derecha es la adecuada. Y las medidas podéis tomármelas a mí —repuso Yquebreuf con hastío.
—¿Cuándo debe estar terminada? —preguntó Ellen con cierto temor.
Cuanto más elevado era el rango de un cliente, antes solía querer el encargo.
—El joven Enrique no se quedará en Inglaterra mucho tiempo; los torneos lo reclaman. Tres semanas, cuatro a lo sumo, diría yo. Cuando volvamos a estar por aquí cerca, vendré a recoger la espada. No se la entregaréis a nadie, ¿entendido? Ellen asintió.
Yquebreuf le pasó una bolsa con oro y otra con costosas piedras preciosas.
Ellen vertió las gemas sobre su mano izquierda.
—Zafiros, rubíes y esmeraldas. ¡Qué maravilla! —dijo, manifestando su admiración por las piedras escogidas.
Lo cierto es que eran brillantes y puras, pero Ellen no pudo evitar pensar en el Mariscal y en lo que Baudouin había dicho de su opinión sobre las joyas en las espadas. Ellen frunció el ceño. Para un rey no servía el mismo rasero.
—¡Será la espada más bonita y la mejor que el rey haya tenido jamás en sus manos! —prometió.
—Eso ya se verá, pero sería lo mejor para vos —repuso Yquebreuf.
Ellen tenía una réplica en la punta de la lengua, pero no resultaba conveniente reñir con un alto señor, de modo que bajó la cabeza con humildad.
—No habléis a nadie de vuestro trabajo, y advertídselo también a vuestros oficiales. ¡Ni una palabra a nadie! —Yquebreuf la miró con insistencia.
—¡Como vos deseéis, sire! —Se inclinó.
Yquebreuf volvió a resoplar, y esta vez se le movieron las aletas de la nariz como los ollares de un caballo.
—¿Pomo y cruz?
—Realizadlos como vos consideréis correcto. Escoged la forma que creáis mejor para una espada bien equilibrada. ¡Y no olvidéis conferirle elegancia y gracia!
Ellen se tragó la respuesta que le hubiese gustado dar. Todas sus espadas tenían elegancia y gracia sin necesidad de tanta piedra preciosa.
—¿Algún deseo en cuanto a vaina y guarnición? —preguntó Ellen, como tenía por costumbre.
Yquebreuf negó con la cabeza, de mala gana.
—¿Sois o no sois vos la maestra? ¡Haced que se os ocurra algo que convierta la espada en algo único y que haga de su portador la envidia de todos!
Ellen volvió a inclinarse con una reverencia.
—¡Como mandéis, sire!
Cuando el caballero del rey se hubo marchado, Jean, Isaac y Peter se acercaron con curiosidad a Ellen, que pacientemente les dio cuenta de todo lo sucedido.
—La espada para el rey es más importante que ninguna otra cosa. Este trabajo tiene prioridad, ¿habéis comprendido?
—Pero ¿por qué no podemos hablar de ello? —se extrañó Peter—. Sería mucho más fácil retrasar los encargos de los monjes si pudiéramos explicarles que estás confeccionando una espada para el rey. Además, nuestra reputación se beneficiaría de ello. ¡Tu fama se extendería más allá de las fronteras de Sto Edmundsbury!
—¡Y para los ladrones sería una invitación a hacernos una visita! ¿Lo has pensado? A fin de cuentas, nos han confiado valiosas piedras preciosas.
Peter contuvo el aliento.
—No se me había ocurrido —admitió a media voz.
Jean e Isaac apenas dijeron nada.
Cuando Ellen se quedó a solas con su amigo, ya entrada la tarde, se mostró triunfante con él:
—¿Has visto? Te equivocabas. ¡Al final sí que me ha recomendado al rey!
Jean se encogió de hombros.
—Aun así, insisto: ¡tienes que dejar de pensar en él!