Jean y Ellen habían sacado al patio la mesa y los bancos para poder disfrutar fuera de la comida. El sol llevaba una semana entera brillando. El domingo merecía la pena hacer el esfuerzo para después poder sentarse al aire libre, tranquilos, a disfrutar de la sobremesa en el cálido día estival, cosa que todos hicieron largo rato.
—¿Es muy complicado pulir una espada? —preguntó Isaac, y empapó un trozo de pan en lo que le quedaba de sopa.
—Sí, bueno, se necesita experiencia y destreza, ¿por qué?
—Te he estado observando. Con el esmerilado basto utilizas ambas manos, pero con el pulido trabajas casi únicamente con la derecha.
Isaac no se atrevía a mirarla. Cuando hablaba de espadas, sus ojos verdes se encendían y él la deseaba tanto que le resultaba doloroso. A veces apenas soportaba yacer junto a ella por las noches sin poder tocarla.
—No te equivocas en lo que dices. —Ellen se frotó la sien con el dedo índice, como si eso la ayudara a pensar con mayor claridad—. ¿No has pulido nunca? ¿Ni siquiera un sencillo cuchillo de monte?
—Sólo he bruñido utensilios y unos cuantos cuchillos, pero no se puede comparar con el pulimento de una espada —repuso Isaac con humildad.
—Podrías probar —dijo Ellen con confianza—. Cierto es que hoy es domingo y que no hay que trabajar, pero el taller está vacío y podría enseñarte… ¡Si quieres! —añadió enseguida.
Había reparado en que de los labios de Isaac no había salido una sola mala palabra contra ella desde que trabajaba en la herrería. Al contrario, su marido se esforzaba mucho por ayudar en todo lo que podía pese a la mano que le faltaba. Más de una vez la había dejado maravillada al ver que no se rendía.
—¡Bien! ¡Pues vayamos! —Isaac se levantó con alegría.
—El pulido puedes realizarlo con facilidad estando sentado. Te he visto tallar —dijo Ellen, que seguía evitando mirarlo a los ojos.
Las miradas de admiración que él creía poder ocultarle no le habían pasado por alto, y le producían una asombrosa sensación de debilidad en el estómago.
—Entonces, ¿te parece bien que utilice los pies para sostener la pieza?
Ellen se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Mientras tengas los dedos alejados de la hoja… —Le sonrió y al instante se puso colorada. Se volvió enseguida y cogió una guadaña que Peter e Isaac habían terminado el día anterior—. ¡Puedes empezar con esto!
—¿Con una guadaña? ¿Tengo que pulir una guadaña? —Isaac la miró con cierto enojo.
—Mal no le hará —explicó Ellen, riendo.
Su risa impactó como un puñetazo en el estómago de Isaac.
—Es verdad —balbuceó, desconcertado.
—Al principio deberías practicar con la pasta de pulir más fina —explicó Ellen.
—¿Sí? ¿Y eso por qué?
—Cuanto más basta sea la piedra, más graves serán los fallos. Si se raya el hierro durante el esmerilado basto, ni el mejor de los espaderos podrá deshacerse de esa tara. De modo que, para empezar, lo mejor es una pasta de pulir de harina de piedra, para que nada pueda salir mal. Cuando tengas algo de práctica, sepas a qué debes prestar atención y cómo reacciona el hierro al pulimento, podrás usar piedras más bastas. ¡Pulir espadas es algo excepcional! Los espaderos se ocupan sólo de esa tarea. Un espadero verdaderamente bueno vale su peso en oro, y pronto acumula más experiencia que cualquier herrero, porque sólo se dedica a pulir.
Isaac asintió con interés.
Ellen se dio cuenta de cómo la miraba y volvió a ruborizarse. Cogió enseguida un trapo de lino y puso en él un poco de pasta de pulir. Le enseñó a Isaac cómo sostener el paño entre el pulgar y el índice para pulir la hoja y lo supervisó mientras trabajaba. De vez en cuando asentía con satisfacción, pues él se desenvolvía con maña.
Isaac pronto cogió confianza con la tarea, por lo que poco después le propuso a Ellen pulir el cuchillo de monte que acababa de terminar.
Rebosaba de contento. La confianza de Ellen significaba para él más de lo que hubiese deseado.
Ella sacó una piedra de pulir de su bolsita de cuero y, al dársela, sus dedos rozaron la mano de Isaac, que se estremeció.
El herrero demostraba perseverancia y destreza en el pulido, aprendía con gran empeño. Al cabo de dos meses, Ellen empezó a encomendarle también las espadas más sencillas. Ella sólo pulía las más caras, las que seguía terminando sola. Hacía falta un tacto especial en las yemas de los dedos para escoger las piedras adecuadas y obtener una hoja de brillo reluciente y filo cortante.
Entre ellos no hubo más malas palabras. Isaac, a todas luces, disfrutaba de la confianza que se había ido creando poco a poco entre ambos.
Uno de los primeros días del otoño, una sorda trápala de herraduras anunció la llegada de un caballo al blando suelo del patio. El jinete bajó de un salto y, poco después, su voz atronadora se dejó oír ante la herrería.
—¡El maestro, quiero hablar con el maestro!
Ellen le indicó a Peter con apenas un movimiento de la cabeza que abriera la puerta al hombre, y por ella entró un joven barón vestido con telas caras y enjaezado con armas cargadas de oro y de costosas ataujías de marfil.
—¿Qué puedo hacer por vos? —preguntó Ellen con cortesía mientras se acercaba a él.
—El maestro, ¿dónde está?
—¡Lo tenéis delante, milord! —Permaneció serena, aunque no fuera una maestra reconocida; no era la primera vez que la trataban con desprecio, y ya estaba harta.
El joven caballero la miró sin piedad.
—¡Eso no puede ser! He oído decir que el maestro de esta herrería es un tal Alan. ¡Dicen que fabrica las mejores espadas de todo el territorio!
Jean se sonrió. Pese a que ella seguía insistiendo en que la llamaran Ellenweore, siempre había alguien que entendía Alan en vez de Ellen.
—No haré tratos con una mujer. ¡Será mejor que os volváis al fogón y cocinéis algo decente! ¿Dónde está el herrero? —preguntó el joven barón con impaciencia.
Ellen estaba tan indignada que le faltaba el aire. Demasiado bien recordaba aún esas palabras en boca de Isaac. Dispuesta a echar de allí al hombre, dio un paso hacia él. No tenía ninguna intención de dejar que la siguieran humillando. De súbito, Isaac estaba junto a ella.
—Con permiso, milord. Soy Isaac, el herrero.
Esbozó una reverencia, ocultando tras la espalda el muñón de la mano izquierda.
Ellen bullía de ira ante semejante traición.
—¡Ah! ¡El maestro! —Una sonrisa triunfal se extendió sobre el rostro del joven caballero.
—Es cierto que soy el maestro herrero, milord, pero esas espadas de excelente calidad de las que habéis oído hablar no soy capaz de forjarlas. Ni yo ni ninguno de mis ayudantes. —Señaló a Ellen—. Mi esposa. Dios es mi testigo: estoy orgulloso de decir que es mi esposa quien forja esas armas extraordinarias. En todo Anglia Oriental no encontraréis forjador de espadas mejor que ella. De modo que, si deseáis haceros con una de sus piezas, deberéis disculparos ante ella con la esperanza de que os perdone, pues la ira, debéis saberlo, es un mal consejero.
El joven barón se había quedado blanco. Dejó escapar aire entre los dientes apretados con un silbido, giró sobre sus talones y al punto desapareció de la herrería.
—¡No merecía una de tus espadas! —dijo Isaac con desdén. A Ellen estaba a punto de estallarle el corazón. No de furia, sino de dicha.
—¡Tienes toda la razón! —lo secundó Jean.
Su mirada iba sin parar de Ellen a Isaac. ¿No estaría naciendo entre ellos un sentimiento de afecto?
El trabajo los acercó uno al otro. En el taller se trataban con respeto y reconocimiento. Solamente en la alcoba compartida no sabían, ninguno de los dos, cómo demostrar su creciente confianza.
Isaac no había olvidado su promesa de la noche de bodas. A pesar de que estaba seguro de que Ellen ya no lo odiaba, no se atrevía a dar ni un paso minúsculo por miedo a que ella pudiera sentirse obligada a complacerlo.
También los demás sentían la tensión que había entre ambos y, un día, cuando estaban solas, Rose decidió hablar con Ellen.
—Bueno, hablemos seriamente, Ellenweore. ¡No puedo seguir sentada sin hacer nada!
—¿Qué? —Ellen se miró toda la ropa—. ¿Qué pasa?
Rose se echó a reír.
—¡Me refiero a Isaac y a ti! No hacéis más que rondaros…
Ellen sintió que la sangre le afluía al rostro.
—Sigue sin cohabitar contigo, ¿verdad? —Rose la miró con expectación.
Ellen sacudió la cabeza, ruborizada.
—La noche de bodas renunció para siempre a sus derechos —dijo en voz baja.
—Qué noble —masculló Rose, y reflexionó un rato—. Si es por él, jamás romperá esa promesa… creo yo. —Rose enarcó las cejas—. ¡Hombres! —Suspiró con paciencia—. ¡Pero sin ellos tampoco se puede vivir! De modo que está en tu mano. —Sonrió para infundirle ánimos a su amiga.
—¡Pero Rose! —exclamó Ellen, indignada. Por un brevísimo instante pensó en Guillaume y en esa forma descarada e imperiosa de solicitar su amor a la que ella no había podido resistirse nunca—. ¡No puedo hacerlo! ¡Eso tiene que hacerlo el hombre!
—Bah, qué disparate. ¡Las mujeres que pueden forjar también pueden seducir a sus maridos!
Rose sonrió con aire conspirativo y susurró algo al oído de su amiga.
—¡Pero Rose! ¡No! ¡Jamás podría volver a mirarle a los ojos! —exclamó Ellen con decepción.
—¡Tú hazlo y ya está! —zanjó Rose sin dar lugar a más reparos.
Las francas palabras de su amiga y la perspectiva de acariciar el cuerpo bien formado de Isaac habían exaltado a Ellen. Durante la cena estuvo muy distante, pues temía que todos pudieran leerle esos pensamientos lujuriosos en la cara, y no fue a acostarse a la alcoba hasta tarde, cuando Isaac dormía ya. Se desvistió a toda prisa y se metió desnuda bajo la manta. Isaac estaba tumbado boca arriba. Ellen se arrimó a él. El corazón le latía con fuerza sólo de pensar lo que tenía intención de hacer. Isaac no se movía; parecía dormir profundamente. Ellen empezó a acariciarlo con suavidad. Su mano se movía bajo la sábana, sobre su pecho plano y fuerte, e iba bajando por su estómago. Al principio con cuidado, pero después cada vez con más anhelo, empezó a besarle el cuello. Apretó todo su cuerpo contra él, cerró los ojos con placer e inhaló su olor a cuero y hierro, un aroma mezclado con el de la lavanda que Rose ponía en la cama para ahuyentar a los parásitos.
Isaac respiró con más fuerza.
Ellen sintió su creciente excitación, pero en vano esperó a que la tomara entre sus brazos, de modo que recorrió con suaves movimientos su brazo izquierdo, hasta llegar al muñón.
Fue entonces cuando se tumbó sobre él, tomó sus brazos e hizo que la abrazaran por la cintura. En la alcoba había demasiada oscuridad para poder ver si Isaac había abierto los ojos, pero Ellen sintió que estaba despierto.
—¡Abrázame! —le susurró con voz ronca, y empezó a besarlo en la boca.
Al principio con timidez, pero cada vez con mayor pasión, Isaac correspondió al beso. Su mano derecha se deslizó por todo el cuerpo de Ellen y le hizo sentir escalofríos de placer por la espalda.
—¡Yace sobre mí! —le musitó con voz caliente.
A la mañana siguiente, Ellen despertó descansada y feliz como nunca. Isaac se había levantado ya. Acarició con ternura la sábana sobre la que habían pasado la noche juntos. Después se levantó con brío, se lavó con el agua del cubo que había siempre en un rincón y se puso el vestido.
—¡Llego tarde! —se disculpó, y acabó de anudarse el pañuelo a la nuca mientras entraba en la cámara principal.
—¡Toma, come algo antes! —Rose la obligó a sentarse y le puso delante una escudilla con avena hervida en leche de cabra. Agarró a Ellen de la barbilla y la miró a los ojos—. Te sienta muy bien.
—¿El qué?
—¡El amor!
Rose volvió a enfrascarse en el amasado de los pastelitos y sonrió con complicidad.
—¡Tengo que ir al taller! —exclamó Ellen, tragó una última cucharada de gachas y salió corriendo con las mejillas encendidas.
—Ya iba siendo hora de que esos dos se encontraran —murmuró Rose con alegría.