Otoño de 1178

William corrió descalzo por la hierba mojada de rocío hasta el lugar en el que Isaac solía sentarse a tallar. El suelo estaba blando, olía muy bien y estaba cubierto por una alfombra de hojas de colores a las que el niño daba patadas al avanzar. En lugar de trabajar un pedazo de madera, como solía hacer, Isaac estaba allí de pie con una piedra en la mano. William se lo quedó mirando boquiabierto. Isaac doblaba el brazo con la piedra y luego lo separaba mucho del cuerpo, una y otra vez. A veces realizaba amplios movimientos oscilantes y luego alzaba la piedra de nuevo hacia arriba. William estaba fascinado por los movimientos de su tío y no se atrevió a interrumpirlo hasta pasado un buen rato.

—¿Qué estás haciendo, tío Isaac?

—No tengo fuerza en el brazo y ya va siendo hora de cambiar eso.

William asintió, aunque no lo había entendido.

Isaac miró al niño y rio, pues se lo veía desconcertado.

—No pierdas mi brazo de vista cuando alce la piedra. ¿Lo ves? —Señaló a su músculo con la barbilla—. Yo antes tenía los brazos casi el doble de gruesos, y así ha de volver a ser. Por eso he empezado con una piedra pequeña, más adelante buscaré una mayor. Cuanto más pese la piedra, más grueso se pondrá mi brazo con el tiempo.

—¿Y el otro? —William señaló al brazo izquierdo, que caía inerte—. ¿Es que el otro no tiene que ponerse más fuerte?

Isaac no respondió. ¿Cómo iba a alzar una piedra con un brazo que carecía de mano para sostenerla?

William no sospechaba lo mucho que le daría vueltas su tío a esa pregunta durante los días que siguieron.

—¡Cuélgate de aquí! —animó al chiquillo un día, extendiendo con orgullo su brazo derecho.

William se aferró al antebrazo de su tío y alzó las piernas. Isaac estaba contento, pues podía sostener al pequeño con el brazo sólo ligeramente doblado. El ejercicio había merecido la pena: los músculos habían recobrado su fuerza.

—¡Ahora con el otro! —pidió William.

Isaac extendió con timidez el brazo tullido y el niño lo aferró y tiró de él sin levantar los pies del suelo. Tiró cuanto pudo, hasta que el brazo de su tío empezó a temblar a causa del esfuerzo. Enseguida lo soltó.

—¡No es mala idea! —Isaac le alborotó el pelo, como hacía siempre que quería demostrarle afecto—. Podríamos hacerlo más a menudo.

William asintió con alegría.

—¡Así se pondrá igual de fuerte que el otro!

Para darle la razón al niño, practicaron cada día y, poco antes de la primavera, Isaac ya podía alzarlo tanto tiempo como el que se tardaba en decir dos veces el padrenuestro con calma. Los músculos de los brazos, los hombros y la espalda ganaban cada vez más fuerza. Un día empezó a hacer flexiones con un solo brazo y, cuando consiguió hacerla sin esfuerzo con el derecho, se fabricó un cojín para el muñón, que ya estaba completamente curado, y practicó también con el izquierdo. Junto con sus músculos creció también el deseo de Isaac de volver a trabajar en la herrería.

—¡Isaac me levanta mucho rato con el brazo estirado! —explicó William con orgullo una noche, durante la cena.

Ellen le lanzó una mirada de enfado a su marido, mientras que Jean y Rose le sonrieron con afecto.

—Me gustaría mucho ir a la herrería mañana. A lo mejor con Peter podría…

—¡Es tu herrería! —repuso Ellen con crudeza.

Isaac no dijo más.

—Peter se alegrará mucho —dijo entonces Jean—. Tenemos mucho que hacer. Nos vendrá muy bien contar con alguien más.

Ellen pasó la cena evitando la mirada de Isaac.

—¿Por qué no has intentado impedírselo? —increpó a Jean en cuanto Isaac se hubo marchado.

—¿Por qué tendría que haber hecho tal cosa? Hace casi dos años que no dejas de quejarte porque no trabaja. ¿Has visto sus brazos? Ha recuperado la fuerza. Lo he estado observando. También ha vuelto a reír.

—Todo este tiempo hemos tenido que soportar su malhumor y ahora, apenas aparece una sonrisa en sus labios amargados, ¡os ponéis a aplaudirle! —Su ira no pasaba desapercibida.

—Pero ¿por qué estás tan enfadada? —preguntó Jean sin ambages.

—¿Que por qué…? —A Ellen le faltaba el aire—. ¿Acaso has olvidado que, según él, yo tendría que estar en el fogón en lugar de en la fragua?

Ellen se frotó la sien con el índice.

—¿Tienes miedo de que te envíe de vuelta a la casa? —preguntó Jean con incredulidad.

—No es que me importe un comino lo que piense, pero me gusta trabajar con vosotros y quiero que siga siendo así. Isaac sólo nos alborotará, y eso no le hace ningún bien a nuestro trabajo.

—Si es como tú dices, puedes volver a echarlo. No creo que sea imprescindible, a menos que se nos una y te reconozca como maestra —dijo Jean, intentando tranquilizarla.

—¡Precisamente eso es lo que no querrá hacer! —siseó Ellen.

«Ajá, conque de eso se trata…», se dijo Jean, pero no hizo ningún comentario al respecto.

—¡Dale una oportunidad! A ver cómo se las arregla. No tienes por qué trabajar con él, deja que lo haga Peter. Además, sería bueno para William.

—¿Qué tiene él que ver en esto? —Ellen miró a su amigo de mala gana.

—Quiere mucho a Isaac. Ver que vuelve a trabajar de herrero puede ser bueno para William. Ya sabes lo que piensa de la forja.

—Qué disparate, William todavía es un niño. Intenta salirse con sus cabezonerías, pero trabajará en una herrería igual que sus antepasados. Ya me encargaré yo de que se convierta en un buen herrero. —Ellen había plantado los brazos con ímpetu en las caderas.

—No puedes obligarlo… —opinó Jean, pues comprendía la actitud de William.

—¡Vaya si puedo! No va a desperdiciar su talento, ¡ya me encargaré yo de eso! —Ellen soltó un resoplido.

«¿Qué sabes tú de los talentos de tu hijo?», parecía decir la mirada de Jean.

—La herrería es de Isaac y no puedo prohibirle la entrada, pero sólo trabajaré bajo el mismo techo que él si se contiene —advirtió Ellen.

Jean asintió. Comprendía sus reparos, pues había tenido que luchar mucho para alcanzar sus metas. Había tenido que esforzarse muchísimo más que cualquier otro herrero. Aun así, le parecía que también Isaac merecía una oportunidad. Jean se propuso mencionarlo en sus oraciones y salió a buscarlo. Lo encontró en la paja de detrás del cobertizo donde guardaban la madera y se sentó a su lado sin decir nada.

—Me odia profundamente —dijo Isaac.

—Tú tampoco se lo has puesto fácil. Desde el principio. ¿O acaso lo has olvidado ya?

Jean tiró de una brizna de paja que sobresalía del montón.

—He tenido mucho tiempo para reflexionar. Ahora veo muchas cosas de forma diferente; otras no han cambiado.

Jean lo miró con actitud interrogante.

—Pues yo, la verdad, soy igual de listo que antes.

Isaac sonrió.

—Entonces te pasa como a mí. No sé si podré soportar tener que ver cómo os ordena y os manda. Tampoco sé si lograré hacer nada en estas circunstancias —alzó el brazo izquierdo—, y trabajando con ella en el mismo taller. No estoy ciego ni sordo. Sé que le ha hecho ganar una buena fama a la herrería, de modo que algo debe de saber. Pese a todo, no sé si podré soportar que sea mejor que yo. ¡Si aún tuviera la mano, no sería rival para mí! —Isaac parecía más desconcertado que desafiante.

—Te equivocas, Isaac. —Jean irguió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Isaac, yo he visto cómo forjabas. Eres un buen herrero, pero ella es más que buena, tiene un don. Estoy seguro de que sólo hay un puñado de herreros en toda Inglaterra y Normandía que le lleguen a la suela del zapato. De haber sido hombre, hace tiempo que sería afamada. ¡La conocerían allende las fronteras de Anglia Oriental, e incluso fuera de Inglaterra, créeme!

—No puedo —se lamentó Isaac—. ¡Es muy injusto!

—¿Qué tiene de injusto? —Jean lo miró sin entenderlo.

—¿Acaso te parece justo que el Señor haya otorgado a mujer, que además es bonita, un don con el que, de ser hombre, habría alcanzado grandes honores? ¿Y por qué me quitó a mí mi mano?

—A lo mejor el Señor quiere que aprendas humildad y comprendas que es él quien decide a quién bendecir, y no nosotros, los hombres. Ve a ver lo que forja y cómo trabaja, no podrás por menos que admirarla. Y tal vez así, algún día darás gracias a Dios por que te haya enviado a esa mujer maravillosa para que sea tu compañera.

Isaac, conmovido, miró a Jean y guardó silencio.

—¡Es una persona muy especial! Si la deseas por su belleza, tendrás que ganártela mediante su respeto, y su respeto no lo obtendrás gracias a tu forja, sino bajando de una vez de tu alto corcel y reconociéndole a ella sus habilidades.

Las palabras de Jean habían dejado a Isaac paralizado. Sin embargo, cuando quiso demostrar, indignado, que no deseaba a Ellen, Jean ya se había marchado.

A la mañana siguiente, Isaac decidió ir el último a la herrería para no molestar a Ellen. No quería que pensara que iba a disputarle el puesto de maestra. Toda la noche había estado reflexionando sobre las palabras de Jean y había decidido no provocarla.

Jean estaba atizando el fuego de la fragua mientras Ellen planificaba las tareas del día y Peter engrasaba unas cuantas herramientas.

—No ha sido más que un montón de palabrería hueca, no vendrá. ¡Por lo visto ha vuelto a perder las ganas de trabajar! —dijo Ellen, pues Isaac no había llegado aún.

Jean la miró con desaprobación.

—Dale una oportunidad, Ellen. ¡Te lo ruego!

—¡Muy bien! —Ellen alzó las manos con ánimo conciliador—. Peter, hoy trabajarás con Isaac, hay que preparar unas cuantas piezas en bruto. Piensa que sólo puede utilizar una mano. Tú tendrás que batir mientras él sostiene, o tú sostendrás mientras él trabaja con el martillo de mano. No será fácil, pero os las arreglaréis —dijo Jean haciéndose con el mando, y le dirigió un gesto de ánimo al joven oficial.

—Jean tiene razón, has aprendido una barbaridad desde la última vez que Isaac trabajó contigo. ¡Lo dejarás asombrado! —dijo Ellen para tranquilizarlo, al ver que él la miraba con inseguridad.

Isaac entró en la herrería como si la pisara por primera vez. Desde que Ellen trabajaba allí, habían cambiado algunas cosas. Había traído nuevas herramientas, había dispuesto una muela con pedal y había erigido otros dos puestos de trabajo. Las herramientas estaban ordenadas según la costumbre de ella, y eran bastantes más de las que había poseído él. A buen seguro tardaría un tiempo en acostumbrarse a cómo funcionaba la herrería. Tras un breve y humilde saludo a media voz, se dirigió hacia Peter para hablar del trabajo.

—Empuñar el martillo de mano no debería resultarme muy difícil. Seguro que eso no se olvida tan fácilmente, así que me gustaría empezar por ahí.

Peter asintió con devoción y se esforzó muchísimo por no decepcionar a su maestro. Isaac puso cuerpo y alma en el trabajo. Dejaba caer el martillo sobre el hierro una y otra vez, con obstinación. No hizo caso del dolor que empezó a extenderse desde la mano hasta el hombro. Le sentaba bien agotarse. Había echado en falta el trabajo, el sudor y las callosidades de las manos.

—Pásame el macho, quiero probar si puedo sostenerlo —pidió Isaac poco antes de que todos fueran a cenar.

Peter tragó saliva. ¿Cómo iba a sostener bien el mango sin la mano izquierda?

Al percibir las dudas del oficial, Isaac lo tranquilizó.

—Sólo quiero intentarlo, ver cuánto pesa y si algún día, con algo de práctica, conseguiré empuñarlo.

Isaac puso mucho empeño en su intento, pero de todas formas el mango se le resbalaba y le costaba muchísimo sostener el martillo en alto. Decepcionado, pues había llegado ya a su límite, dejó el pesado macho en el cubo del agua para que el mango se hinchara y al día siguiente volviera a sujetar el cotillo sin bailar.

—Dejémoslo aquí por hoy. ¡Tengo un hambre de lobo! —dijo, forzando su alegría para ocultar a los demás lo decepcionado que estaba.

Isaac estuvo semanas trabajando con Peter como si no fuera el maestro, sino el aprendiz. Pese a que no estaba pendiente de Ellen, tampoco le pasaba por alto la concentración con que trabajaba. Siempre que había alguna dificultad, ella tenía la solución, y su fondo de ideas parecía ser inagotable. En pocas palabras, sus aptitudes habrían dejado impresionado a cualquier herrero. Así, un día Isaac hizo de su capa un sayo y le pidió consejo. Como si fuera lo más natural del mundo, ella le respondió y volvió a su trabajo. Isaac quedó asombrado, casi conmocionado por la claridad de su respuesta. ¿Cómo no lo había visto él mismo? Luchó por un momento contra su amargura y luego siguió el consejo.