Un buen día, Jean descubrió al pequeño William solo entre unos matorrales. Le caían grandes lagrimones por las mejillas rociadas de pecas.
—¡Pero bueno, Will! ¿A qué viene esto? ¡Los niños no lloran! —lo consoló Jean con cariño, y entonces recordó por un instante a su padre; fue como si hubiera oído su voz.
—¡Ya lo sé, pero es que no puedo evitarlo! —dijo William, acongojado, y se sorbió los mocos.
—¿Qué ha sucedido?
Jean se sentó junto a él y se puso a dibujar en la tierra con un palo.
—¡Es por el tío Isaac!
Al niño le colgaban dos velas de la nariz y, con un fuerte sonido, las inspiró hacia dentro.
—¿Sí?
—Creo que ya no me quiere.
William miró a Jean con tristeza y se pasó la manga por la cara.
—Pero eso es un disparate, William. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar algo así?
Jean miró al pequeño con compasión.
—Desde que estamos aquí no se ha reído ni una sola vez conmigo, y tampoco me ha sentado en su regazo. ¡Ya nunca me dice nada! Y si voy a verlo, me echa.
Jean abrazó al pequeño para consolarlo.
—Ya nunca ríe porque está enfadado —explicó.
—¿Enfadado? —William lo miró con grandes ojos interrogantes.
Jean asintió:
—Sí, Will. ¡Pero no está enfadado contigo!
—¿Con quién, entonces?
—A lo mejor con Dios. —Jean enarcó las cejas.
—¡Pero uno no puede enfadarse con Dios!
—Ya lo sé, Will, e Isaac también lo sabe.
—Pero entonces, ¿por qué está tan enfadado con Dios?
—Porque otros hombres tienen hijos varones.
—¡Como tú! —William sonrió, y Jean asintió con la cabeza—. Y porque Dios se llevó a Mildred de su lado y, además, le quitó una mano.
—¿Es que fue Dios quien se la cortó?
—No, William. Lo hizo un cirujano barbero.
—¡Pues tendría que enfadarse con el barbero!
Jean inspiró hondo. Explicar algo así a un niño de apenas cinco años era más difícil de lo que había creído.
—O con tu madre, porque ella fue quien me sostuvo el brazo mientras el cirujano barbero empuñaba la sierra —rugió Isaac, que de repente había aparecido tras ellos como salido de la nada.
William lo miró con horror.
—¡Mentiroso, eso no es verdad! —gritó el niño, que se levantó de un salto y echó a correr.
—¡Isaac! —reprendió Jean al herrero.
—¿Qué pasa? —Este lo provocó con la mirada.
—¿Era necesario? ¡Ese niño te respeta y te quiere!
—Y su madre se encargó de convertirme en un lisiado.
—Sabes perfectamente que no tuvo elección. ¿O afirmas, acaso, que te hizo amputar la mano por capricho?
Jean miró a Isaac con desafío.
—A lo mejor quería quedarse con la herrería… —La voz de Isaac temblaba.
—¡Ya tenía una herrería!
—Me odia porque dije que las mujeres no deben estar en un taller.
—¡Eres un botarate, Isaac!
El herrero soltó un bufido.
—Ese pequeño también es un tullido. ¿Sabes lo importante que será…
No pudo decir más, pues Isaac lo interrumpió de pronto:
—¡A mí puedes llamarme tullido! Pero a él, ¡nunca! —gritó con furia, y después se vino abajo—. Encontrará su propio camino.
—Por supuesto que lo hará. ¡Y en ti tiene muy buen modelo! ¿No ves que ya ha empezado a aislarse de los demás? ¡Igual que tú! —Jean provocaba a Isaac con intención.
El herrero se alzó ante él cuan alto era e inspiró hondo. Jean seguía mirándolo desafiantemente, y, por un momento, creyó que el otro iba a asestarle un puñetazo con la mano sana. Casi lo deseó incluso, pero no sucedió nada parecido. Jean dio media vuelta, aunque se giró una última vez hacia él:
—El niño nunca ha tenido un padre; tú habrías podido serlo-dijo con reproche, mirando a Isaac con decepción. —Pero se merece algo mejor que tú, y Ellen también.
Sin dignarse a mirarlo una vez más, se fue hacia la herrería. Isaac masculló un reniego y se arrastró de vuelta a la casa.
Un día de abril que jugueteaba con la lluvia, el aguanieve y el sol, Isaac aguardó a Ellen a solas en la cocina.
—Tenemos que hablar —dijo, y se sentó en el banco frente a ella.
Su mano sana estaba sobre la mesa, el otro brazo lo dejaba siempre colgando hacia abajo. Ellen lo miró con curiosidad. Era la primera vez que hablaba con ella desde la muerte de Mildred.
Isaac se aclaró la garganta. No hacía más que mover la mano sana sobre la mesa, nervioso.
—¿Qué quieres? —preguntó ella con impaciencia.
—Es por la boda.
—¿Has cambiado de opinión? —Prefirió no mirarlo.
—¡Por supuesto que no! —No podía ocultar que estaba contrariado—. Aunque nada me gustaría más que tener al fin tranquilidad. —Tras una pausa, añadió—: Lo juramos.
—No lo he olvidado —repuso Ellen, y arrugó la nariz. Desde la muerte de Mildred, Isaac se lavaba en contadas ocasiones y había dejado de afeitarse—. Antes de la boda tendrás que darte un baño, ¡apestas!
Esperaba que Isaac montara en cólera, pero él se limitó a asentir.
—El año de duelo ha terminado —informó.
—Entonces deberíamos cumplir pronto nuestra promesa; hablaré con el sacerdote. —Ellen se levantó—. ¿Eso era todo?
Isaac asintió sin mirarla y se quedó sentado, inmóvil, hasta que ella hubo salido. Entonces dio un puñetazo en la mesa e hizo traquetear todos los tablones. Se puso en pie con furia, salió hacia el bosque a grandes pasos, aunque estaba lloviendo, y no regresó hasta ya caída la noche, completamente empapado. Sin comer nada, se retiró a su alcoba.
Tan sólo un mes después, en un deslucido y lluvioso día de mayo, se desposaron. Al volver de la iglesia, Rose cogió a Ellen del brazo. Jean, Peter y Eve iban tras ellas con los niños. Isaac los seguía a todos, solo, a una gran distancia. A pesar de que Ellen llevaba un vestido nuevo de lino y una corona de flores blancas en el pelo, no parecía una novia feliz. Rose llevó a su amiga a la casa y a la alcoba que en adelante compartiría con Isaac. Jean había reemplazado las colgaduras por una puerta y en el centro de la pequeña estancia estaba la cama que había construido para ella, con la cabecera de madera de roble contra la pared. Los cuatro postes se alzaban casi hasta el techo y sostenían un dosel y colgaduras de lino azul cielo.
A Ellen le cayeron lágrimas de los ojos al pensar que desde aquel día debería compartir esa cama con Isaac. El novio, contra todo lo esperado y sin que hubiera que pedírselo, se había afeitado, se había dado un baño y se había puesto la ropa nueva que ella le había dispuesto, pero eso en nada cambiaba el miedo que sentía Ellen por tener que pasar el resto de su vida como esposa de Isaac.
Cuando Rose vio las lágrimas en sus ojos, no supo qué hacer.
—Ay, Ellen. —Le acarició la mejilla—. Todo irá bien, sólo dale tiempo —dijo para intentar consolar a la infeliz novia.
—¡Me da miedo la noche! —confesó Ellen con voz ahogada.
Rose asintió con comprensión y le apartó un mechón rebelde de la cara.
En el banquete de bodas, al que habían invitado a varias personas más, se bebió y se rio mucho. Sólo Ellen e Isaac estuvieron sentados a la mesa con rostros pétreos y sin hablar. Cuanto más se alargaban los festejos, más ebria y dichosa estaba la concurrencia. Llegó un momento en que Ellen no pudo contemplar ya por más tiempo cómo los demás celebraban sus esponsales, y se levantó. Isaac hizo lo propio, según mandaba la costumbre. Los invitados se echaron a reír y vitorearon, les dedicaron comentarios ordinarios y levantaron las copas a la salud de la joven pareja. La partida del matrimonio hacia la cámara conyugal comportaba el final de la fiesta.
—¿Cuándo han hecho el cambio de cama? —preguntó Isaac con incredulidad cuando estuvieron a solas en la alcoba.
—También yo me lo he preguntado. ¡Quién sabe qué más harán a mis espaldas! —repuso Ellen, e intentó sonreír con timidez.
Notó que Isaac se sentía igual de incómodo que ella. Se retiró al rincón más apartado de la sala, donde la pequeña vela de sebo no llegaba a alumbrar, y allí se quitó el vestido y se ocultó bajo la manta en ropa interior.
Isaac se sentó en el borde de la cama, al otro lado.
—No exigiré las obligaciones conyugales —le dijo, apenas sin voz.
Se quitó los zapatos y la ropa polvorienta, y se metió también en la cama con la camisa puesta. Apagó la vela y le volvió la espalda a Ellen.
Ella estuvo largo rato despierta junto a él y, a la mañana siguiente, despertó más tarde de lo acostumbrado. El sol había salido ya. El otro lado de la cama estaba vacío.
—¿Has dormido bien? —preguntó Rose con inquietud cuando Ellen salió al fin de la alcoba.
Esta asintió; se la veía aliviada. Rose le sonrió.
—Jean y Peter me han pedido que te comunique que hoy no te permiten entrar en el taller. Tienes que descansar y no volverás al trabajo hasta mañana.
Ellen parpadeó contra el sol que entraba por la puerta abierta y respiró hondo.
—Cuánto tiempo. ¿Qué voy a hacer con tanto tiempo? —Cogió uno de los pastelitos de carne que habían sobrado de la noche anterior y dio un bocado con apetito—. ¡Qué buen día hace hoy! Creo que iré a pasear un poco, hace mucho que no salgo —dijo con la boca llena.
—Me encantaría ir contigo, como antes, ¿sabes? Pero hoy Eve no ha venido y… con los niños, por desgracia, no puede ser.
Junto a Rose, en el suelo, los gemelos jugaban con unos cubos de la madera que había sobrado de la cama.
—No pasa nada, no me vendrá mal estar sola un rato.
Decidió ir a la gran pradera de la linde del bosque a echarse un rato en la hierba y mirar al cielo, como había hecho con Simon cuando niños. Hacía una eternidad que no disponía de tiempo para esas ociosidades. Su pensamiento regresó al pasado. Vio los rostros de Claire, de Jocelyn y de Guillaume. Ellen sintió crecer en su interior una agradable calidez que no procedía únicamente del sol. De súbito, un grito la despertó de su ensoñación. Se incorporó y miró en derredor. Su hijo corría hacia ella por la pradera, e Isaac lo perseguía a grandes zancadas. Hasta que lo alcanzó. William volvió a gritar. Ellen corrió todo lo deprisa que pudo y llegó hasta ellos enseguida.
—¡Eres malo! —oyó que chillaba William, y vio que pegaba a Isaac con sus pequeños puños.
—¿Qué está pasando aquí? —inquirió Ellen—. ¡William, ven conmigo!
El pequeño se refugió en las faldas de su madre; una oportunidad de la que rara vez disponía y que con tanto más placer aprovechaba.
—Me he cortado mucho en el dedo —se lamentó, y le enseñó la mano.
—¿De dónde has sacado el cuchillo? —preguntó Ellen con recelo una vez hubo comprobado que la herida no era grave.
—Me lo ha dado Isaac —respondió William en voz baja, y le enseñó un cuchillo pequeño pero muy afilado.
Ellen miró a Isaac sin dar crédito.
—¿Es que no estás en tus cabales? ¡A un niño de cinco años no se le puede dejar jugar solo con un cuchillo!
—No estaba jugando solo, estaba aprendiendo a tallar siguiendo mis indicaciones. ¡Además, aún conserva el dedo! —replicó Isaac con aspereza.
—Eso mismo me ha dicho a mí, y se ha reído porque me he puesto a llorar. Luego me he escapado corriendo.
—¿Te has reído de él? —Ellen sintió crecer en su fuero interno una furia incontenible contra la que nada podía hacer—. ¡Precisamente tú, que te pasas el día entero sin hacer nada más que compadecerte de ti mismo? —le gritó.
Isaac se arremangó y le mostró el muñón desnudo.
—Sí, yo me he reído de él. Por un cortecito de nada en el dedo, un niño no llora. Yo, por el contrario, tengo todos los motivos para rebelarme contra mi destino. Si tú no hubieras hecho que me amputaran la mano…
La vena que tenía Isaac en el cuello se había hinchado y parecía una lombriz enorme y palpitante.
—¡Ahora estarías muerto y por fin tendrías esa tranquilidad que tanto ansías! —bramó Ellen en respuesta—. Sí, hace tiempo que lamento haberte salvado la vida. Sólo lo hice por Mildred; tenía miedo de que no superara tu muerte. De haber sabido que ella moriría de todas formas, te habría abandonado a tu destino. ¡Tenías gangrena! —Ellen soltó una carcajada—. ¡Ahora veo lo apropiado que habría sido eso para ti, holgazán! Ojalá me hubiera quedado en Normandía, así no habría tenido que estar junto al lecho de muerte de Mildred. ¿Cómo pude jurarle que me casaría contigo? ¡Eres egoísta, despreciable y un ingrato!
—¿Ingrato? —repitió Isaac—. ¿Acaso debo darte las gracias porque me sostuvieras el brazo mientras el cirujano barbero serraba mi mano? ¡Jamás te lo perdonaré!
—Detesté tener que hacerlo, Isaac, y ahora te detesto a ti. Cada noche me persigue la sensación de desvanecimiento de aquel entonces, al ver la sierra roer tus huesos. ¡Aún puedo oler la carne putrefacta! ¡Eres estúpido y vanidoso! El niño no podría aprender nada de ti. —Se volvió hacia William—. Vamos, la tía Rose te pondrá una pequeña venda —dijo, llena de comprensión, como habría querido hacer desde un principio.
Cogió al niño de la mano y lo llevó a la casa.
Isaac se quedó rabiando de ira. Se lo oía desde lejos.
—No siempre es así —dijo William en voz baja al cabo de un rato, y miró a su madre.
—¡No quiero volver a oír hablar de eso! —E hizo entrar a su hijo en casa.
Pocos días después de ese incidente, William fue en secreto hasta la colina en la que Isaac solía sentarse a darle vueltas a la cabeza.
—¿Qué haces aquí? —preguntó este, molesto.
—Nada, estar un rato contigo —respondió William, y se sentó junto a él.
—Pero tu madre no lo verá con buenos ojos —rezongó el hombre.
—No se dará cuenta, está en la herrería.
Estuvieron allí sentados un rato en silencio. William arrancó tres briznas de hierba y se puso a trenzarlas.
—¿Le has cogido miedo a tallar? —preguntó Isaac, muy cerca de él.
William asintió.
—No tienes porqué. Ahora ya sabes lo peligroso que puede ser. Hay que conocer el cuchillo y su filo para respetarlo y sostenerlo de la forma correcta. Nunca se comete dos veces el mismo error.
—¿Tío Isaac? —William lo miró con sus grandes ojos.
—¿Hmmm?
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—¡Hmmm!
—¿Qué le pasó a tu mano? ¿Por qué tuvieron que amputártela?
Isaac sintió que la sangre le afluía a la cabeza e inspiró para tomar aire. Tardó un buen rato antes de poder decir nada pero William aguardó con paciencia.
—Peter dejó unas tenazas junto a la fragua. Estaban muy calientes, pero no me di cuenta. Yo las cogí con la mano y me quemé.
—Entonces, ¿por qué estás enfadado con Dios y con mi madre, y no con Peter? —William lo miraba con curiosidad.
—Las tenazas estaban muy cerca de la fragua, tenía que haber pensado que quemarían. Además, después seguí forjando en lugar de curarme. Teníamos mucho trabajo y necesitábamos el dinero. —La voz de Isaac seguía siendo cruda, pero ya no sonaba tan áspera.
—¡Yo un día seré como tú, tío! —dijo el niño con cariño—. Es verdad que tengo las dos manos, pero mírame el pie. ¡También soy un lisiado! —William lo dijo con tal naturalidad que Isaac sintió un escalofrío en la espalda.
—¡Te prohíbo que digas eso! —bramó—. No eres un lisiado, y lo de tu pie… —Isaac se interrumpió y miró el pie del niño—. Dame tu zapato.
William se quitó los zapatos de madera.
—¿Cuál de los dos?
Isaac cogió el del pie tullido y lo miró con detenimiento.
Después alzó la pierna del niño y la examinó también.
—Parece que se ha enderezado un poco. ¡A lo mejor sí que te ha ido bien! —Isaac parecía contento.
—Jean dice que tengo que llevar siempre el zapato. ¡Pero me duele mucho! Muchas veces me lo quito y corro descalzo, cuando nadie me ve —confesó William.
—¡Vaya, eso me pone muy triste! —Miró a su sobrino y sacudió la cabeza.
—¿Y eso por qué? —preguntó este con curiosidad.
Había deseado recibir la atención de su tío durante muchísimo tiempo, ¡y de repente la tenía toda para él!
—Seguro que no te acuerdas, pero Jean y yo te fabricamos juntos el primer zapato de madera para que tu pie se enderezara un poco al crecer —le explicó Isaac.
—Pero da igual como crezca. Eso dice siempre madre.
—Yo creo que tu madre no tiene razón.
—No me extraña que digas eso. ¡No la soportas! —William bajó la mirada y contempló el suelo con tristeza.
—No se trata de eso.
Isaac había estado masajeando durante todo ese rato el pie del niño con la mano sana, hasta que estuvo rosado y cálido. El zapato de madera había dejado ampollas y callosidades en el piececillo de William, pero aun así, había disfrutado del tacto de la mano de Isaac.
—¿Tío Isaac?
—¿Qué pasa, hijo mío?
—¡No me gusta la forja! —William miró a su tío como si acabara de confesarle algo terrible.
—¿Qué quieres decir?
—Madre dice que algún día también yo seré herrero, y que los herreros no necesitan pies sanos. Tío Isaac, dime ¿quién es Wieland?
El herrero se sonrió ante esa asociación de ideas del chiquillo. Por primera vez desde hacía mucho volvió a sentir una agradable calidez en su corazón. Le alborotó el pelo al niño.
—¿Quieres oír la historia de Wieland, el herrero?
William asintió con entusiasmo. No imaginaba nada más bello que escuchar un relato.
—¡Pero es muy larga! —le hizo reflexionar Isaac.
—¡No me importa! —William sonreía con alegría.
—Pues muy bien. —Isaac carraspeó—. Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar muy lejano, vivía una vez un pacífico gigante. Este entregó a su hijo, Wieland, a Mimir, el herrero más famoso de la tierra de los gigantes, para que fuera su aprendiz y se instruyera en el arte de la armería. Al cabo de tres años, Wieland regresó a su casa y, para que se convirtiera en el herrero más famoso de todos, el gigante lo mandó entonces a aprender con dos enanos que no sólo dominaban el arte de la forja, sino que también eran maestros en orfebrería y platería. El joven aprendía deprisa y los enanos no querían dejarlo marchar, así que le prometieron al gigante devolverle todo su oro si dejaba que el muchacho se quedara junto a ellos un año más. Sin embargo, si no llegaba a buscar a su hijo el día exacto que habían convenido, los enanos tendrían derecho a matar al muchacho. El gigante escondió una espada y ordenó a su hijo que la fuera a buscar y matara a los enanos si veía que él no llegaba a tiempo. Wieland se quedó viviendo con los hombrecillos. Era leal y muy trabajador, pero ellos le envidiaban su destreza y, por eso, se alegraban de tenerlo a su merced. Demasiado pronto emprendió camino el gigante para reclamar la vuelta de su hijo y, por ello, se encontró con que la montaña todavía era infranqueable cuando llegó ante ella. Se echó a dormir en la hierba, y una enorme roca cayó por la ladera y acabó con su vida.
William inspiró hondo, espantado.
—Cuando Wieland encontró muerto a su padre el día convenido, fue por la espada y acabó con los enanos. Después emprendió camino y fue a ver al rey Nidung, que lo aceptó en su corte. Su tarea no era más que la de ocuparse de tres cuchillos de la mesa del rey, pero un día, mientras los estaba lavando, ¡uno de ellos se le cayó al mar y desapareció para siempre jamás! Amilias, el único herrero de la corte del rey, no estaba en su taller, de manera que Wieland se dispuso a trabajar en el yunque y él mismo fabricó un cuchillo con una semejanza perfecta al que se había perdido.
—¡Había aprendido a hacerla de Mimir y de los enanos! —exclamó William, y aplaudió con entusiasmo.
Isaac no se dejó distraer y continuó con su relato:
—En la comida, cuando el rey quiso partir el pan con el cuchillo, hendió también la hoja en la madera de la mesa, de tan afilado que estaba. Nidung jamás había poseído un cuchillo semejante y no creyó que lo hubiese forjado Amilias. Así pues, amenazó a Wieland hasta hacerle confesar que lo había fabricado él mismo. Amilias, empero, sintió celos y le propuso al rey una apuesta. Wieland forjaría una espada y él, un yelmo y una armadura. El que venciera a su oponente le cortaría la cabeza al perdedor. El rey estuvo de acuerdo e hizo construir una segunda herrería en la que Wieland pudiera forjar su espada. Tras siete días, Wieland ya había forjado una hoja bien afilada, pero cogió una lima, redujo la espada a finas virutas, las mezcló con harina de trigo y dio de comer la mezcla a los gansos. Más adelante, fundió los excrementos de los animales, separó así el hierro de las inmundicias y forjó con él una segunda espada, más pequeña. Comprobó el filo y volvió a reducirla a limaduras. La tercera espada confeccionada de este modo resultó la mejor. Wieland la llamó Mimung.. En secreto fabricó otra espada más, cuyo aspecto era casi igual que el de Mimung. El día en que había de decidirse la apuesta, Amilias llegó al mercado ataviado con su pulidísima armadura y fue admirado por todos. Se sentó en una silla y aguardó. Wieland empuñó su espada y posó el filo sobre la cabeza de Amilias. Estaba tan afilado que atravesó el yelmo como si fuera de sebo. Amilias no se dio cuenta y animó a Wieland a que cogiera impulso y le descargara un golpe con todas sus fuerzas. Este, sin embargo, simplemente presionó la espada un poco más, hasta que le atravesó el yelmo, la cabeza y la cota de malla hasta la hebilla del cinturón. Al intentar levantarse, Amilias cayó en dos pedazos y murió. Nidung quiso hacerse con la espada en aquel mismo instante, pero Wieland le rogó un momento de paciencia, pues quería ir a buscar la vaina y el cinto. Al llegar a la herrería, escondió a Mimung bajo la fragua, tomó la segunda espada y se la llevó al rey. Desde aquel día, Wieland fabricó armas y joyas para el rey y alcanzó grandes honores.
William se puso en pie de un salto.
—¡Esta historia no me gusta! ¡No la entiendo! —exclamó—. Madre me había dicho que Wieland no podía caminar, pero seguro que no es verdad.
—Espera un momento, hijo. —Isaac rio e indicó al chiquillo que volviera a sentarse—. La historia de Wieland no ha terminado aún, pero la acortaré un poco. Puesto que Wieland había engañado al soberano, huyó y se ocultó en los bosques. Sin embargo, cuando llegó a oídos del rey Nidung que Wieland estaba solo en una herrería del bosque y que poseía mucho oro, partió cabalgando con sus hombres hasta allí y le robó al herrero el oro y la espada Mimung. Nidung se llevó cautivo a Wieland y lo envió a una isla en la que mandó construirle una herrería. El forjador quería vengarse de la deshonra que le había infligido Nidung y preparó en secreto una comida con un bebedizo de amor para la hija del rey. Con todo, su artimaña fue descubierta y el rey volvió a castigarlo.
A Isaac le raspaba la garganta de tanto hablar; sacó un odre, dio un gran trago y después se lo alargó al niño. William negó con la cabeza.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó con impaciencia.
—El rey hizo cortar los tendones de los tobillos y las rodillas de Wieland y lo envió de vuelta a su herrería. —La voz de Isaac parecía emocionada al proseguir—: Durante largo tiempo estuvo tumbado, padeciendo fuertes dolores hasta que sus heridas sanaron, pero ya nunca más pudo andar. —Suspiró brevemente—. Un día Nidung fue a verlo. Le llevaba dos muletas y le prometió grandes riquezas si volvía a forjar para él. Wieland fingió alegrarse, pero en cuanto el rey se hubo marchado, juró venganza. William apenas se atrevía a respirar.
—¿Crees que logró su venganza? —preguntó en voz baja. Isaac parpadeó mirando al sol, que ya estaba bajo.
—Es más, lo sé. Si quieres, mañana te explicaré cómo lo logró, pero ahora será mejor que volvamos a casa. Si no, tu madre nos arrancará la cabeza.
Le sonrió al niño y le acarició el pelo otra vez.
—Tú has tenido suerte —dijo William de pronto.
—¿Qué quieres decir? —Isaac puso ceño.
—A ti te queda una mano sana, y casi todo el brazo.
—¿A eso lo llamas suerte? ¡Preferiría renunciar a los tendones de las dos piernas antes que a una mano! —gruñó Isaac. William no le prestó atención.
—Wieland es un héroe. No se rindió, volvió a forjar. No podía evitar seguir haciendo lo que mejor sabía hacer, o jamás habría sido feliz. Seguro que con una mano también lo habría hecho.
Los ojos de William relucían. De haber intuido lo mucho que le dolerían esas palabras a Isaac, jamás habrían salido de sus labios, pues quería como a un padre a ese hombre de aspecto triste, y no había nada que deseara más que verlo feliz.
—¡Isaac me ha contado la historia de Wieland! —exclamó William con entusiasmo, sentado a la mesa.
Dio un bocado a su pan y se puso a masticarlo.
—¿Qué pasa, no tienes hambre? —Rose frunció la frente.
—¡Cí, pero ce me mueve un diente! —ceceó el niño.
Rose le asió la barbilla, le alzó la cabeza y sonrió.
—¡A ver!
—Mira.
William empujó los incisivos inferiores hacia delante con la lengua, hasta que le salió un poco de sangre.
—Bueno, pues pronto se te caerá —confirmó Rose, riendo.
—¡Yo ya tengo muchos nuevos! —terció entonces Marie, que abrió la boca y se metió dentro el dedo índice—. ¿Los ves?
Isaac acarició la mejilla de su hija con un tierno gesto.
—La historia de Wieland, qué bien. —Ellen sonrió—. Casi todos los niños de Inglaterra la conocen. Seguro que por eso la gente respeta tanto a los herreros, pues creen que, cuando templamos por la noche, obran fuerzas oscuras. Creen que enanos y elfos nos dan poder sobre el hierro. Algunas curanderas afirman incluso que el agua de nuestras tinas de temple tiene poderes curativos. —Ellen se encogió de hombros—. Me encantaba cuando Donovan nos explicaba esas historias en las largas tardes de invierno. Cuando hacía frío, nos sentábamos todos alrededor del fuego. ¡Donovan siempre adornaba las historias con más detalles y las explicaba con mucha pasión! En aquel entonces, en Tancarville, deseé llegar a forjar igual que Wieland, y más de una vez soñé que era aprendiz de un enano. Se lo conté a Donovan, y él fingió enfadarse. «Es verdad que soy bajito, pero no soy ningún enano», dijo, y se rio de mí, pues casi se me traga la tierra de vergüenza.
Las mejillas de Ellenweore se habían sonrojado. Sus rizos rebeldes asomaban por debajo del pañuelo que llevaba a la cabeza y danzaban sobre su rostro cuando reía.
Isaac sintió que se le encogía el estómago al ver esos ojos verdes reluciendo al calor del fuego. Le costaba respirar. Se levantó de la mesa tirando al suelo una silla, la recogió enseguida y, sin decir una palabra, se retiró.
Jean miró a Ellen con expresión interrogante.
—La historia de Wieland habrá hurgado en viejas heridas.
Aunque su reacción le hubiese parecido innecesariamente impetuosa, sentía lástima de Isaac.
Esa noche, cuando Ellen se tumbó en la cama junto a su marido, este parecía estar ya dormido. Tenía los ojos cerrados y respiraba a un ritmo regular. Lo contempló con curiosidad un instante más. Su rostro parecía relajado. De súbito parpadeó. Ellen enseguida miró a otra parte. Tenía el corazón desbocado, como si la hubieran sorprendido haciendo algo prohibido.
Al día siguiente William esperó a su padrastro en el patio, y aún no había salido Isaac por la puerta cuando el chiquillo se abalanzó corriendo hacia él.
—¡Tío Isaac! ¿Me explicas ahora el final de la historia?
El herrero no pudo resistirse a la implorante mirada del pequeño.
—Lo prometido es deuda, así que vamos, caminaremos un rato.
William miró a Isaac, asintió y puso su manita pegajosa en la garra seca del herrero. El brazo izquierdo de Isaac se estremeció; a menudo lo torturaba la sensación de que la mano y los dedos ausentes seguían allí. Se frotó el muñón en el sayo para hacer desaparecer el hormigueo. Llegados a la colina, se sentaron en la hierba.
—¿Conque quieres saber cómo se vengó Wieland de Nidung?
William asintió con brío.
—Como recordarás, Wieland volvía a trabajar de herrero para el rey.
El niño miraba a su tío con ojos refulgentes.
—Yo no habría vuelto a trabajar para él. ¡El rey había mandado que le cortaran los tendones! —se indignó el chiquillo. Isaac le alborotó el pelo, riendo, antes de proseguir—: Bueno, pues resulta que un día los dos hijos menores de Nidung fueron a la herrería a ver a Wieland y le pidieron que les forjara unas flechas, pero le dijeron que su padre no debía enterarse de nada. Wieland les dijo que regresaran un día en que hubiera vuelto a nevar, pero tenían que acercarse a la herrería caminando hacia atrás, sólo así les forjaría las flechas. Al día siguiente ya había nevado y los dos jóvenes hicieron lo que les había dicho el herrero. —Isaac miró a William a los ojos—. Wieland estaba obsesionado con su venganza, así que tomó su martillo y mató a los hijos del rey.
—¡Pero si ellos no tenían nada que ver! —exclamó William, indignado.
—Es cierto, hijo mío, pero el que se deja llevar por la venganza, rara vez obra con justicia. —Isaac cogió al niño en brazos—. ¿Quieres que siga explicando?
William se tragó las lágrimas y asintió con la cabeza.
—Wieland escondió los cadáveres y, cuando los hombres del rey llegaron a la herrería buscando a los muchachos, afirmó que les había forjado unas flechas. Las huellas de la nieve, que se alejaban de la herrería, parecían confirmar su relato, de modo que los hombres de Nidung buscaron a los jóvenes en el bosque cercano. La búsqueda se dio por concluida muchos días después, y entonces Wieland sacó los cadáveres de su escondite y confeccionó con las calaveras de ambos unas copas recubiertas de plata y de oro. Con sus huesos hizo puños de cuchillo y candelabros para la mesa del rey. Sin embargo, el herrero seguía sediento de venganza. Con un anillo mágico consiguió que Badhild, la hija del rey, se desposara en secreto con él. Poco después, cuando uno de los hermanos de Wieland y el mejor de todos los arqueros llegó al reino de Nidung, al fin pudo completar su venganza. Con plumas de águila se fabricó unas alas, se las puso y voló con ellas hasta el castillo de Nidung. Le explicó al rey que había sido él quien había matado a sus hijos y que Badhild esperaba un hijo suyo, alzó el vuelo y se alejó por los aires. Entonces Nidung ordenó al arquero que matara a su propio hermano.
—¡Ahora también Wieland recibirá su castigo! —exclamó William triunfante, pero Isaac sacudió la cabeza.
—Wieland era muy listo y le había dicho a su hermano que le disparara bajo el brazo derecho, donde llevaba una vejiga llena de sangre. Aunque Nidung, a causa de la gran cantidad de sangre, creyó que el herrero había muerto, él mismo murió de pena poco después. Su hijo mayor resultó un rey justo y piadoso, y, cuando Badhild dio a luz un varón, Wieland le pidió la paz al joven rey. Wieland y Badhild se casaron y vivieron felices en el hogar de él hasta el fin de los días.
Una vez terminada la historia, Isaac guardó silencio un buen rato.
William empezó a lanzar piedras. Primero con vacilación, pero cada vez con más rabia.
—¡No me gusta! —gruñó.
—¿El qué? —preguntó Isaac, asombrado.
—¡Wieland! ¡No es ningún héroe! Es un tramposo y no es mejor que Nidung.
—¡Pero si Nidung le engañó y lo convirtió en un tullido! —Isaac miraba al pequeño con sorpresa.
—Wieland es un cobardica. Los hijos del rey no le habían hecho nada, ¡y tampoco las pobres águilas que tuvieron que darle sus plumas! —William gritaba, indignado—. ¿Acaso me matarías tú porque madre dejara que el cirujano barbero te amputar a el brazo? —preguntó con tristeza.
Isaac pensó en su riña con Ellen y no supo qué decir. Se limitó a zarandear la cabeza en silencio.
—¡Nunca seré como Wieland y tampoco seré herrero! —vociferó el niño.
—¡Anda, William! —Isaac lo cogió en brazos—. Todavía eres demasiado pequeño para ser tan tozudo. Claro que serás herrero. En nuestra familia todos los hombres han sido herreros: tu abuelo, mi padre y todos nuestros antepasados. —Le sonrió para infundirle valor.
—¿Y qué era mi padre? —Al pequeño le caían lágrimas de los ojos.
Saltó del regazo de su tío y corrió colina abajo.
—¡Espera, Will, espérame! —Isaac también se había puesto en pie y se apresuraba para alcanzar al chiquillo—. Te das mucha prisa con ese pie tullido —dijo con elogio, jadeando, cuando al fin lo atrapó poco antes de llegar a la herrería.
William se sonrojó de alegría ante el halago de Isaac y olvidó su enfado.
—¿Volveremos a ir juntos al bosque mañana? —preguntó Isaac con una sonrisa.
El pequeño asintió y se alejó con alegría.
—Podría volver a tallar si se me ocurriera una forma de sujetar la madera —murmuró Isaac al día siguiente, mientras estaban en la pradera que había junto al bosque.
Se quitó los zapatos e intentó utilizar los pies. William lo imitaba con entusiasmo, y pronto comprobaron que no era tan difícil.
Isaac empezó a practicar todos los días como un poseído, hasta que consiguió sostener el pedazo de madera con suficiente fuerza para trabajarlo cuidadosamente con la mano derecha. Estaba maravillado al ver el empeño con que practicaba William también.
—¿Por qué lo haces? Tú tienes dos manos sanas —le preguntó un día, pues no lograba entenderlo.
—Cuando empezaste, me pareció divertido —dijo el niño, sonriendo—, pero así también se pone fuerte mi pie. Desde que practico contigo, puedo caminar más rato sin que me haga daño.
Siempre que estaba con William, Isaac sentía una grata calidez que hacía mucho que añoraba.
—¡Entonces ya va siendo hora de que me ponga a tallar para hacerte pronto unos zapatos de madera nuevos!
Isaac se colocó un trozo de madera entre los dedos de ambos pies y lo sostuvo hábilmente.
Empezó tallando una vaca. Con el paso del tiempo llegaron también una muñeca para Marie y un perrito para Agnes, y, más adelante, otras dos vacas, un gorrino, un burro y un caballo, además de un labriego, un gato y una cuna con un bebé en su interior.
Los ojos de sus hijas relucieron cuando les regaló las primeras figuritas. Cada día lo asediaban con impaciencia, a la espera de las siguientes.
Con cada nueva talla, Isaac ganaba destreza y, como todos pudieron notar, también una nueva alegría.