Poco después, Ellen y Arthur acordaban una renta justa por la casa y la herrería. Después de cargar sus efectos personales en una pequeña carreta, los cuatro dejaron Orford atrás. Todos ellos experimentaron cierta melancolía al separarse de aquel lugar que durante una temporada había sido su hogar. Sólo William estaba exultante y entusiasmado con el viaje.
En Sto Edmundsbury los recibieron con ánimo oscuro: Eve los saludó con cortesía, aunque parecía nerviosa; Marie y Agnes se quedaron allí de pie, mirando a Ellen, a Rose, otra vez a Ellen; Isaac ni siquiera salió al patio.
El único que parecía alegrarse del regreso de Ellen era Peter. Sin embargo, al enterarse de que Jean trabajaría con ellos en la herrería a partir de entonces, abrió los ojos con sobresalto.
—¿Y dónde está el tío Isaac? —William no se estaba quieto; no reparó en sus dos primitas.
—Seguro que está en la alcoba, descansando —contestó Ellen, molesta.
No podía soportar por más tiempo la adoración que le había tenido su hijo a Isaac desde el primer día.
—¡No es verdad! —refunfuñó Isaac, saliendo de detrás de la casa.
Jean se quedó sin habla al ver lo desmejorado que estaba el herrero. Sencillamente no podía imaginarlo de una forma diferente a como había sido hasta entonces: incansable y vital. Al ver el muñón, comprendió lo desdichado que debía de sentirse. Isaac contempló a los recién llegados, uno tras otro.
—¿Habéis pensado instalaros todos aquí?
Antes de poder recibir una respuesta, el pequeño William echó a correr hacia él.
—Tío Isaac, ¿me llevas a hombros?
Jean agarró al niño por el jubón y lo frenó.
—¡Ya estás demasiado mayor para esas tonterías! —exclamó, para que Isaac no tuviera que decir nada.
Este ni siquiera se esforzó por sonreírle un momento al pequeño; le dirigió una mirada despectiva a Rose y a su barriga y desapareció de nuevo en la casa, arrastrando los pies.
William miró a Jean sin entender qué sucedía.
—El tío Isaac no se encuentra bien, pero se le pasará —lo consoló Jean—. ¿Qué te parece si vamos al taller con Peter?
William se encogió de hombros…
—¡Ea, vayamos! —Jean lo llevó de los hombros hacia la herrería.
Eve y Rose entraron en la casa.
—¿Qué os parece si hacemos un pastel juntas? —les propuso Rose a las niñas, y les acarició la cabeza.
Ambas asintieron de buena gana, pero se volvieron con cautela en dirección a Eve mientras Rose las arremangaba.
—¡No nos queda mucha harina! —comentó la muchacha con acritud.
—Vayamos a verlo. —Rose echó un vistazo a las sacas de harina—. ¡Pero si con eso basta al menos para una semana!
—Pero es que tiene que alcanzarnos hasta fin de mes —replicó Eve con reproche.
—Ahora somos unas cuantas bocas más que alimentar; de todas formas se agotará antes de lo que pensaba. Si la harina se acaba, tendremos que comprar más. A fin de cuentas, Ellen y los hombres trabajan duro para que siempre tengamos qué comer.
—Y, luego, en invierno, pasaremos hambre —siseó Eve—. Pero por favor, por mí no lo hagáis.
—Bien, entonces podemos empezar. Marie, ve por dos huevos, pero ten cuidado de que no se te caigan.
Marie cogió los dos huevos con orgullo y los dejó cuidadosamente en la mesa.
—¡En el cesto quedan catorce más, y mañana seguro que habrá otros siete u ocho! —dijo—. ¡Ya sé contar!
Rose sonrió a la pequeña.
—Bueno, en tal caso, ya sé lo que haremos esta noche con el resto de los huevos.
Rose cogió un cuenco para mezclar bien la masa.
—¡Un pastel! ¡Ni que fuera fiesta! —refunfuñó Eve.
Rose decidió no contestar a sus palabras. Si al cabo de unos días Eve seguía sin acostumbrarse a que ella llevara la voz cantante, tendría que hablarle muy en serio. Sin embargo, antes quería darle un tiempo.
—¡Mmm! Echaba de menos tus pasteles y tus tartaletas. Los huevos revueltos con tocino de hoy estaban deliciosos. ¡Hacía mucho tiempo que no comía tan bien! —Ellen se relamió con fruición.
Jean miró a Rose con orgullo.
—¡Mejor que no te oiga Eve! —dijo esta, sonriendo.
Durante la ausencia de Ellen, Eve y Peter habían dormido en la herrería. Ese día se habían ido a su casa después de trabajar. Ellen se había sentado a un extremo de la mesa; el lugar del otro extremo, dónde habría tenido que sentarse Isaac como cabeza de familia, estaba libre. Antes de marcharse, Eve le había llevado una escudilla con la cena. Aunque hacía tiempo que estaba recuperado, se negaba a comer junto con los demás. A un lado de la mesa estaba sentada Rose con las niñas, y en el otro banco, frente a ellas, Jean y William.
«Cuando los gemelos sean mayores necesitaremos una mesa más grande», pensó Rose, y sonrió con alegría, si bien prefirió no compartir su pensamiento. Traía mala suerte mencionar mucho a los niños y hacer planes antes de que hubieran llegado al mundo. A fin de cuentas, lo que fuera a ser de ellos no estaba en manos de nadie más que del Señor. Si se hablaba mucho de ellos, el Señor podía tomárselo a mal y castigarlo haciendo que nacieran muertos, o tullidos. ¿Acaso habría castigado a Ellen torciendo hacia dentro el pie de su hijo? Y en tal caso, ¿por qué? ¿Por no haber estado casada con Guillaume? Rose contuvo el aliento, espantada ante esa idea.
—Rose, ¿no estás escuchando? —Jean le dio un golpecito—. Ellen quiere saber qué tal ha llevado Eve la casa.
—Ay, perdonad, estaba distraída. —Se ruborizó—. Lo ha conservado todo muy bien, pero me temo que no está precisamente contenta con mi llegada. Hay que comprender que durante todo este tiempo ha hecho lo que ella ha considerado correcto y ahora, de repente, llego yo y le digo lo que tiene que hacer. Pero se acostumbrará… ¡De ser por ella, hoy no habrías tenido pastel! —Rose le sonrió a Ellen—. Pero yo quería que supieras enseguida que este es tu hogar.
—Gracias, Rose. De ser otras las circunstancias, me sentiría muy a gusto aquí. —Ellen miró fijamente los cortinajes que separaban la alcoba de Isaac de la cámara principal. Si la había oído y la había comprendido, a ella no le importaba.
William reparó en la mirada furiosa que su madre dirigía a la habitación de su tío, y miró su escudilla con tristeza.
—¡Come, William! —exclamó Jean—. ¿Quieres hacerte grande y fuerte o no?
—No tendrás pastel hasta que te lo hayas terminado todo, ¡no lo olvides! —añadió Rose, y le sonrió de buen ánimo.
—¿Por qué no dejáis que el tío Isaac coma con nosotros? —preguntó William, y se metió despacio en la boca una cucharada de huevos con un trozo de tocino.
—¿Qué disparates estás diciendo? —le dijo Ellen a su hijo—. Claro que lo dejamos comer con nosotros, pero es que él no quiere.
Con la cabeza obstinadamente gacha, William masticó los huevos pasándoselos de un lado a otro hasta que el bocado empezó a hacerse más grande en lugar de más pequeño.
—No tengo más hambre —dijo con una vocecilla apenas audible.
Ellen, y no por primera vez, se dio cuenta de lo mucho que se parecía el pequeño a su padre, y tragó saliva. Últimamente había estado pensando mucho en Guillaume. Añoraba su impetuosidad, su fuerza, su confianza indestructible en sí mismo.
Él jamás se habría rendido como Isaac. Ellen contuvo el aliento unos instantes sin querer. Al pensar en la boda que tenía por delante se sentía desfallecer. Lo cierto es que aún quedaba tiempo hasta que pasara el año de luto, pero el día llegaría a buen seguro antes de lo que ella hubiera deseado.
—Mañana iré a ver al abad y le preguntaré por las armas para las nuevas tropas —informó Ellen de súbito. «El trabajo es la mejor manera de conjurar los pensamientos turbios», pensó, y dio un buen sorbo de mosto de manzana. Ya estaba algo pasado y picaba en la lengua—. ¡Sabe a sidra! —murmuró con cierta nostalgia.
Al día siguiente por la tarde Ellen regresó algo inquieta de la abadía.
—No has conseguido ningún encargo, ¿verdad? —preguntó Jean, enarcando las cejas.
—¡Pues sí! —repuso Ellen con sequedad, sin mostrar por ello ninguna alegría—. Tenemos que ponernos otra vez con la confección de lanzas sencillas. Conrad, el mayordombre del gremio, es un arrogante. También él ha ido a ver al abad y ha hablado explícitamente en nuestra contra, pues, tal como lo ha expresado él, en nuestra herrería no trabaja ningún maestro. —Casi se quedó sin voz al hablar.
—Pero Isaac… ¿Es que no has…?
—Por supuesto que he mencionado a Isaac, pero Conrad ya está al tanto de su desgracia y sabe que no puede forjar. Sólo dejan que siga llevando la herrería porque tiene buena fama y buenos amigos entre los del gremio. ¡Esta bobada del gremio me está sacando de quicio! Si en Orford hubiese existido algo así, sólo habríamos podido arrendársela a Arthur con su consentimiento, ¿puedes imaginártelo? —Ellen no paraba de caminar de un lado para otro.
—Pero si Isaac cuenta con la aprobación del gremio, ¿cómo es que Conrad le ha dicho al abad que aquí no hay maestro? —Jean sacudía la cabeza con perplejidad.
Ellen se encogió de hombros.
—¡Siempre es lo mismo! —se lamentó ella—. Isaac no puede forjar y yo soy una mujer. Así de sencillo. Conrad conoce mi trabajo y sabe tan bien como tú y como yo que hace tiempo que deberían considerarme maestra.
—¿Cómo has conseguido, entonces, esos encargos?
—El abad se ha interesado por cómo habían ido los trabajos que habíamos hecho durante los últimos meses. Los monjes estaban muy satisfechos y han alabado nuestra competencia. El abad ha hecho salir a Conrad. «Si en vuestra herrería no trabaja ningún maestro, no podéis exigir los mismos precios que los miembros del gremio. No obstante, si pudierais trabajar para nosotros en condiciones más propicias, estaría dispuesto a confiaros al menos el encargo de unas doscientas lanzas», ha dicho el abad. «¡Pero si hacemos eso, el gremio acabará por echamos de aquí!», he respondido yo. El abad me ha mirado con sus ojos de lince. «Dejad que sea yo quien se ocupe de eso. Tengo muchos encargos que adjudicar y debo ahorrar todo lo que pueda. ¡El gremio tendrá que conformarse!». Y dicho eso, se ha despedido de mí. Tenemos que entregar las lanzas antes de los festejos de la Natividad.
—¡Pero Ellen, son unas noticias fantásticas! —Jean le dio unas palmadas en el hombro.
—Sí, si no tenemos en cuenta que me ha rebajado el precio cuanto ha podido y que el gremio nos guardará rencor por los días de los días. —Suspiró—. Con el encargo de una sola espada habríamos tenido menos trabajo, más ganancias, y habríamos cosechado mejor fama.
El primer centenar de lanzas estuvo listo al cabo de tres semanas.
Los monjes, naturalmente, se quedaron mudos de asombro cuando los tres se presentaron ante ellos para entregar la primera mitad del encargo y recoger un segundo pago.
Por la noche se deleitaron con el estofado de habas que les preparó Rose.
—¡Habéis trabajado bien de verdad! —le dijo Ellen a Jean, que volvía a ser su mano derecha.
Al principio, a Peter no le había resultado fácil volver a ser el último de la jerarquía, pero no había tardado en conformarse con la idea y sacar el máximo provecho de ello.
—Antes de que llegue el invierno tendríamos que construir otra estancia, ¿qué os parece? —preguntó Ellen dirigiéndose a Jean y a Rose. Partió un trozo de pan y lo mojó en la sopa antes de metérselo a la boca—. ¡No podéis dormir siempre en la herrería! —dijo mientras masticaba.
A Rose se le iluminó el rostro.
—Si Peter me echara una mano, a buen seguro tardaríamos poco —comentó Jean con entusiasmo—. Aunque tenemos que conseguir madera y barro, además de recoger suficiente paja en alguna granja.
—¡Si queréis una ventana, tendrías que hacer también postigos de madera! —dijo Ellen, y se alegró al ver las caras de regocijo de ambos—. Entonces, ¿te encargarás tú de todo?
Jean asintió. Las mejillas le ardían de entusiasmo.
Ellen fue por el saquito de cuero que había recibido esa mañana de manos del abad y le puso a Jean unas cuantas monedas de plata en la mano.
—Toma. Si necesitas más, dímelo.
—¡Muchas gracias, Ellen! —Rose la cogió de la mano y se la estrechó.
Esa noche, Rose y Jean estaban acurrucados sobre su saca de paja de la herrería, imaginando el futuro.
—¿No podrías hacemos una cama de verdad? Con una base de estera tejida y colgaduras, como las de la gente fina. ¡Me encantaría tener una!
Jean asintió y dibujó algo en el hollado suelo de barro.
—Esta es la pared de la casa de Isaac, y aquí es donde construiremos. Si colocamos la cama ahí, en la alcoba, las paredes la protegerán por tres lados del embate del viento. Y, si quieres, también le pondremos colgaduras. ¿Qué te parece?
—¡Me parece maravilloso, Jean! —Rose no cabía en sí de gozo—. ¿Qué te parecería hacerles una cama también a Ellen y a Isaac para su boda, el año que viene? Son los señores de la casa. Ya que han de casarse aunque no se aman, al menos deberían dormir como reyes, ¿no crees?
Jean se echó a reír y le hizo una carantoña en la nariz.
—Llevas razón, como siempre. Es buena idea. Ya hace tiempo que pienso en cómo darle alguna alegría a Ellen. Compraré sin demora algo más de madera; así me harán mejor precio y también nos aseguraremos de que la madera para la cama de Ellen esté bien seca. Tengo otra idea… ¿Rose?
Jean miró a su mujer, que se había quedado dormida sobre el brazo de él. Su tórax se alzaba y descendía a un ritmo regular. Contempló su barriga. Él, personalmente, no creía que allí pudiera haber dos niños. ¿Cómo iban a caber en aquel cuerpecillo tan frágil? Rose le había pedido alguna que otra vez que le pusiera la mano sobre la tripa cuando el niño daba patadas. No obstante, se detenía en cuanto la tocaba.
«Como un animal que se hace el muerto ante cualquier peligro», pensaba él, sonriendo. ¡De pronto la barriga se movió! Jean puso la mano con ternura y esta vez… ¡siguió moviéndose!
«Voy a ser padre», pensó con felicidad y orgullo; luego posó un beso en la mejilla de Rose y concilió el sueño con alegría.
Jean terminó de construir antes del final del verano, y así pudo ofrecer a su pequeña familia un techo bajo el que dormir. La cámara tenía una imponente puerta de madera de roble por la que se entraba desde el patio. Puesto que el sol estaba alto en esa estación, inundaba el interior durante todo el día por los postigos abiertos y lo bañaba todo en una luz muy hermosa. Lo más bello de todo, sin embargo, o al menos eso le parecía a Rose, era la cama de la alcoba con sus colgaduras.
En un rincón, junto a la pequeña chimenea, había una gran cuna. Jean había aprovechado las tibias noches de verano para fabricarla y la había hecho lo suficientemente ancha por si, al final, de verdad llegaban gemelos.
Puesto que Ellen y sus ayudantes habían terminado el encargo de las lanzas mucho antes de la fecha acordada, el abad les dio orden de fabricar algunas espadas sencillas de soldado. También esta vez Ellen tuvo que hacer concesiones en el precio, aunque obtuvo la promesa de que el gremio nada sabría de ello. Con las espadas se ganaba mucho más que con las lanzas. No eran comparables con Athanor, puesto que todas eran en su mayor parte iguales y de factura muy costosa, pero resultaron una oportunidad ideal para que Jean practicara la forja y el temple de espadas. Esas armas sencillas estaban hechas de una sola clase de hierro y no había que batido tantas veces. Pese a todo, fueron templadas con tanta pericia como cualquier otra arma de las que confeccionaba Ellen. Las espadas no ostentaban ninguna clase de ornamento y el puño tan sólo estaba recubierto por unas bandas de lino. Tampoco les habían encargado vainas: esas espadas de soldado se entregaban todas por grueso en una sencilla caja de madera. Para que en el futuro Ellen y Jean pudieran forjar a la vez, esta decidió ampliar la herrería con una segunda fragua y dos yunques nuevos.
—¿Tres yunques? ¿No es demasiado? —preguntó Peter con perplejidad.
—No, si tú pasas a ser primer oficial-repuso Ellen con una sonrisa pícara. —Aunque a lo mejor prefieres probar suerte en alguna otra…
—¡No, no! ¡No soy imbécil! —espetó Peter, y se sonrojó—. Perdón, quiero decir que…
—¡No pasa nada! —Ellen le sonrió—. Espero que pronto recibamos más encargos de los monjes. Además, dentro de poco intentaré encontrar algo entre la nobleza de los alrededores. ¡Quién sabe si no tendremos que buscarnos incluso un aprendiz!
Isaac no se enteró de nada de todo aquello. No se ocupaba ni de la herrería ni de la casa, apenas hablaba con nadie y pasaba la mayor parte del tiempo retirado en su alcoba, absorto en sus pensamientos. Ni siquiera los niños le hacían ya el menor caso.