Orford, Mayo de 1177

Era uno de esos espléndidos días de primavera de cielos azules y tenue brisa cuando Ellen llegó a Orford. Una nostalgia maravillosamente asfixiante y alegre la invadió al verse de nuevo en casa. Nada había cambiado. Las gallinas picoteaban en el suelo buscando gusanos y grano, en el huerto no crecía ni una mala hierba y el patio estaba cuidadosamente limpio. Rose parecía tenerlo todo bajo control, como siempre.

Ellen se dirigió a la herrería, y, aunque sabía que era imposible, por un momento esperó encontrar a Osmond allí dentro. Abrió la puerta, asomó la cabeza en el taller y pestañeó para poder distinguir las formas.

—¡Ha vuelto! —exclamó William loco de alegría, y corrió hacia su madre con cierta timidez.

—¿Cómo estás? —le preguntó Ellen a su hijo con una sonrisa mientras le acariciaba los carrillos. William apretó la carita contra su mano, como un gatito. Ellen suspiró. Las últimas semanas habían sido demasiado duras y la habían dejado al límite de sus fuerzas. Aun así, tenía que ser fuerte y disponer lo que hubiera que disponer antes de casarse con el detestable Isaac. Se esforzó por mantener la compostura y tensó los hombros—. ¡Jean, tengo que hablar contigo!

Le hizo un gesto para que se acercara, abrazó a William una vez más antes de dejarlo en el suelo y después saludó a Arthur brevemente con una cabezada.

Jean dejó el martillo con buen ánimo y fue hacia ella.

—¡Bienvenida a casa, Ellenweore!

Ellen le sostuvo la puerta abierta y ambos salieron. Habían pasado casi seis años desde su primer encuentro y Jean se había convertido en un hombre muy capaz. Casi le sacaba un palmo a Ellen. Su espalda y sus hombros eran anchos y fuertes.

—¿Cómo están Mildred e Isaac? ¿Qué hacen las niñas? —se interesó él, cariñoso.

La expresión de Ellen no denotaba que algo fuera mal.

—El niño vino muerto al mundo, pero eso no es lo peor. Hubo que amputarle la mano a Isaac hasta casi la mitad del antebrazo.

—¡Por todos los Santos, es horrible! —Jean la miró con espanto.

—Mildred no se recuperó del parto. Murió el mes pasado. —Los ojos de Ellen se llenaron de lágrimas mientras murmuraba—: Nos hizo jurar a Isaac y a mí que nos desposaríamos.

—¿Que qué? —Jean la miró con estupor.

—Sí, sí, has oído bien. Isaac ya no puede trabajar de herrero, por su mano. Tengo que sacar el taller adelante. Mildred pensaba en las niñas.

—¿Y eso en qué lugar nos deja a nosotros?

—De eso precisamente quería hablar contigo.

—¡Ellenweore! —Rose atravesó el patio a todo correr, haciendo gestos de alegría—. William me ha dicho que has vuelto. ¡Cómo me alegro de tenerte de nuevo en casa!

—¿Todavía no has hablado con Rose?

Jean parecía sorprendido, pero ya la conocía suficiente para saber hacia dónde habría encaminado sus pasos en primer lugar: hacia la casa seguro que no.

Ellen negó con la cabeza. Vio entonces el vientre hinchado de Rose y tragó saliva.

—¿Todavía no se lo has dicho? —Al interpretar la mirada de Ellen, Rose miró a Jean con reproche.

—Estás… encinta —dijo Ellen con voz apagada.

Rose asintió. De repente se sintió avergonzada, aunque también se alegraba muchísimo de poder ser madre al fin.

—¿Quién? ¿Quién te ha hecho esto? —Ellen se encendió—. ¿No podrías haber cuidado un poco mejor de ella? —increpó a Jean, volviéndose hacia él. Pero al reparar en su mirada inocente y enamorada, empezó a comprender—. ¿Vosotros dos? ¿Os habéis…? —Le faltaba el aire; giró sobre sus talones y cruzó el patio a grandes pasos, hasta llegar al río.

—Deja, ya voy yo. —Rose agarró a Jean del brazo, pues quería ser ella quien siguiera a Ellen.

El joven, con tristeza, bajó los hombros y asintió.

—¡Deberíamos habérselo dicho antes!

—Lo sé.

Rose se remangó la falda y siguió a Ellen por el escarpado sendero que bajaba hasta el arroyo. Se tropezó con una piedra puntiaguda y resbaló un poco cuesta abajo, pero consiguió recuperar el equilibrio en el último momento, antes de caerse. Llegó a la orilla completamente sin aliento.

Ellen estaba sentada en una gran piedra. Lanzó un guijarro al agua.

Rose se sentó a su lado.

—¡Lo quiero, Ellen! —dijo al cabo de un rato, mirando al agua—. No he tenido mucha suerte en la vida. —Respiró hondo—. ¡Salvo con Jean!

—¡Tiene veinte años a lo sumo!

—Soy unos años mayor que él, ¿y qué? —Rose siguió hablando con serenidad—. Quisiera tu bendición.

—¿Mi bendición? —Ellen se echó a reír—. ¿Acaso me habéis preguntado antes de echaras uno en brazos del otro? Además, ¿por qué? No soy ni el padre ni el tutor ni el maestro de ninguno de los dos. —Sonó como si también la propia Ellen acabara de darse cuenta de eso.

—¡Pero eres mi amiga!

—Una amiga a la que nunca has tenido la menor confianza-gruñó, muy ofendida.

—¡Ellen! ¡Por favor!

—¿Por qué acudes a mí ahora? Por lo redonda que estás, ya debías de estar preñada cuando partí de viaje. ¿Cuánto hace que estáis juntos? ¿Por qué no me preguntaste qué me parecía antes de yacer con él?

Rose miró al suelo.

—Ya no soy una niña, Ellen. No tengo que pedirte permiso —repuso ella con calma.

—¡Entonces tampoco necesitas ahora mi consentimiento!

—¡Pero lo quiero! —imploró Rose, y miró a su amiga con súplica—. ¡Cielo santo, comprende que vivimos bajo un mismo techo, somos una familia! Eres como una hermana para mí y me conoces mejor que nadie, aparte de Jean, claro está.

Ellen miró a Rose con asombro.

—¿Tan bien te conoce?

Rose asintió y se ruborizó un poco.

—¡Me lee los ojos!

Ellen, maravillada, contempló la belleza aún tan juvenil de su amiga, pero al mismo tiempo se sintió ofendida por ella. ¡A buen seguro que ese rubor casto no se correspondía con su modo de vida!

—Hace ya casi cuatro meses. —Rose se acarició la tripa con ensimismamiento.

Ellen la miró, malcarada.

—Cuesta creerlo, con lo redonda que estás ya.

—¡Creo que vienen dos! La partera también lo dice. No dejan de moverse. —Rose volvió a sonrojarse.

El enfado de Ellen, no obstante, desapareció de súbito.

Rose seguía siendo Rose, había que quererla tal como era.

—Quiero hablar con Jean del futuro de la herrería. —La voz de Ellen fue severa. Tras un instante de silencio, añadió—: Voy a casarme. —Se levantó y tiró a un pequeño cangrejo de río al agua de una patada.

—¡Ellenweore! ¡Eso es maravilloso!

Rose también se puso de pie para abrazar a su amiga, pero esta volvió a sentarse deprisa y se encerró en sí misma.

—No tiene nada de maravilloso. Me obliga el juramento que le hice a mi hermana en su lecho de muerte; ninguna otra cosa me impelería a casarme con Isaac. Ya sabes lo que opina sobre las mujeres en la forja. Desde el principio no ha podido soportarme y jamás me perdonará que me ocupara de que le amputaran la mano, por mucho que con ello le salvara la vida. Ahora me aborrece más aún porque yo todavía puedo forjar, mientras que él se pasa el día sentado y ocioso —espetó de repente.

Rose la miró, atónita.

—¡Oh, Ellen, lo siento mucho! —Le pasó un brazo sobre los hombros para consolarla.

Ellen guardó silencio. Se quedó inmóvil, sentada en la orilla, mirando al agua reluciente. Después se levantó para irse.

—Tienes mi bendición, aunque no la necesites. Hablaré con Jean para decidir cómo serán las cosas a partir de ahora. —Se sacudió el polvo del vestido y se dirigió a la herrería.

—¡Gracias, Ellen! —susurró Rose, que se quedó en la orilla.

—Puedes hacerte cargo de la herrería si quieres —le propuso a Jean, todavía un tanto ofendida—. Tendrás que pagarme un arriendo, pero serías tu propio amo.

—No, Ellen, soy muy joven para eso. No saldría bien y, con sinceridad, todavía hay muchas cosas que quiero aprender de ti. Preferiría seguir trabajando contigo y volver a forjar espadas. Como antes.

Ellen sonrió un momento, ensimismada. Después volvió a ponerse seria.

—Parece que haya pasado una eternidad. ¿Qué será de la herrería de Osmond si tú no te haces cargo de ella?

Pensó un instante en Leofric. Creyó oír su risa y suspiró tenuemente.

—¿Qué te parece Arthur? A lo mejor podrías arrendársela a él; se ha labrado un buen nombre entre la gente y tiene la edad adecuada. —Jean la miró con actitud interrogante.

—¿Y tú? ¿De verdad quieres venir conmigo?

Ellen comprendió entonces lo mucho que temía perderlo para siempre.

—¡Si Rose puede venir con nosotros! Ella se ocuparía de los niños, también de las de tu hermana, y de la casa, igual que aquí. Lo cierto es que tú eres la mejor forjadora que conozco, pero Rose es la mejor cocinera del mundo. —La miró con picardía—. Y tú y yo seguiríamos forjando espadas juntos, ¿qué te parece?

Ellen fingió pensárselo unos momentos. No había vuelto a Orford sólo por la herrería, sino, sobre todo, para llevarse con ella a Jean y a Rose a Sto Edmundsbury. La idea de Jean de arrendarle la herrería al oficial parecía de lo más sensata, de manera que asintió reflexivamente.

—En Sto Edmundsbury he trabajado para los monjes. Quieren dotar a una gran tropa de soldados. Deberíamos intentar conseguir que nos encarguen las espadas; así, incluso podríamos quedamos con Peter. —A Ellen se le iluminaron los ojos.

Jean la abrazó.

—¡Qué bien que hayas vuelto! Te hemos echado mucho de menos. —Rio, la alzó en alto y la hizo girar.

—¡Un momento, jovencito! —lo interrumpió ella—. ¡Tú y yo todavía tenemos que intercambiar unas cuantas palabras serias!

Jean se quedó de piedra, sobresaltado, y la dejó en el suelo.

—Has dejado a Rose encinta. —Ellen se esforzó por parecer estricta—. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

Jean la miraba con los ojos muy abiertos.

—Bueno, espero que habrás pensado convertida en tu esposa, ¿no?

Jean rio, aliviado.

—¡Puedes apostar a que lo haré!

—Entonces deberíais casaros cuanto antes. ¡Pronto regresaremos!

—¡Gracias, Ellen! ¡Sabía que lo entenderías!

«¿Lo entiendo?», se preguntó. Apenas recordaba ya ese sentimiento que era el amor: Jocelyn y Guillaume; cuánto tiempo hacía de todo aquello…

Después de la boda, Jean y Rose dispusieron su lecho conjunto en el taller.

—Me preocupa Ellen —dijo Rose cuando estuvieron a solas.

—No tiene por qué. —Jean se apretó mucho a la espalda de ella y le besó la melena con cariño—. Es una chica mayor, igual que tú —le susurró, y le mordisqueó la oreja.

—Diría uno que no conoces a Isaac, y eso que has trabajado con él y sabes bien cómo es. Ellen y él juntos… ¡Nunca saldrá bien!

Rose se volvió de mala manera y lo fulminó con la mirada.

—Qué disparate, Isaac acabará por amansarse. Tendrá que conformarse con la idea de que su mujer forje. A fin de cuentas, será ella quien los alimente a él y a su familia. —Jean enarcó las cejas.

—Ahí se ve a las claras lo niño que eres todavía. ¿Cómo puedes creer de veras que acabarán por entenderse? Imagina que yo tuviera que alimentarte y supiera hacer tu trabajo mejor que tú. No creo que te gustara en absoluto. Ellen se merece un poco de felicidad, pero ¿con Isaac? ¡Me da mucha lástima, de veras!

—Isaac no es mala persona. De acuerdo, tiene sus opiniones sobre las mujeres y eso a Ellen no le gusta, pero no es el único, y tampoco lo convierte en un monstruo. Estoy seguro de que algún día acabará reconociendo el talento de Ellen.

—Reconocerlo es una cosa, pero otra muy distinta es valorarlo también.

Estaba claro que Rose tenía una opinión diferente a la de Jean y que estaba dispuesta a pelear por ello.

—Tienes razón, cariño —dio él su brazo a torcer, por tanto—. Pero esta noche no vamos a poder cambiarlo. Venga, ven y duérmete en mis brazos.-La miró con un gesto de súplica y señaló la saca de paja.

—Aun así, me da mucha lástima. ¡Eres un rompecorazones incorregible! —exclamó Rose, riendo, y se tumbó junto a él—. Si no estuviera tan cansada… —Bostezó.

—Te quedarías dormida de pie, como los caballos, en señal de protesta, ya lo sé —le susurró Jean, y bostezó también.