Febrero de 1177

Habían pasado casi cuatro semanas desde que el cirujano barbero le amputara la mano, pero las pesadillas de Isaac aún lo despertaban con sobresalto de su sueño.

De súbito, una noche Mildred se puso a proferir: fuertes gemidos. Descalza y todavía algo soñolienta, Ellen se tambaleó hasta llegar junto al lecho de su hermana.

—¿Qué le pasa a madre? —preguntó Marie, que se había acostado junto a ella y se frotaba los ojos, medio dormida.

Temerosa, se escondió tras las piernas de Ellen mientras esta atizaba el fuego.

—¡Creo que ya llega el niño! —Ellen acarició la cabeza de la pequeña con ternura.

La hermana de Peter dormía también desde hacía unos días en la casa y en ese momento se acercó bostezando.

—¡Eve, ve a buscar a la partera! —mandó Ellen con serenidad, y puso una olla de agua al fuego.

Después cogió a Marie y a Agnes de la mano y las llevó con Isaac.

—¡Despierta! —Lo zarandeó—. Tienes que quedarte con las niñas. Mildred está de parto, tengo que ir con ella.

El tono severo de Ellen no admitía discusión, Isaac levantó su manta.

—¡Venid, hace frío! —les dijo a sus hijas.

Ellas se alegraron de acurrucarse en la cama de su padre, contentas de no verlo gritar más y de que por fin volviera a hablar con ellas.

Tras lo que pareció casi una eternidad, Eve regresó con la partera.

—Ya toco la cabecita —dijo la anciana en tono tranquilizador, y acarició el rostro sudoroso de Mildred después de haber palpado un momento con la mano bajo su camisa—. No falta mucho, pronto lo habrás conseguido.

Mildred estaba pálida y parecía haberse quedado sin fuerzas, pero asintió.

No mucho después nació el niño, flaquito y demasiado pequeño. Estaba completamente inerte, gris y no gritaba.

La partera sacudió la cabeza.

—Está muerto —dijo con voz apagada.

Mildred profirió un sollozo. Tenía muy poco tiempo para recuperarse antes de que llegaran las contracciones de las secundinas. Cuando todo hubo terminado, había agotado toda su energía. La partera la lavó y Eve le recompuso la yacija.

Entretanto, Ellen salió al jardín y cavó un hoyo para la criatura. Habría sido tarea de Isaac, pero él no podía hacerlo. Con una oración murmurada, Ellen enterró el cuerpo inerte y sin vida, así como las secundinas, y volvió a cubrir el agujero. Plantó sobre la tumba unas margaritas y clavó en la tierra una cruz hecha de dos trozos de madera atados.

Al regresar a la casa, Isaac estaba acuclillado junto a Mildred. Con su mano derecha, la sana, le acariciaba las mejillas y le secaba las lágrimas.

—Cuando haya muerto, tienes que casarte con Ellenweore. Ella siempre estará aquí para ayudaros. Tú necesitarás una mujer, y las niñas necesitan una madre —susurró Mildred.

—Chsss… —Isaac le besó la frente.

—Por favor, Isaac, tienes que prometérmelo —suplicó Mildred, y se incorporó un poco frente a él.

—Claro que sí, corazón mío —repuso él con ternura.

—Prométeme que te casarás con ella. Piensa en las niñas y en la herrería. ¡Sólo ella puede ayudarte! —Suspiró—. ¡Ellen es una buena persona! Júrame que lo harás —lo apremió.

—Te juro todo lo que tú quieras —replicó su marido con abatimiento, sólo por no alterarla.

Ellen fingió no haber oído esa promesa. Isaac la vio, se levantó sin mirarla y regresó a su alcoba sin decir palabra.

Mildred estaba agotada y se quedó dormida. Despertó cuando Ellen se levantaba para ir a la herrería.

—¿Ellen? —la llamó casi sin voz.

—¿Sí?

—¿Oíste lo que me juró ayer Isaac?

Ellen asintió, a su pesar.

—Ahora te toca a ti. Júrame que te ocuparás de Marie y de Agnes… también de Isaac. ¡Debéis casaros cuando el Señor me lleve!

—Pronto te habrás recuperado y podrás ocuparte tú misma de tus hijas —dijo Ellen, intentando tranquilizar a su hermana.

—No, sé que vaya morir.

Ellen guardó silencio.

—¡Por favor, júramelo! —susurró Mildred entre resuellos. Aunque se había quedado dormida, no parecía ni un tanto más relajada. Había palidecido más aún, y tenía las mejillas y los ojos hundidos.

Ellen abandonó toda resistencia.

—Sí, Mildred. Te lo juro. ¡Pero haré cuanto haga falta para no llegar a ese punto y que recuperes la salud!

Lo cierto es que, a mediodía, Mildred parecía algo más recuperada. Su rostro ya no estaba tan demacrado, sus mofletes parecían más repletos y rosados. Después de comer, Ellen regresó al trabajo con cierto alivio. No fue hasta volver a la casa ya bien entrada la tarde cuando se dio cuenta de que las mejillas de su hermana no se habían sonrosado a causa de su mejora, sino de la fiebre. La partera había prometido pasar a verla, y Ellen la esperó con impaciencia.

—Creo que Mildred tiene fiebre —le dijo a la anciana en cuanto la vio aparecer.

—No he podido venir antes, la mujer del tintorera ha parido gemelos. El primero ha venido de nalgas, y eso siempre es complicado.

Ellen le sirvió a la anciana partera un vaso de cerveza floja. Esta se lavó con esmero los dedos arrugados y luego examinó a Mildred.

—¡Esto no me gusta nada! —masculló.

Preparó una decocción de unas hierbas que llevaba consigo y lavó a Mildred con ella.

—Que lo beba también, dos vasos, uno hoy y otro mañana. Volveré antes de mediodía para ver cómo está.

Por la preocupación del rostro de la partera, Ellen comprendió la gravedad del estado de Mildred.

—Mi hermana cree que va a morir. ¿Lo creéis vos también? Respiró hondo.

—Los caminos del Señor… A veces los moribundos saben más que los vivos. Yo no puedo ayudar mucho más. Lo poco que pueda hacer, no obstante, lo haré con gusto. —Vació el vaso de cerveza, se echó la toquilla de lana sobre los hombros y se dispuso a marchar—. ¡Cuidaos mucho, Ellen, y rezad! —dijo al salir de la casa.

Ellen sintió un escalofrío. Los últimos días habían sido duros. Añoraba su plácida herrería, echaba de menos a Jean y a Rose, y por supuesto también a William. Se acuclilló agotada en un rincón, hundió el rostro en las manos y, desesperada, lloró hasta quedarse dormida.

Mildred estuvo días agonizando. La fiebre no subía, pero tampoco remitía. Las niñas se recostaban junto a su madre y lloraban al sentir que les quedaba muy poco tiempo con ella.

Incluso Isaac hizo un esfuerzo notable y salió de su alcoba para estrecharle la mano. Cuando le acariciaba la frente con amor, Mildred abría los ojos y sonreía sin fuerzas. En cuanto él estaba con ella, Ellen desaparecía en el taller.

—Lo siento mucho —masculló Mildred una noche.

Isaac asintió en silencio y le apretó la mano. Esta vez Ellen se acercó y se acurrucó a los pies del lecho de su hermana.

Isaac no dio muestras de haberla visto. La partera llegó otra vez por la tarde. Todos sabían que llegaba el final y que ya no podía hacerse nada por Mildred. Los rezos de Ellen no habían sido escuchados.

Estaba más débil a cada hora que pasaba. Con voz temblorosa y los ojos desorbitados, les recordó a su marido y a su hermana el juramento que le habían hecho. Más avanzada la tarde llegó a encontrar incluso fuerzas para pedirle a Ellen perdón por haberle impuesto tan pesada carga.

El sol se puso y la noche resultó especialmente fría. En la casa crepitaba un agradable fuego y, colgada de una cadena de hierro sobre las llamas danzantes, la olla de sopa de tocino desprendía un delicioso aroma. Todos comieron a la mesa, en silencio, sin levantar la vista de sus escudillas.

La llama de la vida de Mildred relució aún durante un rato con debilidad y se avivó por un breve instante, pero finalmente se extinguió.

Después de haber llevado a Mildred hasta su tumba, Ellen se sintió aún más abatida que tras la muerte de Leofric.

Tenía por delante un año de duelo; después tendría que cumplir su promesa.

Isaac había sobrevivido a la amputación de la mano. El muñón se fue curando sin volver a gangrenarse, pero él parecía haberse cerrado en banda a la vida. No hacía más que pasar las horas tumbado en su lecho, reflexionando sobre su destino.

La compasión inicial de Ellen no tardó en tornarse en un gran enfado.

Eve siguió ocupándose de la casa y de las niñas, pero hacía tiempo que Isaac no necesitaba que nadie le llevara la comida. Hacía días que podía levantarse y ser útil, aunque fuera un lisiado, como le gustaba remarcar.

A Ellen le espantaba tener que pasar la vida junto a él. ¿Por qué había tenido que prometérselo a su hermana? Romper un juramento hecho a alguien en su lecho de muerte llevaba irremediablemente a la condenación eterna. Así pues, tendría que casarse con Isaac tanto si le gustaba como si no, de eso no había duda.

Un día, al comunicar a Isaac que quería cabalgar hasta Orford para ocuparse de un par de cosas importantes, este la miró con hostilidad.

—¿Nunca tuviste intención de cumplir tu juramento, verdad? —preguntó.

—¿Qué quieres decir? —Ellen estaba indignada.

—Apenas hemos enterrado a Mildred y tú desapareces y nos abandonas a las niñas y a mí a un futuro oscuro.

—Pero ¿qué estás diciendo? Eve se quedará en la casa para ocuparse de tus hijas hasta que yo vuelva. Peter estará en el taller y se encargará de lo más importante, y, además, ¡también estás tú!

Ellen no creía lo que estaba oyendo. ¡Cómo podía Isaac atreverse a tildarla de embustera! Esa lamentable autocompasión que lo consumía la exasperaba.

—Naturalmente que volveré, una promesa es una promesa. Pero también tengo que ocuparme de la herrería de mi padre y decidir qué será de ella. ¿No serás tú, acaso, quien quiere hacerse atrás en lo del juramento?

Isaac se encogió de hombros.

—Yo no pienso marcharme a ningún sitio —afirmó.

—Ah, pues muy bien. Así podrás quedarte aquí y sernos un poco de utilidad —añadió Ellen con crudeza.

Isaac no dijo más, llenó su vaso y se arrastró de vuelta a la alcoba para echarse.

Ellen recogió sus cosas en un arrebato de cólera. Ya no soportaba más la impertinencia de Isaac y se alegró de salir de aquella casa durante unos días.