Diciembre de 1176

Una encapota da mañana de diciembre, pocos días antes del día de la Natividad, los cuatro partieron hacia Sto Edmundsbury. Ellen, entretanto, había conseguido volver a tener caballo propio, pero las monturas de Jean y de Rose eran del establo de arriendos. Jean tenía el caballo más nervioso, un alazán joven que al principio no hacía más que encabritarse; pero con las horas se fue acostumbrando a su jinete y se tranquilizó un tanto.

Una ligera llovizna los acompañó durante todo el camino. Al principio, las gotitas de lluvia se quedaban pegadas como diminutas perlas sobre los mantos de lana, pero cuanto más llovía, más calaban en la ropa. Cuando llegaron a la herrería, estaban completamente empapados.

Mildred los saludó con alegría, pero Ellen se espantó al verla.

Su hermana parecía exhausta a causa del embarazo pese a que todavía le quedaban más de dos meses para el parto. Supo entonces que las náuseas iniciales de Mildred no habían remitido, sino que cada vez se habían hecho más fuertes y, en lugar de engordar mes a mes, habían hecho que adelgazara y se consumiera. La barriga sobresalía de su cuerpo enflaquecido como una tumoración. Rose comprendió la gravedad de la situación y enseguida se ofreció a ocuparse del cuidado de la casa. Puesto que Mildred se cansaba mucho más de lo que solía, aceptó con gratitud.

—Mildred me tiene muy preocupada —le susurró Isaac a Ellen cuando pudo llevársela a un aparte—. No hace más que adelgazar. Lo poco que come, enseguida lo arroja de nuevo. Me alegro de que hayáis venido. —Se pasó una mano por el pelo.

También él parecía agotado y, cuando Ellen le preguntó por su salud, repuso deprisa y corriendo que últimamente había tenido mucho trabajo y que aún tenía que terminar un par de encargos importantes. Aceptó de muy buen grado la ayuda de Jean; la colaboración de Ellen en la herrería, por el contrario, seguía rechazándola. Pese a que eso la enojaba; Ellen decidió, por Mildred, no volver a discutir con él, y puesto que era evidente que Isaac también hacía un esfuerzo, pasaron la Natividad en paz. A primeros de enero regresaron, con gran pesar en el corazón. Ellen le dejó dicho a Mildred que enviara a alguien por ella en caso de que necesitara ayuda, y lo cierto es que no habían pasado ni dos semanas cuando el ayudante de Isaac, Peter, se presentó en Orford.

—Me envía Mildred —dijo, con la lengua fuera a causa del galope.

Caballo y jinete humeaban en el frío.

Ellen le pidió a Peter que entrara en la casa y le ofreció un sitio a la mesa. Rose le puso delante un pedazo de pan y una escudilla con gachas de avena calientes, le sirvió un vaso de cerveza y luego se sentó también.

—¿Qué le sucede? —preguntó Ellen con impaciencia.

—¡Está enferma de preocupación por Isaac!

—¿Por Isaac? —preguntó Jean.

—La herida de la mano… —empezó a explicar Peter entre dos cucharadas de gachas.

—¿Qué pasa, es que no ha sanado todavía? —Jean arrugó la frente, extrañado.

—Un momento, ¿de qué estáis hablando? ¿No has venido por Mildred?

—Bueno, sí, en cierto modo también. —El ayudante empujó una cucharada más de gachas hacia su boca.

—Isaac se hizo una quemadura bastante grave en la mano cuando estuvimos allí —explicó Jean.

—Fue culpa mía, dejé unas tenazas junto a la fragua y él aferró el hierro candente. —Peter se frotó la frente, abatido.

—Isaac dijo que esas cosas sólo les pasan a los principiantes. Le daba vergüenza, sobre todo por ti. Por eso no te había explicado nada, tuve que prometérselo. —Jean se encogió de hombros—. ¡Pero hace tiempo que debería haber sanado!

—La mano se le ha hinchado y de la herida sale pus, pero Isaac no hace nada por curarla. Mildred tiene miedo de que se le gangrene. —Peter suspiró; parecía temer lo mismo.

—Por el amor de Dios, ¿acaso no hay curandera en Sto Edmundsbury? ¿Qué puedo hacer yo? No tengo ningún conocimiento sobre esa clase de cosas.

—Mildred ya le ha pedido a la partera que le eche un vistazo a la mano de Isaac. La anciana sabe de males del cuerpo y ha dicho que tendría que dejar de trabajar una temporada, porque, si no, no podrá sanar, pero él no quiere ni oír hablar de ello. Tenemos encargos importantes que aún están por terminar. Dice que no puede permitirse andar holgazaneando.

—Y te ha dejado marchar… —se extrañó Ellen.

—Cree que he venido a veros por Mildred. Ella tampoco tiene muy buen aspecto, yo creo que también necesita ayuda.

Ellen miró a Jean y a Rose.

—Partiré mañana mismo. Jean, tú te quedarás con Rose y con William, ¿de acuerdo?

—Desde luego, me ocuparé de todo, no te preocupes.

—¿Y ahora no podría quedarme? —preguntó con timidez el otro huésped de la mesa.

Ellen y Jean lo miraron con estupor. Con el revuelo de la llegada de Peter habían olvidado por completo al oficial ambulante.

El joven oficial de herrero había llegado a la casa por la mañana en busca de trabajo. Parecía ser un mancebo simpático, y todo lo que traía para mostrar eran trabajos decentes, pero Ellen y Jean se las arreglaban muy bien entre los dos y sólo le habían podido ofrecer, como era costumbre, una comida caliente y un lugar donde pasar la noche.

Ellen se lo quedó mirando un instante. «¡El Cielo debe de haberlo enviado!», pensó.

—¿Jean? —quiso cerciorarse Ellen.

—Si tuvieras que ausentarte largo tiempo, sin duda sería lo mejor —convino este.

—Tres peniques al día y manutención, dormirás en la herrería, y los domingos y las festividades, naturalmente, librarás. ¿Estás conforme?

—¡No es una fortuna, pero para empezar me irá muy bien! —El oficial ambulante se limpió la mano en la camisa con alegría y se la tendió a Ellen—. Me llamo Arthur.

Ellen se la estrechó para sellar el acuerdo. El destino había sido clemente para ambas partes: Ellen podía irse tranquila a ayudar a Mildred sin la presión del tiempo, y el oficial, pese al invierno, había encontrado trabajo.

—Arthur y yo nos las arreglaremos bien solos. No te preocupes por nada; puedes quedarte allí todo el tiempo que necesite Mildred —dijo Jean para tranquilizarla de nuevo al día siguiente, cuando ya estuvo lista para el viaje—. Para la espada, como habíamos convenido, le pediré al barón un aplazamiento. Todo lo demás lo terminaremos nosotros. ¡Puedes confiar en mí! —Jean abrazó a Ellen y le dio unas palmaditas de consuelo en la espalda.

Después le tocó a William, que se estiró mucho y le dio a su madre un tímido beso en la mejilla antes de volver a alejarse a todo correr.

Rose también la abrazó como despedida.

—¡El niño estará en buenas manos conmigo!

—Lo sé, eres mejor madre para él que yo —repuso Ellen con un suspiro.

—¡No digas disparates! Ahora ve a ocuparte de tu hermana y su marido. —Rose le sonrió para infundirle ánimo.

Ellen se puso la caperuza sobre los hombros y la cabeza y se ató bien los guantes de montar. Enero seducía por sus claros cielos azules, pero lo cierto es que hacía un frío gélido.

Ellen y Peter forzaron los caballos al máximo para no perder un minuto, así que los animales, pese a las bajas temperaturas, no tardaron en acalorarse.

Cuando llegaron a Sto Edmundsbury ya hacía rato que había oscurecido. Si bien Ellen se había preparado para encontrar a su hermana en mal estado, apenas pudo creer el lastimoso aspecto que ofrecía.

Mildred estaba consumida y tenía profundas sombras bajo los ojos.

Isaac le ocultó la mano a Ellen lo mejor que pudo, pero aun así, ella vio que de la venda sucia con que se había cubierto la herida supuraba pus y sangre. Por su rostro desfigurado se veía que sufría fuertes dolores, pero puesto que seguía sin permitirle entrar a su herrería, Ellen no podía liberarle de ningún trabajo y tuvo que ver cómo seguía torturándose.

Se ocupó de su hermana y se esforzó por lograr que recuperara fuerzas. De hecho, gracias a la alegría por la visita, Mildred parecía ir sintiéndose mejor a pasos agigantados.

Isaac, por el contrario, empeoraba a ojos vistas.

Dos días después de la llegada de Ellen, Peter irrumpió en la casa casi a mediodía:

—¡Ellenweore, ven, deprisa! ¡Isaac se ha desplomado!

Mildred abrió los ojos con la mirada desorbitada por el miedo.

—¡No te preocupes por nada, yo me encargo de él!

Dejó la masa que estaba amasando sobre la mesa y corrió con Peter al taller.

Isaac estaba en el suelo, hecho un ovillo. Le ardía la frente.

—¡Tenemos que llevarlo a la casa! —ordenó Ellen.

Peter era grande y fuerte, y no tuvo problema para cargar con Isaac. Mildred se había dispuesto una yacija en la cocina para poder estar con sus hijas y con Ellen, de modo que pudieron tumbar a Isaac en la alcoba.

Ellen le quitó la venda con sumo cuidado.

—¡Válgame Dios! —se le escapó al ver la herida.

El pus y la piel negra y podrida le cubrían toda la palma de la mano. Alrededor de la herida, la carne estaba inflamada y muy roja.

La gangrena le llegaba ya hasta el antebrazo. Peter se volvió, horrorizado.

—¿Cómo puede haber seguido trabajando en estas condiciones? —murmuró con espanto.

—¡Isaac es testarudo! —gruñó Ellen—. Pero también es recondenadamente tenaz —añadió en un tono más cariñoso—. Tenemos que encontrar a un cirujano barbero donde sea.

Volvió a cubrirle la mano con el paño sucio al ver que las primeras moscas intentaban abalanzarse sobre la herida.

—¡Fuera de aquí! —exclamó, y espantó a los porfiados insectos, que se sentían atraídos por el olor de la carne putrefacta.

—¡Iré a buscarlo! —dijo Peter con decisión, y se puso en camino.

Ellen todavía estaba pensando qué tendría que hacer después, cuando Isaac, de repente, volvió en sí. Se incorporó, pero se detuvo al instante. Seguramente se había mareado. Miró en derredor, atónito.

—¿Cómo es que estoy en la alcoba? —masculló de mala gana, y miró a su cuñada con recelo.

—¡Has de descansar, tienes fiebre! —lo tranquilizó ella sin decir una palabra de su mano.

A buen seguro le habría contestado que podía seguir trabajando sin contratiempos y habría dicho que la fiebre no tenía nada que ver con su herida.

—¡Descansar! —Isaac escupió la palabra con enojo—. Hay mucho quehacer, tengo un encargo importante que terminar dentro de dos días. No puedo quedarme aquí tumbado. —Intentó levantarse, pero no lo consiguió—. ¿Es que no vas a ayudarme? —increpó a Ellen.

—Si crees que puedes trabajar, también podrás levantarte tú solo. —Dio media vuelta y salió de la cámara.

Isaac, obstinado, intentó incorporarse, pero estaba demasiado débil. Acabó por rendirse y, agotado, se quedó dormido.

Pasó medio día hasta que Peter regresó con un cirujano barbero.

Era un hombre ya mayor, algo orondo y casi calvo. Sus ojos relucían de bondad y afabilidad. Examinó la mano de Isaac con detenimiento, sacudió la cabeza y resopló.

Ellen lo acompañó fuera.

Cuando ya estaban frente a la herrería, el barbero empezó a hablar:

—¿La mujer que espera un niño es su esposa? —Había visto a Mildred un momento, pero no había hablado con ella. Ellen asintió, abatida.

—No lo va a tener fácil, ¿lo sabéis?

Ellen volvió a asentir.

—Seguramente también él lo sabe, por eso habrá intentado ocultar su herida. O acaso le diera vergüenza. Los hombres como él suelen perder un brazo o una pierna por ser tan duros de mollera.

Ellen inspiró con fuerza, sobresaltada.

—¿Podéis hacer algo?

—La herida de la mano está gangrenada, y la gangrena se extiende deprisa. Tendría que habérsela cuidado más; no tiene buen aspecto. Os diré lo que podéis hacer, pero no os doy demasiadas esperanzas. Si no hay forma de detener la gangrena, tendremos que amputar, seguramente hasta la mitad del antebrazo, quizás incluso hasta el codo. Eso todavía no puedo decirlo.

Ellen jadeó. ¡Aquello era el final de la herrería de Isaac! Aunque sobreviviera a la amputación, ¿cómo iba a trabajar después?

El cirujano barbero le dio unas hierbas y le explicó cómo preparar con ellas una cataplasma. Prometió volver al día siguiente para visitar de nuevo a Isaac y traer consigo sus utensilios.

—Si es necesario, le amputaré la mano. ¡De no ser así, podría morir! Es mejor que lo preparéis para ello, y también a su mujer.

—Pero ¿cómo voy a…? ¿Qué puedo decirles?

El barbero se encogió de hombros.

—No es una tarea fácil, lo sé.

Cuando se hubo marchado, Ellen se dio cuenta de que le caían lágrimas de preocupación por las mejillas. Aunque Isaac la había sacado de sus casillas en más de una ocasión, no merecía aquello. Mildred esperaba su tercer hijo. ¿Cómo iba a sustentar a la familia? Regresó a la casa con pesar en el corazón. Seguro que las niñas tenían hambre, y a Mildred había que obligarla a que comiera, pues, de lo contrario, olvidaba alimentarse. Ellen se arremangó y decidió ocuparse primero de todos ellos. Se enjugó las lágrimas del rostro y entró.

—¿Qué tiene Isaac? —le preguntó su hermana, que se había enterado de más de lo que le habría gustado a Ellen.

—Es una herida —dijo Ellen, con vaguedad, intentando no parecer muy inquieta.

—Te refieres a la de la mano, ¿verdad? Hace semanas que lleva una venda, pero me había dicho que no era muy grave.

—Le ha subido la fiebre y no puede pasar un día más sin hacer reposo —replicó Ellen de forma evasiva, y se dispuso a preparar la comida con poco entusiasmo.

—¡Algo se quema! —exclamó Mildred de súbito.

Ellen miró la olla que estaba en el fogón.

—¡Las gachas de mijo! —Corrió enseguida hacia el fuego—. ¡Y yo ni siquiera sé cocinar! —exclamó con desesperación, dando una patada en el suelo.

—Si Isaac no puede trabajar durante una temporada, ¿no podrías tú acabar sus encargos? Por favor, Ellen, una criada del pueblo podría venir a cocinar y ocuparse de las niñas… Quizás Eve, la hermana de Peter, que ya me ha ayudado en un par de ocasiones.

—¡Me descuartizaría en cuanto pusiera un pie en su taller! —repuso Ellen, aunque en realidad ya lo había pensado.

—¡Por favor! —Mildred se incorporó un poco y suplicó a su hermana con la mirada.

—De acuerdo. ¡Pero sólo si luego tú te ocupas de que no me mate para agradecérmelo! —dijo Ellen, y repartió las gachas de mijo en las escudillas de madera.

Peter no reaccionó mal al encontrarse a Ellen junto al yunque cuando entró en la herrería a la mañana siguiente.

—Mildred ha dicho que tu hermana a lo mejor podría venir a echarle una mano. —Ellen se esforzó por hablar en tono afable pero infundiendo respeto.

Tenía muy claro que, de lo contrario, Peter pensaría que a partir de entonces sería él quien mandara en el taller. Sin embargo, tendría que obedecerla a ella, por las buenas o por las malas, si querían llevarse bien.

—Desde luego, se lo preguntaré —repuso él con asombro—. ¿Tú no te quedas?

—Ten la bondad de ir a preguntárselo enseguida, para ver si puede empezar hoy mismo, cuanto antes. Tendría que cocinar y ocuparse de la casa, los animales y las niñas.

Mildred tenía patos, gansos, gallinas, tres cabras y un par de cerdos que pasaban el día en el patio.

—¡Bien! —Peter seguía desconcertado, sin duda, pero hizo lo que le mandaban.

Ellen soltó un suspiro en cuanto el ayudante salió del taller. Lo más importante era dejarle claro desde el principio que ella sabía más que él y que, por tanto, en el futuro sería ella quien diera las órdenes. Examinó las piezas empezadas. Isaac, por lo visto, tenía que terminar una verja con numerosos ornamentos. Ellen la contempló con detenimiento y enseguida supo lo que faltaba por hacer.

—Eve ha venido conmigo, ya está en la casa con Mildred-dijo Peter cuando regresó al taller, poco después.

—¿Cuándo tiene que estar lista la verja? —preguntó Ellen sin interrogarlo más acerca de su hermana.

—¡Sólo nos quedan dos días! —Peter parecía preocupado, y tenía motivo para ello.

A causa de la herida, Isaac no había podido trabajar tan deprisa como de costumbre y llevaba una buena demora.

—Los monjes sólo seguirán adjudicándonos sus encargos si entregamos a tiempo.

Ellen ya había comprobado que, por lo menos, tenían hierro suficiente.

—¿Quieres…? —Peter parecía estupefacto—. ¡Pero si no soy maestro, ni siquiera oficial!

—¡Pero yo sí! —replicó Ellen sin ningún reparo, y se puso el mandil de cuero de Isaac—. ¡Vamos allá! —exclamó, y con su firmeza hizo que Peter la obedeciera al punto.

Ellen trabajó hasta que ya no pudo mover los brazos, y Peter se contagió de su ambición desde el primer día. Enseguida se dio cuenta de que Ellen sabía muy bien lo que se hacía. Si al día siguiente lograban seguir a aquel ritmo, ciertamente conseguirían terminar la verja a tiempo.

—Una vez oí lo que opina Isaac de las mujeres: que tienen que estar en la cocina y no en una herrería. Entonces pensé que tenía razón; ahora, con sinceridad, ya no estoy tan seguro. Lo que forjas me gusta incluso muchísimo más que lo que cocinas. —Peter sonrió con descaro.

Ellen masculló algo incomprensible. Aunque no era más que un ayudante, su elogio consiguió adulada.

El cirujano barbero llegó por la tarde para visitar a Isaac, como había prometido.

Ellen había encargado a la hermana de Peter que cambiara una vez más la venda de la mano de su cuñado, pero ni la fiebre había remitido ni la herida parecía mejorar. Seguía apestando a mil demonios y la carne estaba igual de negra y purulenta que antes. El barbero examinó brevemente la mano y salió de la casa en silencio.

—Existen dos posibilidades —dijo con total tranquilidad cuando ambos estuvieron en el patio—. O bien le corto hoy mismo la mano y un trozo del antebrazo…

—¿O bien…? —preguntó Ellen, temerosa.

—O bien rezáis y no hacéis nada. La gangrena, así lo habrá querido Dios, seguirá subiendo entonces por el brazo. Llegará al codo, después al hombro y, al cabo de pocos días, matará al herrero. Las oraciones, según todos los indicios, sólo ayudarán a su alma. Su cuerpo se pudrirá, buena señora.

—¿Y estáis completamente seguro de que amputarle la mano es la única posibilidad de salvarlo?

—A menos que suceda un milagro… —El barbero se encogió de hombros. Se ganaba el pan con ello; era horrible para el afectado, desde luego, pero para la mayoría se trataba de la única salvación.

Ellen pensó un momento en Isaac, que se había movido en su yacija, pálido y lánguido, sin darse cuenta de que el cirujano lo examinaba. Desde el día anterior sólo había vuelto en sí un breve instante.

—Por favor, explicádselo vos a su mujer, esa decisión no puedo tomarla yo sola.

El cirujano barbero habló entonces apremiantemente con Mildred, que lo escuchaba macilenta y con cara de espanto.

—Por favor, Ellen, yo no puedo, tienes que… —murmuró con debilidad, y volvió a desmoronarse en su saca de paja.

Cerró los ojos y soltó un quejido.

—No os será de mucha ayuda, me temo —comentó el cirujano con sequedad—. Me parece que tendréis que tomar la decisión por vuestra cuenta. Considerad también que cobro cuatro chelines por la amputación y que no puedo afirmar con total seguridad que vaya a sobrevivir, aunque, por descontado, haré todo lo posible.

Ellen tenía suficiente dinero. Además, si conseguía que los monjes les hicieran más encargos, podría sustentar a la familia durante una temporada.

—¡Hacedlo! —exclamó con resolución—. Tiene que sobrevivir.

—Si vos me ayudáis y no tengo que buscarme a ningún ayudante, os haré una rebaja en la operación. Veo que sois una mujer buena y valiente.

Ellen gimió, después asintió con la cabeza y ordenó a Eve que no dejara salir a los niños de la casa.

—¡Pues vayamos por él! —El cirujano barbero dio una palmada y se frotó las manos.

Ellen se estremeció.

Entraron en la alcoba y sacaron a Isaac al patio, donde estaba el tajo sobre el que normalmente cortaban la leña para la chimenea. Dejaron a Isaac en el suelo, junto a él.

—Iría bien que alguien más lo sujetara y le aguantara las piernas —dijo el cirujano barbero.

Ellen llamó a Peter, que salió de la herrería con paso lento.

—¡Sujétale bien las piernas! —ordenó.

Peter obedeció a regañadientes.

El barbero le puso un palo de madera en la boca a Isaac, que seguía inconsciente.

—Para que no se arranque la lengua de un mordisco —explicó—. Debéis inmovilizarle el brazo. Cuando se despierte, hará lo que sea por zafarse. La tarea requerirá de toda vuestra fuerza. ¿No sería mejor que le pidiéramos eso al joven, y que vos le aguantaseis las piernas?

Peter zarandeó la cabeza con impetuosidad, suplicando a Ellen con la mirada que no le pidiera aquello. Sin embargo, puesto que se sentía culpable de la herida de su maestro, no se atrevió a decir nada. Si no hubiese dejado las tenazas cerca del fuego, nada de aquello habría sucedido.

—No. Yo sola podré.

Ellen hizo acopio de valor. Si Isaac llegaba a enterarse algún día de que ella había ayudado a que le segaran la mano del cuerpo, la odiaría para siempre.

—Bien. Joven, lo primero que harás será poner al fuego una plancha de hierro, más adelante la necesitaremos para cerrar la gran herida. Si no, se desangrará. Sácala en cuanto te lo diga y date prisa, ¿entendido? —ordenó el barbero.

Peter asintió con miedo. Fue al taller e hizo lo que le habían encomendado.

El cirujano barbero dispuso el brazo de Isaac sobre el tajo, lo comprimió con un paño y luego estudió dónde iniciar el corte. Su sierra parecía la de un carpintero.

Ellen cerró los ojos. Sostuvo el brazo de Isaac con fuerza, como si le fuera la vida en ello, y rezó. El brazo daba sacudidas mientras Ellen notaba cómo la sierra del barbero iba comiendo el hueso.

Isaac profirió un alarido monstruoso.

Ellen no lo soltó; intentó encontrar palabras de consuelo, pero no logró pronunciar un solo sonido. Tan sólo emitió un sollozo.

El barbero, por el contrario, increpó a Peter para que le sostuviera mejor las piernas.

Ellen creyó que perdía el juicio. No era capaz de mirar el brazo que sostenía con todas sus fuerzas. Sus oraciones se hicieron más apremiantes y se convirtieron en un grito mudo de socorro que envió únicamente al Señor y a todos los Santos. El trabajo del cirujano barbero se estaba haciendo interminable. Después del grito y de un salvaje espasmo, Isaac volvió a caer inconsciente. Resollaba y se estremecía mientras el barbero seguía trabajando en su brazo.

—¡Ve, joven, tráeme el hierro! —exclamó el barbero de súbito.

Peter lo miró, vacilante.

—¡Ea, date prisa!

El ayudante echó a correr como si lo llevara el diablo.

El hierro candente quemó la carne de Isaac y produjo un hedor mordaz que hizo que Ellen sintiera arcadas. Devolvió al tiempo que recordaba la historia que explicaba Jean del saqueo de su pueblo.

Después de que el cirujano barbero cubriera el brazo de Isaac con una cataplasma de hierbas y lo vendara todo con un paño limpio, volvieron a llevado a la alcoba. Su rostro estaba blanquecino y céreo, como el de un difunto.

—¿Por qué le habéis vuelto a quemar la piel? —le preguntó Ellen, horrorizada, al cirujano—. Ya habéis visto que una quemadura casi insignificante ha hecho que se le pudriera la mano. ¿Cómo podéis infligirle una aún mayor y pensar que ahora todo sanará?

—La más pequeña de las heridas puede gangrenarse, poco importa que sea una quemadura o un corte. Nadie sabe por qué se descompone la carne; dicen que la culpa la tiene un exceso de humores malignos. —El cirujano barbero se encogió de hombros—. El herrero ha perdido mucha sangre, esperemos que los humores dañinos se hayan agotado. Debéis cambiarle la venda con regularidad y, si el Señor se apiada de él, sobrevivirá. Rezad porque el brazo no vuelva a sucumbir a la gangrena. Más no podéis hacer. —El barbero enarcó las cejas—. Mañana volveré y lo examinaré, y también os traeré más hierbas para la cataplasma. —Le dio un golpecito a Ellen en el hombro—. ¡Habéis tenido mucho valor!

Por la noche, Ellen despertó sobresaltada. Había oído los gritos de Isaac. Su lecho no estaba muy lejos del de él. Aguzó el oído: todo estaba en calma, seguramente lo había soñado. Cuando volvió a cerrar los ojos, oyó la sierra raspar el hueso, oyó gritar a Isaac una y otra vez y volvió a ver cómo se sacudía.

Cuando despertó a la mañana siguiente, se sintió aliviada al dejar atrás la noche con sus pesadillas. No se atrevió a ir a ver a su cuñado. Si despertaba y comprendía que le habían amputado la mano… Maldeciría a Ellen en cuanto supiera que no sólo había dejado, que sucediera, sino que incluso había sido ella quien lo había dispuesto todo y había asistido al cirujano. Sabía que Isaac no comprendería que había querido salvarle la vida a cualquier precio, por Mildred y por las niñas.

Ellen y Peter terminaron de forjar la verja y se la llevaron a los monjes a primera hora de la mañana, ayudados por dos amigos de Peter. A mediodía, Ellen entró en la casa, agotada, y oyó a Isaac, que estaba fuera de sí. Mildred estaba sentada y temblorosa en su lecho de la cocina, sollozando. Marie y Agnes estaban escondidas bajo los brazos de su madre y lloraban también. Ellen se arrodilló junto a su hermana y la estrechó contra sí hasta que se hubo tranquilizado un poco.

—¡No vayas a verlo aún, necesita algo de tiempo! —Mildred sostuvo a Ellen del brazo con fuerza cuando quiso levantarse—. Sabe que tú le agarrabas el brazo cuando… —Se interrumpió—. No ha dejado de lanzar maldiciones descabelladas contra tu persona.

—Pero ¿qué otra cosa habría podido hacer? —Ellen miró a su hermana con impotencia.

—Ya sé que no había otra solución, ¡pero él no lo entiende! —Mildred sollozó—. ¿Cómo vamos a salir adelante? —susurró, exhausta.

Ellen rehuyó a Isaac todo el tiempo que este pasó plañendo.

Mildred iba a verlo a menudo, a pesar de que apenas podía sostenerse sobre las piernas, y Eve o el barbero le cambiaban a diario el vendaje de la herida.

Tres días pasó Isaac jurando y vociferando; después, la casa quedó en silencio. El herrero pasaba el día tumbado con la cara vuelta hacia la pared y no se movía. Comía y bebía lo que le llevaba Eve, pero no hablaba una palabra con nadie.