Ellen estaba aterida ante la tumba de Osmond. Un claro día de verano, sólo un año después de que le batieran las cataratas, ya no había vuelto a despertar. Ellen y Leofric lo habían llevado hasta su sepulcro con ayuda de Jean y Simon.
Simon había empezado a visitar la herrería con particular frecuencia tras la muerte de Osmond, y Ellen recordaba bien la tarde en que le había propuesto matrimonio.
—Simon es un hombre simpático. ¡Tendrías que acabar por corresponderle! —le había dicho Leofric en cuanto aquel se había ido de la casa.
—No quiero a ningún hombre simpático, y a Simon menos aún. Es mi amigo, siempre ha sido así. Pero ¿casarnos? ¡Nunca! —Ellen temblaba de indignación.
Cierto, Simon era su confidente desde la infancia, pero no los unía nada más. El mundo de él consistía en pieles de animales, orín y casca de roble, y sus sueños se limitaban a ocuparse algún día de la curtiduría y criar a sus hijos, igual que había hecho su padre. La curtiduría no había enriquecido a la familia, pero tenían un techo sobre la cabeza y nunca pasaban hambre.
Los planes de Ellen, sin embargo, eran del todo diferentes. La idea de convertirse en la esposa de Simon y acabar algún día como su madre, curtida e impregnada de ese pestilente hedor, le resultaba tan espantosa que fulminó a su hermano con la mirada.
—Si crees que te desharás tan fácilmente de mí, estás muy equivocado. Ya sé que serás tú quien herede la herrería, y no yo. La ley así lo manda, aunque yo sea la mayor. Pero comoquiera que fuere, todavía eres muy joven y te falta experiencia para llevar tú solo el taller. Para empezar, todavía dependes de que yo me quede aquí. ¡Así que será mejor que controles esa lengua y pienses muy bien con quién quieres juntarme!
—Antes de que yo pueda encargarme solo de la herrería, acabarás siendo una vieja solterona. ¿Quién te querrá entonces, eh? —espetó Leofric con rabia—. Además, no quiero deshacerme de ti. No tendrías por qué hacerte curtidora; aunque te casaras con Simon, ¡podrías trabajar aquí!
Por un momento, Ellen no repuso nada. ¡Leofric tenía miedo de que pudiera marcharse! El fulgor de su mirada se convirtió en una expresión de cariño por su hermano más pequeño.
—No puedo casarme con él, de veras.
Sólo con pensar en la curtidora, Ellen se había quedado pálida.
—A mí me parece que tienes muchos remilgos, la verdad —volvió Leofric a la carga.
—No pienso casarme con ningún curtidor, ¿me has oído bien? —Ya tenía bastante—. Si me caso, será sólo con un herrero que me deje forjar. Ya puedes olvidarte de todo lo demás, y esa es mi última palabra. Ahora mejor será que te vayas a dormir; mañana tenemos mucho quehacer.
Cuando Simon fue a verla una semana después para saber cuál era su respuesta, Ellen rechazó su proposición sin más explicaciones. Para gran sorpresa suya, su amigo no intentó convencerla de nada, sino que lo aceptó con sencillez, sin enfado, sin malas palabras. Con todo, ya nunca volvió a la herrería. Y también, desde aquel día, sólo Jean y Leofric se acercaban a la curtiduría cuando necesitaban cuero para el trabajo.
Una ráfaga de viento helado sacó a Ellen de su ensimismamiento. Miró al cielo con preocupación: parecía que iba a volver a nevar. Se arrebujó más en su manto, rezó una última oración por su padre adoptivo y regresó a la herrería dando grandes pasos sobre la colina nevada.
Leofric había salido un buen rato antes que ella y se había llevado el trineo al bosque para cortar leña. En invierno había que dejarla secar una buena temporada antes de poder quemarla, y Leofric tenía encomendada la tarea de preocuparse de que hubiera siempre suficiente provisión. El carbón vegetal de la fragua era demasiado caro y no lo usaban para cocinar. Cuando Ellen entró en el taller, Jean estaba solo.
—¿Todavía no ha vuelto Leofric? —preguntó, ceñuda.
—No. —Jean levantó la mirada de su trabajo—. Hace mucho que está fuera, ¿no te parece? —Se lo veía preocupado.
—A lo mejor deberíamos ir a buscarlo antes de que oscurezca —propuso Ellen.
Desde la muerte de Osmond, sólo ella decidía lo que había que hacer.
—¡Vamos! —Jean se quitó el mandil y cogió el manto que colgaba en el gancho.
—¡Ven, Barbagrís! —exclamó Ellen, y se dio una palmada en el muslo.
El perro alzó la cabeza, se puso en pie despacio y se estiró con deleite.
—Hace un frío de mil demonios. El pobre Leofric tiene que tener las manos y los pies congelados de estar tanto tiempo en el bosque.
Jean se estremeció en cuanto le rozó el viento gélido.
La nieve del prado crujía bajo sus pies. Las huellas de Leofric se veían claramente y conducían al bosque. Las siguieron a buen paso.
Ellen encontró el trineo en un pequeño claro. De Leofric, ni rastro. Barbagrís empezó a inquietarse y a gemir. Jean corrió al trineo y desde allí siguió las pisadas del joven.
—¡Siguen por aquí, Ellen! —exclamó, y le hizo una seña para que se acercara.
Unos pasos más allá encontraron un charco de sangre en el blanco inmaculado de la nieve.
—¡Válgame Dios, Jean!
Varias pisadas se alejaban de la mancha.
Jean descubrió una ancha huella de arrastre que terminaba abruptamente.
—Aquí lo han atado a una vara para cargarlo —explicó, y señaló las huellas, que a partir de ahí se seguían unas a otras en línea recta.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—¡Cazadores furtivos!
Ellen se quedó boquiabierta de espanto.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió.
—Marconde era un maestro de la caza furtiva. Estos no son más que principiantes. Deben de haber tenido miedo de que los descubrieran: el que caza en los bosques del rey acaba colgado.
—Eso ya lo sé —replicó Ellen con impetuosidad, y lo miró perpleja—. ¿Dónde se habrá metido Leofric?
—¡Chsss, no grites tanto! —susurró Jean con severidad.
Ellen estaba como paralizada. Barbagrís había desaparecido entre la maleza.
De pronto, el perro empezó a ladrar, fuera de sí.
—Ahí detrás, vamos. —Jean echó a correr.
Un escalofrío recorrió la espalda de Ellen y le puso la carne de gallina, tanto que casi le dolía.
—¡Leofric! —exclamó al ver a dos hombres encapuchados y con bastones.
Jean se hizo con una rama caída y corrió hacia ellos dando fuertes gritos. Estos, presa del pánico, tiraron al suelo sus garrotes y huyeron de allí.
Ellen corrió hacia la víctima de los cazadores.
Leofric estaba inconsciente y tenía en la cabeza una enorme herida que no dejaba de sangrar. Su hermana le puso la oreja derecha sobre el pecho. Su corazón latía con debilidad.
Barbagrís lamía el rostro del niño entre gemidos.
—¡Está vivo! —le gritó a Jean, que sólo había seguido a los hombres para ahuyentarlos y no dejaba de mirar con recelo en todas direcciones.
—¡Malditos puercos! —Escupió sobre la nieve con desprecio y alzó al niño por los hombros—. Cógelo de las piernas, lo llevaremos hasta el trineo. Tenemos que llevarlo a casa cuanto antes para que entre en calor y curarle las heridas.
Ellen estaba desconcertada. Por primera vez vio lo mucho que significaba Leofric para ella.
—¡Deprisa! —la apremió Jean.
—Sí, ¿qué…? Las piernas, sí.
Ellen agarró a Leofric de los pies y ayudó a Jean a cargar con él.
Barbagrís los seguía a un lado, gimoteando. El camino hasta la casa se les hizo interminable.
—¿Qué ha sucedido?
Rose, impaciente, ya los estaba esperando frente a la casa y corrió hacia ellos.
—Unos cazadores furtivos lo han atacado. ¡Ve a calentar agua, está muy malherido! —exclamó Jean.
La muchacha no preguntó más, dio media vuelta al instante y se apresuró adentro.
—Creo que las heridas de la cabeza hay que coserlas —dijo Jean después de dejar a Leofric en la yacija de paja que Rose había preparado a toda prisa.
Ellen se inclinó hacia su hermano y le acarició las lívidas mejillas. Había perdido mucha sangre por la herida de la cabeza, y el pelo se le había pegado a ella.
—Yo vi en un par de ocasiones cómo Marconde y los demás se cosían las heridas unos a otros, pero nunca llegué a hacerlo —dijo Jean a media voz—. A lo mejor deberíamos llamar a un cirujano barbero.
—El barbero de Orford es un viejo borrachín tembloroso y sucio; no es de fiar y no pienso dejar que le ponga una mano encima a Leofric. Prefiero hacerlo yo misma, aunque no lo haya intentado nunca —replicó Ellen con decisión.
Rose, entretanto, ya había ido por aguja e hilo.
—¡Yo lo haré! —exclamó con firmeza.
—¿Tú? —preguntaron Jean y Ellen a una, y la miraron con estupor.
—A Thibault lo remendé más de una vez. El cirujano barbero del joven rey me enseñó cómo se hacía, pues en los torneos él tenía demasiado quehacer. Thibault decía que mis puntadas lo desfiguraban menos, sobre todo en la cara.
—¡Puerco vanidoso! —increpó Jean.
Ellen no se dio cuenta de que se había puesto colorado al oír a Rose hablar de Thibault.
Esta se sentó con cuidado en la yacija de Leofric, se colocó un viejo paño de lana sobre la falda para no manchársela de sangre y apoyó en su regazo la cabeza del muchacho.
—Alguien tiene que sujetarlo. Ahora mismo está inconsciente, pero con el dolor de las puntadas volverá en sí y se sacudirá mucho. —Rose estaba de lo más serena, como si nunca hubiera hecho otra cosa.
—¡Ya lo sujeto yo! —Ellen se sentó junto a su hermano y le sostuvo los brazos y el delgado torso, para lo cual tuvo que tumbarse de medio lado sobre él.
Rose limpió hábilmente las costras de la herida con agua caliente, hasta que empezó a sangrar otra vez. Entonces cosió el tajo con más de una docena de puntadas.
—No me gusta nada que no se haya despertado —refunfuñó Jean al ver que Leofric no se movía.
—Todo lo que podemos hacer ahora es rezar y esperar. Si el golpe no ha sido demasiado fuerte, esperemos que despierte pronto. ¡Pobre Leofric! —Rose le dio un beso en la mejilla—. ¡Demontre, pero si está ardiendo! Tenemos que quitarle la ropa; tiene toda la espalda empapada. Jean, ve por dos mantas de lana para que podamos envolverlo en ellas.
Al quitarle los zapatos, Rose vio que tenía los dedos de los pies completamente azules a causa del frío y empezó a frotarlos con sumo cuidado.
—¡Al menos no perderá los dedos! —confirmó con alegría al cabo de un rato, cuando hubieron recuperado su color.
La primera noche fue Ellen quien veló a su hermano pequeño, después se fueron turnando para que siempre hubiera alguien junto a la yacija de Leofric. La fiebre alta le duró otros tres días, luego le bajó algo. La herida de la cabeza empezó a sanar, pero Leofric seguía sin recobrar el conocimiento. Con paciencia le fueron dando cucharadas de agua y de caldo de gallina que le bajaban por la garganta, aunque no parecía tragarlas.
—¿Por qué no despiertas de una vez? —Ellen no hacía más que apretarle la mano con desesperación, pero su hermano no se movía.
Por la mañana del décimo día, abrió los ojos. Ellen se llegó hasta la yacija loca de alegría, pero Leofric no parecía verla. Daba la sensación de que estuviera casi muerto, aunque aún respiraba.
Sintió el latir de su corazón, pero a pesar de haber abierto los ojos, parecía encontrarse aún en duermevela. La desesperanza creció en el corazón de Ellen… y también el odio hacia los cazadores furtivos que habían perpetrado aquello.
En la herrería, trabajando, echaba en falta el alegre parloteo de Leofric. ¿Volvería a estar entre ellos algún día?
Los grandes encargos se habían acabado desde que la guarnición del castillo volviera a prescindir de más hombres, puesto que reinaba la paz. Apenas se pedían armas. Cada vez más a menudo Ellen y Jean tenían que forjar sencillas herramientas para poder sobrevivir, y Ellen empezó a dudar de poder cumplir un día sus sueños y sus ambiciosas metas. A veces despertaba tan abatida que ni siquiera iba al taller. Esos días se sentaba en silencio junto al lecho de Leofric y le sostenía una mano, o caminaba sin rumbo por el bosque.
—¡Haz algo! Tienes que ocuparte de la herrería, ¡te necesitamos! —la apremió Jean un día en que de nuevo no quería trabajar.
—¿De qué va a servir? —Ellen negó con la cabeza, desanimada—. ¡Leofric no saldrá de esta!
—¡Pero tú sí, Ellen! —se rebeló Jean. Había aprendido mucho con ella y no le habría resultado difícil encontrar trabajo con cualquier herrero. También Rose podría emplearse con facilidad, pero ¿qué sería de William y Ellen si ella los dejaba marchar?—. ¡Piensa en tu hijo! Osmond habría querido que la herrería fuese para él si algo le sucediera a Leofric.
Ellen expulsó el aire entre los dientes haciendo un ruido despectivo.
—¿Y yo? ¿Quién piensa en mí? Siempre he querido esta herrería, pero no me pertenece. Nunca me ha pertenecido y nunca me pertenecerá. Tras la muerte de Osmond debía mantenerla para Leofric, y ahora ¿debo seguir manteniéndola hasta que la herede mi hijo? ¡La herrería es mía! —gritó, iracunda, y miró a Jean con una expresión desafiante.
—Pero es que eres una mujer y no puedes…
—¿Qué es lo que no puedo? ¿Ser maestra? ¿Y eso quién lo dice? —La actitud combativa de Ellen había regresado—. ¿Acaso no son los mismos que afirman que las mujeres no pueden forjar una buena espada? ¡He demostrado que eso es mentira, y lo sabes!
—Sí, tienes razón —repuso Jean con serenidad.
La puerta del taller se abrió y el pequeño William entró cojeando con timidez.
—¿Qué quieres? —preguntó Ellen, molesta.
—Los gansos —dijo el pequeño, y alzó la nariz—. ¡Me han mordido!
Ellen seguía furiosa y respiró hondo.
—¡Pues algo habrás hecho para ganártelo!
Jean sacudió la cabeza casi imperceptiblemente.
—Ven aquí, Will —dijo con cariño, y le indicó al pequeño que se le acercara. Se arrodilló y lo cogió en brazos—. A los gansos no les gusta que la gente se les acerque demasiado. No tienen armas, ni garras afiladas con que defenderse, pezuñas con que pisotear ni cuernos que clavarle a su atacante. Tampoco tienen espinas venenosas. Lo único que tienen para protegerse es su pico. Por eso arremeten contra todo lo que se les acerca, para que todo cuanto hay en este mundo les tema. —Jean le secó las lágrimas de las mejillas—. No es ninguna tontería, si lo piensas bien, ¿no te parece? Muévete despacio cuando te acerques a ellos y, si se ponen muy malos, demuéstrales que tú eres más fuerte y dales con un palo.
William asintió con valentía.
—Ve a ver a la tía Rose y dile que iremos un poco más tarde a comer, ¿quieres? —Jean le propinó al pequeño un simpático cachete en el trasero, y William obedeció con presteza. Cuando hubo salido del taller, Jean se volvió a Ellen con enojo—: ¿Por qué eres tan dura con él? ¡No lo merecía!
—¿Quieres que me salga afeminado? —rezongó Ellen.
—¡Todavía es muy pequeño!
Ellen se irguió ante Jean.
—Yo siempre he tenido que esforzarme más que los demás para conseguir, siendo muchacha, cualquier cosa que quería. A él le sucederá lo mismo. ¡Él sí que es muchacho, pero es un tullido!
—¡Ellen! —Jean frunció el ceño, enfadado.
—Puede que no te guste esa palabra, pero así es como lo ve la gente, y por eso no pienso criarlo para que sea un blando. Por todo lo que me es sagrado, te juro que le enseñaré cuanto pueda. Eso es lo único que estoy en posición de hacer por él, y ya es más de lo que mi madre hizo nunca por mí. ¡Muchísimo más!
A Jean le sorprendió ver cuán resentida estaba Ellen. Por primera vez hablaba de su madre. El odio y la decepción de su voz no podían pasarse por alto.
—La vida es dura a veces, pero ¿alguna vez me has visto pegar a William?
Jean sacudió la cabeza.
—Apenas lo ves, sólo piensas en la forja. Ni siquiera te has dado cuenta de lo mucho que le han crecido los pies en el último año, ¿verdad? ¡He tenido que hacerle dos zapatos de madera nuevos! ¿Te has fijado acaso en que tiene el pie algo más derecho? ¿Sabes cuántos dientes tiene? ¡No! No conoces a tu propio hijo. Es un chiquillo muy despierto, y no sólo tiene tu pelo rojizo, ¡también tu testarudez!
—¡Doy gracias a Dios por ello, pues la necesitará para salir adelante! ¿Me preguntas si sé cuántos dientes tiene William? Tienes razón, eso no lo sé. Pero sí sé que tenemos vestimenta y un techo que nos cobija. También sé que hemos ahorrado lo suficiente para poder sobrevivir a un invierno crudo. Y en cuanto a su pie, soy de una opinión diferente a la tuya. Creo que Dios le ha enviado esta prueba y que no le hago ningún favor a mi hijo queriendo arreglarlo. William se convertirá algún día en un gran forjador y eso es lo único que importa. ¡A nadie le molestará entonces su pie malo! —Ellen miró a Jean desafiante, luego se volvió—. Ninguno de nosotros sabe qué nos depara el día de mañana. El Señor es el único que decide si sobreviviremos o no. Sólo tienes que ver a Leofric —murmuró con tristeza.
—Recuperará la salud —dijo Jean, intentando consolarla.
—No, Jean. El Señor lo reclamará pronto; lo sé, lo presiento. —Se frotó enseguida los ojos con la mano—. Si crío a William entre algodones, ¿qué sucedería con él si algo malo me aconteciera? ¡Debe aprender cuanto antes a salir adelante él solo!
Leofric nunca despertó. Murió a primeros de marzo, en una noche fría y sin luna.
Ellen estaba sentada a su lado y no se dio cuenta. Por la mañana, al despertar, vio que ya no respiraba. Se tumbó muy pegada a él y lloró. Los recuerdos de todos los horrores que le habían acontecido en la vida se reunieron en una cascada de lágrimas que no encontraba fin.
Barbagrís la olfateó con preocupación, posó la cabeza sobre su brazo doblado, la alargó hasta su rostro y se lo lamió con fervor hasta que se hubo serenado un poco.