Abril de 1174

—Iré a arrendar un caballo a la cuadra y hoy mismo partiremos hacia Ipswich. No os podéis imaginar lo que vi ayer en Woodbridge —anunció Ellen con entusiasmo al entrar en el taller.

—¿Ya estás de vuelta?

Jean y Leofric le dirigieron una mirada inquisitiva. No la esperaban hasta el día siguiente.

—¡Un batidor de cataratas! ¿Sabéis lo que es un batidor de cataratas? —Le ardían las mejillas de entusiasmo.

—No, ni la menor idea. ¿Qué es? —fue Leofric el primero en preguntar.

—Lo he visto en el mercado de Woodbridge. ¡Ha anunciado a voz en grito que puede hacer que los ciegos recuperen la vista!

—Bah, ¿se cree acaso que es un santo? —Jean sonrió con descaro.

El joven había viajado demasiado tiempo con charlatanes para seguir creyendo en maravillas. La mayoría de los supuestos milagros no eran tales. Curaban a tullidos y devolvían al fin la vista a ciegos… que pocos días antes veían perfectamente. Los presuntos enfermos estaban empleados por quienes se hacían llamar sanadores y santos, y recibían parte de las monedas cosechadas con su éxito.

—Puede ser que no lo creas, ¡pero yo lo he visto!

—¿Sí, de verdad? —dijo Jean, tomándole el pelo.

—Aquel hombre tenía los ojos del todo blancos, igual que Osmond, pero después de que el cirujano le insertara una larga aguja en el ojo, la capa blanca desapareció, ¡y el iris volvió a ser claro! El hombre lloró de alegría y afirmó que todos los dolores que le había valido la operación habían merecido la pena. No pudo ser un engaño, ¡le vi los ojos blancos! —Ellen perseveraba con insistencia en la autenticidad del milagro—. Quiero que ese hombre opere también a Osmond, pero es caro, y con el incendio y el largo invierno no hemos podido ahorrar suficiente dinero. De modo que cabalgaré hasta Ipswich y le pediré dinero a Kenny, o incluso a Aedith, si es preciso.

Jean y Leofric se miraron por encima del hombro.

—Como quieras.

—Me pondré en camino al rayar el alba y volveré dentro de unos días. El cirujano llegará pronto a Sto Edmundsbury. Allí podríamos dormir en casa de Mildred. —Ellen les dio a ambos un beso en la mejilla—. Os las apañaréis bien sin mí, ¿verdad? Jean, si viene el sargento por las lanzas y no has acabado con ellas, dile que tiene que esperar un poco más, pues he tenido que ausentarme y estáis solos vosotros dos. Si pone el grito en el cielo, no le hagas el menor caso. Y tú, Leofric, entretanto ve limpiando las herramientas y deja el taller como una patena. ¡Que cada rincón esté limpio cuando yo vuelva!

Jean rezongó, malhumorado, mientras que Leofric prefirió contenerse. La experiencia le había enseñado que era mejor obedecer las órdenes de Ellen.

A la mañana siguiente, Ellen arrendó un caballo en los grandes establos de Orford. Por primera vez no escogió un pequeño poni, sino un gran caballo de silla para llegar antes a Ipswich.

—No tengas miedo, esta yegua es mansa como un cordero y muy indicada para jinetes poco experimentados —le aseguró el propietario mientras ensillaba y le ponía la brida a la yegua, parda y de aspecto modesto.

Cuando Simon, que estaba entregando unos cueros, se enteró de las intenciones de Ellen, se ofreció a acompañarla.

Ellen rechazó su ofrecimiento con cortesía. Quería mucho a su amigo y sabía cuánto la respetaba, pero no se sentía cómoda pensando que pasaría largos ratos a solas con él. La gente ya cuchicheaba suficiente sobre ella. Se apresuró a iniciar la marcha y consiguió llegar a Ipswich antes aún de que cayera la noche.

Fue directa a la calle de los pañeros y llamó a la puerta de Kenny. Sintió que pasaba una eternidad hasta que alguien llegó arrastrando sus pasos para abrirle.

Un mozo de aspecto rabioso apareció en la puerta.

—¿Qué se os ofrece? —preguntó de mala gana.

—Quisiera ver a mi hermano.

—¿Vuestro hermano? —preguntó, irritado.

—Sí, quiero ver a Kenny.

—Vaya, no sabía que Kenny tuviera una tercera hermana-rezongó. —Pasad si queréis, pero no os agradará ver a vuestro señor hermano—. Iluminó el angosto corredor con un pequeño farol. —El camino es largo, seguidme.

El farolillo se balanceaba hacia atrás y hacia delante en su mano.

Ellen, temerosa, se preguntó qué habría querido decir el mozo con aquel comentario, pero lo siguió hacia lo alto de una empinada escalera de madera.

La puerta del despacho de Kenny se abrió con un fuerte chirrido. Lo primero que vio Ellen fue la gigantesca montaña de rollos de documentos sobre la gran mesa de roble, después descubrió a su hermano allí detrás. Debía de tener ya unos diecisiete años, pero parecía mayor. Tenía asido con ansia un vaso de plata. Bebió de él, entrecerró los ojos y sacó la cabeza un poco hacia delante.

—¿Ellen? —Dio un trago más. Le cayó vino encarnado por el mentón—. ¡Me alegro de que Aedith no mintiera y que sea cierto que estás con vida! —masculló. Dejó el vaso, se limpió la boca con la manga y eructó—. Beberé hasta la última gota. No tengo más que deudas. Tres barcos cargados he perdido en los últimos dos años —se lamentó con autocompasión—. Y, desde que el abuelo muriera también, los pocos clientes que nos quedaban han desaparecido. —Miró a Ellen con ojos vidriosos—. Voy a perder la casa. Tengo a los acreedores sobre mí y no puedo hacer nada. Acabaré en la ruina. No valgo para nada, ni para herrero ni para mercader. —Kenny dio otro sorbo del vaso con desesperación—. ¿Y tú qué quieres? —increpó a su hermana—. ¿Quieres que te dé dinero, como todos? —Soltó una cruda carcajada y se echó al coleto lo que quedaba de vino.

Ellen no dijo palabra sobre el motivo de su visita. No era el momento oportuno para hablar sobre los males de otro. Se acercó a él, posó las manos en sus hombros y lo miró con insistencia.

—Siempre que quieras, puedes volver a casa. Osmond estará contento de recibirte, lo sabes, ¿verdad?

Kenny gimió.

—Quisiera que se me tragara la tierra.

—Eras muy joven para cargar con tanta responsabilidad. Si el abuelo hubiese podido estar más tiempo contigo para ayudarte, todo habría sido distinto. Por favor, Kenny, siempre hay una solución, ¡pero ahí no la encontrarás! —Ellen señaló el vaso de plata—. ¿Puedo quedarme aquí esta noche? Mañana quisiera ir a ver a Aedith. Tú sabes dónde vive, ¿verdad?

—Desde luego que lo sé. Todavía tengo que entregarle unas telas. Ya están pagadas, por desgracia, y yo no tengo ni un rollo decente que entregarle.

—Es tu hermana —dijo Ellen, intentando tranquilizarlo.

—¡Y, si su marido no fuese una persona tan sensata, ya me habría llevado al patíbulo sin pestañear!

—Eres muy duro, Kenny —lo reprendió Ellen.

—Soy blando y suave como una pluma en comparación con ella, pero ya lo verás. No importa por qué quieras ir a verla mañana, te tratará igual que si fueras basura. Lo hace con todo el mundo. Te acompañaré hasta su casa, pero no pienso entrar contigo. —Apartó la mirada y, sacudiendo la cabeza, masculló—: No, no pienso entrar ahí.

Aunque Kenny le había adjudicado la alcoba del abuelo, la que tenía la cama grande, muchos almohadones y una suave cubierta de cama acolchada, Ellen no durmió bien. Reflexionó mucho sobre sus intenciones. ¿Y si Aedith se negaba a ayudarla? Además, ¿qué sucedería con Kenny? Tendría que animarlo a regresar a Orford. Tal vez pudiera echarles una mano en la herrería; a fin de cuentas era hijo de Osmond y no resultaría del todo inútil… Por la mañana se lavó la cara, el cuello y las manos, sacó de su fardo un saquito lleno de hierbas y se lavó los dientes. Con un trago de agua, las hierbas dejaban buen sabor en la boca. Ellen se puso el vestido verde. Había contado con tener que ir a visitar a Aedith y lo había llevado consigo para dar mejor impresión ante su hermana. Lo cierto era que el vestido no se correspondía con la moda, pero la tela tenía un bonito brillo y, al contrario que el resto de su ropa, estaba limpio y no tenía quemaduras. Ellen se peinó los rizos con los dedos y los recogió con una cinta verde.

Kenny la acompañó hasta la casa de Aedith. Tenía un aspecto horrible; el exceso de vino y las cuitas económicas le habían dejado profundas sombras bajo los ojos hinchados.

—Te esperaré ahí detrás. No creo que tardes mucho. —Rio con amargura—. Lo mismo da qué quieras de ella: te escuchará y luego te echará a patadas —profetizó.

Ellen se acercó a la gran puerta y llamó. Al instante apareció un mozo bien vestido y preguntó con educación qué deseaba. Hizo pasar a Ellen al patio y la miró de arriba abajo. Parecía dudar que pudiera ser la hermana de su señora. Le rogó que aguardara y se apresuró a perderse en el interior de la casa. Aedith no tardó en llegar.

—¡Ellen! —dijo con una sonrisa, aunque su voz sonó gélida como una noche invernal. Se acercó un par de pasos a su hermana—. Deja que te vea… —La cogió de las manos y la miró de pies a cabeza—. ¡Bueno, de todas formas me gustas más así que vestida de muchacho! —comentó con agudeza.

—¡Se te ve muy bien, Aedith! —Ellen se esforzó por hablarle con cariño.

—Es comprensible, a fin de cuentas hago mucho por estarlo. Afortunadamente no tengo hijos. ¡Le arruinan a una la figura! —exclamó con estridencia.

«Kenny tenía razón —pensó Ellen—, sigue siendo la misma bruja de siempre».

—He venido a pedirte ayuda. No para mí —añadió enseguida, al ver que los ojos de su hermana se encogían hasta convertirse en pequeñas ranuras molestas.

—Si te envía el sinvergüenza de Kenny, voy a tener que decepcionarte. No va a sacarme ni un penique más. Le pagué por adelantado el último pedido porque me lo suplicó, y a buen seguro que jamás llegaré a ver esa tela. —Aedith había retrocedido un paso y contemplaba a Ellen como si fuese una traidora.

—He sabido de los apuros de Kenny. Es probable que lleves razón con tus sospechas en cuanto a ese paño, pero no he venido por él, sino por Osmond.

—¿Y ese qué quiere? —Su voz sonó recelosa.

Ellen tuvo que dominarse muchísimo para no propinarle una patada en la espinilla.

—Está ciego, Aedith. Quiero llevarlo a que le batan las cataratas. ¿Has visto alguna vez cómo les devuelven la vista a los ciegos?

—Bah —espetó su hermana.

—El batidor de cataratas pide mucho dinero. Yo trabajo para Osmond y tenemos suficientes encargos, pero este año el invierno ha sido largo y crudo. Además, hace un tiempo hubo un incendio en la herrería. La he reconstruido, pero me ha costado todos mis ahorros. Por eso no hemos podido ir juntando demasiado. Nos faltan ocho chelines para poder llevar a padre a que le operen.

—Mi marido es viejo y feo; pago muy caro mi bienestar. ¡Y vosotros os atrevéis a venir aquí a pedirme limosna! ¿Acaso creéis que soy una necia? ¿Creéis que no sé que lo único que queréis es daros una buena vida con mi dinero?

Ellen se quedó perpleja por lo que su hermana pensaba de ellos.

—¡Te equivocas, Aedith! Lo único que quiero es que Osmond vuelva a ver —aclaró Ellen. Sin embargo, al ver la amarga expresión de su hermana, se dio por vencida—. Qué más da, Aedith, olvídate de que he venido siquiera. Olvida quiénes somos y de dónde procedes. Juntaré ese dinero y lo llevaré al batidor de cataratas el año que viene. —Ellen dio media vuelta, dejó a su hermana allí plantada y cerró la gran puerta con enfado al salir a la calle—. ¡Menuda cretina! —exclamó, y regresó a la esquina en la que Kenny la estaba esperando—. Debería haberte hecho caso. Menuda…

—No merece que te alteres por ella. No me has dicho qué querías pedirle, pero sabía que no te ayudaría. Así es siempre. Yo creo que disfruta siendo mala.

Ellen guardó silencio. Estaba demasiado furiosa para seguir pensando en Aedith. En lugar de eso, le pidió permiso a su hermano para quedarse una noche más en su casa y compró una empanada de carne, harina, huevos y una hogaza de pan, pues la alacena de Kenny estaba vacía. Poco antes de que oscureciera, alguien llamó a su puerta. Un momento después, el viejo mozo le pidió a Ellen que bajara.

En el salón, frío y sin caldear, había un hombre de edad avanzada y vestido con elegancia sentado en la butaca de Kenny. Al ver entrar a Ellen, se levantó con esfuerzo y la saludó cortésmente. Era más bajo que ella y parecía frágil. Su arrugado semblante estaba enmarcado por un pelo ralo que le caía hasta los hombros en mechones canos. Casi no tenía dientes en la boca, pero aun así, el anciano parecía venerable.

—Soy vuestro cuñado —dijo, presentándose.

Su voz imperiosa se contradecía con su delicado aspecto. Ellen no ataba cabos.

—Aedith es mi esposa —explicó el hombre con una sonrisa de satisfacción.

La muchacha lo miró con asombro.

—Me han informado de vuestra conversación con ella este mediodía. —Estaba apoyado con ambas manos en el pomo plateado de su bastón de ébano y se inclinó un poco hacia ella—. Aedith es una belleza, pero eso es lo único que habla en su favor. No me extraña que no me haya dado ningún hijo, pues es avara hasta extremos increíbles. —Tosió un poco y sonrió con tristeza—. ¡Incluso con mi dinero!

Ellen intentó adivinar quién le habría informado de aquella conversación y sospechó del mozo que le había abierto la puerta.

—Os ha negado el dinero para el batidor de cataratas. Para su propio padre. —Zarandeó la cabeza, como si no diera crédito—. Si se hubiera tratado de mí y ella hubiese tenido la mano en la escarcela, no habría obrado de otro modo. No tiene corazón. —Sacó un monedero de cuero y se lo dio a Ellen—. Sé que vuestro hermano no puede ayudaros; está con el agua al cuello —dijo con cariño, y se aclaró la voz—. Para sacar de quicio a Aedith, pienso comprar todos sus pagarés y quemarlos. Además le enviaré a alguien que lo ayude a llevar el negocio durante una temporada. Lo he estado observando; es hacendoso y no le faltan aptitudes, pero ha tenido muy mala suerte.

Ellen miró al anciano con desconfianza.

—¿Por qué hacéis todo esto?

—No tengo ningún hijo. —Tosió de forma forzada—. ¿Debo dejarle a ella todo en herencia el día que muera? Por eso me gusta hacer alguna buena obra de vez en cuando. Por mi salvación eterna, ¿comprendéis? —Volvió a toser—. Aun así, a ella le quedará suficiente. No le digáis nada a vuestro hermano sobre esta conversación.

—¿Por qué no? —preguntó Ellen con recelo.

—Un niño como él es capaz de rechazar una mano auxiliadora por vanidad o un orgullo malentendido. Pero no os preocupéis, a su debido tiempo sabrá de dónde ha llegado la ayuda. También yo fui joven una vez. No sé qué habría hecho en su lugar si mi cuñado de improviso hubiese adoptado el papel de benefactor. —Sonrió ensimismado, recordando su juventud. Soltó una tos metálica—. Aceptad el dinero y ocupaos de que vuestro padre recupere la vista. Y, si pregunta de dónde lo habéis sacado, decidle que es de Kenny.

El anciano se puso en pie con dificultad y caminó hacia la puerta con un paso asombrosamente vigoroso.

Ellen lo siguió. Su cuñado se volvió una última vez hacia ella:

—Vuestra buena fama os precede, forjadora. ¡Llegaréis muy lejos! —Le acarició la mejilla con una mano arrugada, sonrió y salió de la casa.

Ellen se quedó allí de pie, paralizada, y tardó un buen rato en recobrar el sentido. ¿De qué fama hablaba? ¿Sabía más cosas sobre ella? Abrió el monedero con manos temblorosas. ¡Doce chelines! El viejo mercader de sedas había sido más que generoso. ¿Qué tendría previsto hacer con Kenny? Ellen decidió aceptar aquel gesto generoso sin devanarse más los sesos. Le dejó a Kenny un chelín, el resto se lo escondió bajo la rapa y se dispuso a volver a casa.

—Aún tenemos tiempo para llevarte a Sto Edmundsbury —le dijo a Osmond nada más llegar, y le habló del batidor de cataratas.

—Ay, niña, ¿para qué vamos a tirar todo ese dinero? —Osmond movió la cabeza de lado a lado—. Es un derroche. De todos modos ya no viviré muchos más años.

—Pero ¿qué estás diciendo? —Ellen lo sacó con decisión por la puerta del taller—. Serás el hombre más feliz del mundo cuando al fin puedas ver a tu nieto.

Osmond respiró hondo y calló. Tenía miedo de la esperanza que sentía crecer en su pecho, y más aún de la decepción en caso de que no consiguieran liberarlo de su ceguera.

Ellen arrendó dos ponis y se pusieron en camino de inmediato.

Cuando llegaron a Sto Edmundsbury, tres días después, Ellen apenas podía cerrar la boca de asombro. Una abadía gigantesca, magnífica y majestuosa dominaba la ostentosa ciudad enclavada entre huertas de frutales, pastos y bosques. Rodearon la población por el suroeste y poco después del mediodía llegaron a la herrería de Isaac, el marido de Mildred, que se encontraba en un pequeño claro.

Mildred estaba sentada frente a la casa, desplumando una gallina en el tibio aire primaveral, cuando los dos llegaron a caballo. Ella se acercó con alegría a los inesperados visitantes y los abrazó para darles la bienvenida. Después enderezó el banco para que ambos pudieran sentarse a la mesa y les sacó una jarra de agua fresca.

—¡Vuelvo a estar encinta! —le susurró a Ellen al oído.

Mildred había dado a luz un niño muerto el invierno anterior, y algo más de un año antes le había nacido uno demasiado pronto. Marie, su única hija hasta la fecha, ya tenía casi cuatro años, y no había nada que Mildred deseara más que darle al fin un varón a su marido.

Ellen le dio un beso en la mejilla y le apretó la mano.

—Esta vez todo irá bien —le musitó a su vez.

—¡Al que no ve, se le aguza el oído! —gruñó Osmond, y se echó a reír—. ¡Yo tampoco tendría nada que oponer a otro nietecito!

Mildred se sonrojó.

—¡Perdona, padre! —y se manoseó un mechón con nerviosismo.

—No pasa nada, hija —la tranquilizó Osmond.

Mildred se puso de pie enseguida y fue por algo para comer.

—Queremos ir a la feria sin demora. ¿Podemos quedamos un par de días? —preguntó Ellen sin explicarle nada a Mildred sobre el motivo de su visita.

—¿Y tenéis que preguntarlo? Me enfadaría muchísimo si desaparecierais nada más llegar.

—Tendríamos que dejar aquí los caballos e ir a pie —sugirió Ellen.

Osmond asintió. Recordaba Sto Edmundsbury muy bien. La herrería no quedaba lejos de la puerta occidental de la muralla de la ciudad. Recorrerían sin mayor problema el camino hasta la feria.

Ellen le puso un bastón en la mano y echaron a andar. Llegados a la feria, miró en derredor.

A un lado de la abarrotada plaza había un gran estrado de madera. Allí trabajaban un sacamuelas, un cirujano barbero y el batidor de cataratas. Un poco más allá, charlatanes y juglares ofrecían sus farsas para hacer reír al público. De vez en cuando, los gritos estremecedores de los enfermos acallaban las alegres risas y el bullicio de los espectadores.

Ellen se abrió camino entre la muchedumbre guiando a Osmond tras de sí. Dejó atrás a los curiosos y llamó la atención del batidor de cataratas. Acto seguido le comunicó su deseo.

El hombre, delgado, con un cabello cano que casi le alcanzaba hasta los hombros y el rostro bien rasurado, se inclinó hacia ella desde la tarima.

—Examinaré a vuestro padre. Si considero que puedo serle de ayuda, con gusto lo operaré. ¡Subidlo aquí! —ordenó con afabilidad.

Ellen ayudó a Osmond a subir los escalones de madera, que crujían. El batidor observó con detenimiento los ojos de Osmond.

—Creo que podemos aventuramos. Si consigo hacer a un lado los humores corrompidos que enturbian sus ojos y logro que no los cubran de nuevo, ¡hoy mismo podrá volver a veros! —exclamó, en voz bien alta para que los curiosos de la concurrencia pudieran oírlo, y le dijo a Ellen cuál sería el precio.

Un murmullo recorrió la muchedumbre, la gente se apretó para acercarse más al estrado y no perderse nada.

—¿Podréis sujetarlo vos misma, o debo buscar a un hombre fornido que lo tenga quieto?

—Decidme tan sólo lo que debo hacer. —Ellen lo miró fijamente a los ojos.

—Sentad a vuestro padre en esta silla y colocaos tras él.

El cirujano se acercó una segunda silla, la empujó un poco hacia aquí y hacia allá hasta quedar justo delante del paciente y tomó asiento.

—Sujetadle la cabeza con firmeza entre vuestras manos y empujadlo con fuerza contra vuestro pecho, de manera que no pueda moverse, pues lo intentará. Se sacudirá, a buen seguro gritará también, pero vos no debéis soltarlo, ¿me oís? —La miró con insistencia—. ¿Podréis hacerlo?

Ellen asintió, aunque sintió un leve mareo en el estómago.

—¡Me agarrará bien, por algo es mi hija! —exclamó Osmond con orgullo, y le dio unas palmaditas a Ellen en la mano.

Él mismo parecía estar bastante tranquilo y no tener ni una pizca de miedo.

—Ahora os introduciré una aguja en el ojo. Os dolerá, pero no durará mucho. ¡Después, quiéralo Dios, volveréis a ver a vuestra hija! —dijo el batidor de cataratas para infundir valor a su paciente.

Colocó la mano izquierda en la frente de Osmond, con el pulgar y el índice le abrió por completo el párpado del ojo derecho y con sus dedos delgados y gráciles sujetó el globo ocular de manera que no pudiera moverse. En la mano derecha sostenía la fina aguja de catarata, cuya cabeza era ligeramente redondeada. Se la llevó a la boca, la humedeció con su saliva y la hendió de lado en el blanco del ojo.

Osmond se estremeció. Profirió un breve quejido cuando la aguja le perforó, pero no emitió más sonido que ese.

El público guardaba un silencio cada vez más absoluto.

Hasta la última fibra del cuerpo de Osmond parecía tensa.

El cirujano hizo penetrar la aguja hasta que vio aparecer la punta tras la pupila y entonces la movió de arriba abajo para retirar la catarata, aguantó ahí un momento para que no volviera a subir y finalmente sacó la aguja. Para terminar, cubrió el ojo de Osmond con un apósito empapado en vino fuerte.

—Bebed un trago, os hará bien. —Le alcanzó a Osmond un pequeño vaso de ese mismo vino—. ¡Pero despacio! —advirtió. Osmond se echó varios traguitos y se relajó un poco—. Enseguida habremos acabado —lo tranquilizó el batidor.

Cogió la aguja con la mano izquierda y realizó la misma operación con la otra catarata. Cuando hubo terminado, le quitó el apósito del primer ojo y cubrió con él el segundo.

—¿Podéis ver algo ya?

Osmond parpadeó y volvió la cabeza.

—¡Ellenweore! —exclamó sin apenas voz.

Se echó a llorar de alegría y extendió los brazos.

Al ver a su padre, Mildred apenas podía creerlo.

—¿Qué te ha pasado en los ojos? —preguntó con asombro. Osmond explicó con todo detalle cómo el cirujano le había batido las cataratas y lo había liberado de su ceguera.

—No veo tan bien como un hombre joven, ¡pero veo! —Sonrió con alegría—. Alabado sea Dios por poder volver a veros, y también a mis nietos. ¿Dónde está Marie? ¡Hace mucho que no he podido ver bien a esa chiquilla!

Mientras Osmond y Mildred aguardaban en la cocina y Marie cabalgaba en las rodillas de su abuelo, Ellen quiso hacer una visita a la herrería.

—Ve. Isaac sabe que estáis aquí. —Mildred rio y la echó de allí con gestos.

Cuando Ellen entró en el taller, Isaac se estaba peleando con una pieza para la que le habría venido muy bien un ayudante.

—¿Quieres que la sostenga? —preguntó Ellen, y se colocó a su lado. Su cuñado le sacaba casi una cabeza, tenía una espalda ancha y era apuesto—. ¡Soy Ellenweore! —añadió, sonriendo.

—Ajá, la cuñada herrera. —Isaac no parecía precisamente alegrarse de conocerla—. Bueno, si quieres, puedes sujetar —dijo desde su altura.

Ellen se molestó un tanto por ese tono: habría podido mostrarse un poco más amable. Miró en derredor y cogió uno de los mandiles de cuero que colgaban de un poste junto a la fragua. Isaac modelaba la pieza con destreza. Tenía un buen ritmo, pero trabajaba con golpes más imperiosos que Ellen. Obedeciendo a un gesto suyo, esta volvió a meter el hierro en las brasas. Su cuñado la miró con menosprecio.

—La verdad sea dicha, no tengo en mucho el trabajo de las mujeres en la fragua. En el fogón me gustan más.

—¡De nada! —exclamó Ellen, y se quitó el mandil—. ¡Entonces será mejor que sigas solo! Si prefieres torturarte…

Dio media vuelta para salir del taller.

—¡A eso mismo me refiero! Las mujeres se rinden enseguida y son demasiado pendencieras para dedicarse a oficios de hombres.

Ellen respiró hondo y regresó a la casa.

—Tu marido no me quería en la herrería. Le parece que las mujeres tienen que atender el fogón —espetó.

—Si supiera cómo cocinas, seguro que no te habría dicho eso. —Mildred sonrió, y también Osmond, que no logró reprimir una risilla.

—Oh, sois imposibles. Si supiera lo bien que forjo…

—Tampoco lo habría reconocido. En eso tienes toda la razón; cielo —afirmó Osmond con ternura—. Hay hombres que no soportan tener cerca a una mujer habilidosa.

—Nunca me casaré. No soportaría verme atada al fogón.

—Pero si ya estuviste casada una vez. ¿No era así tu marido? —preguntó Mildred con cierto asombro.

Ellen se puso colorada al recordar que les había mentido a todos.

—Jocelyn era muy diferente. Me enseñó muchísimas cosas, y me habría dejado trabajar siempre que hubiera querido. Pero no tuvo ocasión —balbuceó, abatida.

—Perdona, no tendría que haberlo mencionado —dijo Mildred al ver que su hermana tenía lágrimas en los ojos.

En cuanto Ellen entraba en el taller, Isaac sacaba lo peor de sí. Cuando estaba en la casa, sin embargo, la trataba con simpatía, hacía chanzas y le reía con cariño.

Su rostro poseía cierta cualidad juvenil a pesar de que ya tenía casi treinta años. Al sonreír, los ojos se le cerraban de tal manera que se convertían en unas pequeñas ranuras. Sus iris castaños miraban con afabilidad y refulgían con diversión cuando rezongaba o se burlaba de algo.

Los días junto a Mildred pasaron deprisa, y Ellen y Osmond no tardaron en emprender el camino de vuelta.

Mildred los abrazó a ambos con fuerza.

—¡Me alegro mucho de que te hayas ocupado del taller de padre! ¡Está muy orgulloso de ti! —le susurró a Ellen al oído al despedirse.