Ellen estaba sentada en la orilla del Ore, contemplando los destellos del ancho río. El agua se enredaba entre las cañas de las márgenes. La joven se protegió los ojos del sol con una mano y miró al otro lado de la extensa pradera que limitaba con el río. A lo lejos vio a un hombre cuyos andares ligeros le recordaron a su amigo de la infancia.
—Simon —susurró, sonriendo.
En la última semana había pensado mucho en él, pero no había encontrado tiempo para ir a visitarlo. De pronto se preguntó si no habría sido más la falta de ganas que de tiempo lo que se lo había impedido. Se puso de pie con decisión: ese día sí lo intentaría. Se secó en la hierba las gotas de agua que le mojaban los pies y se calzó los zapatos.
El recuerdo del día de su huida la asaltó al cruzar, poco después, el henar que había cerca de la herrería. En lo alto de la colina, la hierba estaba igual de alta que aquel día, pero esta vez, como mujer adulta, tan sólo le alcanzaba hasta las caderas. Sin pensar muy bien qué hacía, en lugar de ir a la curtiduría Ellen echó a andar en dirección a la vieja cabaña. Llegó a la linde del bosque mucho más deprisa que en sus recuerdos. Al ver la choza se detuvo, paralizada. Todo el cuerpo se le puso como carne de gallina, pese a que hacía bastante calor. La vieja cabaña estaba hecha una ruina. El tejado no consistía más que en agujeros por los que sobresalían los brotes de un joven abedul. La puerta estaba reventada y el interior, invadido por maleza, ortigas y cardos.
—Últimamente vengo mucho por aquí —oyó que decía una voz profunda.
Sobresaltada, se volvió sobre sí misma. Por un momento temió encontrarse con sir Miles, y el mismo pavor de aquel entonces le apresó la garganta. El hombre cuya voz había oído era algo más alto que ella, esbelto y con brazos fuertes. Ellen dudó unos instantes.
—¿Simon? —Acabó reconociéndolo por su sonrisa; un pequeño hoyuelo se hundía en su mejilla izquierda.
—Hace días que quería ir a verte. —Se rascó detrás de la oreja, nervioso.
—Igual que yo. Ha pasado mucho tiempo —repuso ella en voz baja.
—Sigues teniéndolo de un rojizo brillante… —Simon señaló a su cabello—. Estás muy guapa.
Su pie removía el polvo del suelo con torpeza. Ellen no sabía qué responder a eso, de modo que guardó silencio.
—¿Vienes? Mi madre se alegrará mucho… —Se puso colorado—. ¡Seguro que no reconocerás a mis hermanos! Ya son hombres hechos y derechos. Incluso a Michaelle está empezando a salir una pelusilla por barba, y no era más que un renacuajo cuando tú… te marchaste.
—Te marchaste —masculló Ellen—. «Te echaron» se ajusta más a la realidad —dijo en voz baja.
O Simon no la había oído o hizo como si nada. Como quiera que fuese, no aventuró ningún comentario.
Ellen lo siguió en silencio por el mismo camino que atravesaba el bosque y que habían recorrido aquel día a la carrera. El sol se colaba por entre los árboles y confería al sendero una luz tenue y serena. Soplaba una leve brisa fresca. Las abejas zumbaban, tan hacendosas como entonces, pero algo había cambiado. Ya no tenían nada que temer. Habían crecido y nadie los perseguía.
—Había olvidado lo bonito que es todo esto.
Simon la miró y asintió.
—Desde que él se fue. Antes nunca se podía estar seguro de nada. Durante mucho tiempo tuve miedo de que me sucediera lo mismo que a Aelfgiva. ¿Tuviste noticias? —Se frotó la nariz con el mismo gesto de antes.
Ellen asintió.
—Osmond me ha hablado de ello, pero él no tenía detalles. ¿Tú sabes algo más?
—Después de que te fueras, dejó tu ropa manchada de sangre en el pantano. A mí me explicó lo que había sucedido en realidad, y yo le juré no decirle nada a nadie. ¡Y no lo hice, palabra de honor! —Simon se había quedado parado y miró a Ellen a los ojos con seriedad—. ¡Tienes que creerme, jamás os delaté!
—No pasa nada, Simon —murmuró ella para tranquilizarlo. En aquella época había confiado en él, y todavía seguía haciéndolo.
—Cuando los hombres de sir Miles encontraron tu ropa, dijeron que te habían devorado los espíritus de la ciénaga. Yo me froté los ojos hasta que se me pusieron rojos y fingí llorar. Todos lo creyeron, incluso mi madre. Hasta el verano siguiente hubo paz, nadie habló más de ti, como si nunca hubieses existido. Hasta que un día Aedith vino de visita y le contó a tu madre que te había visto en Ipswich, disfrazada de muchacho. Poco después encontraron a Aelfgiva no muy lejos de su cabaña. La habían tratado con saña; tenía la mandíbula completamente destrozada y el rostro tan deformado que estaba irreconocible.
Ellen sintió que el horror le hacía un nudo en la garganta.
—Me lo explicó mi padre, que estuvo allí cuando la encontraron. Durante mucho tiempo después no me alejé ni un paso de la curtiduría. Más adelante comprendí lo absurdo que era. ¡Como si mi padre hubiese podido detener a sir Miles si este hubiese querido prenderme! Una vez llegué a encontrarme con él. Yo estaba cortando leña con mi padre. Tendrías que haber visto la mirada de sir Miles; casi me lo hice encima, y enseguida miré al suelo. Creía que había olido mi miedo, pero lo cierto es que no sé si me reconoció siquiera. Seguramente nunca supo por qué le tenía tanto miedo. ¡Dios santo, cómo odiaba a ese canalla! —Simon escupió al suelo con desprecio—. No volví a sentirme libre y seguro hasta que ese malnacido se marchó.
Ellen se había quedado blanca.
—Yo tengo la culpa de que Aelfgiva esté muerta —susurró abatida.
—¡Qué disparate! —repuso Simon—. Los culpables son sir Miles y tu madre, no tú.
—Pero si hubiera intentado evitar a Aedith en Ipswich, en lugar de ponerle la zancadilla, a Aelfgiva no le habría pasado nada.
—¡Deja de lamentarte, Ellen! No podías saber lo que iba a pasar. A tu madre tampoco le reportó ningún bien. No habían pasado más de tres semanas después de la muerte de Aelfgiva, poco después de que naciera Leofric, cuando falleció. Muchas veces me he preguntado si no será hijo de sir Miles…
—Por fortuna se parece mucho a Osmond. De no ser así, no sé si habría soportado vivir bajo el mismo techo que él.
Ambos paseaban con lentitud. El intenso aroma de la casca se olía ya en el aire.
—Tampoco sir Miles tuvo suerte. Al cabo de un año de la muerte de Aelfgiva, más o menos, tuvo un accidente de cacería. Cayó del caballo y casi se partió el cuello. Después de eso ya no pudo caminar y, cuando el rey mandó al demonio a Thomas Becket, él fue el primero de sus hombres que desapareció de Orford. Estoy seguro de que Aelfgiva los maldijo a ambos al ver llegar su hora. —Simon puso una expresión de contento.
Tampoco Ellen tenía nada que objetar a esa clase de justicia.
El trabajo duro había hecho enflaquecer más aún a la madre de Simon, que, por lo demás, había cambiado sorprendentemente poco. Seguía oliendo igual de fuerte y, en cuanto vio a su hijo, le sonrió con amor, como siempre.
Cuando Ellen se acercó a ella, entornó la mirada.
—¡Por todo lo sagrado! —exclamó—. ¡Entonces es cierto, Ellenweore! Se te ve muy bien, y llena de vida. —Sonrió, alegre de verla.
Un solo diente se aferraba a su mandíbula superior, dos a la inferior. El resto debía de habérsele caído. La abrazó con sincera alegría y la estrechó con fuerza entre sus brazos. El fuerte olor de la curtidora casi le revolvió el estómago. Sin embargo, se esforzó por ser afable con la mujer y sonreír.
—Es que me va muy bien; vuelvo a trabajar en la herrería.
Ellen se separó un poco de la curtidora.
—El cepillero fue el primero en comentar de pasada que en la herrería había una pelirroja, pero yo no podía creer que fueras tú de verdad. —Se volvió hacia su hijo—: Simon, ¿tú lo sabías?
—Hmmm —repuso él con timidez.
—¿Y todavía no habías ido a verla? —La madre de Simon rio sin dar crédito—. ¡Nunca te ha olvidado, Ellenweore, su corazón siempre ha sido tuyo!
Ellen se ruborizó.
—Creo que tengo que volver a casa; nadie sabe dónde estoy y Osmond enseguida se preocupa —balbuceó.
—¡Quién podría reprochárselo! —La madre de Simon asintió con comprensión y le acarició la mejilla con sus dedos nudosos.
Ellen sonrió de mala gana y se despidió de ella.
—¡Te acompaño un trozo! —ofreció Simon.
—No hace falta, de veras. —Ellen no lo miró a los ojos.
—Claro que sí, ¡te llevo! —insistió él—. Hasta que no me asegure de que has llegado a casa sana y salva, no podré pegar ojo.
La tierna mirada de Simon de pronto le resultaba insoportable.