Ellen se detuvo en la ruta de Orford y se quedó plantada en mitad del camino. Se llevó una mano a la frente con enfado para poder ver hasta bien lejos a pesar de que la luz la deslumbraba, y después miró con atención en derredor.
—¿Qué sucede? —preguntó Jean, que no veía nada fuera de lo común.
—¡El castillo! —Ellen señaló a lo lejos—. ¡Debemos de haber cogido un camino equivocado!
—No, no puede ser. —Jean la miró con enojo—. El monje ha dicho que no dejásemos esta senda. ¡De hecho, debemos de estar muy cerca ya!
—¡Pero es que en Orford nunca ha habido un castillo de piedra!
—A lo mejor es que no lo recuerdas.
—¡Qué disparate! —Ellen estaba inquieta.
—Acaso lo hayan levantado mientras tú has estado fuera —terció Rose.
Ellen masculló algunas palabras incomprensibles y echó a andar de nuevo.
Cuanto más se acercaban al castillo, más evidente resultaba que lo habían acabado de construir hacía poco. Las vastas murallas de piedra y el adarve, de oscura madera de roble, parecían aún por estrenar. El puente de roca que salvaba el foso de agua todavía no estaba acabado. Se acercaron a la construcción con curiosidad y miraron por la puerta abierta. La torre principal tenía una forma desacostumbrada: parecía que hubiesen levantado tres torres cuadradas y una antecámara alrededor de una gran torre redonda.
—¿Alguna vez habías visto una torre así? —preguntó Jean.
Ellen negó moviendo la cabeza y la miró con detenimiento. Le habría gustado mucho acercarse más, pero el centinela de la puerta la miró con desdén. Se volvió hacia Jean.
—¡Qué genialidad! Las esquinas de una torre cuadrada corriente pueden socavarse con facilidad; de esa forma se puede derrumbar toda una torre del homenaje. Sería mucho más difícil hacer caer esta —explicó Ellen con entusiasmo.
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Jean, boquiabierto.
—¡Por Guillaume!
Ellen suspiró y Jean asintió con elocuencia.
—¿Tienes idea de quién puede haber construido el castillo?
La muchacha sacudió la cabeza.
—No, pero seguro que Osmond podrá explicamos muchas cosas al respecto. Venid, vamos de una vez a la herrería. Estoy impaciente por volver a verlos a todos.
Ellen todavía recordaba con detalle el camino hasta su casa. En un punto en que la senda se bifurcaba dudó un momento. Hacia la derecha se iba a la cabaña de los curtidores. ¿Qué habría sido de Simon? Con paso decidido tomó por fin el camino que llevaba hacia la izquierda, en dirección a la herrería de su padre. El taller y la casa seguían en pie, no habían cambiado un ápice. Ellen tuvo la sensación de haberse ido de allí el día anterior.
Se estremeció al ver que la puerta del taller se abría y del interior salía un niño. Era más o menos de la misma edad que ella en aquel entonces, cuando había huido de Orford. El chiquillo era la viva imagen de Osmond. Ellen suspiró con alivio. ¡Al menos Leofrun no le había endilgado un bastardo de sir Miles! El chiquillo cruzó corriendo hacia la casa. Poco después salió de allí una mujer. Al principio, Ellen temió que fuera su madre, pero después echó a correr hacia ella.
—¿Mildred? ¡Mildred! —exclamó echando a correr hacia su hermana.
Jean y Rose, que llevaba al pequeño William, se acercaron también despacio.
Las dos hermanas se abrazaron dando gritos de alegría.
—¡Ellenweore!
Mildred le acarició las mejillas con cariño, como si fuera la mayor.
La puerta de la casa se abrió y el chiquillo salió de nuevo.
Mildred le hizo una seña para que se acercara.
—Este es nuestro hermano Leofric —dijo, y cogió a Ellen de la mano—. Leofric, esta es Ellenweore, ya te había hablado de ella, ¿te acuerdas?
El niño asintió con timidez y le ofreció su mano.
Ellen la estrechó breve e imperiosamente.
—¿Y cómo está Osmond? —Ellen volvió a mirar a Mildred—. ¿Y madre?
—Madre murió poco después de que naciera Leofric, y padre se ha quedado casi ciego. Ya no puede trabajar. Tiene un oficial, pero… —Mildred sacudió la cabeza con desaprobación—. No sirve para mucho. En cuanto me ausento, se crece como si él fuera el maestro. Y yo no puedo estar siempre ahí dentro. ¡A la postre, tengo que cuidar de mi propia familia! —Acercó a Ellen algo más hacia sí—: ¡Pero cuéntame! ¿Qué ha sido de ti? ¿Por qué desapareciste de aquella manera?
—Te lo explicaré todo más tarde, Mildred. Primero quiero presentarte a mis amigos Rose y Jean. Y ese gusanito de ahí es mi hijo.
—¿Te has desposado? Ay, qué maravilla. ¡Cuenta! ¿Quién es él? ¿Dónde está?
Ellen sintió las punzantes miradas de Rose y Jean mientras le ofrecía a Mildred una historia:
—Jocelyn era orfebre; unos ladrones lo atacaron y acabaron con su vida —explicó, sucinta.
Ninguna de sus palabras decía que se hubiera casado con Jocelyn, ni siquiera que este fuera el padre de su hijo.
—¡Pobrecilla! ¡Y ahora el niño tendrá que crecer sin padre! —Mildred zarandeó la cabeza con compasión—. Vamos enseguida a la herrería. Ni te imaginas lo contento que se pondrá padre al saber que has vuelto. ¡Y con su primer nieto varón, además! Yo sólo tengo una hija.
Mildred agarró a Ellen del brazo y gesticuló hacia los demás para que las siguieran.
El viejo Osmond lloró sin mesura. Estrechó a Ellen con fuerza y no la soltó en un buen rato.
—¡Cada día he rezado porque volvieras! —le susurró al oído—. ¡Por fin Dios ha oído mis súplicas!
—¡Ellen te ha traído un nieto, padre! —exclamó Mildred.
—¡No tan alto, niña! ¡Estoy casi ciego, pero no sordo! —Volvió la cabeza en la dirección en que había oído su voz, después se dirigió a Ellen otra vez—: ¿Es eso verdad? ¿Tienes un hijo?
—¡Sí, padre!
Cara a cara, Ellen no lograba llamado Osmond, a pesar de que hacía ya mucho que sabía que no era su verdadero padre. Le hizo una seña a Rose para que se acercara y cogió al pequeño William.
—Toma, tenlo en brazos. Todavía es muy pequeño; no tiene ni diez días.
Osmond lloró en silencio de felicidad mientras acunaba al bebé. Agachó la cara hasta tocar la cabecita del niño con la nariz.
—¡Mmm, qué bien huele! Como tú cuando eras pequeña —le dijo con alegría, y balanceó levemente al niño de un lado a otro.
Ellen contempló el taller y frunció el ceño. Por todas partes había tenazas, tajaderas y martillos; ni siquiera las caras limas colgaban en su sitio. Todo el suelo estaba lleno de escoria y polvo: se veía que hacía tiempo que nadie pasaba la escoba.
El oficial de Osmond miró a los inesperados huéspedes con desconfianza.
—Vamos a la casa, aquí Adam se las apaña bien solo —propuso Osmond—. Lleva tú al niño, Ellen. Tengo miedo de caerme. Durante toda la vida he mirado demasiado al fuego y he perdido la vista —explicó.
Osmond le contó a Ellen que, tras la muerte de Leofrun, había empleado a un ama de cría para el pequeño, y que poco después se había casado con ella. Anna era una mujer muy buena con él Y había sido como una madre para Leofric. Sin embargo, el invierno anterior se había ido a buscar agua al riachuelo casi helado, se había caído dentro y había tenido la desgracia de ahogarse. La vista de Osmond ya había empezado a fallar por entonces, pero Anna se había encargado de todo. No fue hasta después de su muerte cuando Adam empezó a comportarse como si fuera el señor de la casa.
—Padre, si estás conforme, me gustaría mucho quedarme aquí —dijo Ellen.
Jean y Rose la miraron sin salir de su asombro.
—Yo misma podría encargarme de formar a Leofric como herrero e instruir también a Jean, si quiere quedarse con nosotros. Ya no necesitarías más a Adam. Y Rose es una estupenda cocinera, ¡a lo mejor podríamos convencerla para que cuidase de nosotros! No puedo imaginar mejor sustituto de padre para William que tú. ¿Qué te parece?
Ellen miró un instante al corro y le guiñó un ojo a su hermano pequeño con complicidad, como si se conocieran desde Siempre.
Osmond asintió con alegría. Sus ojos empañados se llenaron de lágrimas.
—¡Gracias, Señor! —susurró.
—¿Estáis también vosotros de acuerdo? —preguntó Ellen a sus amigos.
Rose y Jean cruzaron una mirada y sonrieron.
—¡De acuerdo! —dijeron los dos a una.
—Bueno, ¡pues bienvenidos a casa! —exclamó Osmond con la voz ronca de dicha.
Al día siguiente, Mildred partió hacia Saint Edmundsbury para regresar con su familia.
—Me alegro mucho de que te quedes con Osmond —dijo, a todas luces más tranquila.
—Yo me ocuparé de todo, no te inquietes.
—¡Lo sé, Ellen!
Mildred miró a su hermana con la misma adoración que cuando era niña.
—¡Vuelve pronto a visitarnos!
—Lo intentaré, pero no podrá ser enseguida.
Mildred dejó que Jean la ayudara a montar en la silla y se alejó cabalgando.
Ellen la despidió con la mano y luego entró en la herrería. Adam estaba sentado en un taburete, hurgándose los dientes, aburrido. No hizo caso de su saludo.
—Mi padre está demasiado mayor para trabajar —dijo Ellen con serenidad—. Por eso voy a hacerme cargo de la herrería.
—¡Primero un viejo decrépito y ahora una mujer de maestra! —Adam sacudió la cabeza con desdén—. ¿Dónde se ha visto algo así? ¡Nadie querrá compraros nada! —se mofó—. A no ser que no se lo digamos a nadie…
—¿Que no se lo digamos? —Ellen estiró las palabras más de lo normal—. Por el momento no podré permitirme pagar a ningún oficial. —Y se encogió de hombros fingiendo que lo lamentaba.
—¿Me estás echando? ¡No te lo aconsejo! Si les explico a todos quién encenderá la fragua a partir de ahora, no vendrá nadie más. ¡Conozco a los clientes y tengo muy buenas relaciones con el castillo! —exclamó Adam con superioridad.
—Te pagaré tu jornal hasta el final de la semana, pero puedes irte hoy mismo.
Ellen se esforzó por hablar con profesionalidad a pesar de que estaba furiosa con aquel individuo. Por como estaba el taller, no se merecía tres días de paga sin trabajar, pero era evidente que no creía haber hecho nada malo, así que no tuvo más opción.
—¡Te arrepentirás de esto! —insistió Adam—. ¡Te arrepentirás amargamente! —Reunió todas sus cosas en un periquete y despareció de allí sin decir más.
Ellen se alegró de que Osmond no hubiese tenido que presenciar aquella discusión. Las opiniones de Adam le habrían hecho mucho daño. Contenta de haberse encargado ya de esa desagradable conversación, se frotó las manos.
—¡Bueno, pues vamos a empezar! —murmuró, y se puso a recoger el taller.
—Adam ha dejado que las herramientas se echaran a perder. Las tenazas está herrumbrosas y las limas desafiladas. Además, me parece que te ha robado algunas. ¿Cuántas limas tenías antes, padre? —preguntó Ellen al ver entrar a Osmond en la herrería.
—¡Cinco! Limas muy buenas, se las fui comprando todas en Woodbrigde a Iven, el mejor limero que conozco —respondió Osmond con orgullo.
—¡Cinco! —siseó Ellen—. Entonces ese estafador se ha llevado dos.
Jean la miró con los ojos muy abiertos.
—No es tan grave, ¿verdad?
—¿Que no es grave? ¡Una lima cuesta más de lo que gana un oficial en cuatro meses!
Jean y Ellen pasaron dos días adecentando la herrería, organizando las herramientas, limpiándoles el óxido y, por último, engrasándolas.
—Mañana empezaremos el trabajo de verdad. Necesitamos un par de herramientas que forjaremos nada más empezar. ¡Después nos preocuparemos de buscar nuevos encargos! —exclamó Ellen, satisfecha.
Despertó a media noche, sobresaltada porque Rose la sacudía con fuerza.
—¡Ellen! ¡Deprisa, despierta!
—¿Qué sucede?
—¡Hay un incendio en el taller! ¡Jean ya está allí!
Se levantó de un salto y corrió fuera sólo con la camisa puesta.
El tejado de la herrería ardía en llamas. Aunque se enfrentaron al incendio todos juntos y se fueron pasando cubos de agua para sofocarlo, poco pudieron hacer. Era una lucha desesperada e infructífera.
Cuando el fuego por fin se hubo extinguido, se quedaron exhaustos frente a la inmensa pérdida, desconcertados. Toda la armadura del tejado estaba carbonizada. Por fortuna, los muros de piedra de la herrería seguían en pie, negros de hollín, pero habría que mandar construir un tejado nuevo, lo cual costaría un dineral.
—No ha sido ningún accidente, estoy convencida. ¡Ha sido Adam! —dijo Ellen, resollando después de haber pasado todo el día recogiendo escombros con los demás.
Negra como una carbonera, se sentó a la mesa y bebió con ansia el vaso de leche de cabra que le sirvió Rose.
—¡Ellen! —la reprendió Osmond—. No deberías decir eso. Adam siempre ha sido honrado.
—¡Honrado! ¡No me hagas reír, padre! Te ha estafado. Por lo que he podido ver, ha arramblado con todas las provisiones de hierro y también con dos limas, varias tenazas… ¿O es que nunca has tenido un gato?
—Pues claro que sí; varios. —Osmond frunció el ceño.
—¡No queda ni uno solo! Y tus piedras de afilar, para los cuchillos, ¿dónde las guardabas?
—¡En el arcón de roble del despacho! —Osmond parecía espantado.
Ellen asintió:
—Eso me temía. Ahí dentro sólo he encontrado restos de polvo. Primero ha saqueado todo el taller y luego, como agradecimiento, le ha prendido fuego.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —preguntó Osmond a regañadientes.
—Estoy convencida de que esperaba convertirse algún día en el maestro, y hemos llegado nosotros y nos hemos interpuesto en su camino. —Ellen soltó un bufido—. Ahora sí que necesitamos encargos. Hasta que el tejado esté reconstruido tendremos que trabajar al aire libre, siempre que el tiempo lo permita. Mañana mismo iré al castillo y después buscaré un carpintero de obra que repare el tejado. Para empezar, bastarán mis ahorros.
Ellen tuvo suerte y regresó del castillo, en efecto, con un encargo. El joven Enrique le había declarado la guerra a su padre junto con su hermano, y había que reforzar la guarnición de Orford, pues se temían ataques desde el mar.
—He conseguido un primer encargo de cinco lanzas, dos espadas cortas y tres espadas de soldado de factura sencilla. Si la transacción resulta satisfactoria, para lo cual no debería haber ningún problema, ¡nos encargarán más!
—¿Y Adam y esos contactos de los que había hablado? —preguntó Jean.
—No serían más que mentiras y embustes. Su trabajo era malo, por eso siempre ha tenido poco quehacer. El hombre con quien he hablado conocía la fama de Donovan. Le he explicado que aprendí el oficio con él, y por eso, y puesto que no hay por aquí cerca ningún otro forjador de armas, se ha mostrado dispuesto a cerrar un ojo y encargarme a mí el trabajo. —Sonrió a Jean y a Leofric—. Ahora depende de nosotros convencerles para que nos hagan más encargos.
Jean aprovechó aquella época para aprender en la herrería todo lo que Ellen le enseñaba. Progresaba rápidamente, igual que Leofric, que en realidad todavía era demasiado joven pero tenía las mismas ganas que él de aprender.
Osmond ya no podía trabajar, de modo que se sentaba en el taller a oír el rítmico golpeteo o pasaba el día en la casa con el pequeño William, al que hacía montar a caballito sobre sus rodillas. Una vez Ellen retomó la actividad en la herrería y se le fue agotando la leche de sus pechos, pasó a ser Osmond quien alimentaba al pequeño con leche tibia de cabra, tal como había hecho ya con ella.
Rose no le quitaba ojo de encima cuando lo hacía.
Osmond nunca se quejaba, pero Ellen sabía lo mucho que sufría al verse rodeado de oscuridad y no poder sentirse útil ya para nada.
En Orford, casi nadie recordaba a Ellen. Muchos de los antiguos aldeanos habían muerto, y los más jóvenes estaban demasiado ocupados consigo mismos. Los tiempos estaban demasiado revueltos como para acordarse de una muchacha desaparecida años ha. Cierto es que seguía corriendo el rumor de que los espíritus de las ciénagas robaban niños para devorarlos, pero ya nadie recordaba qué había pasado con la hija del herrero.
También sir Miles había caído en el olvido casi por completo. Los hombres que habían rendido pleitesía a Thomas Becket habían desaparecido de la noche a la mañana después de que su señor hubiese provocado las iras del rey. En un arrebato de cólera por la traición de Becket, Enrique le había retirado a su antiguo amigo y hombre de confianza los derechos sobre Orford. En cuanto el territorio volvió a pertenecer a la Corona, el rey había tardado poco en construir un castillo con asombrosos recursos. Según contaban, con ello había querido erigir un símbolo de su fortaleza. Hugh Bigod, que desde Framlingham gobernaba gran parte de todo Anglia Oriental, se había convertido en un fuerte contrincante de la Corona.
Pese a que el castillo había reportado una considerable cantidad de dinero, los habitantes de Orford habían esperado en vano la visita de su rey. Con todo, desde que Thomas Becket había sido asesinado en la catedral de Canterbury, hacía ya tres años, quien más y quien menos, con una mano delante de la boca, responsabilizaba de ello al rey, y muchos ingleses habían empezado a dudar de sus sentimientos hacia Enrique. Desde todo el país se peregrinaba en masa a la catedral de Canterbury para honrar a Thomas Becket. Cuantas más maravillas acontecían, más personas se acercaban a su tumba. A pesar de no haberlo visto jamás en persona, los habitantes de Orford se sentían henchidos de orgullo por su antiguo señor, pues por doquier se decía que incluso iban a canonizarlo. El rey, por el contrario, era considerado desde el asesinato de Becket un tirano impío en esa guerra de pareceres.
También Rose y Jean discutían sobre la cuestión de la culpabilidad de Enrique. Los ánimos de las gentes de todo el país estaban divididos al respecto.
A Ellen aquello le era indiferente. Jamás había conocido a Thomas Becket, como tampoco al rey. ¿Cómo iba a saber ella cuál de los dos era un hombre más relevante, si no conocía a ninguno? El único rey al que le había visto el semblante hasta la fecha era el joven Enrique, el rey sin poder. Lo había visto alguna que otra vez en los torneos de Normandía, desde lejos. Guillaume no le había explicado mucho de él, sólo que era un joven derrochador a quien le hubiera gustado ser un héroe.
«Igual que todos los nobles de su edad», había pensado Ellen, aunque no se había permitido emitir juicio alguno sobre sus facultades como gobernante, pues le parecía que ella no era quién para hacer tal cosa. Cuando el padre del joven rey muriera algún día, el muchacho sabría ya cómo regir su gran reino. A fin de cuentas, no tendría que llevar él solo toda esa responsabilidad. Hombres como el Mariscal permanecerían a su lado. El joven rey crecería y maduraría, y aprendería también a ser digno de su cargo, tal como habían hecho todos los reyes antes que él.
Ellen no sabía prácticamente nada de los tiempos anteriores al rey Enrique II. En su niñez no había llegado a conocer de primera mano los terribles años del rey Esteban, y de boca de los ancianos salían historias que más parecían leyendas sobre la anarquía y una guerra interminable entre Esteban y Matilde.
Pero la meta de Ellen seguía estando clara: algún día forjaría una espada para el rey de Inglaterra. Poco importaba quién fuera este.