Una suave brisa soplaba sobre el mar e impulsaba pequeños jirones de nubes como hacen los pastores con sus ovejas. Incontables barcos habían largado las velas en los últimos días para aprovechar la bonanza del tiempo, y avanzaban sobre el agua como cáscaras de nuez con las velas infladas. El mar estaba tranquilo y prometía una travesía agradable. Ellen estaba sentada en cubierta, pensativa. Tras la muerte de Madeleine habían pasado algunos días huyendo de Thibault, hasta que al final habían encontrado en el castillo de L’Aigle un refugio seguro para el invierno. Sabían que no podrían volver a trabajar en los torneos, pues habrían corrido el peligro de caer en manos de Thibault.
Cuanto más pensaba Ellen en el futuro, con más intensidad añoraba su hogar. Miró a Rose, que estaba sentada no muy lejos de ella. Se le veía la mala conciencia. Había huido sin una sola moneda y en los meses pasados no había podido ahorrar nada, de modo que no había tenido dinero para la travesía. De no haber muerto el poni de un cólico poco después de salir de L’Aigle, Ellen habría podido ponerlo a la venta y pagar con ello el viaje. Sin embargo, con gran pesar en su corazón, al final había tenido que tomar la decisión de dejar a Athanor en manos de alguien que no fuera Guillaume y se la había vendido a un mercader.
Le sonrió a Rose cuando esta la miró. Estaba contenta de que ella y Jean la acompañaran a Inglaterra. Al pensar en su hogar, una sonrisa asomó a su rostro. En su recuerdo, las praderas de Orford eran de un verde indescriptible, llenas de flores, y se le hizo la boca agua al recordar el fuerte queso de cabra de Aelfgiva. Ellen se enderezó e intentó encontrar una postura más cómoda. En los últimos cinco meses había engordado muchísimo. Ya estaba en el noveno mes de embarazo, tenía una barriga esférica y las piernas se le habían hinchado tanto que no se le veían los tobillos. Notó un dolor tirante en la espalda y rezó al Señor rogando que hiciera que llegaran a tiempo a tierra inglesa, antes de que naciera el niño.
La segunda noche que pasaron a bordo sintió unos fuertes calambres en el bajo vientre y por la mañana ya no podía soportar el dolor. Miró por todas partes en busca de ayuda, para ver si encontraba a Jean. Su manta estaba revuelta junto a ella. Ellen agarró a su amiga del brazo y la zarandeó para despertarla.
—¡Rose, el niño!
—¿Cómo? —Rose se dejó llevar por el pánico—. Ay, Dios mío, ¿y qué hago yo ahora?
—¡Ve por Jean!
Ellen sabía que Rose no sabría cómo ayudarla. Thibault la había obligado a deshacerse de otros dos niños. No había podido convencerlo de que la dejase tenerlo hasta su último embarazo, pero en esa ocasión le había nacido muerto.
Jean sabría lo que había que hacer, Ellen estaba convencida. Cuando llegó, el muchacho le acarició la frente con cariño.
—¡Bueno, allá vamos! —dijo con alegría—. Rose, pregunta por ahí si hay alguien que sepa de partos.
—¿También a los hombres o sólo a las mujeres?
Ellen gimió.
—Sólo a las mujeres, Rose, y sin armar alboroto; todo irá muy bien. —Jean le dio unas palmaditas en el brazo.
«Es muy maduro para la edad que tiene», pensó Ellen, algo aturdida pero con gratitud, pues se estaba ocupando de todo.
Poco después, Rose regresó con una mujer de aspecto afable. Vestía ropas sencillas, pero más limpias que las de los demás viajeros. Jean habló un momento con ella; después le pidió ayuda a Rose y llevó a Ellen a un rincón más tranquilo.
—Ellenweore, esta es Catherine y va a asistirte —dijo Jean, presentándole al fin a la mujer.
—No te preocupes por nada. ¡Vas a hacerlo muy bien! —exclamó Catherine para infundirle ánimo—. Yo tengo cinco hijos. —Sonrió—. Los dos mayores están a bordo también, después te los presentaré.
Ellen se esforzó por corresponderle con otra sonrisa, pero los dolores de las contracciones le hicieron forzar una mueca.
Catherine la acarició con comprensión.
—Si te duele mucho, grita y ya está. No resulta de gran ayuda, cierto, ¡pero hace que una se sienta un poco más aliviada! Vosotros dos —se dirigió a Rose y a Jean— poneos delante de ella para que los demás no anden curioseando cuando dé a luz.
—¡Morirse no puede ser peor que esto! —afirmó Ellen en una pequeña pausa entre contracciones, y tomó aire.
—¡Pronto habrás olvidado el dolor! —le aseguró Catherine como consuelo.
—¿Por qué tuvo que comer Eva de esa manzana? —se lamentó Ellen con un largo quejido.
Nunca le había gustado la historia del pecado original, ni que Eva tuviera la culpa del sufrimiento de las mujeres.
—Traedme unas mantas para que podamos ponerla más cómoda. Sobre todo tiene que tener la espalda bien apoyada —ordenó Catherine—. Además, necesita agua para beber. El parto da sed. Y, luego, algo bueno que comer.
Al pensar en algo comestible, Ellen volvió a gemir.
—¿Es el primero? —preguntó Catherine, y Ellen asintió—. Pues, para ser el primero, parece que va muy rápido. ¡Yo tardé dos días!
—¡Ay, Dios bendito!
Sólo con imaginar que pudiera durar tantísimo, Ellen perdió todo el coraje.
—No, no, no tengas miedo, no creas que tú vayas a tardar tanto. Mi hermana también tuvo al primero muy deprisa. Intenta respirar profundamente y con regularidad, ¡va muy bien! —aconsejó Catherine, y le pidió a Rose que tuviera listos un barreño con agua, un poco de hilo y un cuchillo o unas tijeras.
—¿Para qué necesitáis el hilo? —preguntó Jean con curiosidad.
—Hay que atar bien el cordón antes de poder cortarlo —explicó Catherine, encantada.
El niño vino al mundo por la tarde y de nalgas.
—¡Es un niño! ¡Ellen, acertaste con tu presentimiento! —exclamó Rose, exultante.
Catherine sostuvo al niño en alto y le dio un cachete en el trasero. La piel del bebé estaba azulada. Al principio tosió, después gritó lastimeramente y se fue poniendo algo más rosado con cada inspiración de aire. Deprisa pero con cuidado, Catherine frotó al pequeño con aceite y un poco de sal. Después lo lavó con el agua tibia que les había hecho llegar el capitán y lo arropó bien en los paños limpios de lino que Ellen llevaba siempre consigo.
—¿Cómo vas a llamarlo? —preguntó Rose, encandilada.
—William. —Ellen cerró los ojos, exhausta.
—Por supuesto… —Rose sonrió con complicidad.
Ellen acarició con sumo cuidado a su hijo, pasándole el índice por las diminutas mejillas. El pequeño seguramente jamás llegaría a conocer a su padre, así que al menos llevaría su nombre.
Empezó a mover entonces la mandíbula, como si estuviera chupando.
—Tienes que ponértelo al pecho, tiene hambre —explicó Catherine, visiblemente emocionada.
Ellen sintió que crecía cierto enojo en su interior y no se movió ni un ápice.
—¡Ellenweore! —exclamó Catherine, y Ellen se sobresaltó como si despertara de un mal sueño.
Desde luego que amamantaría a su hijo y haría todo lo posible por ser una buena madre, aunque ni ella misma, a causa de su mala experiencia, supiera muy bien qué significaba eso. Con inseguridad se destapó el pecho.
—Ven, te explicaré cómo se hace.
Catherine cogió al bebé sosteniéndole la nuca con una mano y apretó con la otra el pecho de Ellen, de modo que el pezón salió hacia delante.
Igual que un depredador el pequeño William se agarró al pecho en cuanto lo tocó con la boca. Chupaba con fuerza y con tenacidad, pero a Ellen le daba la sensación de que su pecho estaba seco como un pozo agotado.
—La leche tardará un poco en salir —explicó Catherine, como si le leyera el pensamiento—. Deja que mame todo lo quiera, pronto manará sin problema.
—¡Yo también tengo hambre! —dijo Ellen a media voz. Tenía el cuerpo como si le hubieran dado una paliza, aunque estaba completamente despierta.
—¡Toma! —Rose le dio un pedazo de pan con manteca y sal.
—¡Gracias! —Ellen lo engulló en pocos mordiscos—. Ahora no sabremos muy bien si eres inglés o normando —le susurró al niño.
Cuando William se durmió, el capitán del barco realizó el bautismo de urgencia, pues nadie sabía si el pequeño sobreviviría a los días siguientes.
—Duerme un poco, Ellen, yo cuidaré de William —ofreció Rose—. Tú tienes que descansar. Cuando lleguemos a Londres aún tenemos un largo camino por delante. Si tiene hambre, te despertaré.
Ellen se tumbó y pronto concilió un sueño reposado gracias al vaivén del barco.
Catherine le enseñó a ponerle los pañales a William. Al hacerlo se dio cuenta de que el pie izquierdo del pequeño era diferente del derecho: estaba curvado, torcido hacia dentro.
—Seguro que no es nada malo. Cuando crezca se le enderezará —la tranquilizó Catherine—. Justo después del parto las piernecitas de los bebés están todavía torcidas, pero después se les ponen rectas. ¡Tú arrópalo siempre como es debido, bien tirante! ¡Mira qué tiernos son esos piececillos! —comentó embelesada, y se lo tendió a Ellen.
Esta le dio un besito en el pie con inseguridad.
—No le hagas eso muy a menudo. ¡Si no, tardará mucho en andar! —advirtió Catherine con una sonrisa y un dedo amenazador.
—Entonces no lo haré más, ¡palabra de honor! —balbuceó Ellen con culpabilidad, y volvió a tapar al niño con el paño bien tirante.
Por primera vez desde su huida de Orford tenía a alguien que le pertenecía completamente, alguien de quien tenía que cuidar. Intentaría hacerlo todo bien y enseñarle a William todo lo que era importante en la vida. Lo único que todavía no sabía era cómo explicaría a Osmond y a Leofrun que tenía un hijo pero no un marido. Habían transcurrido tantos años desde que saliera de allí, que al menos ya no tendría nada que temer de Leofrun y sir Miles.
Cuando William estuvo bien envuelto en sus mantas, Rose lo cogió y se lo llevó a dar un paseo. Jean no se apartaba de su lado; habríase dicho que los dos eran los padres de la criatura.
Ellen pensó con tristeza en el difunto Jocelyn y después, invadida de nostalgia, en su adorado Guillaume, al que seguramente jamás volvería a ver. ¿Acaso sería su destino no ser nunca feliz?
Cuando atracaron a mediodía en el puerto de Londres, vieron que la mayoría de los que no eran marinos tenían cierta tonalidad verdosa en el rostro. El viento había empezado a soplar con más fuerza por la mañana y había hecho que el barco se encabritara y diera bandazos mientras entraban al Támesis.
Al enterarse Catherine de que los cuatro querían seguir camino aquel mismo día, les propuso que se quedaran en Londres como huéspedes suyos.
—¡Edward, Nigel, venid! —llamó a sus dos hijos mayores.
Los chicos llegaron dando saltos y demostraron ser obedientes con su madre, que les acarició la cabeza con cariño. Edward, el mayor, era la viva imagen de ella y tenía el mismo pelo abundante y de un marrón castaño. Nigel debía de haber salido a su padre, pues tenía un pelo más fino, más liso y negro como las plumas de un cuervo.
—Vuestro padre vendrá a recogernos. ¡No olvidéis saludarlo como Dios manda! —instruyó a los chicos.
Los viajeros no pudieron desembarcar hasta que la nave estuvo bien amarrada y dispusieron la rampa de madera. Era una sensación asombrosa la de sentir de nuevo tierra firme bajo sus pies.
Ellen reconoció a primera vista al padre de Nigel entre el gentío. Era un hombre grande, apuesto y vestido con elegancia.
—¡Padre! ¡Padre! —exclamaron los dos niños haciendo señas.
Rose se quedó boquiabierta de impresión ante el imponente hombre.
El marido de Catherine miró primero con desconfianza a los acompañantes de su esposa, pero después de que esta le susurrara algo al oído, los invitó con una afable sonrisa y amistosas palabras a pasar los próximos días hospedados en su hogar.
Nada más entrar en la casa, que se encontraba en la calle de los viñateros, Jean le dio un codazo a Rase.
—¿Habías visto alguna vez una casa tan bonita? —susurró. Su mirada se paseaba con admiración por los coloridos tapices de las paredes y los muebles de roble macizo.
—¡En cualquier caso, nunca desde dentro! —repuso ella, impresionada también.
Al esposo de Catherine debían de irle de maravilla los negocios, pues varios mozos, criadas y un cocinero se ocupaban del bienestar de la familia.
—¡Madre! —gritó con alegría una pequeña de rizos negros y grandes ojos mientras corría a los brazos de Catherine.
Los más pequeños se habían quedado en casa mientras su madre y sus dos hermanos mayores visitaban a la familia en Normandía. También los otros dos niños abrazaron a su madre con alegría. Después llegó el ama y se los llevó con ella a la cocina.
—¿Qué os parecería daros un baño? —les propuso Catherine a sus huéspedes.
Ellen asintió enseguida con brío.
—¡Ay, sí, un baño! ¡Cuánto tiempo hace!
Rose y Jean se mostraron un poco más reacios, pero al final aceptaron también. No querían dar una mala impresión en una casa tan refinada.
—Entonces daré orden de que calienten agua en la cocina.
—Pero cariño, ¿de verdad crees que Alfreda ha hecho otra cosa desde esta mañana que no fuera calentar suficiente agua para que nuestros hijos mayores y tú podáis daros un baño abundante?
El viñatero sonrió al oír la satisfecha risa de su mujer.
—Tienes razón, amor mío. Alfreda siempre piensa en todo. —Se volvió hacia Ellen y explicó—: Cuando nos casamos, mi suegro nos la cedió. Crio a mi amado esposo, y al principio no me resultó fácil que ella siempre supiera hacerlo todo mejor. Hoy no podría prescindir de ella.
—Creo que Edward y Nigel serán corteses con nuestros invitados y se bañarán más tarde. —El viñatero miró a sus dos hijos con expectación.
Puesto que estaban muy bien educados, ambos asintieron como era de esperar, aunque se les veía algo decepcionados.
—Desde luego, padre —dijeron a un tiempo, y lo acompañaron al interior de la casa.
—Os dejaré solos apenas un momento. Id a sentaros cerca del fuego —pidió Catherine con un gesto hospitalario, y siguió al resto de su familia.
En cuanto hubo salido de la habitación, Rose empezó a comentar con entusiasmo:
—En el barco ya me llamó la atención porque es muy guapa. Sus hijos son unos niños muy cariñosos, e incluso con esas prendas tan sencillas irradia elegancia. ¡Seguro que después se pone algo más fino!
—Bueno, no sé, aquí todo es demasiado bonito para mí, demasiado alegre y disciplinado. Estas cosas siempre me hacen sospechar. —Jean se sentía visiblemente incómodo en aquella casa tan distinguida.
Cuando Catherine regresó, al cabo de poco rato, parecía algo tensa, pero se esforzó por que nadie lo notara.
El baño en casa del viñatero fue una experiencia maravillosa para Ellen. En un tablón dispuesto sobre la tina de madera, las criadas le sirvieron una copiosa cena a base de pollo, carnes frías, pan y un trozo de queso. También había un gran vaso de vino especiado con clavo de olor. Mientras Ellen masticaba con deleite, el agua tibia le acarició la piel hasta dejarla arrugada. Alfreda había añadido al baño unas ramitas de romero que desprendían una fragancia deliciosa. La vieja criada le frotó la espalda con un paño de lino y le limpió bien el cuello y las orejas. Después le lavó el pelo con un pedazo de algo que producía espuma y que dijo que era jabón de oliva. Por los aspavientos que hizo Alfreda respecto a su uso, debía de ser una mercancía especialmente costosa. Una vez terminado el baño, Ellen vio con bochorno lo sucia que había quedado el agua.
Rose se metió en la siguiente tina con el pequeño William. Primero lavó al bebé y se lo dio entonces a la niñera, que lo secó y le puso pañales limpios.
—¡Me siento como una persona nueva, estoy de maravilla! —le dijo Ellen a Catherine con gratitud cuando volvió a estar vestida.
Se había puesto el vestido verde que la señora de Bethune le había regalado para la boda de Claire. Estaba un poco arrugado por el viaje, pero más o menos limpio. Su larga melena estaba aún mojada y se ensortijaba, aunque ya no goteaba, pues la doncella se la había secado a conciencia con un paño de lino.
—¿Podría tal vez Alfreda lavarme los vestidos? —pidió Ellen con timidez a su anfitriona—. Todavía tienen manchas de sangre del parto.
—¡No faltaba más! A Rose y a Jean también les daremos algo para que se cambien, así podremos lavar toda vuestra ropa antes de que partáis. —Catherine sonrió, pero ya no parecía tan contenta como durante los últimos días—. Debéis de estar muy cansados. Será mejor que nos vayamos a dormir. Elias os indicará vuestros lechos —dijo, algo nerviosa, y sonrió con tristeza.
Ellen se la quedó mirando con extrañeza. El sol todavía no se había puesto y, cuando se tenían huéspedes, era costumbre pasar un rato departiendo con ellos.
—Por favor, transmitidle a vuestro marido nuestra más sincera gratitud, y que durmáis bien —dijo Ellen de todas formas, con simpatía.
Cogió la mano de Catherine y la besó.
También Rose y lean repararon en la inesperada nostalgia que se había apoderado de su anfitriona.
—Seguro que su marido no es el hombre afable y benevolente que nos ha hecho creer. Ya os he dicho que aquí hay algo que no marcha bien —comentó Jean acalorado cuando se quedaron solos en la pequeña cámara adyacente al despacho.
—Quién sabe lo que habrá pasado; no te des tanta prisa en juzgarlo. Ya viste con Ruth que no siempre llevas razón.
Ellen estaba molesta. En lugar de preocuparse del repentino cambio de ánimo de su benefactora, Jean ya estaba sospechando otra vez de alguien a quien no conocía bien.
—Parece como si sintiera melancolía —terció Rose, que hasta entonces no había dicho mucho.
—Bah, pero qué dices, si ya está en su casa —rezongó Jean.
A la mañana siguiente, Catherine mandó a Alfreda para que la disculpara ante sus huéspedes y les comunicara que tenía mucho que hacer.
La criada les propuso dar una vuelta por la ciudad. Para que Ellen pudiera llevar al pequeño William pegado a la barriga, le dio una larga tela y le enseñó cómo había que atarla. Barbagrís lo olisqueó con curiosidad y le lamió los pañales.
Aunque a ninguno le apetecía demasiado, se pusieron en camino. El cielo estaba encapotado, cubierto de unas gruesas nubes grises, y sobre las casas de la ciudad pendía una neblina de olor desagradable. Por las calles menos acomodadas corría gran cantidad de cerdos y ratas que rebuscaban algo que comer entre el barro. Ellen y los demás dieron una pequeña vuelta y regresaron enseguida.
En casa del viñatero reinaba un silencio insólito. No se oían ni las risas de los niños ni un solo ruido, aunque todos debían de estar allí.
Al caer la tarde, Catherine se hizo disculpar otra vez ante sus huéspedes.
El viñatero intentó entretenerlos y pidió a uno de sus chicos que tocara algo con la flauta, pero no consiguió alegrar el ambiente.
Ellen no se sentía muy bien y pronto pidió permiso para retirarse.
Rose y Jean la acompañaron.
—Si no quiere compartir mesa con gente sencilla como nosotros, podría habernos enviado a la cocina desde el principio. ¡O, mejor aún, no habernos invitado! —exclamó Ellen, dando rienda suelta a su malhumor.
—A lo mejor no es culpa de ella —especuló Jean—. Quién sabe si su marido no estará detrás de todo esto. ¡Acaso sea él quien no quiere que coma con nosotros, y la ha encerrado!
Ellen miró primero a Jean con enfado, pero después dio su brazo a torcer.
—Puede que tengas razón, y por eso se entristeció tanto en cuanto arribamos a tierra. Tenemos que descubrir qué es lo que sucede.
A Ellen, la conducta de Catherine le parecía más que insólita.
—Tendríamos que marcharnos, aquí no me siento cómodo —sugirió Jean—. ¿A ti qué te parece, Rose?
—Deberíamos partir mañana a primera hora hacia Ipswich. ¿No estás de acuerdo, Ellen?
—Está bien, pero no sin antes asegurarnos de que a Catherine no le sucede nada malo. Si ese hombre la tiene encerrada, tenemos que hacer algo. Seguro que él todavía está aquí abajo, así que subiré con sigilo e intentaré encontrar su alcoba —decidió con valentía.
—¡Ten cuidado, por el amor de Dios! —exclamó Rose con temor.
Ellen se llevó un dedo a los labios y abrió la puerta en silencio. El vestíbulo estaba a oscuras. Lo cruzó con cuidado y subió la escalera. Estaba a punto de abrir una puerta cuando de pronto Alfreda apareció ante ella con una tea y la escrutó con la mirada. —Quería despedirme de Catherine. Tenemos pensado marchar mañana temprano— explicó Ellen tartamudeando.
Alfreda abrió la puerta sin necesidad de llave alguna.
Catherine yacía en una enorme cama en mitad de la estancia. Las cortinas no estaban del todo corridas.
—No creo que esté dormida —dijo Alfreda, animándola a que entrara.
—Catherine, quería despedirme de vos. ¡Mañana nos vamos!
Ellen habló en voz baja para no despertar a la señora de la casa si es que estaba dormida.
—¿Ellenweore?
—Sí.
—No estoy bien. Por favor, no os toméis a mal que no haya pasado la velada con vosotros.
—No hemos hecho tal cosa, sólo estábamos preocupados. ¿Permitís que me siente un rato con vos?
Catherine asintió en silencio. Su rostro pálido e inexpresivo en nada se parecía al de la joven fuerte y alegre que habían conocido pocos días antes, en el barco.
—¿Qué os sucede?
—Ay, Ellen, detesto esta casa, Londres, el clima de aquí. ¡Todo!
—¿Os tiene encerrada? ¿Os trata mal? —Ellen se inclinó hacia ella con preocupación.
—¿Mi esposo? —Catherine se incorporó un poco y miró a Ellen con asombro—. ¡No! Haría cualquier cosa por mí, pero es que aquí, en Inglaterra, no soy feliz. Viajo a Normandía siempre que puedo; mis padres tienen allí una gran propiedad. ¡Sólo allí me siento verdaderamente bien!
A Ellen le costaba ocultar su falta de comprensión. ¿Cómo era posible que una mujer tan mimada por la suerte y con un marido bueno y benevolente y unos hijos maravillosos fuese tan infeliz?
—¡Os debo tanto, Catherine!
Sonó a disculpa. Ellen estrechó con cariño la mano de la mujer.
—¡Soy una mala persona! —Catherine volvió la cabeza a un lado para no tener que mirarla.
—¡Cómo habéis llegado a pensar semejante disparate! —la reprendió Ellen—. ¡Sois la bondad personificada!
—¿No ves la abundancia en la que vivo? Los niños, mi marido, la casa, los vestidos… Nada podía serme más querido, nada podría ser mejor, más bonito, pero de todas formas soy infeliz. Si no puedo respirar el aire fresco de Normandía, siento el pecho oprimido y creo que voy a asfixiarme. No soporto el hedor de Londres ni la miseria de sus calles. Aunque no salga de la casa, la ciudad me acosa. Tampoco se me escapa el reproche de las miradas de mi marido y mis hijos; todos creen que soy una desagradecida, una mala esposa y una mala madre, y tienen razón.
Catherine dio media vuelta y sollozó.
—¿Por qué no os levantáis y cambiáis eso? Bajad a ver a vuestro esposo y hacedle compañía. Reíd con vuestros hijos y alegraos. ¡Tenéis todos los motivos para ser feliz!
Ellen se dio cuenta de que parecía echarle algo en cara, pero es que no lograba entender por qué Catherine era tan desgraciada. Había muchísimas personas que padecían males mucho mayores, personas a quienes la enfermedad, el hambre o los achaques habían convertido su vida en un desafío constante, que todos los días tenían que empezar desde cero.
Catherine no respondió.
—Rezaré por vos —dijo Ellen en voz baja, y le acarició la cabeza.
Quién sabía por qué la castigaría Dios con esas dudas torturadoras.
Catherine seguía mirando la pared. Ellen se levantó y salió de la alcoba sin hacer ruido.
Cuando regresó a la cámara que había junto al despacho, Jean y Rose insistieron en que les explicara todo con detalles.
Jean pareció algo decepcionado al saber que el viñatero no era ningún bellaco, sino que más bien había que compadecerlo porque su mujer caía víctima del abatimiento en cuanto pisaba su casa. Rose quedó tan conmocionada que incluso lloró un poco.
A la mañana siguiente, antes de partir, se despidieron de su anfitrión.
—Ayer estuve hablando con Catherine. Ahora sé por qué es tan desgraciada, aunque no lo comprenda —le explicó Ellen al viñatero.
—Pronto la acompañaré de vuelta a Normandía, con los niños. La quiero mucho, y cuando estamos allí está tan… —Parecía no encontrar palabras.
—¿Llena de vida? —Ellen inclinó la cabeza.
—Llena de vida, sí —suspiró él.
—¡Os ha dado unos hijos maravillosos! —dijo Ellen para consolarlo.
—Sí que lo ha hecho —asintió.
Como despedida, le dio unas palmadas a Jean en el hombro y le estrechó la mano a Rose. Ellen lo abrazó.
—En Normandía volverá a ser la misma de siempre —le susurró al oído.
Los ojos del hombre empezaron a humedecerse al asentir en silencio.
Salieron de Londres por la puerta de Aldgate, al este, y siguieron camino en dirección al noreste.
Se detenían de vez en cuando para que Ellen pudiera dar de mamar al pequeño William, y así fueron avanzando muy despacio. Cuanto más se acercaban a Ipswich, más inquieta estaba Rose.
—¿No quieres visitar a tu madre? —preguntó Jean al llegar a la ciudad.
Rose respiró hondo.
—Sólo quiero pasar un momento por la calle y ver si todavía vive allí.
—¿Quieres que te acompañemos? —preguntó Ellen.
—No, estad tranquilos, iré sola. Nos encontraremos más tarde, en el mercado.
—¿Y qué haremos nosotros tanto rato? —Jean miró a Ellen en busca de una respuesta.
—Iremos a ver si Donovan y Glenna vuelven a vivir aquí. Creo que les debo una explicación.
—¿Donovan? ¿No es el forjador de espadas del que me habías hablado?
—¡Exacto, mi maestro! El mejor, pero también el más estricto.
Avanzaron, cada cual perdido en sus pensamientos, hacia las afueras de la ciudad. Cuando la forja apareció ante sus ojos, Ellen empezó a ponerse nerviosa.
—Tengo miedo de los reproches que tendrán para conmigo y de la decepción de su mirada.
—¿De la mirada de quién? —Jean la miró con desconcierto.
—¡De Donovan! Allí está su forja. —Ellen señaló al taller.
—Ah, claro.
Ellen echó a andar con resolución. ¿Habría regresado Donovan a Inglaterra? Tal vez había decidido quedarse en Tancarville. ¿Habría muerto hacía mucho? Ellen oyó que alguien martillaba en el taller. Abrió la puerta temerosamente. La forja estaba oscura y llena de humo, como siempre. Entró y vio a dos hombres trabajando juntos en una pieza; uno de ellos tenía el pelo desgreñado y encanecido.
—¡Llewyn! —exclamó Ellen con alegría.
El herrero la miró con un interrogante en los ojos.
—¿Qué puedo hacer por vos?
Ellen miró un momento al segundo herrero.
—¿Dónde está Donovan?
—¿Lo conocíais? —Llewyn no dejaba de mirada—. Murió poco antes de la Natividad.
Ellen se quedó sin aliento. Aunque tenía que haber contado con ello, la noticia le causó una honda impresión.
—¿Y Glenna? —añadió en voz baja.
Llewyn entornó la mirada, como si de repente le resultase familiar.
—Está allí, en la casa. Ha envejecido mucho desde que Donovan murió. Pero por favor, buena señora, decidme quién sois. ¿De qué nos conocemos?
—De Framlingham —respondió Ellen, y dejó un momento a Llewyn para recordar.
—¿De veras?
—Trabajé contigo, como el joven ayudante Alan. Pero mi verdadero nombre es Ellenweore. —Bajó la cabeza para no tener que mirarlo a los ojos—. En aquel entonces era la única oportunidad que tenía de convertirme en forjadora —admitió.
Llewyn no decía nada; Ellen lo miró a los ojos.
—De modo que me mentiste —dijo en voz baja.
—¡Por favor, no tenía alternativa!
—¡Podrías haber confiado en mí!
—¿Y arriesgarme a que me echaras de tu taller? No, Llewyn, no podía hacerlo.
—¿También mentiste a Donovan?
Ellen asintió.
—Por eso estoy aquí, quería explicárselo.
—¡Ya es tarde para eso! —Llewyn parecía sentir amargura—. También yo llegué demasiado tarde para poner fin a nuestras riñas. Cuando Glenna envió al batidor a verme, Donovan ya se encontraba muy enfermo. No estaba en sus cabales cuando llegué.
—¡Llewyn! —Ellen le puso la mano en un brazo—. Te quería como a un hijo.
El herrero soltó un suspiro audible.
—Poco antes de morir, parece que recuperó la claridad. Me miró y creí que me había perdonado, pero entonces se volvió sin decir palabra.
—¡Llewyn, sé lo mucho que significabas para él, créeme!
El pequeño William gimió en sueños, como un gatito.
Ellen recolocó un poco la tela en su hombro, pues empezaba a tirarle.
—¿Tienes un hijo?
—Se llama William. —Ellen asintió y sonrió, cohibida.
—Ve a ver a Glenna a la casa. Creo que se alegrará de verte. Siempre quiso tener hijos.
—¿Me acompañas?
—No, aún tengo que terminar una pieza. Ve tú sola, tranquila.
Ellen sintió un pesar en el corazón al salir de nuevo de la forja.
Jean se había tumbado en la hierba que había frente al taller y peleaba con Barbagrís.
—Donovan ha muerto; voy un momento a ver a Glenna —explicó Ellen.
—Te espero aquí. —Jean, como siempre, encontró el tono adecuado—. ¿Quieres que te cuide al pequeñín?
—No es preciso, lo llevaré conmigo.
Cuando Ellen llamó a la puerta de Glenna, el corazón le latía desbocado.
—¡Ellen! —exclamó la anciana con asombro al abrir. No parecía enfadada en absoluto. En un primer momento, Ellen se sorprendió de que Glenna la hubiese reconocido al instante—. ¡Entra, mi niña! —Le tiró de la manga para hacerla pasar—. ¡Me alegro mucho de verte tan bien! —Tomó el rostro de Ellen con ambas manos y la miró fijamente a los ojos—. Donovan te esperó hasta exhalar su último aliento. «La chica vendrá, Glenna, seguro», decía siempre.
Ellen comprendió entonces que Glenna ya lo sabía.
—Pero ¿cómo?… Quiero decir que no soy un… —Miró al suelo, avergonzada.
—Un escudero fue a ver a Donovan a la forja. Se mofó de él porque se había dejado embaucar por una mujerzuela mugrienta, así es como te llamó. Donovan montó en cólera. Al principio no hacía más que maldecirte por haberlo engañado; sin embargo, con el tiempo volvió a elogiar tu destreza, y en cierto momento me explicó que, con tu don, no habías tenido alternativa. Reconoció que jamás te habría aceptado de saber que eras una muchacha. Cuanto más tiempo pasaba, más te echaba de menos. Arnaud se esforzó mucho por ocupar tu lugar y ha llegado a ser un herrero nada desdeñable, pero no pudo sustituirte. Estoy segura de que el alma de Don descansará al fin en paz ahora que has regresado. Quería que supieras que te había perdonado. —Glenna le acarició la mejilla—. ¿Cómo pudimos no darnos cuenta de que eras una muchacha? —Zarandeó la cabeza sin dar crédito, y entonces su mirada recayó en el diminuto fardo que llevaba al pecho—. Válgame Dios, ¿y este quién es?
—Glenna, quiero presentarte a mi hijo. Este es William.
—¡No! Pero ¡qué pequeñito! —exclamó Glenna con arrobo.
—Nació la semana pasada, en el Canal.
A Glenna le brillaban los ojos.
—¿Y tu marido?
Ellen sacudió la cabeza en silencio.
—Entonces, ¿por qué no te quedas aquí? ¡Ellen, por favor! Llewyn ha heredado la forja. La lleva bien, pero sigue estando solo. Podríais casaros y tener aún más hijos. Yo cuidaría de todos.
—Tengo que ir a ver a mi padre, Glenna. No he vuelto a verlo desde que me fui de Orford. ¡Hace muchísimo tiempo!
Glenna asintió con tristeza.
—¡Quédate al menos a comer!
—No estoy sola, un amigo ha venido conmigo. Y Rose, ¿te acuerdas de Rose?
—¡Claro que sí! En aquel entonces pensaba que estabas enamorado de ella. —Glenna sonrió con timidez—. Estáis todos invitados a comer, y también a pasar la noche, si queréis.
Ellen y Jean fueron a buscar a Rose al lugar convenido y regresaron con ella a la forja, donde pasaron una alegre velada y se deleitaron con los recuerdos del pasado.
Llewyn les habló de sus últimos encargos, Glenna y Rose conversaron sobre Tancarville; sólo Jean permanecía en silencio. Cuando la velada estaba ya muy avanzada, Ellen cayó en la cuenta de que habían estado hablando todo el tiempo en inglés. Jean, sin embargo, no entendía otra cosa que no fuera el francés normando.
—¡Diantre, Jean! ¡No había pensado que vas a tener que aprender inglés! —espetó Ellen en francés, y lo miró con compasión.
—Por suerte, Rose me ha enseñado unas cuantas palabras. No lo he entendido todo, ni mucho menos, pero sí un poco. A hablar es a lo que no me atrevo todavía. Este inglés vuestro suena como si tuviera uno una castaña caliente en la boca.
Jean sonrió con descaro, y todos los de la mesa se echaron a reír… incluso Llewyn, que no había entendido nada de lo que había dicho el joven.
El resto de la noche mezclaron el inglés con el francés. Glenna se atascaba en todas las palabras normandas que salían de sus labios.
—Nunca lo dominé bien del todo, y lo poco que aprendí lo olvidé pronto. ¡Pensaba que nunca volvería a necesitarlo! —exclamó con alegría.
—¡Vuelve pronto a visitarnos! —A la mañana siguiente, Glenna estrechó a Ellen largo rato entre sus brazos.
Llewyn, que hasta entonces se había mostrado comedido, asintió con brío y los fue abrazando uno a uno. A Jean lo estrechó con especial cariño.
—¡Aquí siempre seréis bienvenidos!
Rose estaba más tranquila que la tarde anterior.
—¿Quieres volver a visitar a tu madre? —preguntó Jean con preocupación.
La muchacha les había dicho que su madre la había echado a gritos y que le había dirigido graves injurias.
—No, de nada serviría. De todas formas hace tiempo que me encontró sustituto.
—¿Qué quieres decir? —Ellen la miró con sorpresa.
—Volvió a casarse poco después de que me marchara. Ahora tengo una hermana y un hermano. La muchacha vende pastelitos de pescado, igual que hacía yo. Ya lo veis, mi madre no me necesita. —Rose miró a sus pies. Su vestido era sencillo y ya estaba un poco raído—. Si fuera rica, seguro que me habría recibido con los brazos abiertos.