Agosto de 1172

—En los siguientes dos o tres torneos no podré participar. El joven Enrique tiene obligaciones —explicó Guillaume; luego arrancó una brizna de hierba y acarició con ella el cuello de Ellen. Hacía tres meses que se veían siempre que podían para amarse de torneo en torneo—. Creo que, como pronto, no volveremos hasta primeros de octubre. Hasta entonces tendrás que soñar conmigo. ¡No me olvides! —le advirtió con severidad.

—Ah, ¿y tú con quién soñarás? —se mofó Ellen.

—¿Tú qué crees? —La miró con reproche.

—Creo que tengo que irme ahora mismo. Si no, Pierre me arrancará la cabeza.

Ellen se levantó; no quería echarse a llorar, así que le dio un beso en la frente, se recolocó el pelo y el vestido y salió corriendo. Aún se volvió una vez y quiso despedirse de él con la mano, pero Guillaume estaba ocupado calzándose una bota y no la vio.

Para su sorpresa, Pierre no estaba ni mucho menos enfadado, a pesar de que, una vez más, volvía a llegar bastante tarde. Al contrario, le sonrió de oreja a oreja al verla aparecer.

—Vaya, vaya, entonces es cierto que tienes algo con el preceptor del joven rey. —Asintió con aprobación—. Ojo, que yo nunca te habría creído capaz. ¡Pero quién sabe si eso no nos valdrá algún día un encargo real!

Ellen sintió que se ponía muy colorada y no se atrevió a mirar a Pierre a la cara. «El joven rey no tiene ni una moneda», estuvo a punto de decir, pero lo pensó mejor y no dejó escapar aquella propicia oportunidad:

—Tengo que hacer una espada, y sire Guillaume verá qué puede hacer. ¿Me permitís que por las tardes, cuando haya acabado, trabaje en vuestra herrería?

Pierre la miró con sorpresa y se frotó el mentón pensativamente.

—¡Y a mí qué! —masculló al cabo.

A buen seguro estaba algo molesto porque Guillaume se interesaba por las armas de ella y no por las que ya tenía acabadas él.

Ellen lo celebró en silencio y se puso a trabajar rebosando alegría.

—¿Puedo utilizar también hierro del vuestro? Os lo pagaré, claro está —preguntó por la tarde, cuando hubo acabado su trabajo.

En lugar de responder, Pierre murmuró algo incomprensible. Ellen lo consideró un sí y se dispuso a hurgar entre sus provisiones de metal. Del rincón más escondido sacó un gigantesco pedazo de hierro tosco y de una dureza insólita.

—¡¿Dónde vas con eso?! —se burló Pierre.

—A hornear pan seguro que no —repuso Ellen, mordaz, y siguió buscando material.

—Ese bloque es tan quebradizo que se te caerá a trozos cuando intentes trabajarlo. ¿De verdad quieres hacer una espada con eso?

Pierre sacudía la cabeza, divertido, y respiraba haciendo pasar el aire siseante por entre los dientes apretados.

—Si es un material tan malo como decís, supongo que me lo venderéis por poco dinero.

—Yo no he dicho nada de que sea malo —se apresuró a argüir el herrero—. Sólo que ahí hay que invertir mucho trabajo, demasiado.

—¡Por eso mismo, seguro que me hacéis un buen precio!

Pierre resolló.

Ellen se mantuvo imperturbable. Era evidente que el herrero tenía razón. Ese hierro era de una dureza extraordinaria, pero precisamente por eso lo había escogido. Sabía que sólo un material muy limpio, sin restos de escoria ni impurezas, sería adecuado para una hoja excepcional. Para conseguir tal pureza, había que batir el hierro muchas veces. Como con cada batido, no obstante, se perdía algo de dureza, el hierro tenía que ser muy bueno desde un principio. La mayoría de los herreros evitaban tener que batir y soldar un hierro tan tosco porque costaba mucho esfuerzo trabajado. Normalmente bastaba con tres o cuatro tandas de batido para confeccionar una espada decente, pero Ellen quería forjar una espada extraordinaria y batir el hierro siete veces para que fuera de una pureza excepcional, resistente y más afilada que cualquier otra. Sabía que Guillaume sabría valorado, y que Athanor llegaría a ser especial.

De la provisión de Pierre escogió también una barra de hierro que quería utilizar para el alma de la cuchilla y un trozo corriente de hierro limpio, forjado ya varias veces, que sería idóneo para la cruz y el pomo. Pierre la había estado observando mientras escogía los materiales y se mofó de ella cuando fue a preguntarle cuánto le cobraría.

—¡Mujeres! ¡Me desternillo de risa sólo con ver cómo has escogido el material! Igual que Armelle cuando va al mercado y compra lo que necesita para hacerse un vestido nuevo —se burló, y se puso a pasearse y a pavonearse por la herrería como si llevara un cesto de la compra, imitando a su mujer.

—Reíd cuanto queráis, pero no olvidéis pedirme un precio razonable por el hierro —insistió Ellen con aplomo.

—Con ese bloque te estás buscando un montón de trabajo innecesario, mejor sería que escogieras un trozo corriente para la hoja. Lo que tengas pensado para la barra me resulta incomprensible. —Pierre sacudía la cabeza contemplando la elección de Ellen.

Se rascó la nuca, sopesó los pedazos en la mano, reflexionó un momento e hizo cálculos. El precio que le dio al final resultó asombrosamente justo.

Ellen pagó al instante, pues lo prefería a que se lo descontara del jornal. Los maestros enseguida se acostumbraban a pagar menos jornal, o nada en absoluto, y una vez se empezaba la rebaja… Ellen sacó la escarcela y le puso el dinero en la mano.

—Pagaré por cada tarde que utilice el yunque y vuestras herramientas. Claro está que trabajaré sólo cuando no necesitéis la herrería. ¿Cuánto me pedís?

Pierre no lo dudó un instante y le exigió la mitad de su jornal. A cambio, no obstante, Ellen podía utilizar también su carbón. La muchacha se lo pensó un momento, pero ya que no tenía otra opción, apretó la mano que le tendía el herrero.

—Me pagaréis el jornal como siempre, y yo os pagaré a vos al final de cada semana.

Ellen sabía muy bien que tendría que estar ligada a Pierre aún un tiempo más. Le quedaría de su jornal lo justo para subsistir, pero no tenía otra forma de hacerlo. Una vez hubiera comprado todos los materiales que necesitaba para la espada, tampoco quedaría mucho de sus ahorros. Sin embargo, la espada lo valía. Tenía que demostrarle a Guillaume como fuera lo que era capaz de hacer. Él reconocería enseguida una buena espada, y quizás, eso esperaba Ellen, vería entonces en ella algo más que una muchacha que se había dejado seducir por él cuando apenas se conocían. Guillaume nunca le había hablado de amor, únicamente de deseo. Ellen siempre lo pensaba cuando regresaba a la herrería tras haber estado con él. ¿Y que sentía ella? ¿Amaba a Guillaume o sólo lo deseaba? Con Jocelyn había estado segura de sus sentimientos, pero ¿con Guillaume? El Mariscal despertaba en ella otra clase de emociones. Era seductor y peligroso, como el mar, que resultaba refrescante y fascinador hasta que una corriente lo arrastraba a uno sin previo aviso a las oscuras profundidades y sus dedos fríos no volvían a soltarlo jamás. Sin embargo, añoraba a Guillaume. Soñaba con sus besos y sus caricias, se despertaba excitada en mitad de la noche y se preguntaba qué era peor: su miedo a no volver a verlo o el temor a necesitarlo aún más.

Al final del torneo, artesanos, mercaderes y charlatanes reemprendieron camino. Tardarían sólo ocho o nueve días en llegar a la siguiente sede de las celebraciones. El que se ponía en marcha sin perder tiempo aún tenía una buena semana tras su llegada antes de que comenzara el siguiente torneo y, por tanto, también la oportunidad de reparar herramientas, carros, tiendas o utensilios domésticos.

Aunque Ellen tenía muchísimo quehacer en la herrería y por las noches apenas si podía moverse, decidió empezar a forjar la espada dos días después. En el último mes había pasado todo momento libre que tenía en brazos de Guillaume. Durante su ausencia dispondría de tiempo suficiente para Athanor. El domingo encendió la fragua y forjó una punta cuadrada con la barra de hierro. Contempló el resultado con satisfacción. Para el siguiente paso del trabajo le hacía falta un ayudante. Mientras pensaba a quién podría pedirle ayuda, Pierre se presentó furibundo en la herrería.

—Pero ¿es que has perdido todo tu buen juicio? —espetó.

Ellen no comprendía por qué podía haberse enfurecido de tal modo y se lo quedó mirando, perpleja.

—¡No me mires como una vaca cuando truena! ¡En el sagrado día del Señor no se puede forjar nada! ¿Acaso crees que voy a meterme en un apuro por ti? —La fulminó con una mirada iracunda—. ¡Si te pones a forjar un domingo, se te oye a millas de aquí!

A Ellen el griterío de Pierre le pareció exagerado, pero prefirió no decir nada.

—Si un domingo quieres ponerte a bordar o a hacer cualquier otra cosa que no haga estruendo, a mí lo mismo me da, pero en la herrería no volverás a poner el pie el séptimo día, ¿queda claro?

Ellen asintió con brío.

—Sí, maese Pierre, lo siento —contestó a media voz.

A Pierre le gustaba que lo tratara de maese, por eso se relajó un poco.

—Aparta a un lado el carbón que aún esté aprovechable y luego sal de aquí —ordenó, ya no tan airado.

—Entonces sólo trabajaré por las tardes, y durante no mucho rato, ¿no?

—Eso digo yo —masculló el hombre, y salió de la herrería.

Cuando Ellen regresó a su tienda, poco después, de repente tuvo una idea. Ya sabía a quién pedirle ayuda: durante la cena se lo preguntó a Jean.

El joven acababa de meterse en la boca un pedazo de pan demasiado grande y de pronto se atragantó. Empezó a toser hasta que se le puso toda la cara roja y le cayeron lágrimas de los ojos.

Ellen le dio unos golpes en la espalda.

—Me… —Jean volvió a toser— he… —Se puso rojo y ya no pudo contener la tos.

—… atragantado. Ya lo sé, cierra el pico hasta que se te pase —terminó de decir Ellen, y torció la mirada con reprobación. ¡Que alguien que a todas luces se estaba atragantando no tuviera nada mejor que hacer que explicarlo, aun corriendo el peligro de asfixiarse del todo! Ellen volvió a darle unos golpes en la espalda—. Levanta los brazos, así enseguida estarás mejor.

Cuando se hubo tranquilizado, le repitió la pregunta.

—¿Tú me has visto bien? Seco como una rama. —Jean se tocó con el dedo el brazo derecho.

—Dime, ¿me equivoco o estabas tú delante el día que me medí con el forzudo? Ya te lo expliqué: para forjar no todo depende de esto. —Se señaló la musculatura de los brazos, muy bien dibujada para ser una mujer—. ¡Sino sobre todo de esto! —Se dio unos golpecitos en la frente—. Es evidente que no puedes batir, para eso no tienes ni fuerza ni la técnica adecuada. Pero sostener el hierro sí que puedes. Así es como empecé yo, de muy pequeña. Sin duda tú también podrás conseguirlo.

—Pues claro; en ese caso, allí estaré. —Jean estaba contentísimo.

—¡Bien! ¿Mañana, después de trabajar? Además, te prometo que no estaremos hasta muy tarde, ya sé que tienes que levantarte en plena noche.

—Por eso no te preocupes. Ya no trabajo para el tahonero. Me dejaba la espalda verde y azul de verdugones. Prefiero morirme de hambre a volver a mover ni tan siquiera un dedo por él.

—¡Pero Jeannot! ¿Cómo es que no habías dicho nada? —Ellen lo miró con lástima.

Jean, que siempre estaba pendiente de los males de los demás, no le había confiado los suyos.

—No es tan importante. Me las apaño bien, pero algún día tenías que saberlo. Ya he encontrado algo mejor. En el pozo conocí a un joven paje. Ha estado mucho tiempo enfermo y todavía no ha recuperado las fuerzas por completo, así que le he estado ayudando y su señor me ha preguntado si no podría seguir haciéndolo durante todo el torneo. Me paga cada día el doble que el tahonero, y el trabajo no es ni mucho menos tan duro. Está muy bien, ¿no te parece?

—Tú sí que tienes suerte, pequeño Jeannot —le dijo Ellen con simpatía a su joven amigo, y volvió a darle unos golpes en el hombro.

—¡Ay! —protestó él—. ¡No muelas a palos a tu nuevo ayudante de herrero! —Jean sonrió con orgullo—. ¡Ayudante de herrero, qué bien suena!

Al día siguiente fue al taller nada más acabar su trabajo.

—Bueno, ¿qué debo hacer? —preguntó, y miró en derredor con ánimo solícito—. ¿Me darás a mí también uno de esos mandiles?

—Allí, en el gancho, cuelgan los de los ayudantes. Puedes ponerte uno. Las mangas harás mejor en bajártelas hasta los puños. Enseguida estaré lista, antes tengo que acabar esta pieza del taller para Pierre. Si no, se enfadará. ¡Puedes mirar todo lo que quieras!

Una vez terminada la pieza de Pierre, Ellen cogió el tosco lingote, le puso a Jean unas tenazas pesadas en las manos y señaló el impresionante trozo de hierro.

—Hay que meterlo en la fragua.

Jean la miró abriendo mucho los ojos y se tocó el pecho.

—¿Cómo? ¿Tengo que hacerlo yo?

—¡Claro, has dicho que ibas a ayudarme! Además, seguro que aprenderás algo, ¿no? —Ellen sonreía.

Jean asintió con inseguridad, agarró las grandes tenazas y alzó el lingote con ellas.

—¡Jesús, María y José! Pesa una barbaridad.

El hierro se le escurrió y cayó al suelo.

—El trabajo en la herrería puede ser muy peligroso si no lleva uno cuidado. ¡Si eso te pasa con el hierro caliente, te arreo una buena! —Ellen alzó la mano como si fuera a plantarle un bofetón.

Al ver que Jean se espantaba, se echó a reír.

—¡Lo digo en serio, tienes que sujetarlo con fuerza! —Cogió un montón de arena con la mano y frotó el lingote con ella—. ¡Venga, al fuego con ello!

Jean dejó el hierro sobre el carbón sin saber muy bien qué hacía.

—Sí, ahí está bien, en el centro —lo animó Ellen—. Debe estar en el corazón de las brasas, y luego tienes que echarle mucho aire con el fuelle.

Jean no se atrevía a soltar las tenazas.

—Ya puedes dejarlas con toda tranquilidad para coger el fuelle. Sólo tienes que volver el hierro de vez en cuando para que se caliente igual por todas partes.

Cuando Jean tiró de la cadena del gran fuelle de madera revestido de cuero de cerdo, el artefacto sopló aire al interior de la chimenea y el carbón se iluminó como si aquello fuera el infierno.

—Dale la vuelta. —Ellen señaló al hierro.

Jean volvió a coger las tenazas. Grandes perlas de sudor afloraron en su frente. Ellen, que lo vigilaba, siguió explicando:

—Cuando el ascua del hierro adopta una tonalidad blanca, hay que sacarlo del fuego. Y rápido, porque, si no, se quema.

—¿Se quema? —Jean la miró con incredulidad.

—Sí, sí, también el hierro se quema, y entonces ya no vale para nada. ¡No te olvides del aire, Jean! —Ellen rio y señaló el fuelle—. El lingote es muy grueso, tardará en alcanzar la temperatura adecuada.

Jean se limitó a asentir, tiró de la cadena del fuelle y evitó hacer más preguntas tontas, lo cual Ellen agradeció sobremanera.

Pensó en Donovan, a quien le sucedía exactamente lo mismo, y suspiró pues lo echaba en falta.

—Fíjate mucho en el color del hierro candente; pronto estará listo y entonces tendrás que sacarlo y dejarlo sobre el yunque.

Jean miró el fuego hasta que le ardieron los ojos. Cuando Ellen por fin señaló al pedazo de hierro, el muchacho empuñó las tenazas con resolución y lo sacó de la fragua.

Ellen ya sostenía el macho con ambas manos y esperaba para poder martillar.

—Tienes que sujetarlo muy bien. ¡Si no lo sujetas bien, nos saltará hasta las orejas!

Jean asintió con sobresalto y apretó mucho los dedos alrededor de las tenazas.

Ellen empezó a golpear el bloque de hierro con cuidadosos toques regulares. En la superficie aparecieron pequeñas grietas y saltaron un par de esquirlas.

—No te hagas de rogar, vas a ser una espada muy bonita —rezongó entre dientes, y siguió martillando con más cuidado aún que antes para que el hierro no siguiera resquebrajándose.

—Ahora le haré una muesca para que lo podamos tajar —explicó Ellen después de haber calentado el hierro en la fragua otras dos veces.

Jean la miró con el ceño fruncido.

—¿Tajar? ¿Qué significa eso?

Ellen no respondió hasta que el hierro estuvo de nuevo en la fragua.

—Esto de aquí es un cincel tajador; con él partiremos el hierro en dos pedazos. Para ello, la próxima vez tienes que coger las tenazas con una sola mano, de todas formas tendrás que acostumbrarte a hacerlo así.

Cuando Jean dejó el bloque sobre el yunque, Ellen cogió el cincel y un martillo de mano y abrió una muesca con varios golpes diestros.

—Bueno, ahora aguanta tú mismo el cincel y yo seguiré golpeando.

Jean cerró los ojos, pues tenía miedo de que Ellen pudiera errar el golpe y aplastarle la mano.

—¡Abre los ojos! —ordenó Ellen—. ¡Yo llevo cuidado, pero de todos modos tú tienes que ver lo que haces! —Iba indicándole que moviera un poco el cincel cada vez para poder ahondar la muesca—. Tienes que inclinar un poco el bloque, así, ¿ves? —La muchacha le inclinó un poco el codo, de manera que Jean pudiera alzar más el hierro—. Ahora, otra vez a la fragua, y después podremos acabar de partido.

Cuando ya lo hubieron hecho, al más grande de los dos trozos alargados le hizo una muesca por la mitad y lo retiró a un lado.

—Más tarde lo batiremos —explicó.

Jean pensó que aquella era una curiosa forma de hablar.

Batir: sonaba muy fácil, como con unos huevos para hacer tortilla… pero seguro que no se refería a eso. Miró las llamas, meditabundo.

—Lo has hecho muy bien, Jean —lo felicitó Ellen—. Ahora, mientras yo trabajo el trozo pequeño, tú puedes descansar un poco.

Y entonces Jean se dio cuenta de lo agotado que estaba a pesar de haber hecho mucho menos que Ellen, quien no parecía haber tenido que esforzarse especialmente.

La muchacha sacó el pedazo más pequeño del fuego y forjó con él una barra larga que luego aplanó. Después cogió el bloque de hierro alargado, el que había dejado en el borde de la fragua, lo dobló en ángulo recto por la muesca y colocó el extremo de la barra plana justo en el ángulo. Con intensos golpes de martillo dobló sobre sí mismo el bloque alargado de tal modo que la barra quedó encajada en su interior, sobresaliendo un poco por el extremo abierto. Por último, repartió una pequeña pala de polvo de arenisca por encima y lo metió todo al fuego.

—La arena impide que el hierro se queme —explicó mientras ardía en el fuego, chisporroteando levemente—. Es simple arenisca molida. ¿No te habías dado cuenta de que de vez en cuando recojo piedras?

Jean asintió.

—Bueno, ahora te vuelve a tocar a ti.

Ellen señaló la barra.

—¿Qué? ¿Cómo? Quiero decir, ¿qué se supone que tengo que hacer ahora?

—Sólo darle la vuelta de vez en cuando para que se caliente por todas partes igual. Cuando el ascua esté blanca, la sacas, la dejas bien equilibrada en el yunque, la sostienes y la retiras otra vez cuando yo te lo diga, igual que antes, eso es todo.

Se veía que a Jean le emocionaba hacerse responsable del hierro.

Ellen recogió el taller y limpió el moco del yunque.

Jean se quedó mirando las llamas hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Es mejor que no mires las ascuas todo el rato. Si no, esta noche te dolerán tanto los ojos que no podrás dormir.

Jean obedeció.

—¡Venga, sácalo! —exclamó Ellen al cabo de un rato.

Jean se levantó enseguida.

—¡Pero si el hierro debe de estar ya calentísimo! —recordó entonces.

—Todavía no. ¡Venga, muévete, si no, se nos quemará!

Jean cogió el bloque por la barra y lo dejó sobre el yunque. Ellen tenía razón, en realidad la pieza estaba a la temperatura adecuada.

—Ten cuidado, ahora salpicará —avisó, y golpeó con el pesado macho.

Al primer golpe salió volando del bloque escoria líquida, que llovió en forma de innumerables chispas, pequeñas y grandes, sobre el antebrazo de Jean. Este dio un salto atrás y soltó las tenazas, sobresaltado.

Ellen ya había cogido impulso para el segundo golpe; el martillo descendió hacia el hierro, impactó contra la pieza en mal sitio, pues ya no estaba bien colocada sobre el yunque, y la hizo salir volando en un alto arco. La muchacha golpeó entonces el yunque mientras el hierro candente caía al suelo, justo ante los pies de Jean.

—¡Válgame Dios! ¡Te he dicho que sujetaras con fuerza!

—¡Pero es que las chispas me han quemado!

—No me vengas ahora con esas. ¡Tendrías que haberte desarremangado la camisa! —lo increpó Ellen—. Las chispas son el pan nuestro de cada día para el forjador. Hay que expulsar la escoria soldando con el martillo. Además, tampoco es tan terrible. Esas ampollas no duran mucho, enseguida sanan. —Ellen, descontenta, frunció el ceño.

—Me he asustado —se disculpó Jean, y volvió a alzar la barra de hierro.

Ellen se reprendió a sí misma, Jean tenía razón. Debería haber cuidado de que el muchacho se protegiera la piel de los brazos con la tela, debería haberle explicado exactamente lo que iba a hacer.

—¿Puedo seguir trabajando contigo de todas formas? —preguntó Jean, afligido, al ver que la vara se había doblado.

—Desde luego. Dame, tengo que enderezarla.

Tras un par de golpes, la barra volvía a estar recta.

—¿No te habrás hecho mucho daño? —se interesó Ellen con preocupación.

Jean dijo que no y se frotó la nariz, abochornado.

—Bueno, pues entonces hemos vuelto a tener suerte. —Ellen le dio unas palmadas de ánimo en el hombro.

—¿La próxima vez volverá a salpicar tanto? —preguntó Jean con cautela.

—Sí que lo hará, pero no puedes soltar, ¿de acuerdo? —insistió ella.

—Te lo juro, esta vez sostendré con fuerza. —Jean asintió con brío y se desarremangó la camisa hasta bien abajo.

Contempló los colores de las ascuas sin mirar fijamente a las llamas, dio la vuelta a la pieza alargada hacia uno y otro lado y volvió a sacarla cuando la vio blanca.

Con golpes imperiosos y certeros, Ellen soldó el hierro de fuera con la barra de dentro. También esta vez salpicó escoria líquida con cada golpe y salieron volando chispas. Bien podrían haber prendido fuego a cualquier cosa, por eso cerca del yunque no debía haber ni paja ni ningún otro material que ardiera con facilidad.

Jean sostuvo la pieza con valentía y ni siquiera se movió cuando las chispas ardieron en sus manos y las dejaron llenas de pequeñas ampollas.

—¡Bien hecho! —lo felicitó Ellen cuando hubo terminado—. Con el asidero que tenemos ahora, trabajaremos mucho mejor que con las tenazas. —Limpió el moco del yunque y lo metió todo en un saco que Pierre tenía preparado a tal propósito—. Las pequeñas escamas de hierro que los herreros llamamos moco o escoria se pueden preparar para utilizarse de nuevo —explicó—. Y ahora, cuidado, tienes que estar muy atento a mis órdenes. Cuando diga «adelante», empujas la barra un poco hacia delante; cuando diga «vuelta», la vuelves hacia el otro lado y al mismo tiempo tiras de ella hacia atrás. El yunque está frío, así que el hierro no conserva mucho tiempo su calor, debemos ser rápidos para aprovechar la temperatura cada vez. ¡Lo has hecho muy bien! —lo alabó de nuevo para animarlo—. Y ahora, vamos por el hierro.

Ellen cogió el pesado macho y de nuevo se puso a martillar el metal. Cuando la pieza hubo doblado su longitud aproximadamente, cogió el martillo de mano y el cincel para volver a hacerle una muesca en el medio, doblada y batida.

Jean metió el hierro de nuevo en la fragua, lo sacó cuando alcanzó la temperatura necesaria y lo sostuvo por la barra con fuerza mientras Ellen soldaba ambas mitades con poderosos golpes de macho. Volvieron a calentar el hierro una última vez y terminaron el primer batido.

—¿Crees que aguantarás otro batido? Así, mañana y pasado sólo tendríamos que hacer dos y tres más, y ya habríamos terminado —explicó Ellen.

—Pero ¿para qué lo hacemos? —preguntó Jean.

—Es una especie de lavado del hierro —dijo Ellen, sonriendo, y se apartó un rizo de la cara—. El metal siempre tiene suciedad e impurezas. Los batidos lo limpian e impiden que haya imperfecciones en la hoja. Cuantos más se realicen, mejor será la espada, pero el hierro también se torna más blando, por eso no puede batirse ilimitadamente.

Jean se esforzó por que pareciera que la estaba entendiendo.

—Muchas de estas cosas no se comprenden hasta que se tienen años de experiencia —lo tranquilizó Ellen.

Entre los herreros se decía que el hierro daba forma al herrero durante los primeros diez años y, sólo después, el herrero daba forma al hierro. Ellen, sin embargo, lo sentía de una forma muy diferente en su fuero interno; el hierro y ella habían sido como dos buenos amigos desde el principio.

Ya era oscuro cuando terminaron con los dos primeros batidos. El cielo estaba negro y sin nubes, pero la luz de la luna iluminaba lo suficiente para que Ellen y Jean pudieran seguir el camino hasta la tienda.

Al llegar, Madeleine dormía profundamente. Estaba hecha un ovillo en su rincón y se había arrimado mucho a Barbagrís. El perro alzó un momento la cabeza, cansado, meneó un poco la cola y volvió a cerrar los ojos. Había crecido muchísimo más y más rápido de lo que Ellen se había atrevido a soñar, y ya ocupaba tanto espacio como una persona.

—¡Sopla, qué hambre tengo! —protestó Jean.

—Lo siento, se nos ha hecho muy tarde.

De pronto, Ellen tuvo mala conciencia.

—No tienes que sentir nada, he aprendido muchísimo. ¿Sabes? Si pudiera, me haría herrero, carpintero o algo así. Pero nadie aceptaría de aprendiz a alguien como yo. No puedo pagar y, además, tengo que preocuparme de Madeleine.

—¡No digas eso, Jeannot! Seguro que algún día te llegará la oportunidad. No dejes de tener esperanzas. —Le pellizcó la mejilla y sonrió.

Jean la miró con descontento. No le gustaba que lo tratara como a un niño.

—Mientras trabajábamos me llamabas Jean, no Jeannot. ¿No podrías seguir haciéndolo? —preguntó sin mirarla.

—Por supuesto —respondió ella mientras masticaba.

Las dos tardes siguientes, Ellen estuvo observando al muchacho mientras trabajaba. Era hacendoso, tenía ganas de aprender y demostró ser hábil. Seguro que se abriría camino. Recordó con melancolía el día en que se había presentado ante Llewyn. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! Era un poco más pequeña que Jean. Si el chico acudía a la herrería más a menudo y ella le enseñaba unas cuantas cosas, ¿por qué no iba a tener suerte algún día él también?

Después de batir el hierro una última vez, Ellen lo dividió en dos mitades sin tajarlo.

—¿Es que aún quieres doblado una vez más? —preguntó Jean con asombro.

—Espera y observa. Ahora verás lo que voy a hacer.

Grabó una ranura a lo largo, primero en una mitad y luego en la otra.

Jean no se atrevía a preguntar más, sólo miraba en silencio.

La muchacha cogió la punta cuadrada que había forjado el primer día, la colocó en la incisión, comprobó la profundidad y la ahondó apenas una pizca más. Después hizo la misma comprobación con la otra mitad. Una vez satisfecha, dobló la pieza igual que con los batidos, pero sin llegar a cerrarla sobre sí.

—Coge unas tenazas y agarra la pieza con fuerza. Con la otra mano sostén el cincel tajador.

—¿Por qué tengo que volver a usar las tenazas?

—Porque ahora cortaré el final de la barra.

—Pero ¿no la encajamos ahí nada más empezar?

Jean la miraba con desconcierto.

—Sólo la necesitábamos para los batidos, ahora hay que quitarla.

—Pero si es muchísimo trabajo… ¿No podríamos haberlo hecho todo con las tenazas?

La frente de Jean estaba surcada por una arruga.

—Cuanto más me ayudes, antes comprenderás por qué hay algunos pasos que al principio cuestan tiempo, pero que, a la postre, lo ahorran —repuso Ellen de mal humor.

Una vez partido el asidero, encajó la punta cuadrada en la muesca a medida y cerró la otra mitad por encima. La punta desapareció entre las dos muescas.

—La barra cuadrada es de hierro dulce. Por eso lo he elegido para el alma de la espada. —Ellen señaló las dos mitades—. El lingote era de un hierro mucho más duro, y por eso era idóneo para las tejas de la hoja, que la recubren. Ahora tenemos que volver a soldarlo todo con el martillo. Ya no te da miedo, ¿verdad?

Jean sacudió la cabeza, sonriendo.

—Me he acostumbrado.

—La barra cuadrada asoma bastante por arriba, de modo que ahora la podremos utilizar como asidero, ¿lo ves?

Jean asintió, metió todo el conjunto en la fragua y le dio la vuelta al hierro varias veces. Sin embargo, cuando todo él brilló blanco, no reaccionó. En lugar de eso, miraba hechizado las llamas de lenguas danzantes.

—El hierro se quema, ¿es que no lo ves? —gritó Ellen, y corrió hacia él.

De la pieza saltaban ya chispas blancas. Jean la cogió con las tenazas y la sacó enseguida del fuego.

—¡Con hierro quemado no se puede hacer una espada! —explicó Ellen con apremio.

Había pagado mucho dinero por el material; Jean tenía que comprender lo importante que era no dejar que el hierro se quemara. En cuanto estuvo en el yunque, Ellen empezó a soldar la pieza pulgada a pulgada con golpes contundentes y regulares. Otras tres veces tuvo que meterlo el chico en la fragua. Ellen martilló y comprobó el hierro hasta que estuvo satisfecha con la soldadura.

—¡Bueno, ya está! —Respiró con descanso—. Ya hemos terminado. En la pieza no puede haber ni una sola grieta. Todo tiene que encajar a la perfección. Si quedan impurezas o aire, la espada no servirá de nada. Mañana empezaré a darle forma a la hoja. Si quieres, puedes venir a mirar cómo lo hago y ayudarme un poco más; después seguiré yo sola.

Al día siguiente, por la tarde, Jean llegó antes que nunca a la herrería.

—Tenía miedo de que empezaras sin mí —explicó.

—¡Jamás! —Ellen fingió indignación antes de sonreírle—. Empezaremos en cuanto acabe con esto.

Jean esperó y Ellen se dio cuenta de que estaba tan emocionado como ella misma. De buena gana le explicó lo que haría a continuación.

—Primero tengo que estirar el hierro, igual que con los batidos de antes, sólo que ahora interesa que sea mucho más largo, y para eso habrá que calentarlo varias veces. Por eso te necesito.

—¿Ellen?

—¡Que me llames Ellenweore! —espetó, con más crudeza de la necesaria.

Puesto que Guillaume podía presentarse en la herrería en cualquier momento, era mejor que nadie la llamara Ellen. El caballero no podía llegar a sospechar que Alan y ella eran la misma persona.

Jean prometió enmendarse y se dispuso a plantear de nuevo su pregunta:

—¿Por qué dices siempre que vas a calentar el hierro? A mí me parece que, más que caliente, el hierro está ardiendo.

Ellen se encogió de hombros.

—¡Jerigonza de herreros! Cada oficio tiene su forma de hablar, y en esas cosas se ve enseguida quién tiene experiencia. ¿Podemos seguir ya?

Jean estaba ansioso por ver de una vez cómo se formaba la hoja y asintió con brío. Le parecía una maravilla que Ellen, golpe a golpe, pudiera transformar ese bloque de hierro en una hoja de espada.

—Este trozo de barra se convertirá en parte de la espiga, que es donde va sujeta la empuñadura. Es más práctico que no sea muy dura para que luego el pomo se pueda remachar mejor.

Tanta era la fascinación que sentía trabajando en Athanor que tenía las mejillas sonrosadas de emoción. De reojo vio que Pierre entraba en el taller. Actuaba como si estuviera muy ocupado, rebuscando por todas partes como si no encontrara alguna cosa, pero Ellen sabía muy bien que era la curiosidad lo que lo había llevado hasta allí. Sin duda quería ver cómo le estaba yendo con aquel material tan difícil que había escogido. Todos los herreros tenían sus secretos y a ninguno le gustaba que otro se presentara sin invitación a verlo trabajar. Pierre, sin embargo, era el maestro, y en una herrería ambulante, además, guardar el secreto profesional era prácticamente imposible. Por suerte, los demás herreros no se interesaron por su pieza; seguían convencidos, igual que el primer día, de que sólo un hombre podía confeccionar una buena espada. También Pierre desapareció sin echarle un vistazo de cerca a la pieza que estaba trabajando.

La cuchilla enseguida empezó a tomar una forma tosca. Ellen no dejaba de comprobar la longitud y el grosor, calentaba ciertas partes hasta que el ascua estaba amarillenta y después las trabajaba con el martillo de mano. El ritmo regular de sus golpes retumbaba en el silencio. En cuanto el hierro empezaba a brillar en un tono rojo, volvía a meterlo en la fragua.

—Ya es tarde, Ellenweore —osó decir Jean tras un largo rato de silencio.

Había contemplado con fascinación cada movimiento de sus manos.

Ellen, sobresaltada, alzó la vista.

—¿Qué has dicho?

—Que se hace tarde. Si no lo dejas pronto, te quedarás aquí sola. —Alzó mucho las cejas.

Las mejillas de Ellen tenían un rubor febril. Miró en derredor sin salir de su asombro.

—¡Ya es de noche!

—¡Hace rato!

—Ah.

—Deberías dejarlo para mañana.

Ellen asintió, ausente, examinó la pieza a medio hacer y la sostuvo de súbito ante sus ojos.

—Of, creía haber visto una grieta, pero no es más que una marca del martillo. —Sopló el moco de la hoja y la frotó con cuero. Respiró con alivio—. Tienes razón, ya es hora de ir a dormir. No me había dado cuenta de lo cansada que estoy. Los ojos me arden como si estuvieran en llamas. ¡Dejémoslo por hoy!

Esa noche, Ellen volvió a soñar con Guillaume. Iba a su encuentro en el bosque, ansiosa por mostrarle a Athanor, pero él no le dejó decir palabra, la asedió con sus irresistibles caricias y la sedujo con descaro. Ellen se sintió desvanecida, como flotando entre nubes y furiosa a un mismo tiempo. Quería hablarle de la espada, pero en cuanto abría la boca, él le cerraba los labios con un largo beso. Cuando empuñó a Athanor para enseñársela con expectante temor, apenas pudo sostenerla de lo pesada que era. Parecía haber sido forjada para un gigante, era irrealmente grande, descomunal. En lugar de brillar, estaba cubierta de manchas de herrumbre. Ellen se avergonzó de lo horrorosa que era la espada, habría querido que se la tragara la tierra en aquel mismo instante. Sin embargo, Guillaume se la quitaba de las manos, la sostenía con el brazo muy estirado y la contemplaba con repugnancia. En su mano, Athanor parecía pequeña y ligera, como una espada de juguete. Ellen cerró los ojos con fuerza, no podía creerlo.

—Parece hecha para un enano —dijo Guillaume, divertido, y dejó a Athanor en el suelo.

Allí, en la hierba, parecía fofa como una piel de serpiente.

Ellen se movía inquieta de un lado a otro en su yacija.

Despertó bañada en sudor. Aterrada, buscó a tientas a Athanor y comprendió entonces que todo había sido una pesadilla. Más tranquila, acarició la tela en que estaba envuelta la hoja. La opinión de Guillaume era importante, pero ¿de veras trabajaba sólo por eso? Respiró hondo. En el fondo daba lo mismo si Guillaume sabía valorar la espada o no.

Athanor será algo especial —murmuró, y volvió a conciliar el sueño.

—Se la ve un poco delgada para una hoja de espada, ¿no crees? —comentó Jean al día siguiente, mientras Ellen contemplaba su obra con satisfacción.

—Todavía hay que hacer los filos. Entonces se ensanchará un poco más.

—¿Por qué se ensanchará al hacer los filos? —Jean la miraba sin comprenderlo.

—Porque estiraremos el hierro en sentido transversal.

Al muchacho se le iluminó el rostro.

—¡Ah!, y entonces los bordes también serán más finos, ¿no?

—Exacto. —Ellen sonrió, el joven seguía bien el razonamiento.

—Aun así, no entiendo que haya que hacer ya los filos. No sé por qué, pensaba que no habría que afilarla hasta mucho después.

—Bueno, en eso no te equivocas del todo. No la afilaremos aún, pero al estirar el hierro en ambas direcciones se forman los dos filos de la hoja. Al principio todavía son romos, luego hay que trabajarlos con un desbastador y una lima, y no alcanzan toda su agudeza hasta después del temple, mediante el pulido. —Ellen miró la vara con satisfacción, comprobó una vez más la cuchilla y la enderezó un poco—. Un buen trabajo —se felicitó—. Basta por hoy. Mañana empezaré con los filos. Por cierto, a partir de ahora puedo trabajar sola.

—¿Puedo venir a mirar de todas formas? —preguntó Jean con cautela.

—¡Siempre que quieras! —repuso ella con alegría—. Lo siguiente que haré será alisar la superficie y trazar los vaceos. Y, después, no será sólo interesante, ¡también peligroso! —Ellen hizo una pausa para añadir emoción y miró a Jean fijamente—: El temple, el momento de la verdad.

De camino a casa le explicó con entusiasmo por qué era tan importante el temple, y tan difícil también.

—¡Hay que tener talento! —Ellen se llevó una mano al corazón con gran teatralidad—. Sale de aquí. Es una mezcla de… Sí, eso, ¿de qué exactamente? —Lo pensó un momento—. Es una mezcla de experiencia e intuición.

—¿Intuición?

—Sí, algo así como una especie de presentimiento. Para ser un buen forjador de espadas hay que tenerlo y ya está.

—¿Y cómo se sabe si tiene uno intuición?

—Ah, eso se descubre en los primeros años de aprendiz.

Ellen le pellizcó la mejilla y se ganó por ello una mirada rabiosa.

—¡Ay! ¿Y si tras un par de años comprueba uno que no la tiene? ¿Todo lo aprendido habrá sido en balde?

—Bueno, sin esa intuición es mejor no atreverse con las espadas. Son la cúspide del arte de la forja, ¿comprendes?

—Bueno, oye, a mí todo eso me suena muy erudito.

Ellen lo miró con asombro.

—¿Eso crees? Yo no le veo nada malo en que uno conozca sus habilidades y se dedique a lo que mejor sabe hacer. En mi caso son las espadas. Que uno se convierta en un mal cantero, carpintero o herrero, lo mismo da, o en uno bueno o extraordinario, sólo depende del talento que haya querido darle Dios. Es así de sencillo. Y luego, igual que no a todos los sacerdotes les es concedido llegar a ser obispos, no todos los herreros pueden llegar a ser forjadores de espadas.

—Pues yo he oído decir que lo que se necesita para ostentar un alto cargo eclesiástico no es precisamente un talento especial, sino ante todo buenos contactos —la contradijo Jean.

Ellen se encogió de hombros con hastío.

—Ahora podrías ayudarme a limar asperezas. ¿Quieres? —dijo, zanjando el tema.

—¿Limar asperezas? ¿Con quién te llevas mal? —Jean se esforzó por parecer especialmente ingenuo.

—¡Demonio! Me refería a alisar la hoja —aclaró—. ¿Quieres ayudarme o no?

—¡Claro que sí! —El chico asintió con brío.

Cuando apareció en la herrería al día siguiente, Ellen ya lo tenía todo preparado y sobre el yunque había una herramienta que Jean no había visto nunca.

—¿Con eso quieres alisar la hoja? —preguntó con escepticismo.

Ellen le puso la pieza en la mano.

—El cotilla del martillo ha dejado abolladuras y señales en el hierro. Ten, mira lo tosca y desigual que está la superficie. Con la aplanadora de forja… —Ellen sostuvo en alto la herramienta del yunque—. Con esto, ahora se trabaja la hoja. ¿Ves lo ancho que es el peto?

Jean asintió. El martillo acababa en un cuadrado casi tan grande como la palma de la mano.

—Para que no se produzcan nuevas abolladuras, no se golpea directamente con la aplanadora, sino que se dan golpes con el macho en la cabeza de la herramienta.

—Hmmm, eso no lo acabo de entender —dijo Jean con inseguridad.

—Sostén la pieza con la mano izquierda y la aplanadora con la otra. El martillo tiene que estar en ángulo adecuado sobre la hoja. Te lo enseñaré. Así, ¿ves?

Después de haber manejado una vez la aplanadora, comprendió lo bien que se alisaría la hoja con esa técnica.

Con una herramienta que se parecía mucho a los desbastadores que usaban los carpinteros, Ellen abrió una acanaladura en ambas superficies de la hoja y afiló los lomos. El temple no lo realizaría hasta una noche sin luna, como hacían siempre todos los forjadores de espadas. En una noche verdaderamente negra, de oscuridad total, se distinguían mucho mejor las tonalidades del hierro candente. Puesto que la temperatura del ascua era fundamental para que el temple resultara bien, y casi todo el mundo conocía la gran influencia que tenía la luna en personas y animales, era mucho más seguro esperar los pocos días que faltaban para la luna nueva. Entretanto, tendría tiempo suficiente para preocuparse del agua.

Ellen forjó entonces pequeños discos para probar el temple de un trozo sobrante del material de la hoja.

Tras su traslado a Tancarville, Donovan había renegado muchísimo por tener que utilizar un agua diferente. En Ipswich la había ido a buscar siempre a un manantial en concreto, igual que su maestro antes que él. Tras el primer desacierto templando en Tancarville, había mandado a Ellen forjar un buen montón de esos discos de hierro y había hecho con ellos numerosas pruebas hasta lograr un temple perfecto.

Ellen fue por agua a un riachuelo cercano, añadió un poco de orín y rectificó la mezcla hasta que estuvo contenta con el resultado. Dos días antes de la luna nueva ya estaba lista, pero de todas formas empezó a ponerse nerviosa. Le palpitaba el corazón y le sudaban las manos sólo de pensar que el siguiente paso del trabajo podía echar a perder todos los denuedos de las últimas semanas. A fin de preparar la hoja para el temple, le había comprado arcilla a un alfarero y había empezado a frotar con ella la espada.

Jean observaba en silencio todas y cada una de sus acciones.

—La primera capa la hago muy fina y la reparto bien por toda la hoja. Cuando la arcilla se seque, veré si la he aguado bien. Si no, se producen grietas —explicó—, y no sirve para nada.

—¿Y eso qué significa, aguado?

—Cuando el barro queda compacto y duro, se dice que está espeso. Bueno, pues cuando está blando y suelto, se dice que está aguado. Sí, y luego está el tono del ascua. La arcilla brilla más que el hierro. Con un recubrimiento grueso de arcilla sería muy difícil reconocer la tonalidad del hierro candente. Así que hay que aguar la arcilla con agua, carbonilla y arenisca molida. Si una capa fina de arcilla se seca regularmente es que está bien aguada y se puede continuar.

—¿Para qué hay que poner barro? ¿No se templaría también sin él?

—¡Claro, si no es una espada lo que se quiere hacer! Pero nosotros no sólo queremos templar, queremos obtener una hoja elástica y con filos cortantes, esa es la diferencia. Por eso el centro de la hoja debe templarse menos que los filos. No en balde hemos utilizado un material más blando para fabricar el alma de la espada.

—¡Pero también has puesto barro en los filos!

—Apenas una capa fina que los protege del calor demasiado intenso y al mismo tiempo hace que el enfriamiento no sea tan brusco. Así no hay tanto peligro de que los filos se vuelvan quebradizos.

—Y se puedan romper.

—Eso es, Jean. Cuando la primera capa de barro está seca, aplico más por encima, pero sólo en el centro.

Cuando Ellen despertó con dolor de barriga la mañana del día de luna nueva, temió que sus días impuros pudieran dar al traste con su intención de templar la espada. La sangriza era un inconveniente plausible para una labor de tal dificultad. Las mujeres no podían entonces ayudar siquiera en cosas tan cotidianas como hacer cerveza u hornear pan. Por suerte, la tripa debía de dolerle únicamente a causa de la emoción, pues no tuvo ningún otro síntoma.

Después de trabajar, Ellen volvió a atizar el fuego, metió la hoja cubierta de barro entre las brasas y preparó la tina en la que la enfriaría. En el fondo del recipiente alargado colocó una piedra y murmuró una fórmula misteriosa de la que Jean no entendió ni una palabra.

El chico se había retirado a un rincón, como le había ordenado Ellen.

—Si quieres ser testigo del proceso del temple, tienes que hacerte invisible. No puedes hablar, ni hacerme preguntas, ni distraerme —le había advertido.

Jean tenía las dos manos juntas, encogidas con nerviosismo.

Los filos de la hoja brillaban con un rojo amarillento cuando Ellen sacó la espada del fuego, la hundió en la tina y la movió de aquí para allá a fin de que toda la pieza se enfriara por igual.

El agua siseó y rompió a hervir al entrar en contacto con la hoja ardiente.

Ellen susurró una rima que había aprendido de Donovan y que le servía para calcular el tiempo. A la de siete tenía que sacar la hoja del agua para que conservar el suficiente calor residual. Aguzó el oído para escuchar los siseos y los borbotones del agua. No se oyó ni un crujido que indicara malogramiento. Emocionada, sacó la espada de la tina. La capa de barro podía quitarse ya con facilidad. No se veía ninguna tara.

Ellen respiró aliviada. El afilado y el pulido aún serían decisivos para la calidad de la espada. Se secó las perlas de sudor que cubrían su frente y miró a Jean, que seguía acurrucado en su rincón.

—Ya puedes salir. Todo ha ido sin contratiempos. ¿Lo has visto bien?

—Apenas si me atrevía a tomar aire de lo emocionante que ha sido.

—¡Igual que yo!

Ellen le sonrió con alegría y se apartó un mechón que se le había quedado pegado a la sien.

—Ahora por fin podré dormir tranquila. Ven, ya hemos acabado. Estoy agotada.

—Yo también. No puedo con mi alma, aunque no he movido ni un dedo. Toma, he traído una tea. Hoy la necesitaremos, si no, aún acabaremos echándonos a dormir en la tienda de otra gente.

A la mañana siguiente, Ellen se dio cuenta de que Madeleine volvía a tener una moneda de plata en la mano. La chiquilla la hacía resbalar con destreza entre los dedos.

—¿Te la ha dado el mismo caballero de la última vez? —preguntó.

Sintió que la calidez de una alegre expectativa crecía en su interior, pero Madeleine no le respondió.

—¡Creo que lo tienes enamorado! Ha puesto unos ojos muy grandes al preguntar por ti —explicó.

—¡Guillaume! —susurró Ellen con alborozo—. ¿Dónde está? —le preguntó a Madeleine.

Esta, no obstante, sólo se la quedó mirando con una amplia sonrisa.

—¡Es muy guapo! —dijo, y volvió a prestarle atención a su moneda.

Ellen se dirigió a la herrería llena de expectación. Si Guillaume había regresado, seguro que iría a buscarla allí. Durante todo el día sintió un agradable hormigueo en el estómago, pero Guillaume no apareció. Fue tal la desilusión que sintió, que ni siquiera quiso trabajar en Athanor. Tampoco se presentó al día siguiente, de modo que Ellen fue a preguntar por el joven rey, pero nadie lo había visto. Ni a él ni a su séquito.

A saber de dónde habría sacado Madeleine su moneda de plata… Ellen hizo a un lado todas las ideas que la inquietaban y se concentró de nuevo en Athanor. Midió la longitud de la hoja y calculó las mejores proporciones para la cruz. Después cogió el pedazo de hierro ya forjado, lo batió una vez más con ayuda de Jean y luego lo partió en dos trozos. Uno de ellos sería para la cruz; el otro, para el pomo.

Forjó una vara del grosor de un dedo, más o menos, y de un palmo de largo. La cruz encajaría después en la hoja deslizándose por la espiga, por lo que había que abrirle una ranura en el centro. Al hacerlo, Ellen debía cuidar de que el agujero no fuera demasiado amplio para que la cruz no bailara después. Para poder abrir un agujero lo más ajustado posible, Ellen forjó un punzón de hierro con las medidas de la espiga.

—¡Ah, aquí estás! —saludó a Jean con una sonrisa. El chico había llegado más tarde que de costumbre, y parecía triste—. ¿Qué sucede?

Ellen le puso una mano en el hombro, pero él zarandeó la cabeza con desánimo. De nada serviría seguir preguntando si no quería explicar nada. Jean le contaría qué lo tenía afligido cuando se sintiera preparado.

—¿Puedo ayudarte? —El muchacho se esforzó por mostrar una expresión afable.

—No podría seguir adelante sin ti —afirmó Ellen, y lo miró con simpatía—. ¿Sostienes esto?

Jean asintió y se puso un mandil.

—Hoy no habrá chispas —prometió la muchacha, con la esperanza de animarlo un poco—. Toma, cuando acabe, sostén la cruz con el gato.

Para poder atravesar el hierro con el punzón por el punto correcto, Ellen midió dónde estaba el centro y lo marcó con un certero golpe de cincel.

—Pues la verdad es que no se parece en nada a un gato —comentó Jean, volviendo la herramienta a uno y otro lado—. Qué nombre tan curioso…

—Lo principal es que recuerdes cómo se llama. Coge la cruz y ponla en las brasas.

Ellen se había decidido por una forma sencilla y sin ornamentos para la cruz, que era algo más ancha por el centro y se estrechaba algo en los extremos.

Jean la sacó del fuego y comprobó, no sin asombro, lo bien que se veía el punto marcado en el hierro candente. El punzón pareció atravesar la muesca sin ningún tipo de dificultad. Ellen lo hizo pasar con pocos golpes.

—La cruz no hay que templarla. Déjala al borde de la fragua, sin más. Hoy empezaré con el esmerilado basto de la hoja, en eso no me puedes ayudar. Ve a la tienda y cuida de Madeleine, creo que últimamente la tenemos algo abandonada.

Jean asintió y se puso en camino. Ellen hizo girar la gran muela de Pierre con el pedal para aguzar los filos. Rociaba la hoja con agua sin parar y comprobaba el resultado una y otra vez. Cuando estuvo contenta con el afilado, envolvió la hoja en un trozo de tela y regresó también a la tienda.

Jean y Madeleine todavía estaban despiertos.

—Te hemos guardado un poco.

Jean señaló una pechuga de pichón y unas gachas de cereales con cebolla y almendras que había preparado Madeleine como acompañamiento.

—Mmm, de maravilla. ¡Tengo un hambre de aúpa! —Ellen devoró con ansia la carne tierna de ave y las especiadas gachas—. ¡Madeleine, está delicioso! —La miró a ella y luego a Jean—. ¿Qué haría yo sin vosotros? —y los estrechó a ambos entre sus brazos.

—Seguramente morirías de hambre. —Jean intentó reír, pero todavía estaba abatido.

—¡Trabajas demasiado! —Madeleine le acarició la melena, como en sueños, y luego volvió a retirarse a su rincón, donde Barbagrís roía un hueso con deleite.

—Debo de pareceros insoportable. Sólo trabajo, y la mayor parte de cuanto gano lo destino otra vez a Athanor. Jean se desloma la mitad de las noches para ayudarme. ¿Y yo? ¿Qué hago yo por vosotros? —Los miró a uno y a otro con abatimiento.

—Ya tendrás ocasión de ayudar. A veces las deudas se pagan de formas insospechadas. —Aquellas palabras sonaron irreales en los labios de Madeleine.

Pocas veces tenía la mente tan clara, pero igual de deprisa que se había iluminado, esa chispa volvió a extinguirse y la muchacha se quedó allí sentada como una niña inocente, acariciando ensimismada su moneda de plata. Ellen fue por la bolsa de cuero en la que guardaba las piedras de pulir que necesitaría para seguir trabajando en la hoja. La bolsa estaba extrañamente húmeda.

—¡Barbagrís! —exclamó con enfado. Los cordeles de cuero estaban completamente roídos—. ¡Chucho maleducado! ¡Demonio, me has estropeado todas las piedras!

Ellen había tenido que pagar una pequeña fortuna por esas piedras de pulir. Algunas eran tan delgadas que se rompían con facilidad. Abrió la bolsa con sumo cuidado y la vació sobre su mano. Todas menos una estaban intactas. Sólo la más fina estaba desconchada por un lado. Volvió a meter con cuidado las piedras y el polvo en la bolsa.

—¡Que Dios se apiade de ti si te vuelvo a pillar! —riñó al cachorro.

El malhechor bajó las orejas, compungido. Era la viva imagen de la mala conciencia.

—Yo que tú me llevaría esa bolsa adonde fuera. Si la encuentra tan apetitosa como esto, volverá a intentarlo. —Jean torció la boca y señaló su zapato izquierdo.

Tenía la punta completamente mordida, y por un lado asomaba un agujero deshilachado.

—¡Como vuelvas a atreverte…! —amenazó la muchacha al perro, y levantó un puño.

—Todavía es muy joven, sólo busca algo con que entretenerse. No podemos tomárnoslo a mal —intentó argüir Jean en su defensa.

—¡Pero podría cuidar de nuestras cosas, en lugar de estropearlas!

Ellen parecía algo más aplacada, pero de todas formas esa noche soñó que tenía una forja propia, con ayudantes y aprendices, y que el vándalo de Barbagrís causaba estragos en ella.

La noche antes de que partieran, Ellen oyó por casualidad que Pierre hablaba de ella con Armelle.

—Ya sé que para ti es como una espina clavada, ¡pero seguro que esto te pondrá algo más contenta! —le susurró a su mujer mientras iba poniéndole sus ganancias en la mano y se regodeaba al ver cómo se le abrían los ojos.

—¡Pero si es muchísimo más de lo que solías ganar! —exclamó Armelle con alborozo.

—La chica —se inclinó un poco más hacia delante y bajó la voz— nos hace ganar cuatro veces más de lo que cobra. En este momento incluso me paga por utilizar la herrería por las tardes para sus propios fines. Ha sido el mejor negocio de mi vida. Por este camino cada vez nos acercamos más a nuestro objetivo… —Pierre susurró entonces algo más, pero Ellen no pudo entenderlo.

Si de verdad le hacía ganar tanto, tenía que conseguir que le subiera el jornal. Ellen pensó cuál sería la mejor forma de plantearlo.

A mediodía, cuando partieron, Pierre se acercó al lugar donde había estado la tienda de ella. Jean la había desmontado a primera hora, la había doblado y la había amarrado bien sobre el lomo de Nestor.

—¡Nos vemos en el torneo de Compiegne, entonces! —exclamó, despidiéndose de Ellen como de costumbre.

¡Aquella era su oportunidad!

—¡Aguardad, maese Pierre! He estado pensando en quedarme en Compiegne para trabajar allí con un herrero al que conozco desde hace años —dijo Ellen, mirándolo con total inocencia.

Al hombre se le demudó el rostro.

—Pero no puedes… ¿Me dejas en la estacada? —preguntó sin salir de su asombro.

—No sabía que valorarais tanto mi trabajo. —Se esforzó por parecer sorprendida.

—¡Pues claro que sí! —repuso Pierre, rechinando los dientes.

—Bueno, quizá si me pagarais algo más, podría pensar en quedarme.

—¿Es sólo cuestión de dinero? —preguntó él con recelo.

—La espada resulta costosa —explicó Ellen, encogiéndose de hombros.

Pierre dio un fuerte suspiro.

—Está bien, te pagaré la mitad más —propuso con generosidad.

Ellen sacudió la cabeza.

—El doble —dijo con decisión, y logró que su voz sonase de lo más calmada.

Con eso le estaba pidiendo casi tanto como lo que ganaba un oficial varón. Pierre la miró atónito. Ellen supuso que estaría calculando si valía la pena. Sintió miedo. ¿Y si decía que no?

—Así tendrá que ser —masculló el herrero al cabo, poco complacido—. ¡Si no, no me dejarás en paz! Eso le pasa a uno por ser bondadoso.

Dicho eso, dio media vuelta malhumorado y se alejó de allí a grandes zancadas.

Ellen saltó de alegría en cuanto se hubo ido. Aunque era domingo, por la mañana había ayudado a cargar en el carro de Pierre todas las herramientas, el yunque, la muela y el enorme fuelle sin recibir por ello ni un solo penique. Ella, sin embargo, había pagado todos los días que había usado la herrería para trabajar en Athanor. En modo alguno debía tener mala conciencia.

De camino a Compiegne atravesaron un amplio valle verde con imponentes frutales, y luego un gigantesco bosque de abetos oscuros. Dos días después llegaron por fin a un gran pueblo.

En la pared de una de las casas había una escuadra de hierro de la que colgaba un cepillo de carpintero. Allí tenía su taller el artesano.

—Necesito un par de cosas para Athanor —dijo Ellen con alegría antes de acercarse a la carpintería y abrir la puerta—. ¡Os saludo, maestro!

Ellen hizo una breve reverencia y se esforzó por mostrar una sonrisa resplandeciente. Jean, que la había seguido, prefirió mostrarse más bien huraño por si su amiga quería comprar algo y él tenía que negociar el precio.

El carpintero estaba sentado a una gran mesa de trabajo.

Ante él había herramientas de corte y trozos de madera apilados, de tal manera que sólo se le veía la cabeza. El hombre entornó la mirada con recelo para contemplar a los dos desconocidos.

—¿Qué queréis?

—Necesito dos láminas de madera fina para hacer una vaina de espada, a poder ser de madera de peral bien seca, y también un buen trozo seco para el puño.

El carpintero miró a Ellen con curiosidad.

—Yo a ti te conozco —masculló mirándola fijamente. Ellen lo miró entonces a él con mayor detalle.

—¡Poulet! —exclamó con alegría.

—¡Ellenweore!

El carpintero se levantó de su silla y cojeó con dificultad para rodear la mesa, acercarse a ella y abrazarla con cariño.

Cuando Jean lo vio de pie, comprendió por qué le habían puesto el mote de Poulet, es decir, «pollo». Caminaba inclinado, como si el peso de su orondo centro de gravedad lo hiciera caer hacia delante. La bata de trabajo le llegaba justo hasta las posaderas, y por debajo asomaban dos delgadas piernecillas que eran regordetas y redondeadas hasta las rodillas, pero que luego se estrechaban hasta convertirse en unas flacas pantorrillas. Como patas de pollo en un cuerpo de pollo. Las secas canillas apenas parecían poder cargar con todo su peso.

Jean se preguntó cómo podía sobrevivir un carpintero que apenas lograba moverse. Sin embargo, no parecía irle mal. Sobre la mesa había varios encargos empezados, y el oficial y los dos aprendices del taller a todas luces tenían mucho que hacer.

—¿Cómo te va, pequeña? —Poulet le dio unas palmaditas en el hombro—. ¡Se te ve estupendamente!

—Gracias, Poulet, me va muy bien. ¿Y Claire? ¿Tienes noticias de ella?

Poulet era el tío de Claire. Había visitado una vez a su sobrina cuando Ellen trabajaba aún con ella. Era la única pariente que le quedaba con vida y, aunque el viaje resultaba largo y extraordinariamente fatigoso para el hombre, la visitaba de vez en cuando.

—El hijo del molinero estuvo aquí hace poco. Claire ya se encuentra mucho mejor, pero el chico… —Sacudió su gran cabeza con pesar.

—¿Qué le sucedía? ¿Ha estado enferma? ¿Y a Jacques, qué le ha pasado? ¿Ha hecho algún disparate?

—Ha fallecido. Le subió la fiebre y empezó a toser; no logró recuperarse. Su primer hijo con Guiot llegó muerto al mundo… y luego lo de Jacques. Claire ha estado al borde de la desesperación, ¡pero ahora vuelve a estar encinta, según me han dicho! —Poulet suspiró—. Bueno, así son las cosas. Nacimiento y muerte, muerte y nacimiento. Es el curso de la vida.

—¡Mi pobre Jacques! —exclamó Ellen, consternada—. Pero si vuelve a esperar un hijo, lo sobrellevará mejor. Esta vez seguro que todo va bien. ¡Rezaré por ella! —Se esforzó por sonreír con aplomo.

Poulet miró entonces también a Madeleine, que estaba al lado de Jean y, fascinada como una chiquilla, contemplaba una mariposa de fina madera que colgaba de un hilo casi invisible desde una de las vigas del techo y se movía a causa de la corriente de aire. No había niño que entrara a su taller y pudiera apartar la vista de ella un segundo, pero la muchacha que acompañaba a Ellen ya no era tan pequeña. Poulet sostuvo a Ellen de ambos hombros y la miró a los ojos.

—Déjame que te vea bien. Te has vuelto más hermosa, más delicada. ¡Estás enamorada! —Sonrió con picardía y le pellizcó la nariz. Después la soltó y volvió su corpulento cuerpo hacia sus maderas—. ¡Vaya, vaya, conque vuelves a hacer vainas! —Le sonrió—. ¿Y también quieres fabricar un puño?

—Lo que no podía imaginar, desde luego, era que conseguiría la madera mejor secada de toda la comarca. —Ellen le ofreció al hombre una coqueta caída de ojos.

—Bueno, si me pones esos ojitos, miraré en mi arca del tesoro a ver qué puedo encontrarte. —El carpintero agachó con gran esfuerzo la mole de su cuerpo para asomarse a un cajón que había en un rincón del taller—. Si te llevas madera de peral para la vaina, querrás también la misma para el puño, o quizá mejor de cerezo… ¿Fresno, tal vez?

—Tú conoces tu madera mejor que nadie, búscame un buen trozo que pueda pagar. ¡El tipo de madera la dejo a tu elección!

Poulet asintió y rebuscó en el cajón hasta encontrar lo que buscaba.

—¡Aquí está! ¡Una maravilla! Sequísima, no se astillará. ¿Qué te parece? ¿Te va bien el tamaño y el grosor?

Se acercó a Ellen cojeando y le tendió un trozo de madera. Mientras ella lo examinaba, el anciano buscó dos finas láminas de madera como las que solían llevarse los vaineros. La calidad de su madera era bien conocida por aquellos pagos. Todos los artesanos de la región se la compraban a él, por eso siempre tenía en el almacén una buena provisión de láminas.

—Tienes razón, este trozo es perfecto… Cerezo —le dijo a Jean, y le puso la madera delante de las narices—. ¿Me lo podrás serrar? —le preguntó a Poulet.

El hombre fijó la madera, cogió una sierra, la colocó en el centro del trozo y miró a Ellen:

—¿Así?

Ella dio su conformidad con una cabezada y Poulet serró el pedazo a lo largo.

—¿Necesitas alguna otra cosa, pequeña?

Le brillaban los ojos. Jean creyó ver en ellos que debía de ser al menos tan buen comerciante como carpintero.

—Creo que no —respondió Ellen, pero dudó un momento.

Poulet le tendió ambas mitades y las láminas para la vaina, y le dio un precio.

Jean miró indignado a Ellen.

—De acuerdo, conoces a este hombre, pero por mucho que abasteciera al rey, sus precios seguirían siendo caros. Parece que quisieras comprarle, no madera, sino oro. Y el bosque está lleno de ella. ¡Sólo hay que salir a buscarla! —exclamó, acalorado. Poulet sonrió.

—¡Qué joven tan simpático!

Jean lo miró con desagrado.

—No sabe nada de precios, y de madera menos aún —lo disculpó Ellen suspirando, seguramente consciente de que Poulet le había hecho un muy buen precio de amigo.

A Jean, no obstante, le había parecido demasiado caro porque no sospechaba lo importante que era utilizar madera bien secada, ni imaginaba lo costosa que era la fabricación de las láminas para las vainas.

—Algún día llegará lejos, y tú también, si le sigues haciendo caso. —Poulet bajó el precio un poco más—. ¿Estás satisfecho ahora, jovencito?

Jean se puso colorado. Asintió y creyó morir de vergüenza cuando Poulet y Ellen se echaron a reír a carcajadas.

—Toma, con este trozo de madera de fresno puedes tallarte algo bonito. —Poulet le dio a Jean un trozo de madera alargado y nudoso.

—Gracias —masculló el muchacho con terquedad, sin mirarlo a los ojos.

—Cuando vuelvas a ver a Claire, dale un abrazo de mi parte y dile que rezo por Jacques y por el niño que espera. Saluda también a Guiot, ¿querrás?

—Por supuesto, pequeña, claro que lo haré. ¡Cuidaos mucho!

El hombre abrazó a Ellen una vez más para despedirse. Jean la siguió en silencio hasta que salieron del pueblo.

—¡Te has divertido y te has reído a mi costa! ¡A mí no me ha hecho ninguna gracia! Por lo menos tu extraño amigo ha rebajado el precio. Ahí se ve quién tenía razón. ¡Era muy caro! —rezongó.

—'Yo lo veo de otra forma. ¡A mí me parece que es mejor amigo de lo que yo había creído! No seas niño, Jean. Poulet es un excelente carpintero. De no ser así, siendo lisiado no tendría tantos clientes como para poder vivir bien de su trabajo. Además, te ha regalado un bonito trozo de madera.

—Bah, un resto nudoso que se encuentra en el suelo de cualquier bosque —dijo, restándole importancia.

—Es un trozo muy bueno para tallar porque está bien seco. Lo que se encuentra en el bosque no sirve mientras siga conteniendo humedad. La madera verde, la joven, no se puede trabajar bien, se parte y se astilla al secarse. Poulet escoge siempre personalmente la madera del bosque. Su oficial y sus aprendices cortan sólo los árboles que él indica. Después llevan la madera a un cobertizo. Allí tiene que almacenarse de uno a dos años, hasta que está bien seca. Y no es hasta entonces cuando fabrica con ella láminas como las que he comprado. ¡Créeme, es buena madera!

—Hmmm —refunfuñó Jean. Le resultaba desagradable tener que reconocer que a lo mejor se había equivocado en cuanto a Poulet; por ello, se limitó a preguntar—: ¿Qué es lo que tiene? Me refiero a sus piernas.

Ellen se encogió de hombros.

—No lo sé. Por lo visto era un niño muy guapo, aunque ahora, al verlo así, cueste de imaginar.

Jean recordó la cabeza del carpintero, demasiado grande y justo encima de los hombros, sin rastro de cuello. Imaginó toda su figura de nuevo ante sí y sacudió la cabeza. ¿De verdad había sido guapo algún día? ¡Del todo imposible!

Siguieron camino de pueblo en pueblo, disfrutando del maravilloso otoño, con un sol aún cálido y un follaje de preciosas tonalidades. Sólo cuando cayó la noche llegaron el frío y la humedad, y entonces buscaron un lugar seguro donde acampar y encendieron una hoguera. Madeleine se puso a cantar una nana. Con su voz dulce y clara transformaba la melodía en un canto de duendes; Ellen trabajaba en los dos trozos de cerezo con lágrimas en los ojos. Puso una de las dos mitades sobre la espiga y marcó el contorno exacto del metal en la madera con el cuchillo que Osmond le había regalado de pequeña. Cuando Madeleine calló, Ellen se enjugó las lágrimas con la manga y luego se cercioró de que ambos trozos coincidieran y marcó también en la otra mitad el contorno de la espiga. Después empezó a vaciar la madera con cuidado. Utilizaba su cuchillo a diario, para cortar pan, tocino o cebollas, para partir cordeles, para limpiarse las uñas, para afilar ramas con las que ensartar la carne o, como ese día, para tallar. Al hacerlo, a veces le sobrevenía una ola de melancolía. Entonces pensaba en Osmond y en sus hermanos, en Simon y en Aelfgiva. ¿Viviría aún la buena anciana?

Ellen calculó cuántos años habrían pasado desde que abandonara Orford.

—Debe de hacer ya diez u once años —murmuró.

—¿Quién? —preguntó Jean con curiosidad, y decidió ponerse a tallar también.

Cogió el cuchillo que Ellen le había forjado hacía unos meses con un resto de hierro y se puso a la labor con inseguridad.

—Quién no, qué.

—¿Cómo?

—Pensaba en cuánto hace que me marché de mi casa. Creo que ya han debido de pasar diez u once años —respondió Ellen, un tanto molesta.

—¡Sopla! —exclamó Jean con poco interés, y volvió a concentrarse en su trozo de madera.

Siempre que recordaba a su familia, Ellen sentía un desagradable ardor en el estómago, de modo que intentaba no pensar mucho en ellos.

—Tienes que sostener el cuchillo más plano —le indicó a Jean con cierta rudeza, y él levantó la vista, asombrado—. Así, ¿ves? —Ellen le enseñó cómo tenía que sostener el cuchillo con la mano—. Y siempre alejándote del cuerpo. Si no, podrías hacerte una buena herida. —Entonces reparó en el extraño brillo vidrioso de sus ojos.

«¿Qué te pasa?», iba a preguntarle, pero Jean habló de pronto casi sin voz:

—Mi padre solía tallar por las noches. —Se limpió la nariz con la manga—. Debería saber cómo se sostiene el cuchillo. Él me enseñó, pero ya no me acuerdo. Se me ha borrado todo.

Ellen lo miró con compasión.

—¡Es que hace muchísimo tiempo! —dijo, y le acarició el pelo.

—¡Sus rostros, se me han borrado!

—¿Los rostros de quiénes, Jean?

—Los de mis padres y de mi hermano pequeño. Si pienso en ellos e intento verlos, sólo veo sangre, las tripas salidas de mi padre y las extremidades retorcidas de mi madre. Ya ni siquiera recuerdo de qué color tenían los ojos, o el pelo. —Jean lloró en voz baja.

Ellen sólo podía hacerse una idea de lo abatido que debía de sentirse. De pronto su melancolía le pareció ridícula en comparación con la soledad que debían de soportar Jean y Madeleine. Ambos lo habían perdido todo y ya no tenían un hogar al que poder regresar. Ni siquiera sabían dónde buscar su aldea. A menos que algún día regresaran por casualidad por allí, cosa que Jean se había pasado todo el año esperando que sucediera, jamás volverían a encontrarla. Acaso nadie la hubiera reconstruido, si todos los habitantes habían muerto. Ellen se levantó, se sentó detrás de Jean y Madeleine, los abrazó a ambos y los acunó como a niños pequeños para consolarlos.

—Me alegro de que te hayamos encontrado. Siempre he intentado ocuparme de ella —dijo Jean en voz baja.

Madeleine disfrutó en silencio del abrazo de Ellen.

—Pero yo… yo nunca tenía a nadie. Alguien que me cuidara, quiero decir, alguien que se ocupara de mí, ¿entiendes?

Miraba a la llameante luz de la hoguera evitando encontrarse con la mirada de Ellen.

De reojo, ella vio que en sus ojos refulgían las lágrimas.

Madeleine había cerrado los ojos y estaba quieta, como si durmiera.

—Estaremos siempre juntos, os lo prometo. —Ellen, conmovida, estrechó a los dos niños aún más contra sí.

Jean sacudió la cabeza con tristeza.

—Algún día llegará un hombre. No me refiero a ese sire Guillaume… —dijo con cierto desdén.

—¡Jean! —exclamó Ellen desconcertada, y se sonrojó—. ¿A qué te refieres?

—¡Ya sé que estás enamorada de él!

—¿Cómo se te ha ocurrido eso? —Ellen se sintió descubierta.

—Bah, pues porque no estoy ciego. ¡Cómo te lo comes con los ojos! A lo mejor tú a él también le gustas, pero es el preceptor de nuestro joven rey y tú no eres más que una muchacha que quiere ser forjadora. No tenéis nada en común.

A Ellen se le encogió el estómago. Jean no había dicho nada que ella misma no supiera desde hacía tiempo, pero de todas formas le dolía oírlo. Era evidente que Guillaume y ella nunca tendrían un futuro. Respiró hondo y oyó hablar a Jean como desde lejos:

—Algún día se casará con una dama de su posición, y tú con un artesano, con suerte honrado. Bueno, si es que encuentras a alguno que esté dispuesto a aceptar a una mujer tan testaruda como tú —añadió después con una tímida sonrisa.

—¡Ya vuelves a ser un descarado!

Ellen alzó la mano en la que aún sostenía el cuchillo y lo amenazó, riendo, aunque su corazón aún sentía la punzada de antes.

Pensó en Jocelyn, en su horrible muerte y en lo injusto que llegaba a ser el mundo.

—Cuando llegue el momento y te cases, sólo seremos una carga para ti —dijo Jean a media voz, y bajó la mirada para que Ellen no viera que volvía a luchar contra las lágrimas.

—No digas disparates; estaremos siempre juntos —repuso ella con brío—. Y, ahora, chitón. No quiero volver a oír hablar de eso.

Aquella noche soñó con Inglaterra y despertó descansada y de un buen humor que le duró todo el día. Por la tarde, después de comer, hicieron alto en una granja donde compraron un vellón de cabra, pues Ellen necesitaba un trozo para la vaina. Jean volvió a demostrar su habilidad para las transacciones y al final pudieron permitirse incluso un pedazo de carne del animal.

—Todavía necesito cola para la vaina —dijo Ellen mientras masticaba con dificultad la carne, fuerte y algo correosa.

—¿No habrías podido comprársela a tu amigo el carpintero? —Jean la miró de reojo.

—Habría podido, pero no quise. La madera de Poulet es de una calidad extraordinaria, pero su cola no estaba muy fresca.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Jean, a todas luces desconcertado.

—Lo olí. Sé bastante de cota. Incluso podría fabricar un poco yo misma, pero es muy costoso. Cuando la cola de huesos lleva más de tres o cuatro días sin removerse, empieza a oler. Y el bote de cola de Poulet olía bastante fuerte. A lo mejor su oficial es demasiado vago para preparar cola con regularidad. Podría haberle comprado cola graneada, pero prefiero la que está recién preparada, y lo mejor será que la compre justo cuando la necesite. Es verdad que es bastante cara, pero al menos así sabré que pega bien, y eso es lo más importante, ¿verdad?

Jean sonrió.

—¡Eso dicen! Una vez trabajé para un fabricante de escudos, porque su hijo había tenido un grave accidente y no podía ayudarlo. Ellos utilizan mucha cola y él la preparaba cada pocos días. En el próximo torneo podrías ir a verlo, por si quieres comprársela a él. Si era buena o no, eso no sé decírtelo.

—¡Pronto lo descubriremos! —Ellen asintió.

Había recorrido mucho camino desde que saliera de Tancarville. Conocía casi toda Normandía, parte de Flandes y Champaña. También había pasado por París, pero a Compiegne, que estaba algo más al norte que esa ciudad, era la primera vez que iba. Los bosques de la zona en la que iba a celebrarse el torneo eran el cazadero predilecto del rey de Francia, y la propia ciudad era destino de numerosos peregrinos que esperaban llegar a vislumbrar el Santo Sudario o alguna de las muchas otra reliquias de la abadía. Innumerables iglesias y la elevadísima torre del castillo real caracterizaban la estampa de la impresionante ciudad.

Los tres paseaban por las callejuelas con placer, viendo las exposiciones de los mercaderes y los artesanos, y también los puestos del mercado. Ellen le compró a una tejedora tela suficiente para revestir la vaina de la espada, y en el puesto de un mercader de sedas encontró un largo cordel de un rojo oscuro para el puño.

—También necesitaré cuero para la vaina y el cinto… —Ellen buscó con la mirada. No tardó mucho en encontrar un pedazo de fina piel color vino para la vaina y un cinto de buen cuero vacuno a un precio justo—. Creo que esta noche nos quedaremos aquí y seguiremos camino mañana, ¿qué os parece? —les propuso a Jean y a Madeleine con alegría después de comprar también una hebilla de latón.

—¿Quieres que nos hospedemos en una posada? —preguntó Jean con incredulidad.

—Por el amor de Dios, no, claro que no. ¿Acaso somos duques o ricos comerciantes? Preguntaremos en una iglesia si nos dejan pasar allí la noche. Con tantos peregrinos, deben de estar preparadas para hospedar a gente.

—Ah, claro, tienes razón. —Jean parecía más tranquilo.

Miró a Madeleine, a la que tenía que arrastrar tras de sí para que no se quedara mirando embobada cada puesto y sus coloridos productos.

Sin embargo, la búsqueda de un lugar donde dormir demostró ser más difícil de lo que Ellen había pensado. No encontraron una plaza libre para pasar la noche hasta el último intento, en la iglesia más grande de la ciudad. En las letrinas, en las posadas y en los puestos de comida, por todas partes había peregrinos haciendo largas colas. Los habitantes de Compiegne sabían cómo sacar partido del tropel de creyentes que acudía al lugar y les vendían todos los artículos de primera necesidad, si bien de pésima calidad, a unos precios exagerados. Ellen adquirió por bastante dinero una gran empanada, que devoraron con hambre, y una jarra de cerveza. Decepcionados porque la empanada estaba rancia y la cerveza insípida, los tres se tumbaron en el frío y duro suelo de losas.

Muy pegados a un grupo de peregrinos por un lado y a unos extranjeros de extraño aspecto y cuya lengua no entendían por el otro, intentaron disponerse una yacija lo más cómoda posible.

A pesar de que habían extendido por debajo la tienda doblada y de que cada uno de ellos estaba envuelto en una manta y bien acurrucado a los demás, Ellen sentía un frío tan penetrante que le resultó muy difícil conciliar el sueño. Ni siquiera le servía de mucho Barbagrís, cuyo morro siempre daba calor.

En mitad de la noche despertó con las mejillas encendidas. Le castañeteaban los dientes, le temblaba el cuerpo y la cabeza le dolía horrores. Sin embargo, el cansancio hizo que se durmiera de nuevo. Por la mañana estaba demasiado débil para levantarse ella sola.

El sacerdote dijo que estar en la iglesia y cerca de Dios le haría bien y le ayudaría a vencer la enfermedad, prometió rezar por ella y ya no se preocupó más.

Por el contrario, una joven comerciante que había acudido al oficio de la mañana le recomendó a Jean con insistencia ir a ver a una herbolaria que vivía no muy lejos de la iglesia. A Ellen, la idea de darle dinero a una curandera le parecía un completo derroche y no quería seguir el consejo. Con todo, esa vez no podría impedir que Jean hiciera la suya.

—Pero la curandera no querrá entrar en la iglesia, tendréis que sacar a vuestra amiga a los escalones del portal. Hace sol, así entrará en calor. Aquí dentro hace frío y hay corriente de aire —les aconsejó la joven, e incluso se ofreció a mostrarle a Jean el camino.

Cuando regresaron con la herbolaria, Ellen deliraba a causa de la fiebre.

—¡Aelfgiva! ¡Vives aún! —suspiró, embargada de alegría, y besó con fervor las manos de la extraña.

—Aquí no puede quedarse. ¡Traedla a mi casa! —ordenó la mujer, a todas luces preocupada por el estado de Ellen—. Si pasa una noche más en medio de las corrientes de aire de la iglesia, ¡morirá!

Jean y Madeleine ayudaron a Ellen a levantarse, pero la joven no hacía más que desmoronarse todo el rato, así que Jean pidió ayuda a dos hombres corpulentos que estaban reparando una de las puertas de la iglesia. Entre los dos estuvieron más que dispuestos a cogerla en volandas y llevarla a casa de la conocedora de las hierbas. Era una casa grande y acogedora, estaba muy limpia y olía muy bien, a menta y carne cocida.

—Deberá descansar como poco dos semanas si quiere recuperarse del todo. ¡No tiene buen aspecto! —dijo la mujer mientras examinaba a Ellen.

—Pero eso no puede ser, tiene que trabajar. Es herrera en los torneos. ¡Hoy teníamos que seguir viaje!

De súbito, Jean parecía indefenso como un niño pequeño.

—Pues tendréis que dejarla aquí. ¿Ves cómo le tiemblan los párpados? Tiene delirios y me ha confundido con otra persona; los dos acabáis de verlo. Aunque sea una joven muy fuerte, con las fiebres altas no se juega. Si tiene suerte, sólo habrá cogido frío y pronto habrá pasado. Si no la tiene, será algo peor. En cualquier caso, una cosa es segura: necesita reposo.

Jean miró a Madeleine con impotencia y luego se volvió de nuevo hacia la curandera.

—No podemos pagaros mucho, pero Madeleine podría quedarse aquí y buscar trabajo. En caso de que conozcáis a alguien que necesite una criada…

La curandera miró a la muchacha y asintió.

—¡Espero que sepa meterse en faena!

—Claro que sí, creedme. ¡Está muy acostumbrada al trabajo duro!

—Entonces puede quedarse conmigo —decidió la mujer. Jean se sintió más tranquilo al haberle encontrado acomodo a Madeleine. Él se iría con Barbagrís, Nestor y la tienda hasta la linde del bosque, al torneo. A fin de cuentas, alguien tenía que explicarle a Pierre la ausencia de Ellen para que no la tomara con ella hasta el fin de los tiempos. A lo mejor podría incluso ofrecerse al herrero hasta que este encontrase a otro ayudante.

—Aquí estarás en buenas manos, créeme —le dijo a su febril amiga, aunque no estaba seguro de que ella lo entendiera—. Pronto volveré, no te preocupes; yo me encargaré de todo.

Le acarició el brazo con cariño, se despidió de Madeleine con un par de buenos consejos y se puso en camino.

Thibault recorría con airadas zancadas la plaza en la que los mercaderes habían montado sus puestos. Por lo visto, Guillaume no podía dejar de andar siempre provocándolo: esa mañana había anunciado a voz en grito que se sentía fuerte como un buey y que estaba dispuesto a demostrárselo a los franceses. ¡De nuevo actuaba como si sólo él fuera decisivo para el resultado del torneo! ¡Y cómo lo habían jaleado los demás! ¡Qué grotesco! Entre las tiendas corrían niños jugando. Caballos, bestias de carga y carros eran descargados mientras las mujeres se peleaban a gritos por los mejores sitios y entre el alboroto los perros se enzarzaban unos con otros fuera de sí. Dos veces tropezó Thibault, la primera por no haber visto un gancho de hierro que había en el suelo; la segunda porque se le enredó el pie en una cuerda que había por allí. Escupió al suelo con ira. ¿Por qué no aparecía aquella herrera por ningún parte? Le dio un fuerte puntapié a un gato escuálido en la rabadilla; si estaba tan flaco es que no era buen cazador, de modo que no se merecía otra cosa mejor. Sin embargo, era evidente que su malhumor no tenía nada que ver con aquel saco de huesos. Volvía a pensar en Ellen: eso era lo único que lo tenía realmente furioso. Guillaume y Ellen convertían su vida en un infierno, cada cual a su manera.

Casi había llegado a la herrería. Se había encaminado hacia allí sin quererlo, y de pronto, al darse cuenta, se le encendió de nuevo la sangre. Justo cuando iba a dar media vuelta, oyó una voz agitada:

—Primero me obliga a subirle el jornal, que casi me hace llorar y todo, ¡y ahora esa mujerzuela holgazana e irresponsable ni siquiera se presenta a trabajar! —El herrero se tiraba del pelo con rabia.

Thibault, envidioso, reparó en que era un pelo muy negro y que sólo estaba surcado por unas pocas hebras plateadas. Casi ningún hombre de su edad conservaba una mata tan espesa e hirsuta. Los piojos y las enfermedades de la piel hacían que a la mayoría se les cayera pronto, o que pareciera comido por los ratones. Thibault se pasó la mano por la cabeza; su pelo empezaba a ralear. El del herrero, por el contrario, tenía un aire majestuoso que, a su parecer, no le correspondía en absoluto.

El hombre estaba tan exaltado que tenía el cuello hinchado como si fuera a reventar.

—No es holgazana ni irresponsable, siempre está dispuesta a trabajar, Pierre. ¡Bien lo sabéis! —oyó Thibault que decía alguien.

Entornó la mirada e intentó recordar. A ese joven ya lo había visto alguna otra vez. ¡Exacto! En uno de los torneos de otoño había salvado a Ellen de los cascos de su caballo de batalla.

—La conocéis lo suficiente para saber que tiene que sentirse de mil demonios para no haber venido a la herrería. Tiene fiebres muy altas. La curandera ha dicho que podría morir si no guarda cama unos días —explicó el muchacho.

A las claras se veía que estaba preocupado por ella. Thibault resolló. ¡Ellen estaba enferma! «Le está bien empleado», pensó satisfecho, y siguió escuchando.

—Pero qué dices, esas curanderas siempre se ponen en lo peor. Lo hacen para que la gente, por puro miedo, pague más. Os costará una fortuna. ¡Os habéis dejado tomar el pelo!

Pierre lanzó al joven una mirada de desdén que le dio a en tender que lo había creído más espabilado, y Thibault asintió con aquiescencia.

—A Ellenweore le castañeteaban los dientes de frío, aunque estaba ardiendo. Tiene mucha fiebre. Tanto si lo creéis como si no, yo he visto lo grave que está. En cuanto se encuentre un poco mejor, se alegrará de volver a trabajar con vos.

Jean todavía no había acabado de hablar, pero el herrero ya le había dado la espalda.

—¡Eso será si todavía quiero!

Con esas palabras dejó allí plantado al perplejo joven.

—¿Y la espada de Ellen? —exclamó tras el herrero—. ¿Qué será de la espada en la que está trabajando?

Pero no obtuvo respuesta.

Thibault se frotó el mentón.

—Vaya, vaya, conque está haciendo una espada… —murmuró.

Al día siguiente, Thibault siguió a su rival, Guillaume. Lo espiaba en cuanto tenía ocasión, siempre con la esperanza de descubrir algo que pudiera utilizar en su contra. Cuando el Mariscal llegó al taller del maestro Pierre, una mujer se apresuró para preguntarle qué deseaba. Thibault permaneció allí cerca sin ser visto.

—Estoy buscando a Ellenweore, todavía no la he visto por ninguna parte. ¿Acaso ya no trabaja para vuestro esposo?

—No —respondió Armelle con sequedad, y miró al Mariscal de arriba abajo—. ¿Ha hecho algo? —En sus ojos refulgía la curiosidad.

Guillaume no respondió.

—¿Os importaría decirme dónde encontrarla? —preguntó, en cambio, con cierto disgusto.

—No, sire —repuso la mujer, mordaz—. Nos ha plantado. ¡A saber con quién estará y haciendo qué!

No era difícil ver que a la mujer del herrero no le caía en gracia Ellen.

—¿Qué queréis decir? —La miró con insistencia.

—Bueno, una muchacha de su edad, y sin casar… —Enarcó las cejas con elocuencia—. Ya no es ninguna jovencita, supongo que tendrá que aprovechar la primera ocasión favorable que se le presente. —Armelle lo miró con fanfarronería.

Sin malgastar una palabra más, Guillaume dio media vuelta y se fue.

—Al menos podía habernos dado las gracias, la muy grosera —gritó la mujer con enojo, y lo siguió con la mirada, sacudiendo la cabeza.

Thibault se separó del muro en el que se había apoyado y se acercó a la señora.

—Qué presuntuoso —masculló, e hizo un gesto en la dirección por la que se había marchado Guillaume—. Se tiene por alguien mejor que los demás. —Y le ofreció una sonrisa resplandeciente a la mujer del herrero.

Esta se sonrojó con timidez y se remetió una trenza de pelo grasiento y brillante bajo la cofia.

—¿Puedo hacer algo por vos, milord?

—Bueno, algo sí sería posible —respondió Thibault con fingida simpatía—. Esa mujer, me refiero a Ellenweore… he oído decir que trabajaba en una espada.

El semblante de la mujer se oscureció en cuanto el caballero mencionó el nombre de Ellen.

—Pero ¿qué pasa con ella, que los hombres no hacen más que perseguirla? —masculló.

—La espada, sólo me interesa la espada. Dicen que le ha insuflado una magia para perjudicar a nuestro rey. ¡Alguien debe impedirlo! Por eso es de gran importancia que me informéis, ¡sólo a mí!, en cuanto la haya terminado.

—Eso si es que alguna vez vuelve por aquí…

—¡Exacto! —Thibault hizo un esfuerzo para no agarrar a la mujer del pescuezo y zarandearla—. También estaré en el próximo torneo; cuando tengáis noticias para mí, decídselo a Abel, el joyero. ¿Conocéis su puesto? —le preguntó con especial amabilidad.

Armelle asintió, impresionada. ¡El joyero tenía el puesto más bonito que había visto jamás!

Thibault le dejó en la mano una moneda de plata.

—¡Si tengo noticias vuestras, recibiréis tres monedas más!

Armelle dibujó una gran sonrisa.

—¡Dejadlo en mis manos, sire! Pero sire, ¿para quién tengo que decirle que es la información?

—No tendréis que decir más que «La espada ya está terminada».

—La espada ya está terminada, sí —tartamudeó Armelle con cierta confusión.

Cuando iba a preguntar algo más, vio que Thibault ya había desaparecido.

Ellen se encontraba sentada en un taburete en la parte de atrás de la casa, disfrutando del sol del mediodía mientras Madeleine estaba acuclillada en el huerto, quitando malas hierbas y cantando. La colada, que colgaba de un cordel por encima de ella para secarse, parecía querer liberarse para alzar el vuelo hacia el cielo azul con el próximo golpe de aire. Ellen sonreía, contenta. No recordaba haber visto nunca a Madeleine tan feliz. La muchacha se puso en pie de improviso y corrió hacia la verja. Ellen se levantó despacio y avanzó también, rodeando la casa. Pocos pasos bastaban para que su corazón latiera con tanta fuerza que la obligaba a detenerse y tomar aire.

—¡Jean! —exclamó con alegría al ver quién había llegado.

—¡Ellen, estás mejor! —constató este con alivio.

—¡Todavía no está sana! Aún tiene que hacer reposo-interpuso la curandera, que había salido de la casa para recibir a Jean. —De ninguna de las maneras te la puedes llevar a trabajar todavía.

—Tampoco sería capaz —explicó Ellen, y sufrió un espantoso ataque de tos.

—La verdad es que eso tiene mala pinta. —Jean la miró con preocupación—. ¡Hasta el ladrido de Barbagrís suena mejor!

Ellen lo hizo callar con un gesto, volvió a soltar una tos de ecos metálicos y le dio a entender que la siguiera.

—No hablemos más de mí. ¿Qué tal te va? ¿Has encontrado trabajo?

—Pronto podré fabricarte la mejor cola que hayas tenido jamás —se vanaglorió Jean.

—¿Tú? Bueno, ya veremos qué pasa… ¡Esperemos que encole! —Ellen volvió a sufrir otro ataque de tos—. ¿Cómo has llegado a preparar cola? —preguntó cuando pudo tomar aire.

—Trabajo para el fabricante de escudos. Ya te expliqué que se prepara la cola él mismo, y me ha dicho que va a enseñarme a hacerla.

—¿Su hijo vuelve a estar enfermo?

—No, Sylvain también trabaja, y además es un chico muy simpático. Me saca una cabeza y es un poco mayor que yo, pero no se lo tiene creído.

Ellen sonrió.

—Me alegro de que hayas encontrado tan buen trabajo. Aquí, Madeleine también tiene mucho quehacer. ¡Sólo yo estoy condenada a la inactividad!

—Madeleine parece muy feliz; seguramente me he estado preocupando demasiado por ella —reconoció Jean, y se volvió un momento hacia la muchacha.

—¡Ruth es muy buena con nosotras! No se ha apartado de mi lado mientras tenía fiebre. —Ellen jadeó, inspiró aire con fuerza un par de veces y prosiguió—: Me dolían todos los huesos, como si hubiera estado forjando durante varios días seguidos. Y eso que no he hecho más que estar tumbada en cama. —Se detuvo un momento y tosió—. Ayer quise terminar el puño, pero no pude. —Enseguida se arrebujó más con la toquilla de lana que llevaba sobre los hombros—. Me siento como si tuviera cien años.

—¿Cien años? —Jean rio—. ¡Nadie llega a tan viejo!

—¡Mírame! —Ellen sonrió con cansancio.

—Pronto empezará a refrescar, será mejor que pases a la casa y entres en calor junto al fuego —dijo Ruth mientras la llevaba adentro.

Jean se colocó todo lo cerca del fuego que pudo y se frotó las manos.

—También yo tendría que empezar a irme para que no me sorprenda la oscuridad; es más seguro.

Se despidió de Ellen con un beso en la mejilla. Como ella lo miró con asombro, pues era algo que nunca había hecho, se puso colorado y se alejó corriendo.

—¡Te acompañaré a la puerta! —ofreció Ruth.

—Todavía está débil. Me alegro de que os estéis ocupando de ella. Madeleine también parece encontrarse muy a gusto con vos. ¡Gracias por todo, madame! —Jean hizo una galante reverencia.

—¡Fuera de aquí, cascaciruelas! —espetó Ruth, ruborizada, y lo empujó por la puerta.

—¡No pretendía importunaros, de verdad! —se apresuró a asegurarle Jean.

—Pues muy bien —masculló Ruth, y se enderezó el moño que llevaba en la nuca—. Un joven simpático —murmuró, sonriendo, y volvió a entrar en la casa.

Cuando Jean regresó, una semana después, Ellen ya se encontraba muchísimo mejor. Todavía se cansaba y aún estaba algo pálida, pero había recuperado la confianza en sí misma.

Madeleine fue la primera en darse cuenta de que Jean estaba en el patio y corrió a sus brazos.

—Te echaba de menos —le susurró al oído—. He preparado algo para comer. ¡Seguro que tienes hambre!

Jean miró desconcertado a Ellen, que entretanto había salido de la casa.

—¡Madeleine ha cambiado! —exclamó en voz baja después de saludarla.

—Esta casa es un maravilloso remanso de paz que sólo puede sentarnos bien.

Lo hizo pasar a la sala, donde Madeleine le había servido ya un gran plato de lentejas. Jean, con apetito, fue comiendo a grandes cucharadas las tiernas legumbres, que estaban deliciosas.

—¡Buenísimas, Madeleine! —la felicitó, y profirió un ruidito de deleite.

Ellen estaba impaciente por saber dónde tendría lugar el siguiente torneo. Puso los dos antebrazos sobre la mesa, se inclinó hacia delante y contempló con impaciencia cada bocado que Jean se llevaba a la boca.

—¡Venga, cuéntame!

—Deberíamos partir dentro de cinco días a más tardar. El torneo de Chartres es el penúltimo antes de la Natividad y habrá mucho en danza. Anselm, el cocinero de crepes de Renania, y unos cuantos más que todavía están aquí se pondrán pronto en camino. Si no queremos viajar solos, es nuestra mejor oportunidad.

—Bueno, pues eso haremos. El aire fresco y la caminata me harán recuperar fuerzas… Y ahora, dime, ¿qué tal está Guillaume? ¿Lo has visto? ¿Ha preguntado por mí?

Jean suspiró, haciéndose oír. Por un breve momento había tenido la esperanza de que Ellen no le preguntara por él. Aunque podía mentirle si quería, sabía muy bien que en tales asuntos la verdad tarde o temprano salía siempre a la luz, de manera que decidió hablarle sin más dilación de los triunfos de Guillaume en sus batallas.

—Algún día será el caballero más afamado, ciertamente; los tendrá a todos comiendo de su mano, créeme. El combate es su vida, todo lo demás no es importante para él. ¿Lo has visto luchar? —Al hablar de Guillaume se le encendieron las mejillas.

—No, yo tenía que trabajar —refunfuñó Jean de mala gana, e intentó cambiar de tema—. Aunque el fabricante de escudos no me ha dicho nada, espero poder trabajar con él también en el siguiente torneo. Así podrías comprarle a él la cola; seguro que te ajusta el precio si lo hablo con él.

Ellen le sonrió.

—Bueno, eso haremos. Por cierto, ayer logré acabar el puño como bien pude. —De pronto se puso seria—. Estos dos últimos días he vuelto a pensar en Athanor. —Zarandeó la cabeza con incredulidad—. En cuanto pueda volver a forjar, haré el pomo. Ya ardo en deseos de volver al taller. ¡De verdad que me encuentro muchísimo mejor!

—¡Ay, Ellen, te había traído algo para que te pongas fuerte! ¡Espera, voy por ello!

Jean salió corriendo al patio, donde estaba Nestor, y sacó una pequeña olla de barro que sostuvo entre las manos. Ellen lo había seguido mientras Madeleine estaba ocupada en la cocina.

—¡Toma, para ti! —y le dio la olla.

Un fino cordel sostenía la tapa.

—¿Qué hay dentro? —La inclinó con curiosidad hacia uno y otro lado.

—¡Ábrela y mira! —El rostro de Jean irradiaba alegría—. ¡Pero con cuidado!

Ellen deshizo el nudo y quitó la tapadera. La olla contenía una masa líquida, espesa, marrón.

—Jean, ¿qué es esto? —Lo olió con cuidado—. Mmm, qué bien, un poco amargo y dulce al mismo tiempo.

—Es de manzana y pera. Lo prepara el renano con el que seguiremos camino, lo vende con sus crepes. ¡Es casi tan dulce como la miel! ¡Pruébalo!

Ellen hundió un poco el dedo en aquel sirope y lo lamió con los ojos medio cerrados.

—Mmm, tienes razón. ¡Está delicioso!

—Jean, deberías cepillar al caballo. No es bueno dejarlo así, todo sudado. Amárralo atrás, en el corral de las cabras. Allí encontrarás también paja y un cubo con agua para el animal —le aconsejó Ruth, que había salido de la casa para ponerle a Ellen la toquilla de lana sobre los hombros—. Tienes que cuidarte más. ¡Hace demasiado frío para ti! —la riñó con cariño.

Jean reparó por primera vez en lo pequeñita que era la mujer. Le llegaba a Ellen justo hasta el hombro.

—Tenéis razón, será mejor que antes me ocupe de Nestor. —Jean se puso a descargar el animal—. ¿Podrían quedarse Ellen y Madeleine un par de días más con vos? Después partiremos hacia Chartres —le preguntó a Ruth con toda la naturalidad que pudo, sin mirarla.

—¿Y tú? —Ruth arrancó un par de dientes de león del bancal—. Muy sabrosos. —Le hizo un gesto a Madeleine y se los dio.

—Ya encontraré algo. También tengo la tienda.

—¿Podrías cortar madera y reparar el tejado del corral? —preguntó Ruth con calma.

Su mirada se deslizó con preocupación hacia arriba. El tejado de paja estaba desvencijado y lleno de agujeros.

Jean asintió, aun sin verlo muy claro. Aunque no parecía enfadada ni mucho menos, la mujercilla lo acobardaba. Jean ni siquiera se había atrevido a preguntar qué le debían por los cuidados de Ellen.

—Entonces puedes quedarte aquí. Mi querido marido, Dios lo tenga en su gloria, me dejó esta casa y otra que hay algo más abajo, en esta misma calle. La renta de esa casa me da para vivir. No necesito mucho. Si eres tan resuelto como Madeleine y Ellenweore, y demuestras ser igual de útil, me parece bien que también tú te quedes.

Jean asintió con brío:

—¡Gracias, madame!

Esa noche, cuando estaban sentados a la mesa de la cena, miró en derredor con aire furtivo. Ruth se había retirado antes aún de cenar, así que estaban los tres solos. En una pequeña repisa que había junto a la chimenea lucía un candelabro de cinco brazos. Jean intentó recordar dónde había visto otro como ese.

—Es judía —explicó Ellen, leyéndole el pensamiento.

Jean se puso rojo de repente, como si lo hubiera pescado haciendo algo malo, y apartó la mirada con timidez.

Madeleine recogió la mesa y le dio unas cuantas sobras a Barbagrís, que ya danzaba exaltado a sus pies.

—Jean, ¿mañana temprano podrás ir antes que nada al pozo por un par de cubos de agua? —Madeleine vertió el contenido del último cubo en la cazuela y la colgó sobre el fuego.

—Hmmm —gruñó él—. De haber sabido que era una infiel…

—¡Pero Jean! —Ellen lo miró sin poder creerlo—. ¡Su marido era médico, y famoso, además!

—¿Y eso qué tiene que ver? Los judíos son peligrosos.

Jean lo afirmó con total convicción, a pesar de que en el fondo no sabía muy bien qué significaba ser judío.

—Las mujeres no pueden forjar buenas espadas y los judíos son peligrosos. ¡Válgame Dios, cómo detesto esos disparates! —Ellen lo miró con enfado—. Ruth es amable y generosa, no hay una pizca de peligro en ella. ¡Y me parece que hace tiempo que está demostrado que las mujeres pueden hacer mucho más de lo que los hombres piensan!

—¡Sí, sí, está bien! —Jean alzó las manos con ánimo conciliador—. ¿Dónde dormiré?

—Allí, en el rincón, aún hay sitio —respondió Ellen con rudeza.

Le molestaba que precisamente Jean tuviera que decir semejantes tonterías. Había tenido tiempo suficiente para conocer bien a Ruth y sabía que era una persona buena de verdad, además de ser tan temerosa de Dios como una cristiana, por mucho que sus costumbres parecieran diferentes.

Barbagrís no le quitaba ojo de encima a Madeleine. Meneó la cola con alegría hasta que la muchacha se apiadó al fin de su suplicante mirada y le dio una corteza seca de queso. El animal se relamió con fruición los belfos peludos y grises.

—¡Si por ti fuera, te pasarías todo el día devorando, holgazán! —dijo Ellen suave y cariñosamente a Barbagrís.

El perro se acercó a ella enseguida y le olisqueó la mano antes de dar toda una vuelta sobre sí mismo y sentarse luego a sus pies.

—Pero duermes con Madeleine, ¿está claro? —dijo, impostando severidad.

Barbagrís alzó la mirada y entornó los ojos. Al cabo de un instante miró en dirección a Madeleine y luego posó el morro sobre el pie derecho de Ellen, suspirando.

Al principio, Madeleine había tenido miedo de dormir sin Jean, pero Barbagrís había demostrado ser un espléndido sustituto. Algo después, cuando se dispusieron a preparar las yacijas, el animal trotó con toda naturalidad hacia el rincón en el que dormía Madeleine y esperó a que esta colocara bien la manta para tumbarse en el centro.

—¡Eh, déjame un poco de sitio! —protestó ella, riendo, y se acurrucó contra él—. ¡Buf, qué mal hueles! —murmuró con cansancio, pero sin apartarlo.

—Ya no parece tan… loca —susurró Jean, y se dio unos golpecitos con el índice en la frente.

—Hace mucho que no ve a ningún hombre. Aparte de ti, quiero decir. Creo que le ha hecho bien. —Ellen la miró, sonriendo. Era bonito verla tan feliz—. Algún día tendremos suficiente dinero, y entonces nos asentaremos y tendremos nuestra propia casa. Seguro que no será tan grande y cómoda como esta, pero allí viviremos con tranquilidad —prometió Ellen, en voz baja pero con gravedad.

Más bien parco en palabras, Jean reparó el tejado del cobertizo, cortó madera y ayudó en todo lo que lo requerían hasta el día de la partida.

—He hecho todo lo que me habéis ordenado. ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer antes de que nos marchemos de Compiegne? —Jean no miraba a Ruth al hablarle.

—¿Aún hay algo que te aflige?

—Habéis sido muy amable con nosotros. Aquí Madeleine ha florecido y vuestros cuidados han sanado por completo a Ellen. Pero todavía no me habéis dicho qué exigís a cambio de vuestra ayuda. —Jean enmudeció; seguía sin atreverse a mirarle a la cara.

—¿Te refieres a cuánto me debéis?

Jean asintió, abatido.

—Bueno, déjame que lo piense. Madeleine y tú habéis trabajado a cambio de vuestra yacija y vuestra comida, de modo que esa cuenta está saldada. Sólo queda Ellenweore… —Ruth se frotó la barbilla como si estuviese meditando—. Me ha regalado su confianza sin mostrar jamás ni una pizca de recelo por ser yo judía; me ha regalado su amistad y su gratitud; gracias a ella he conocido a Madeleine con una oscura nube en el ánimo y he podido presenciar lo bello que es verla reír con libertad. Lo cierto es que no sé cómo podría pedir dinero por la felicidad, las canciones, las risas y ese perro encantador y torpe que habéis traído a mi casa. Los tres… perdón, con Barbagrís sois cuatro, habéis enriquecido mi vida. No me debéis nada, salvo quizá la promesa de venir a visitarme si alguna vez regresáis por estos pagos.

Jean había estado tan convencido de que, como judía, iba a pedirles un dineral, que se quedó pálido de azoramiento.

—Os lo agradezco de todo corazón, Ruth, y os pido perdón por haber pensado cosas que no os gustarían nada y de las que me avergüenzo profundamente —dijo con arrepentimiento.

—Eres un buen muchacho, Jean. No siempre lo has tenido fácil con Madeleine, ¿verdad? ¡Y seguro que tampoco es sencillo habérselas con Ellenweore! —exclamó, sonriendo, y lo abrazó—. Buenas personas como vosotros siempre son bien recibidas en mi casa. Así lo hacía mi marido, y así lo sigo haciendo yo. —Se produjo un breve e incómodo silencio entre ambos. Entonces Ruth le dio unas palmaditas en el brazo—. Ve a buscar a Ellen y a Madeleine; tenéis que iros ya.

La despedida estuvo bañada en lágrimas. Sólo el perro se mantuvo sereno, lo cual seguramente se debía a que no comprendía qué significaba decirse adiós. Ruth los abrazó uno a uno y los estrechó contra sí. A cada cual le susurró al oído algo que ninguno de los demás pudo oír, y para cada uno pareció encontrar las palabras adecuadas, pues todos asintieron con ánimo, se enjugaron las lágrimas de la cara y se esforzaron mucho por no aparentar tanta tristeza.

Jean cogió las riendas de Nestor y quiso ayudar a Ellen a montar.

—Primero quisiera caminar un poco. Seguro que no tengo fuerza suficiente para llegar muy lejos, pero debo ir acostumbrándome poco a poco.

—Cuando notes que está cansada, insiste en que monte, ¿me oyes? —increpó Ruth a Jean, aunque mirando fijamente a Ellen—. No te exijas demasiado todavía, ¿de acuerdo?

—¡Prometido! —La muchacha le estrechó la mano—. ¡Me encantaría que mi madre hubiese sido como tú!

—Ahora tenéis que partir. ¡Si no os vais ya, no saldréis hasta mañana! —exclamó Ruth, y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

Nueve días tardaron, a pie, y cada día Ellen caminaba un par de millas más. Al final del viaje ya se sentía tan fuerte como antes. Era entrada la tarde cuando llegaron a los alrededores de Chartres. Muchos mercaderes y artesanos estaban ya montando sus puestos y sus tiendas en la plaza. A Pierre todavía no lo habían encontrado. Ellen y Jean se apresuraron a buscar un buen lugar para su tienda y la montaron en un abrir y cerrar de ojos.

Mientras Madeleine ordenaba las cosas y preparaba la cena, ellos dos dieron un paseo por la plaza.

—¡Allí está el puesto del fabricante de escudos! —exclamó Jean, y se acercó corriendo.

Ellen lo siguió poco a poco y rodeó el puesto con calma mientras Jean conversaba con el maestro.

—Le he dicho que vuestra cola es la mejor.

—Vaya, conque me traes nueva clientela, ¡qué buen mozo! He preparado la cola esta misma mañana —dijo el artesano, aunque sin mirar a Ellen.

—¡Pues vamos a verla! —repuso ella en voz bien alta, y le ofreció una sonrisa resplandeciente.

Sabía que a los hombres les gustaba su sonrisa, y siempre era bueno ganar se la simpatía de aquel a quien se le quería comprar algo.

—¿De modo que eres herrera?

—Eso es —respondió Ellen con afabilidad.

—¿Y para qué necesita cola una herrera? ¿No consigues soldar el hierro? —El hombre se dio un palmetazo en el muslo; apenas si podía respirar de la risa que lo sacudía.

Ellen no dejó que notara su enojo.

—¿Me permitís?

Se acercó a la olla y removió la masa que contenía. La cola era de buena calidad, se notaba enseguida, transparente y sólida al secarse, como se veía en los bordes del recipiente. Ellen la olió, hundió la punta de un dedo, acostumbrada al calor, y la lamió apenas un instante. Entonces le hizo una señal a Jean, y este le negoció un buen precio.

—Eres un joven muy capaz —dijo el artesano—. ¿Quieres volver a trabajar conmigo? A Sylvain, mi hijo, le cae simpático —le explicó a Ellen como de pasada, y luego llegaron a un acuerdo—. Toma, la pata del conejo te la regalo. ¡Trae suerte! —le dijo a Jean y, dirigiéndose a Ellen, añadió—: No te tomes a mal lo que he dicho antes, no ha sido con mala intención. Es que no es muy corriente que una joven guapa como tú prefiera forjar armas a casarse y criar niños.

Ellen asintió apenas.

Mientras regresaban a la tienda, Jean acariciaba la suave piel de la pata del conejo.

—Me gusta trabajar con él; siempre está de buen humor y gasta muchas chanzas, aunque esta vez haya estado fuera de lugar. ¡Seguro que no lo ha dicho con ánimo de ofenderte! —dijo Jean, intentando convencerla mientras iba dando saltos junto a ella.

Poco antes de llegar a la tienda vieron a Pierre y a Armelle con su carro cargado hasta los topes.

—No te lo había dicho para que no te preocuparas. Ruth dijo que no podías alterarte mientras estuvieras enferma.

—¿Qué es lo que no me habías dicho?

—Que Pierre se enfadó muchísimo cuando vio que no ibas a trabajar. Dijo que no sabía si volvería a emplearte.

Jean no se atrevía a mirar a Ellen. Durante los últimos días se había debatido consigo mismo, pero no había hecho acopio de valor para explicárselo.

—¡Pero qué hombre! Seguro que habrá recapacitado hace ya días. —Ellen hizo un gesto de despreocupación.

—¡Pero es que estaba furioso de verdad!

—Ahora lo veremos.

Ellen se sentía lo bastante fuerte para resistir una confrontación, de modo que se acercó a Pierre con la cabeza bien alta. Armelle había desaparecido detrás del carro.

—¡Pierre! —Saludó con un escueto gesto de la cabeza—. Ya he vuelto.

En un primer momento, Pierre pareció quedarse sin habla.

—¡No parece que estés precisamente en tu lecho de muerte! —refunfuñó.

—Vuelvo a estar mejor, gracias —repuso ella sin perder la calma. Conocía a Pierre lo suficiente para saber que su enfado hacía tiempo que se había extinguido—. ¿Todo bien, por lo demás?

—Hemos tenido mucho quehacer —contestó el hombre con reproche.

—Entonces será mejor que os ayude a montar la herrería para que podamos adelantar un poco de trabajo, ¿no creéis, maestro? —y se dispuso a descargar el carro.

—Claro, no es mala idea.

Pierre parecía alegrarse de que Ellen no mencionara una palabra de su discusión con Jean.

—¿Cómo va esa espada? —preguntó en señal de paz.

Era la primera vez que mostraba abiertamente interés por Athanor.

—Me gustaría empezar pronto con el pomo. La vaina y la guarnición están prácticamente terminadas, pero aún me queda algo de trabajo.

—¿Me la enseñarás cuando la hayas terminado?

—Desde luego, maestro.

Ya estaba oscuro como boca de lobo cuando Ellen y Pierre por fin hubieron descargado todo y tuvieron la herrería montada. Jean, que no tenía que empezar a trabajar con el fabricante de escudos hasta el día siguiente, también había echado una mano. Pierre le había pagado un par de monedas por ello.

—Eres un jovenzuelo espabilado —dijo con tono de elogio, y le dio unas palmaditas en el hombro.

Entonces Ellen cayó en la cuenta de que Jean debía de haber crecido, pues ya le llegaba al herrero hasta la barbilla.

Al día siguiente terminó dos pequeñas piezas metálicas que, además de la cola de huesos con la que quería pegar las dos mitades de madera acabadas, sostendrían el puño como una abrazadera y lo protegerían de posibles quebraduras en su delicada posición. Después de haber aplicado la cola, mantuvo las maderas presionadas una contra otra con mucha paciencia hasta que se hubo secado un poco, y entonces las envolvió con un cordel bien prieto que sostendría el puño hasta que la cola se hubiera secado del todo. Al día siguiente ya podría lijar los bordes y frotar el puño con aceite de lino para que no se vieran restos de cola.

Ellen lo contempló con satisfacción. La cruz estaba firme y la espiga aún sobresalía lo suficiente del puño para sostener el pomo y poder remacharlo. El corazón le palpitaba de orgullo. Remataría el puño envolviéndolo con el cordel de seda rojo oscuro y, cuando el pomo estuviera bien sujeto, sostendría en equilibrio la espada sobre el índice estirado de la mano izquierda y buscaría así el punto de equilibrio del arma, pues ese era el lugar indicado para la ataujía de filamento de oro.

Había pensado largo y tendido qué símbolo sería el adecuado y al final se había decidido por un pequeño corazón. El corazón representaba el valor y el coraje del caballero, así como su vida. Que en ciertos lugares la gente también consideraba el corazón como símbolo de amor, Ellen no lo había sabido hasta hacía muy poco. Guillaume jamás lo relacionaría con eso.

Sin embargo, antes debía terminar el pomo y tener cuidado de utilizar un tamaño adecuado para que hiciera de justo contrapeso a la hoja. Con el resto de hierro que le quedaba forjó un disco ligeramente ovalado, de unos dos dedos de grosor, y, con un punzón como el que había utilizado también para la cruz, horadó la ranura para la espiga en el disco del pomo, que a causa de la fuerza de los golpes ya era casi redondo. Para conseguir un disco verdaderamente redondo, Ellen siguió forjándolo un poco más, luego cogió una lima y se ayudó, por último, de la muela, hasta que el círculo fue perfecto. Bruñó y pulió el pomo para hacerla brillar tanto como la cruz y al fin lo deslizó sobre la espiga. Con unos pocos golpes certeros lo remachó aprovechando el último tramo de espiga que sobresalía, de modo que quedó bien sujeto.

A la mañana siguiente, al llegar al taller, Ellen tuvo la sensación de que alguien la observaba. ¿Estaría Guillaume por allí cerca? Su cabeza no hacía más que recordarlo a cada rato, y no conseguía que nada le saliera bien. Primero no había logrado encender bien el fuego y después dejó quemar el hierro hasta que saltaron chispas.

—¡Válgame Dios, serénate de una vez! —la reprendió Pierre—. ¿Qué es lo que te pasa?

—Tampoco yo lo sé, lo siento, de verdad. Tengo la sensación de que hoy va a pasar algo malo.

—Tonterías de mujeres —refunfuñó él con impaciencia—. ¡Haz tu trabajo, y hazlo bien!

No fue hasta después de mediodía cuando consiguió concentrarse. Todavía tenía que terminar una punta de lanza en la que por fin se había puesto a trabajar. Mientras estaba inclinada sobre el yunque, alguien se acercó al puesto. No podía ser Guillaume; habría reconocido sus pasos al instante. Aquellos tenían algo de autoritario, algo que inspiraba respeto. El hombre que acababa de presentarse ante la herrería debía de ser un lameculos, un personaje insidioso, o eso pensó ella, que apenas se volvió, pues con el rabillo del ojo había visto que Pierre ya se dirigía hacia el cliente.

Sólo con oír la primera frase del hombre se le erizó el vello de la nuca. ¡Jamás olvidaría esa voz! Thibault estaba a pocos pasos de ella. Ellen rezó porque Pierre no le pidiera ayuda. ¡La reconocería al instante! Si bien habían pasado ya seis años, de pronto tuvo la sensación de que aquel horror había sucedido el día antes. Nerviosa, pasó un paño por el hierro que en ese momento tenía en la mano. Los dos hombres hablaban de la reparación de un arma que Thibault había llevado; a ella no le hacían ningún caso.

Ellen no se atrevió a volverse hasta que Thibault hubo desaparecido de allí. Por el amor de Dios, ¿qué iba a hacer? No podía pasarse la vida llevando cuidado y escondiéndose de él. Justo cuando volvía a inclinarse sobre el yunque, perdida en sus pensamientos, alguien se le acercó desde atrás y le susurró al oído:

—¡Estás aún más hermosa que entonces!

Se volvió con sobresalto. ¡Pero si se había ido!

—¿Qué quieres? —le espetó con crudeza.

No dejó que se diera cuenta del miedo que seguía sintiendo sólo con verlo.

—¡Una noche en tus brazos, mi pequeño ruiseñor!

—¿Has perdido la razón?

Ellen estaba tan indignada que tenía que esforzarse para respirar.

—No te hagas la pudibunda. No me ha pasado por alto todo lo que te atreves a hacer con Guillaume. ¡Fue muy excitante observaros!

La vergüenza y la rabia luchaban por imponerse en su pensamiento. No pudo evitar ruborizarse.

—Quiero tenerte, en mi yacija, en el bosque, en una pradera, donde sea, me da lo mismo.

—¡Estás loco! ¡Thibault, sería pecado! ¡Somos hermanos! —exclamó, presa del pánico.

¡Ya lo había dicho! Thibault se limitó a resollar.

—Antes de casarse con tu madre, tu padre dejó preñada a la mía, igual que tú con Rose.

Thibault soltó una carcajada.

—¿Tú, bastarda de Tournai? ¡Qué más quisieras! Veo que te has enterado de la muerte de mi padre. Ahora ya no puedo preguntarle, así que tendría que creer lo que me digas, ¿no es así? Pues no pienso hacerlo, y me da lo mismo todo lo que llegues a fabular. Quiero tenerte, todavía quiero que seas mía, ¡y te conseguiré!

Ellen no dejó que viera cuán asustada estaba.

—¡Será mejor que te vayas! —Alzó la mano derecha con el martillo para amenazarlo.

—Nuestro amigo Guillaume, por cierto, también está aquí. Imagino que no le hará mucha ilusión enterarse de que Ellen y Alan son la misma persona, pero no te preocupes, si vienes a mí por propia voluntad, mis labios permanecerán sellados. —Se llevó un dedo brevemente a la boca—. Además, también puedo ser muy cariñoso.

Ellen sintió náuseas; la sonrisa de Thibault le devolvió el recuerdo del día en que la había violado.

—Te daré tres días para que lo pienses. Si no vienes, se lo diré. No le gustará nada que le hayas mentido. ¡El muy santurrón no soporta a los embusteros! —Thibault sonrió sardónicamente—. Te lo advierto, piensa bien lo que haces. ¡Serás mía de una forma u otra!

Se volvió y salió de la herrería dando grandes pasos.

Jean estuvo a punto de chocar con él y le lanzó una mirada de asombro.

—¿Quién era ese? —le preguntó, y se volvió otra vez para mirar a Thibault. Entonces reparó en el desconcierto de la expresión de Ellen—. Dios mío, ¿qué te ha hecho? Tienes muy mala cara.

Ellen estaba allí de pie, temblando, y sólo pudo sacudir la cabeza.

—Tengo que irme de aquí, enseguida. ¡Pierre! —exclamó—. Tengo que irme, mañana vuelvo —se disculpó al tropezarse con él.

—¿Y ahora qué es lo que pasa? —gruñó el herrero. Al darse cuenta de lo conmocionada que estaba Ellen, comprendió que algo había sucedido—. ¡Te restaré la mitad de tu jornal del día! —masculló, e hizo un gesto negativo con la mano, con ánimo conciliador.

—¡Vayámonos! —Ellen tiró a Jean de la manga. Avanzaron entre la muchedumbre de la plaza. Cuando estuvieron solos, Ellen empezó a explicar:

—El caballero al que has visto es mi hermano.

—¿Cómo dices?

—Su padre, que estuvo en Inglaterra, y mi madre… Ella era una idiota simplona y él, bueno… Conocí a Thibault en Tancarville, igual que a Guillaume.

Ellen le relató lo mejor que pudo las circunstancias de su huida de Tancarville.

—Menuda amiga, que acaba delatándote —comentó Jean.

—Eso pensé yo también al principio, pero Rose no podía imaginar la mala pasada que me jugaba al decírselo.

Ellen le habló de la paliza de Thibault, e incluso de la violación. Después de todo lo que él le había contado sobre Madeleine, seguro que el muchacho la comprendería sin juzgarla. Mientras le hablaba de Thibault, Ellen apretaba los puños y vio que Jean también lo hacía.

—¡Acabaré con ese individuo! —dijo entre resuellos, y dio unos puñetazos al aire.

—¡Eres mi héroe!

Ellen lo miró con gratitud. ¿No habría podido estar Guillaume también a su lado? Lo habría preferido como defensor de su honor, sólo que seguramente él la habría juzgado y aun habría intentado ponerse del lado de Thibault. Sintió que la tristeza y la amargura le hacían un nudo en la garganta.

—Si se lo cuenta a Guillaume, jamás volveré a verlo.

—Como quiera que sea, no tenéis futuro. Deberías adelantarte a Thibault y explicárselo todo tú misma a Guillaume. Así tendrá ocasión de decidir si te guarda rencor por tus embustes o si se alegra de que le hayas dicho la verdad. Si no permanece a tu lado por sentirse ultrajado, pues peor para él.

—Ay, Jean, no puedo hacer eso. —Soltó un suspiro lastimero.

—¿De qué tienes más miedo, de Thibault y la avidez que de ti siente, o de decepcionar a Guillaume?

Ellen se encogió de hombros.

—¡De veras que no lo sé!

Habían pasado casi tres meses desde la última vez que había yacido con Guillaume en la hierba y había disfrutado de las delicias del amor físico, y Ellen no había vuelto a sangrar. Una vez había creído que ya llegaba, pero la hemorragia sólo había durado medio día. Hasta el momento había intentado evitar pensar en ello, pero de súbito tenía la firme sospecha de que estaba embarazada.

Durante dos días todo permaneció en calma. Ni Thibault ni Guillaume se dejaron ver por el taller, y Ellen tampoco había reparado en un personaje que desde el primer día de su estancia allí merodeaba alrededor de su tienda. De modo que, para pensar en otra cosa, volvió a ocuparse de la decoración de Athanor. No tardó mucho en grabar el pequeño corazón en la hoja. Embutió con cuidado el filamento de oro en la muesca y comprobó con el pulgar que la ataujía estuviera bien lisa. Por último frotó la hoja con un trozo de paño para que no le saliera herrumbre a causa de la humedad de sus dedos. Contempló la espada con gran satisfacción. El pequeño corazón de oro era distinguido y sencillo, y se encontraba en el punto de equilibrio exacto. Ellen había comprado también un trozo de filamento de cobre con el que incrustó en el otro lado de la espada una E abombada dentro de un círculo, como símbolo de autoría. Al formar la inicial, pensó en la primera vez que realizara un grabado, junto a Jocelyn.

Este había tenido que grabar muchas veces sentencias enteras en objetos sacros, de modo que Ellen enseguida adquirió práctica. Durante mucho tiempo, aquellas rúbricas no habían sido para ella más que volutas sin ningún sentido. Eran bonitas, pero por completo carentes de contenido. Con el tiempo había acabado por aprender a escribir las letras de un par de palabras que les encargaban a menudo. Cuando terminó con la E, la contempló con ojo crítico. Tenía una bonita curva, como una C con una rayita vertical en cada extremo. En la mitad de la oronda barriga se veía una raya horizontal, también con un palito vertical al final. Toda la inicial estaba encerrada en un círculo que Ellen había trazado con gran esmero. Se sintió henchida de orgullo al ver el resultado. Cuando Jean llegó al taller, le enseñó a Athanor.

—¿Y yo te he ayudado a hacer esta espada? ¿De veras son los mismos lingotes de hierro que escogiste al principio? —preguntó sin salir de su asombro.

Ellen estaba exultante.

—No puedo imaginarme nada más bonito que forjar. Athanor tiene equilibrio, es elegante y también está afilada, recondenadamente afilada.

—Ellenweore, reconozco que estoy impresionado. —Espero que no seas el único a quien le guste Athanor. ¿De veras habrá llegado ya Guillaume?

—Henry dice que el joven rey está aquí desde hace tres días.

—Bien.

Ellen, contenta, deslizó a Athanor en el interior de la vaina y la dejó apoyada en un rincón.

—¿Puedo llevarla yo? —Jean alzó la espada.

—¡Desde luego! —Parecía estar tramando algo—. ¿Sabes? Voy a hacer lo que me aconsejaste y le confesaré a Guillaume mis mentiras. Pero antes de que sepa nada, quiero que vea bien a Athanor. —Miró al vacío con ojos melancólicos antes de añadir—: ¡Mira esto! ¡Mira la contera!

—¿Es oro?

—Válgame de Dios, no. ¿Acaso crees que de pronto nado en la abundancia? Es latón, claro está. Pero es bonita, ¿no crees?

Jean asintió con entusiasmo.

—Queda muy bien con el revestimiento rojo oscuro de la vaina. Tu espada se ha convertido en una auténtica obra maestra. No deberías venderla jamás, es una prueba de lo buena que eres. ¡Sólo con enseñarla encontrarás trabajo en cualquier espadería, sin duda!

—No estoy yo tan segura. A buen seguro nadie creerá que la he confeccionado yo. Y las lenguas envidiosas podrían afirmar incluso que la he robado —vaticinó Ellen con tristeza—. ¡Para mí, lo más importante es que sea del agrado de Guillaume!

Estaba deslumbrante.

—Guillaume. Otra vez Guillaume —rezongó Jean.

—¡Desde luego! ¡Dijo que si era buena me recomendaría al joven rey!

—Bah, de todas formas ese sigue sin una moneda. Me lo ha dicho Henry, que está al tanto de todo cuanto acontece en la corte del joven rey.

—Puede ser que el joven rey no tenga mucho dinero en estos momentos —concedió Ellen, un poco a regañadientes—, pero cuando su padre muera, tendrá todo el poder y monedas en abundancia. Ya verás, Jean, algún día haré una espada para el rey. ¡Estoy convencida!

Ya casi habían llegado a la tienda cuando un muchacho empujó a Jean y lo tiró al suelo. Agarró la espada envuelta e intentó poner pies en polvorosa.

A Ellen le dio un vuelco el corazón. Saltó por encima de Jean, que estaba tirado en el suelo, y se abalanzó sobre el ladrón. ¡No había trabajado tanto para que, de súbito, un mequetrefe lo enviase todo al garete!

Recordó entonces al cortabolsas de Ipswich. ¡Esta vez no dejaría escapar al ladrón! A empellones lo persiguió entre el gentío y, de hecho, consiguió ganar terreno y acortar distancias. Ellen alargó la mano y pescó al tipo por el cuello. Tiró de él hacia atrás, lo hizo caer y se sentó a horcajadas sobre su barriga. Unas cuantas personas se echaron a reír, pero nadie se entrometió.

—¡Te has llevado una cosa que es mía! —Le plantó al joven un puñetazo en el mentón que lo dejó fuera de combate.

Le arrebató a Athanor de las manos y se apartó de él.

Al principio, el muchacho quiso ponerse en pie de un salto para hacerse de nuevo con la espada, pero entonces vio que un hombre se acercaba a ella y decidió escabullirse.

Ellen se preguntó por ese cambio de opinión, pero entonces reparó en que Thibault estaba tras ella.

—¡En lugar de atacar a pobres hombres inocentes, deberías venir a verme a mí! —le susurró.

Ellen lo miró fijamente a los ojos, donde sus motas doradas empezaron a brillar y a danzar.

—Sólo podrás poseerme a la fuerza; jamás yaceré en tu cama por propia voluntad —rugió ella.

—Qué lástima. Una pena, pobre Guillaume. No se alegrará precisamente cuando sepa la verdad sobre ti. —Sacudió la cabeza como si lo lamentara.

—Yo misma se lo contaré.

—Podría adelantarme.

—¿Y qué puede cambiar eso? De una forma o de otra, me odiará.

Ellen se encogió de hombros, giró sobre sus talones y dejó a Thibault allí plantado.

Jean, que entretanto la había seguido, se quedó allí de pie, sonriendo.

—Vete con cuidado, mancebo —amenazó Thibault, y alzó un puño con ira.

Jean corrió tras Ellen como el rayo.

—¡Sí que le has dicho cuatro verdades! —exclamó, entusiasmado.

Al llegar Ellen a la herrería a la mañana siguiente, vio a dos hombres que aguardaban no muy lejos de allí. Redujo el paso y entonces reconoció las anchas espaldas que casi ocultaban a Pierre. El corazón empezó a palpitarle con fuerza. El herrero la vio y saludó cordialmente con la cabeza.

—¡Ahí llega, sire Guillaume!

—¡Ellenweore!

Guillaume la miró con una gran sonrisa. Su mirada ardía de pasión.

Ellen le hizo una seña a su maestro.

—¿Nos disculpáis un momento? —pidió con cortesía, y Pierre se apartó unos cuantos pasos.

—Te busqué en el torneo de Compiegne, ¿dónde estabas?

Ellen no pudo evitar sonreír con satisfacción. ¡Si sus oídos no la engañaban, Guillaume parecía celoso!

—Estuve enferma —se limitó a decir.

—Ah. —Parecía no saber muy bien si creerla.

—Ya he terminado la espada, ¿quieres echarle un vistazo? —y sostuvo el fardo en alto.

—¡Nada me gustaría más!

Se le acercó mucho. Ellen tenía el corazón desbocado.

—Entonces ven. Pierre tampoco la ha visto todavía.

Desenvolvió la espada bajo la crítica mirada de ambos hombres.

La vaina revestida de rojo oscuro irradiaba elegancia y distinción.

Guillaume levantó las cejas en reconocimiento cuando Ellen le tendió a Athanor. Sostuvo el hierro con ambas manos, puso la derecha en el puño y la sacó de la vaina… despacio, con emoción y respeto.

—Cae de maravilla en la mano —dijo, lleno de admiración, y cortó el aire con ella—. ¿Está muy afilada?

—He cortado un pelo con ella —explicó Ellen con serenidad.

Guillaume asintió, impresionado, y contempló a Athanor aún unos momentos más. Los dos filos de la hoja, reluciente como un espejo, eran perfectos. Entonces alzó la mirada y la alargó hacia el herrero.

—Mirad, es sencillamente maravillosa. ¡Tiene un brillo majestuoso! ¿Qué consideráis?

—Dejad que la vea con más detalle, sire.

Pierre apenas lograba ocultar su curiosidad. Guillaume volvió a envainarla para dársela al herrero. Este examinó el arma con ojo crítico y por fin se encogió de hombros con indiferencia.

—Un buen brillo, pero le faltan ornamentos. No tiene más que dos pequeñas ataujías, ¡y una de ellas no es más que de cobre! —comentó con desaprobación.

Ellen no pudo evitar sentir que Pierre estaba celoso.

—¡Ornamentos, menuda trivialidad! ¡No podéis valorar un arma como esta por algo semejante! Blandidla en el aire y comprenderéis lo superfluos que son los ornamentos. La espada está extraordinariamente equilibrada, es algo especial, pues tiene… ¡Tiene carisma! —exclamó Guillaume con elogio, y volvió a desenvainarla.

Ellen cogió un trozo de madera grueso como un brazo y lo sostuvo ante el caballero. Con un solo mandoble este consiguió partirlo sin hacérselo caer de las manos con el golpe.

—¡Demontre! ¡Qué afilada! —exclamó, entusiasmado.

Pierre se encogió de hombros.

—Un buen trabajo, Ellenweore —dijo, a todas luces decidido a sonar lo más indiferente posible.

Después se volvió y se centró de nuevo en sus tareas.

—Le ha parecido un trabajo mejor que bueno, pero no quiere admitirlo —le susurró Guillaume, y le dio un beso en la punta de la nariz sin preocupase por si alguien los veía.

Ellen miró avergonzada en derredor.

—¿Podemos vemos después? Tengo que hablar contigo. Es importante, pero no puede oído nadie más —pidió.

Guillaume asintió.

—Vendré a buscarte.

—Pero Athanor se queda aquí —dijo ella con una sonrisa, y le quitó la espada de las manos.

—¡De todas formas, tarde o temprano será mía! —exclamó él antes de desaparecer.

—Pues asegúrate de juntar suficiente dinero para poder permitírtela —rezongó ella, pero Guillaume ya se había marchado.

Poco antes de la puesta de sol, Madeleine fue a verla.

—¡Mira! —Le mostró a Ellen otra pieza de plata—. Me ha dicho que te dé un recado. Yo no lo he entendido, pero ha dicho que te lo diga y ya está. Que tú lo comprenderías. —Madeleine la miró con inocencia.

—¿Qué? ¡Dímelo!

—Ha dicho que él es un pajarero y que tiene el cebo adecuado para cazar al ruiseñor más bello del mundo. Y después me ha preguntado si Jean es mi hermano. —Madeleine soltó una risita—. ¿Tú lo entiendes?

De súbito Ellen comprendió que el caballero misterioso que le había estado dando monedas de plata a Madeleine no era Guillaume, sino Thibault.

—¿Dónde está? —inquirió.

—¿Quién?

—¡Jean!

Ellen sucumbió al pánico al ver que Madeleine no contestaba enseguida.

—No sé, no lo he visto.

—Ve a ver al fabricante de escudos y pregúntale si está allí. Si no, búscalo en la tienda y luego vuelve aquí. Enseguida termino, pero date prisa, Madeleine, es muy importante. ¡Temo que Jean esté en peligro!

Madeleine había estado sonriendo todo el rato, pero de pronto abrió los ojos con pavor.

—¡Voy! —y echó a correr.

Ellen terminó de trabajar a toda prisa y recogió el taller.

No hacía más que buscar con la mirada a su alrededor, rezando por estar equivocada y con la esperanza de ver aparecer a Jean y Madeleine en la herrería en cualquier momento. Sin embargo, si Thibault lo tenía en su poder…

—¿Lista?

La cálida voz de Guillaume cortó el hilo de sus angustiosos pensamientos. Cómo le habría gustado lanzarse a sus brazos.

—Hmmm, ya voy.

Tenía que tranquilizarse. Seguramente Guillaume se enfadaría con ella por siempre jamás en cuanto supiera lo que tenía que decirle. Se quitó el mandil, lo dobló y lo guardó con sus herramientas. Después cogió a Athanor y se volvió para marchar. Justo cuando salía de la herrería para reunirse con Guillaume, Madeleine llegó corriendo.

—¡Ellenweore! ¡No está! ¡No lo encuentro por ninguna parte!

—¿De quién habla?

—¡De Jean, ya te he hablado de él!

Guillaume asintió.

—Sí, es cierto.

—Deja primero que lleve las herramientas y la espada a la tienda, después daremos un paseo. Tengo apremio por explicarte una cosa.

—¡Haces que parezca muy emocionante! —Guillaume le guiñó un ojo con ánimo juguetón.

—Espérame un momento, vuelvo enseguida —pidió cuando llegaron a la tienda, y dejó a Guillaume no muy lejos de allí.

Cuando quiso volver a reunirse con él sin las herramientas, oyó que alguien la llamaba en voz baja. No podía ser Jean. Descubrió entonces tras la tienda a una mujer flaca que estaba oculta en la penumbra.

—¿Quién sois y qué…? —El resto no salió de su garganta—. ¿Rose? ¿Eres tú?

La mujer asintió, cayó de rodillas ante ella y se echó a llorar.

Ellen la ayudó a ponerse de pie. Rose tenía el cuerpo consumido, y las sombras que tenía bajo los ojos hacían sospechar cuán desgraciada debía de ser.

—¿Qué haces aquí?

Rose se secó una lágrima de la comisura de un ojo.

—Thibault es un bellaco. Nunca he querido admitirlo, siempre lo he hecho todo por él. ¡Ay, Ellen, qué tonta he sido! —Se echó a sollozar.

—¿Sigues estando con él? —preguntó Ellen con sorpresa. Rose, turbada, miró al suelo y asintió—. ¿Por qué permites que te haga daño?

—Estaba convencida de que algún día llegaría a quererme, aunque fuera a su manera. —Miró a Ellen con unos enormes ojos infantiles—. A veces, cuando comparto lecho con él, es cariñoso y tierno. Por eso siempre había esperado que algún día cambiase. Pero no cambiará, jamás. Hace meses que ronda a esa muchacha. —Rose miró en dirección a Madeleine—. Lo he seguido y me he muerto de celos al pensar que andaba tras ella. Pero sólo quería acercarse a ella por ti.

Ellen cerró los puños.

—Espero que no le haya puesto sus asquerosos dedos encima.

—Está obsesionado contigo, Ellen, y eso lo convierte en un hombre peligroso. No hace más que recorrer la tienda pronunciando tu nombre como en desvaríos. Siento unos remordimientos horribles por haberte delatado en aquel entonces. Estaba cegada de amor. ¡Yo no quería nada de esto, créeme, por favor!

Ellen abrazó a Rose y la estrechó para consolarla.

—Deja ya todo eso. Ha pasado mucho tiempo.

—¡Pero ahora Thibault ha secuestrado a tu amigo!

—¿Te refieres a Jean?

Rose asintió.

—Amenaza con matarlo si no acudes a él. ¿Imaginas que llegara a hacer algo así?

—Sí, Rose, puedo imaginarlo perfectamente.

Rose respiró hondo.

—Acércate a su tienda por detrás —susurró—. Yo te dejaré pasar. Tengo que irme. Si me ausento mucho tiempo, se pone como loco. —Dio media vuelta y desapareció.

—¿Qué sucede, Ellenweore? —exclamó Guillaume. Impaciente, había ido a buscarla a la tienda, pero no la había encontrado allí.

—¡Thibault! —gritó ella.

—No. Otra vez él, no —se lamentó Guillaume.

Ellen hizo acopio de valor:

—Yo soy Alan, no su hermana, y Thibault lo sabe. Me ha amenazado con decírtelo todo si no me entrego a él. Lo he mandado al diablo y le he dicho que yo misma te explicaría quién soy, así que ha buscado otra forma de obligarme y se ha llevado a Jean.

Ellen lo había soltado todo sin una sola pausa. De pronto, guardó silencio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Guillaume con mucha calma. Ellen lo miró, desconcertada.

—¿Cómo que y ahora qué?

—¿Qué hacemos ahora? Me refiero a Jean.

—Pero… ¿has entendido bien lo que acabo de decirte? ¡Soy Alan!

—Claro que lo he entendido, Ellen. ¿De veras crees que no me había dado cuenta hace tiempo? ¡Sólo con oler tu piel! Lo que aún hoy sigo sin comprender es cómo pudiste engañar durante tanto tiempo a todos los demás. ¡Incluso a Thibault! El primer domingo en el bosque de Tancarville, en aquel entonces, ya tuve mis sospechas, y en nuestro tercer encuentro estuve seguro.

Ellen se quedó sin habla. No podía apartar la vista de él.

—¿Tú… lo has sabido todo este tiempo?

Ellen se irguió mucho frente a él. Por un momento olvidó el aprieto en que se encontraba y apenas pudo controlar su ira. Guillaume se encogió de hombros y sonrió.

—¿Y qué importa eso?

Ellen estaba fuera de sí. Todas las historias de mujeres que le había explicado y con las que la había torturado, sus sospechas en cuanto a Rose, todo había sido un engaño. Le costaba respirar.

—Es que no puedo creer que te hayas estado mofando de mí todo este tiempo.

—¿Habrías preferido que te hubiese dejado escapar? —preguntó él, nervioso.

Ellen no supo cómo responder a eso. Naturalmente que le debía gratitud por su discreción, pero cuán maravilloso habría podido ser que el secreto hubiese pertenecido a ambos…

—¿Vamos a seguir departiendo sobre los tiempos pasados o prefieres que liberemos a tu joven amigo antes de que Thibault pierda los estribos con él? —preguntó Guillaume con impaciencia; la expectativa de malograr los planes de Thibault lo entusiasmaba.

Ellen no profirió más que un gruñido y volvió a la tienda por Athanor.

—Tú quédate aquí y espera a que regresemos —ordenó a Madeleine con severidad—. No te muevas por nada del mundo, ¿me oyes?

Guillaume se dispuso a marchar, presto para la lucha.

—No tienes por qué acompañarme.

—Sé que te manejas bien con la espada, Ellen, pero en estos años Thibault ha acumulado mucha más experiencia que tú. Además, es un insidioso. Nunca he podido soportarlo, y Jean no tiene que ver nada en este asunto. Es mi honor de caballero el que está en duda.

—¡Bah, el honor! —espetó Ellen.

Guillaume hizo oídos sordos.

—Lo mejor será que haga como si quisiera visitar a Thibault con ánimo amistoso. Y tú…

—Yo me acercaré por la parte de atrás, intentaré liberar a Jean y huir sin que nos vean. ¡Ya veo que eres un afamado estratega! —atajó Ellen, y enseguida se molestó, pues había sonado como una chismosa vocinglera. ¿Qué podía reprocharle? A fin de cuentas, no le había mentido más que ella a él—. Ya sé que se trata de la solución más sensata para que Thibault no sospeche nada de buenas a primeras. Si podemos evitar el enfrentamiento, mejor —añadió, por tanto, con ánimo conciliador.

Se separaron al acercarse a la tienda de Thibault. Ellen se escabulló por detrás, como habían acordado. Guillaume le había indicado con exactitud cuál era la tienda. Entretanto ya había caído la noche y por todo el lugar ardían las teas. Delante de las tiendas había unos guardias agrupados alrededor de grandes hogueras que se preparaban algo de comer, bebían y lo pasaban bien. Ellen miró a Guillaume desde lejos.

Caminaba resuelto hacia su objetivo, una tienda roja y verde. El centinela de la entrada lo saludó con simpatía y lo dejó pasar sin preguntas. Guillaume parecía ser recibido como un amigo en casa de Thibault.

Ellen se preguntó por un momento si no le estaría tendiendo una trampa.

—¡Jean, tienes que pensar en Jean! —murmuró, y se acercó a la tienda por detrás, sigilosa.

Todo estaba en silencio. Los caballos, que estaban amarrados no muy lejos de allí, pastaban en calma y sin prestar atención a la muchacha. Ellen aguzaba el oído para escuchar a Guillaume y a Thibault cuando alguien le tiró del vestido. Se volvió, espantada y dispuesta a pelear. Rose tenía un dedo sobre los labios y le hacía señas. Ellen la siguió sin hacer ruido.

Había una enorme abertura en un lado de la tienda. Rose fue la primera en colarse por ella. Sin sospechar lo que se le venía encima, Ellen la siguió y después miró en derredor. Se encontraba en una pequeña tienda adyacente, equipada con todas las comodidades. El regio lecho con almohadones, mantas y pieles debía de pertenecer a Thibault.

Jean estaba sentado en el duro suelo. Había apoyado la cabeza en las rodillas y estaba completamente inmóvil. Ellen lo movió y se sobresaltó al verlo levantar la cabeza: le habían dado tal paliza que tenía toda la cara hinchada. Sus ojos se habían convertido en diminutas ranuras. Puesto que apenas podía ver nada, se encogió por miedo a que volvieran a darle una tunda.

—Soy yo, Ellen, voy a sacarte de aquí —le susurró la muchacha.

Jean asintió con alivio y alzó un poco las manos, que llevaba atadas a la espalda. Ellen sacó su cuchillo y cortó las cuerdas. Después le desató los pies.

Guillaume y Thibault parecían estar manteniendo una conversación animada, pero de improviso se pusieron a gritar.

Se oyó entonces una voz de mujer. Ellen se puso en pie y escuchó.

—¡Ay, válgame Dios, no, Madeleine! —susurró.

Sonaron las carcajadas atronador as de Thibault.

—¡Jean! ¡Quiere a su Jean! —gritaba con voz crispada—. ¡Pues yo quiero a Ellen! —la increpó.

Ellen desenvainó a Athanor.

—Saca a Jean de aquí, nos encontraremos en la tienda —le siseó a Rose, e hizo a un lado las colgaduras.

Cuando Thibault la vio empuñando a Athanor, desenvainó también su espada.

—Pero ¿qué es esto, Thibault? ¿No irás a batirte contra una mujer? —intentó disuadirlo Guillaume.

—No finjas, sé muy bien que tú y ella… —Thibault se echó a reír—. ¡Pero antes fue mía!

Guillaume, por lo visto, no comprendió en un primer instante qué había querido decir con eso, pues se limitó a sacudir la cabeza.

De reojo, Ellen vio que un escudero se abalanzaba sobre Madeleine. Saltó hacia ellos sin pensarlo dos veces. Luchaba mejor que el joven, y lo hizo retroceder hasta que también Guillaume pudo ponerlo en jaque. Entonces se colocó junto a Madeleine y la protegió con su cuerpo mientras intentaba alcanzar la salida. Para impedir su huida, Thibault se interpuso en su camino.

—¡Déjala salir! —exclamó Guillaume con voz, de súbito, conciliadora.

Thibault, sin embargo, se limitó a dirigirle una mirada de desdén.

Ellen aprovechó ese momento de descuido y arremetió contra el brazo con que Thibault sostenía la espada. Era la segunda vez que lo hería en ese mismo lugar. Se le demudó el rostro de dolor y se agarró el brazo. La sangre empezó a manar y le tiñó de rojo la mano y la clara camisa. No tenía la menor intención de dejar marchar a Ellen y a Madeleine, pero no tuvo más remedio que soltar la espada.

—¡Marchaos! Yo me ocuparé de él-ordenó Guillaume, y le hizo un gesto a Ellen.

Madeleine estaba tras ella, pálida como un cadáver y rodeando su vientre con un brazo, como si así se sostuviera en pie. Ellen la arrastró fuera. Los guardias seguían de celebración y no se dieron cuenta de nada. Sólo el hombre que había dejado entrar a Guillaume las miró con asombro.

—¡No las dejes escapar! —graznó Thibault justo entonces.

El joven, que parecía asustado, intentó interponerse en su camino, empuñó su espada corta y las amenazó con ella. Era evidente que no había visto que Ellen también blandía un hierro. Se la quedó mirando con ojos desorbitados al ver que, de improviso, se abalanzaba con Athanor sobre él y le abría un hombro. El guardia se vino abajo con una expresión de incredulidad en el rostro. Madeleine gimoteó al ver salir la sangre, y Ellen se la llevó corriendo de allí.

—¡Nos habría matado! —se justificó con debilidad.

Se sentía una miserable. Era la primera vez que atacaba a alguien. Desde luego, las espadas existían para vencer en la Contienda, pero durante sus horas de entrenamiento con Guillaume jamás había pensado que tendría que llegar a utilizar una ella misma.

A pesar de que Madeleine volvía a sollozar, corrieron todo lo deprisa que pudieron hacia la tienda, donde Jean y Rose ya las estaban esperando.

Rose, siguiendo instrucciones de Jean, había ido a buscar a Nestor y lo había cargado con sus posesiones más indispensables.

Ellen tiró la tienda al suelo como el rayo y recogió todas las estacas. Madeleine tenía la cara y el vestido manchados de sangre. La pobrecilla seguía blanca y trémula, incapaz de hacer nada. Ellen silbó para llamar a Barbagrís, que enseguida llegó corriendo, entusiasmado por la partida. Justo detrás del palenque había un espeso bosque. No es que no fuera peligroso internarse en él durante las horas de oscuridad, pero no tenían otra opción. Sin duda Thibault saldría en su persecución con algunos hombres. Ellen tiró violentamente de las riendas de Nestor.

—Rose, coge de la mano a Jean y a Madeleine, tampoco tú puedes quedarte aquí más tiempo. Thibault te mataría sin pensarlo dos veces.

La muchacha asintió con pesar y siguió las instrucciones de Ellen.

Jean iba tambaleándose junto a ella y tropezaba en todos los hoyos y todas las raíces, pues sus ojos hinchados apenas le dejaban ver.

Madeleine caminaba despacio junto a Rose, casi con prudencia, como si tuviera que concentrarse para poner un pie delante del otro.

Por suerte, la luna estaba casi llena. Las hayas y los robles hacía tiempo que habían perdido su follaje y, por entre sus ramas, que parecían delgados brazos estirándose hacia el cielo, se colaba suficiente luz plateada para distinguir el camino. Sólo donde había abetos el bosque era impenetrable y negro como la pez. Ellen se detuvo un momento para aguzar el oído por si los seguía alguien. Silencio sepulcral. Sólo una lechuza emitió su llamada en algún lugar remoto de la noche.

—Nos alejaremos cuanto podamos, después descansaremos un poco y al rayar el alba partiremos otra vez. Si Thibault nos encuentra…

No terminó la frase. Cada uno de ellos podía imaginar lo que sucedería.

—No debemos encender ningún fuego, pues enseguida llamaría la atención —advirtió Ellen cuando por fin se detuvieron a descansar.

Se arroparon todo el cuerpo con sus mantos y se envolvieron en las mantas que llevaban consigo. Barbagrís se acurrucó contra Madeleine, gimiendo en voz baja.

—Todo va bien, no pasa nada —lo consoló Ellen.

El animal, con todo, no se tranquilizó.

Al amanecer, Rose despertó sobresaltada. Barbagrís enseñaba los dientes en dirección al pequeño claro al borde del cual habían dormido. Un lobo escuálido se había acercado hasta ellos y el perro no le quitaba ojo de encima, gruñendo con furia. Rose le movió el brazo a Ellen, que despertó al instante. Al ver el lobo, se puso en pie de un salto, desenvainó la espada y se acercó despacio al animal, que parecía muerto de hambre. Seguramente su manada lo había abandonado, y estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por poder llevarse al fin algún bocado a la boca. El animal parecía haber escogido a Madeleine. La muchacha estaba inmóvil y con los ojos muy abiertos, y, ante ella, Barbagrís gruñía dispuesto a dar su último aliento defendiéndola. El perro era algo más grande que el lobo, pero eso no lograba amilanar a la bestia.

—¡Sus! ¡Fuera! —exclamó Ellen, intentando ahuyentar al animal, que retrocedió por un instante, pero no se dejó disuadir.

De pronto se acercó enseñando los dientes hacia Barbagrís y Madeleine.

El fiel perro quiso lanzarse enseguida sobre él, pero Ellen se interpuso y le abrió la cabeza al lobo de un solo mandoble.

—¡Ya ha pasado todo, Madeleine! —exclamó, y le frotó los hombros.

Cortó una gran rama de abeto y con ella tapó al animal muerto.

—¡Ellenweore!

Al oír el grito ahogado de Rose, se volvió con sobresalto.

—¡Está… está muerta! —balbuceó Rose.

Se arrodilló ante Madeleine y le sostuvo la mano. El vestido de la muchacha no sólo estaba manchado en el cuello a causa de la sangre que había manado del joven soldado, también estaba empapado a la altura del vientre.

—Pero ¿cómo ha podido ocultárnoslo? —farfulló Ellen—. No había visto que estaba… —Se desmoronó en el suelo y se echó a llorar—. ¿Por qué no nos lo ha dicho?

—No habría cambiado nada. —Jean parecía muy sereno—. Puede que fuera una simple, sin duda, pero ha convivido mucho tiempo con el peligro de muerte. Con una herida tan grave, no habríamos podido ayudarla. Yo creo que sabía que sólo conseguiría retrasarnos y que, con ello, nos ponía en peligro.

Jean seguía teniendo todo el rostro inflamado. La carne enrojecida bajo sus ojos estaba húmeda a causa de las lágrimas.

—Y yo soy la única culpable de todo —musitó Ellen, víctima de la desesperación.

—¡No! Si yo no te hubiera delatado hace años, nada de esto habría sucedido —exclamó Rose.

—Dejadlo ya. Tenemos que enterrarla. Al menos merece una sepultura decente, ya que no ha tenido una vida digna —pidió Jean.

Cavaron con gran esfuerzo una fosa somera, dejaron en ella a Madeleine y la cubrieron con tierra y un cerco de piedras que recogieron por allí.

—Por favor, Señor, acéptala en tu seno —rezó Jean, que no sabía cómo pedir la inmortalidad de su alma.

—Debemos seguir camino. Si no, toda su valentía habrá sido inútil.

Ellen los apremió con reticencia, pero estaba segura de que Thibault ya había emprendido su persecución.