Desde el otoño del año anterior, Ellen iba de torneo en torneo con Jean y Madeleine. Al principio había temblado al no saber si Pierre volvería a empleada, pero después había acabado siendo algo natural. El herrero no se había convertido en su amigo, empero, aunque sí, por el contrario, el alegre Henry le Norrois. Ellen solía oír su risa gutural ya desde lejos. También fue así esta vez. Se le acercó a hurtadillas para gastarle una broma: le daría unos toquecitos en el hombro desde atrás, se escondería enseguida y, así, Henry daría media vuelta en vano. Sin embargo, en el último momento reconoció al hombre que estaba junto a él. Se lo quedó mirando, y justo cuando iba a alejarse con el corazón palpitante, Jean los vio:
—¡Ellenweore! ¡Henry! —exclamó, y se abrió paso entre el gentío.
Henry se volvió.
—¡Jean! —Le dio unas palmadas al joven en el hombro cuando llegó junto a él—. ¿Acabas de llamar a Ellenweore? ¿Dónde está? —Henry miró en derredor y entonces la vio.
Estaba allí de pie, petrificada.
—Ellen, ¿cómo os encontráis? —la saludó.
En ese preciso momento se volvió también su acompañante.
Ellen sintió que le subían los colores a la cara cuando sus miradas se encontraron. Los ojos de Guillaume palpaban su rostro con curiosidad.
—¿Os conozco? —La mirada del joven no se apartaba de la de ella.
«Han pasado cinco años desde la última vez que me vio, y en aquel entonces me tenía por un muchacho», se dijo Ellen, intentando tranquilizarse, y sacudió la cabeza.
—Disculpad, debo regresar. ¡El trabajo! —Realizó una cortés reverencia y salió corriendo.
—¡Válgame, Guillaume! ¡Menuda impresión causas en las mujeres! —Henry rio—. Ni siquiera he tenido tiempo de presentaros y ya ha salido huyendo de ti.
Guillaume la siguió con la mirada, asombrado.
Ellen se apresuró a llegar a la herrería de Pierre, pero en todo el día no pensó en nada más que en el encuentro con Guillaume. Si bien esperaba volver a verlo pronto, temía que la reconociera. Su mirada le había acelerado el corazón y le había transmitido un cálido sentimiento de confianza. Aquel día no estaba muy por la labor, y Pierre la reprendió con crudeza. Ellen recordó la pelea con Donovan e intentó controlarse para que el maestro no se arrepintiera de haberla empleado. Por la tarde, cuando regresó a la tienda, Jean ya estaba preparando la cena. Madeleine no había llegado aún.
—¿Qué bicho te ha picado esta mañana?
—¿Cómo, a qué te refieres? —Ellen se hizo la inocente.
—Te has puesto roja al ver a aquel personaje. ¿Lo conoces? Ellen iba a negarlo, pero entonces pensó que sería mejor tener a Jean como aliado, de manera que afirmó con la cabeza.
—Oh la la! —Jean sonrió de oreja a oreja—. ¡Estás enamorada de él! —Balanceó la mano de un lado a otro—. L’amour, l’amour, toujours l’amour! ¿Qué puede hacer uno contra el amor?
Ellen lo fulminó con una mirada iracunda.
—Me conoce como Alan, joven herrero. Ese es el problema.
—¿Cómo? No entiendo nada. —Jean la miró con irritación.
—En Tancarville, donde él era escudero, yo vivía disfrazada de muchacho. Fuimos amigos durante años; él me enseñó a luchar con la espada. Jamás ha de enterarse de que Alan y yo somos la misma persona. ¡Nunca me perdonaría semejante engaño!
—¿Tienes la menor idea de quién es?
—Claro. Se llama Guillaume… ¿y qué?
—Pues que es el preceptor del joven rey, ¿no lo sabías?
—¡No! —exclamó Ellen con sorpresa. Después, sin embargo, una sonrisa asomó a sus labios—. Lo cierto es que no me sorprende: siempre decía que algún día llegaría a ser caballero del rey. De todas formas, jamás habría pensado que tardara tan poco en conseguirlo. Cuando el viejo rey muera un día y su hijo ocupe el trono de todo el reino, William habrá conseguido cuanto soñaba.
—¿William?
—Así le llamamos en Inglaterra. ¡Es inglés, como yo, por eso tenía por costumbre llamarlo así! —Ellen sonreía, soñando despierta.
—Pues será mejor que te desacostumbres enseguida. ¡Si no, pronto sabrá quién eres! —se apresuró a aconsejarle Jean.
Ellen asintió, pero no parecía haberlo escuchado.
—Mis sueños quedan aún tan lejos… —Suspiró con tristeza.
Madeleine entró a gatas en la tienda y se acurrucó en un rincón, cantando y sin saludar a nadie. Sacó una moneda del bolsillo y se la quedó mirando ensimismada y feliz.
—¿De dónde has sacado tanto dinero? —inquirió Jean con desconfianza, y contempló la moneda más de cerca.
—Me la ha dado un caballero, un caballero apuesto. Quería saber quién es. —Madeleine señaló a Ellen.
—¿Y tú qué le has dicho? —Ellen la agarró de los hombros y la zarandeó un poco.
—Que te llamas Ellenweore y que eres mi amiga, eso le he dicho. Nada más.
—¿Y por eso te ha dado todo ese dinero?
—¡Sí! —Madeleine no cabía en sí de alegría.
Jean y Ellen se miraron.
—¡Sólo puede haber sido Guillaume!
—No te preocupes. Madeleine no sabe nada del pasado —le susurró el muchacho a Ellen, para tranquilizarla.
¡Había vivido en paz durante casi nueve meses y de pronto volvía a rondarle por la cabeza! Thibault se apresuró a llegar a su tienda. Tenía el corazón en llamas y sólo Rose podría mitigar su tortura. Se frotó los ojos, como si así pudiera conjurar las imágenes que lo perseguían desde aquella tarde. Apenas había reconocido a Guillaume, Ellen se había sonrojado y se había puesto más guapa aún que antes. Thibault resolló. Esa mujerzuela insignificante y simplona que afirmaba ser su amiga no le había dicho nada que no supiera ya desde hacía tiempo por la moneda de plata que le había dado. Él, empero, la había tratado con mucha simpatía, pues a fin de cuentas siempre podía serle útil tener una espía en la tienda de Ellen. Thibault sonrió con frialdad.
—¿Rose? —Buscó con impaciencia por toda la tienda. Estaba ordenada y limpia, pero vacía—. ¡Rose! —bramó, pero no obtuvo respuesta.
Cuando por fin llegó, Thibault estaba sentado en su silla y de muy mal humor.
—¿Dónde estabas? —espetó.
—¡Me he comprado unas bonitas cintas y un trozo de tela preciosa! —Rose se le acercó dando saltitos de alegría, se sentó a sus pies y lo ayudó a quitarse las botas—. ¡Quiero estar guapa para ti! —Bajó la mirada con coquetería para ablandarlo.
—¡No volverás a salir de la tienda a menos que yo te lo permita!
—Pero… —quiso protestar Rose.
—¿Esta vez quieres tener ese niño, o prefieres que volvamos a deshacemos de él? —preguntó Thibault con ánimo amenazador.
Rose sacudió la cabeza gacha.
—Si eso es lo que tú quieres, por supuesto que me quedaré aquí.
—¡Así me gustas mucho más! —Thibault la miró con concupiscencia, se levantó y la arrastró a su yacija—. ¡Ven, pequeña Rose, yace conmigo!
Desde que Rose estaba embarazada, él la deseaba en contadas ocasiones y no se sentía satisfecho tras el acto.
—¡Ve a buscarme a Margaret! —ordenó. Las lágrimas de los ojos de Rose no lo conmovieron—. Deja de lloriquear, deberías alegrarte de que no os envíe al infierno a tu bastardo y a ti —la increpó, y se estiró sobre la manta de pieles.
Rose sabía muy bien lo que haría con Margaret, desde luego, y precisamente eso era lo divertido. ¿Por qué tenía que ser siempre él el único que sufriera en todo el mundo? ¿Podía el dolor de Rose al verlo a él con otra ser peor que el suyo propio cuando veía a Ellen con otro hombre? Al pensar en Ellen su miembro se empalmó, y justo entonces entró Margaret en la tienda. Rose debió de pensar que la erección era debida a la joven criada, que se le aproximó lentamente. Era delgada, casi enjuta, tenía el rostro macilento, ojos pequeños y muy juntos, labios delgados. No había nada en ella que recordara a la vigorosa Ellen, excepto tal vez el color de su melena. Thibault la agarró de los rizos. Eran más largos y más ralos que los de ella, pero si entrecerraba los ojos hasta el punto de convertirlos en meras ranuras, a veces lograba imaginar que la tenía entre sus brazos.
—¡Espera fuera! —gritó, jadeante.
Y Rose salió lo más rápido que pudo.
—Oh, Ellen —susurró Thibault al oído de la flaca criada.
—Me llamo Margaret —protestó ella en voz baja.
—¡Calla la boca y siéntate sobre mí! —ordenó él con aspereza, y le amasó las escuálidas nalgas hasta dejarlas enrojecidas.
Ellen estaba en la herrería, muy concentrada en su trabajo, y no se dio cuenta de que la observaban. Si bien se esforzaba por no pensar mucho en Guillaume, le resultaba harto difícil. El torneo, entretanto, había empezado ya y, por todo lo que le había explicado Jean, seguramente Guillaume se contaría entre los primeros en lanzarse a la contienda.
Cuando Henry le Norrois se presentó en la herrería por la tarde, Ellen esperó que no mencionara su insólita conducta del día anterior.
—Seguro que tenéis unas cizallas por ahí —dijo Henry, sonriendo, a modo de saludo.
Llevaba del brazo a un caballero desamparado cuya cabeza quedaba oculta por un yelmo completamente abollado y retorcido. El valiente guerrero había perdido todo sentido de la orientación y estaba a merced del heraldo.
—Los primeros golpes encajados por el metal no le han hecho mal alguno, ¡pero el yelmo se le ha atascado! Apenas si le llega el aire, al pobre desgraciado. ¿Podríais sacarlo de ahí, por favor?
Ellen soltó una risita. Menudos niños grandes eran los caballeros, que se atizaban hasta en tiempos de paz.
—¡No será lo más agradable del mundo! —advirtió, y cogió unas tenazas y unas cizallas.
—No es la primera vez, sabe lo que le espera. De todos modos, deberíais ser cuidadosa. Se trata de un guerrero harto prometedor, por mucho que en sus condiciones actuales no lo parezca. —Henry le guiñó un ojo.
El hombre de debajo del yelmo masculló malhumorado y escupió metálicas maldiciones contra el heraldo.
Ellen sacudió la cabeza, sonriendo, y se dispuso a liberar al caballero de su abollada prisión. Le puso a Henry unas tenazas en la mano y le pidió que la ayudara para no herir la cabeza del caballero.
—Aunque el yelmo quedará inservible; sólo valdrá lo que pese el hierro —advirtió, y se puso manos a la obra.
Henry le Norrois no cogía las tenazas con suficiente fuerza y no hacían más que escapársele.
—Qué incordio que Pierre no esté. No me sois de especial ayuda. ¡Sujetad ahí bien fuerte! —ordenó ella, protestando, y tiró del yelmo de un lado a otro hasta que logró liberar la cabeza del caballero.
Ellen dejó a un lado el rebujo de metal y se interesó por el bienestar del recién liberado.
—¿Os encontráis…? —El resto de la frase se le quedó pegado a la garganta al ver quién había bajo el yelmo.
—Todavía me retumba la cabeza —respondió Guillaume sin mirarla.
Cuando al fin alzó la cabeza y la vio, se quedó con la boca abierta.
—¿Tú? —preguntó con incredulidad.
—¡Milord! —Ellen se inclinó y se miró los pies.
Sin duda sería mejor no dejar que Guillaume le contemplara el rostro mucho rato.
Él se frotó la cabeza.
—Debo seguir trabajando —se apresuró a decir Ellen, y le dio la espalda.
—¿Qué te debo?
—Nada, no ha sido gran cosa. Además, sois amigo de Henry. Pero si queréis, podéis dejar aquí el yelmo. —Ellen seguía dándole la espalda, aunque era descortés no mirarlo a la cara.
—Te lo agradezco. —Dejó una moneda de plata en la mesa, pero no hizo ademán de marcharse.
Henry comprendió enseguida los deseos de Guillaume, que le hizo un gesto, y se alejó de allí.
Ellen intentó que la presencia de su antiguo amigo no la distrajera, pero la mirada de él le quemaba en los hombros como el sol de mediodía en el mes de julio.
—¡Ya lo tengo! —exclamó él de repente, con gran alegría. Ellen se estremeció; sentía un sudor frío en la nuca—. Todo este tiempo me he estado devanando los sesos para descubrir a quién me recuerdas.
Ellen sintió arcadas. Para que nadie lo notara, cogió la moneda y se la guardó con dedos temblorosos en la escarcela que llevaba al cinto.
—¡Sí! ¡Creo que conozco a tu hermano!
—¿A mi hermano? —Ellen lo miró con sorpresa.
—Sí, Alan, un joven herrero de Anglia Oriental. ¡Lo conocí en Tancarville! Henry me ha dicho que también tú eres de Inglaterra, como yo.
Ellen no reaccionó al instante; estuvo pensando febrilmente qué contestar a eso.
Guillaume insistió:
—Es tu hermano, ¿verdad? Os parecéis como si fuerais gemelos. Alan fue un buen amigo mío cuando yo aún era escudero. ¿Nunca te ha hablado de mí? ¡Me llamo Guillaume! —Miró a Ellen con un interrogante en los ojos.
Él mismo había ofrecido la mejor explicación posible.
Ellen no fue capaz de sacarlo de su error.
—¡Cómo no, sí, sí! Sois vos, entonces —tartamudeó, y le sonrió con timidez.
—¿Cómo le va, también está aquí?
—No —respondió ella.
¿Qué iba a decirle? ¿Debía inventarse alguna historia? ¿Y si Guillaume se daba cuenta de algo?
—Murió —repuso, e intentó parecer abatida.
Por lo visto lo consiguió a la perfección, pues Guillaume la miró con ojos desorbitados.
—¡No lo sabía! ¿Qué sucedió?
—Se le hinchó el cuello hasta que se asfixió. Durante el invierno se contagió muchísima gente.
Ellen estaba sorprendida consigo misma. ¿Cómo se le había ocurrido algo así?
—Mala cosa —dijo Guillaume, y asintió reflexivamente—. ¿Tú también forjas?
—Es cosa de familia.
Ellen notaba que le temblaba la voz. «Se va a dar cuenta de todo, será mi fin».
—Alan siempre quiso forjar una espada para el rey. —Guillaume parecía nostálgico.
—¡También ese es mi deseo!
Lo miró un instante a los ojos y se le encogió el estómago como aquella vez en el bosque, cuando había sentido su cálido aliento en la nuca.
—Algún día, cuando el joven rey consiga dinero, lo que seguramente no sucederá hasta después de la muerte de su padre, le hablaré de ti. ¡Seguro que eres tan diestra como Alan! —Guillaume sonrió.
Ellen bajó la mirada, sonrojada.
De repente Guillaume se tambaleó y palideció.
—¿Qué os sucede?
Ellen dio un salto hacia él y lo sostuvo de un brazo con firmeza.
—Me da vueltas la cabeza, y el cráneo… —Guillaume no dijo más.
—¡Los golpes en el yelmo! —concluyó Ellen, y lo sacó al exterior—. Debéis tomar aire fresco. Si me decís adónde ir, yo os acompañaré hasta vuestra tienda.
—Gracias.
Guillaume respiró hondo, pero seguía sin moverse, pues todo giraba a su alrededor.
Pierre volvería en cualquier momento, así que Ellen pidió a otro herrero que vigilara sus cosas hasta que este regresara y se marchó a acompañar a Guillaume.
—Nuestras tiendas están bastante lejos de aquí, en una parte completamente diferente del campamento, en un pequeño valle —explicó Guillaume—. ¿Podríamos sentarnos antes un momento? —pidió a Ellen al cabo de un rato, y siguió de pie.
Ella sabía muy bien que Pierre se enfurecería si se ausentaba durante tanto tiempo, pero no fue capaz de dejar a Guillaume allí, en la estacada. Su atractivo permanecía intacto; incluso parecía haberse intensificado desde Tancarville. Le gustó sostener su fuerte brazo y caminar tan pegada a él. Olía a caballo y a cuero, igual que siempre.
—Bueno —dijo la muchacha, y miró en derredor. En la linde del bosque, no muy lejos de donde se encontraban, había un árbol derribado por una tormenta—. En aquel tronco podréis descansar.
Guillaume no le soltó el brazo mientras tomaba asiento, de manera que Ellen no tuvo más remedio que sentarse arrimada a él. Ya habían dejado atrás más o menos la mitad del camino y, desde allí, podían divisar hasta la plaza del mercado. En el otro lado de la extensa pradera que tenían ante sí se alzaban ya las tiendas de los caballeros. Justo entonces Ellen cayó en la cuenta de que estaban solos. De pronto sintió la boca y la garganta espantosamente secas. Se pasó la punta de la lengua por los labios y tragó saliva.
Guillaume la miró largo rato.
—En la vida había visto unos ojos tan verdes —empezó a decir, y le apartó un mechón de la frente—. ¿Te he dicho antes que Alan y tú os parecéis como si fuerais gemelos? Pues es un disparate. Si él hubiese tenido unos ojos tan verdes como los tuyos, me habría dado cuenta.
Ellen sonrió. Qué ciegas llegaban a ser a veces las personas… y estaba visto que los hombres en especial.
—¡Además, tú tienes muchas más de esas pequitas atrevidas! —comentó con burla.
En eso sí que llevaba razón. Al principio del embarazo le habían salido de repente muchísimas más. Ellen recordó a Thibault y el día en que casi se desangró en el bosque, y de súbito su expresión se tornó furiosa.
—¿No estarás molesta por las pecas? —preguntó Guillaume, desconcertado.
Ellen negó con la cabeza.
—Me han traído a la memoria malos recuerdos.
Guillaume, por lo visto, creyó que había recordado la muerte de su hermano, pues le acarició la cabeza con cariño y dijo:
—No pasa nada.
Ellen se puso en pie con ímpetu, a punto de decirle toda la verdad, pero antes de poder empezar, él se puso de pie ante ella, la estrechó con fuerza y la besó.
Su beso fue muy diferente al beso tierno y delicado de Jocelyn. El de Guillaume fue como él mismo: imperioso, exaltado, grato, absolutamente peligroso e irresistible. Ellen apenas podía respirar de lo emocionada que estaba. La sangre le afluyó a la cabeza y le nubló el poco juicio que le quedaba. Guillaume la abrazaba con fuerza, como si nunca más quisiera soltarla. Sus dedos se le clavaban en la espalda.
«¡Tengo que parar esto y salir corriendo, ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde! Es un caballero normando, no es hombre para mí», oía una y otra vez en su cabeza mientras lo besaba con toda la pasión que había despertado en ella. Sentía el calor de todo su cuerpo y su deseo por ella a través de la ropa. Él la apretaba contra sí y empezó a acariciarla… no amorosamente, como un admirador, sino impetuosamente, como un amante. Ellen tendría que haberse apartado de él. Aún habría sido posible dar media vuelta, pero sus rodillas cedieron y se entregó por completo a Guillaume, que de repente parecía haber recuperado la salud. Sus manos bajaron de los hombros a los pechos e intentaron acariciarlos a través del vestido. Ellen jadeaba con entrega, desconcertada por el arrobamiento. Guillaume la arrastró hasta el bosque, la apoyó contra una gran haya, le levantó el vestido y metió una mano bajo él. Desde las corvas de sus rodillas, su mano fue ascendiendo, suave pero con determinación, hasta hacer un alto entre sus piernas.
—¡Eres preciosa! —musitó con voz ronca, y sus suaves labios la besaron, primero en el cuello, y luego resbalaron hacia abajo, hacia sus pechos.
Ellen jadeó de placer.
Guillaume deslizó la mano que tenía en su sexo hacia delante y hacia atrás, con habilidad, hasta que ella casi se sintió morir de deseo por él. De algún modo logró desatarse las medias y al fin liberó su sexo. Ellen no lo miró, no lo tocó. Cerró los ojos y se dejó hacer. Zarandeada entre la concupiscencia y el miedo se movía bajo cada uno de sus roces, dándole plena libertad para que entrara en ella. Thibault había quedado olvidado. La recorrían escalofríos de placer, y una calidez llenó de pronto su vientre. Guillaume se apartó de ella casi por completo, pero sólo para volver a arremeter con más fuerza. Ellen se oyó gemir. Todo su cuerpo ansiaba a Guillaume, toda ella encarnaba el deseo de que ese instante no terminara jamás. De repente también él gimió, se encabritó y se vació dentro de ella. Una ola de calor hizo presa del cuerpo de Ellen mientras un sordo latir le invadía la entrepierna. Cuando él hubo salido, se sintió aún más agotada que tras un largo día de trabajo. Guillaume le acariciaba las mejillas con delicadeza y le sonreía. Ellen tenía la garganta cerrada por un nudo. Una lágrima le resbaló por el rostro. Guillaume la sostuvo de la barbilla, se la alzó y le secó la lágrima con el pulgar.
—No sé muy bien por qué… —balbuceó Ellen.
—¡Chsss! —Guillaume le puso el índice sobre los labios y volvió a besarla.
Después de haberse vuelto a componer las vestiduras, los dos salieron del bosque. Ellen se sentía como una niña que acabara de cometer un acto prohibido, mientras que Guillaume apenas parecía conmovido por lo que acababa de suceder. Ella, culpable, intentaba no mirarlo.
—¿Podréis regresar solo a vuestra tienda desde aquí? —preguntó, aún con la mirada gacha.
—¡Desde luego! —Guillaume se detuvo y la estrechó contra sí—. Mañana es domingo, no tendrás que trabajar. Nos encontraremos aquí a mediodía, ¿te parece bien?
Ellen se limitó a sonreírle con debilidad.
—Eres preciosa, y muy estimulante. —Le sonrió con seguridad y aplomo.
Ellen no sabía qué pensar de todo aquello. Jocelyn le había hablado de amor. Jocelyn… ya no era más que un tenue recuerdo. Guillaume lo había desterrado de su corazón.
En el camino de vuelta a la herrería, Ellen se sentía llena de fuerza y esperanzas. Como quiera que fuese, tenía que ponerse a trabajar en esa espada que hacía meses que no lograba quitarse de la cabeza. Sabía perfectamente qué aspecto tendría, qué empuñadura le iría bien, su longitud y anchura y qué acabados les daría a la cruz, el puño y su revestimiento. ¡Incluso le había encontrado un nombre! Había aparecido un día de pronto, había hecho nido en su cabeza y, desde entonces, no hacía más que suplicarle cada vez con mayor apremio: ¡Fórjame!
—Athanor —susurró.
El mediodía siguiente corrió hacia el bosque con el corazón palpitante. Recorrió el camino, lleno de charcos y algo reblandecido aún, disfrutando del día primaveral. El sol hacía relucir el cielo azul como un mar de acianos. El invierno al fin había quedado atrás. Por Pascua habían tenido unos cuantos días buenos en los que había brillado el sol, pero después había vuelto a hacer frío. De pronto parecía que ya nada detendría el buen tiempo. Por todas partes florecían zurrones de pastor, dientes de león, tormentilas y ortigas. Los arándanos lucían sus primeras flores y en la linde del camino había incontables margaritas, las flores preferidas de Ellen.
Decían las malas lenguas que había mujeres que las usaban para deshacerse del fruto no deseado del amor, pero ella prefería no pensar en ello. Hizo a un lado el recuerdo de Thibault. «Eso forma parte del pasado —pensó—. Todo acabó; debo olvidarlo». A lo lejos, sobre un cerro, había unos preciosos manzanos con resplandecientes flores blancas. Dentro de pocos meses sus ramas estarían cargadas de deliciosa fruta y haría ya mucho que Ellen se habría marchado de allí.
Llegó al lugar acordado con Guillaume mucho más deprisa de lo que había pensado, se sentó en el tronco y esperó. A sus pies florecía la asperilla con un blanco delicado. Ellen pensó en Claire y en la bebida que preparaba con esa planta; le daba un aroma único al brebaje de vino, y casi creyó saborearlo al oler las flores.
De repente vio a Guillaume frente a ella.
—¡Estás sonriendo! —exclamó él con evidente alegría.
Ellen no lo había oído llegar y lo miró con sorpresa. Parpadeó, pues el sol, a su espalda, la cegaba.
—Hoy estás aún más hermosa —dijo, se sentó con brío junto a ella y le tendió un pequeño ramo de flores blancas.
—¡Lirios de los valles! —Estaba emocionada.
Ambos guardaron silencio un rato. Guillaume la miraba con curiosidad y Ellen empezó a ponerse nerviosa.
—Pronto comenzaré a trabajar en una espada —dijo, y miró a un lado, avergonzada.
Guillaume no siguió la conversación. Le agarró la barbilla, le volvió el rostro hacia sí y la besó con pasión. Ellen se olvidó de la forja, de la espada y del pasado, y disfrutó del beso y las caricias. Guillaume se levantó y se la llevó consigo.
Ellen no había visto la manta de lana que había traído. «Ten cuidado, se ha preparado, sabe muy bien lo que desea y no quiere nada más —le cruzó por la cabeza—. Es un hombre con experiencia. Si crees que siente por ti más que por cualquier otra, te equivocas».
No pudo pensar más. Guillaume la llevó a la pradera, donde la hierba todavía no estaba muy crecida. Ellen zarandeó la cabeza:
—¡Aquí no, podrían vernos! —adujo, sonrojada. Guillaume no se molestó en escuchar sus reparos, extendió la manta y tiró de Ellen hacia sí.
En cuanto sus labios tocaron su boca y él la estrechó en sus brazos, su renuencia quedó vencida. Se entregó a él y olvidó el lugar y la hora hasta que ambos yacieron agotados de amor.
Ellen se puso el vestido con apuro mientras Guillaume se vestía con total desenvoltura. La muchacha intentó recordar con desespero de qué habían hablado en Tancarville, cuando eran amigos. Sin embargo, casi no recordaba ningún detalle, no encontraba ni una palabra sensata que decir; Alan había muerto, verdaderamente.
Guillaume volvió a tumbarse en la hierba y contempló el cielo un rato.
—Háblame de esa espada —dijo al cabo, y se volvió boca abajo, apoyándose en los codos.
Sus ojos castaños la miraban fijamente.
—¿Habéis…?
—¡Has! —atajó él.
—¿Yo?
—¡No, que me tutees!
—Está bien.
No le resultó difícil tratarlo de tú; cuando era Alan, siempre lo había hecho así.
—Entonces, ¿has oído lo que había empezado a decir? —preguntó, y le clavó a su vez la mirada.
—Naturalmente que lo he oído, pero como eres hermana de Alan, temía que acabáramos pasando toda la tarde departiendo sobre espadas si te hubiera hecho alguna pregunta entonces. Reconozco que mi apetito por ti era demasiado grande.
Le hizo cosquillas con una margarita que había arrancado y la besó.
Ellen arrugó la frente.
—¿Tu apetito por mí? Suena muy…
—Suena a pastelito de miel o a fruta escarchada —repuso él sonriendo, y le besó el vestido, justo en el lugar donde suponía que estaban sus pezones.
—¡Eres imposible! —lo reprendió ella con cariño.
—¡Ya lo sé! —Guillaume la miró fingiendo sentirse culpable—. Pero ahora, háblame de una vez de esa espada.
Ellen no era capaz de enfadarse con él.
—Como gustes —dijo con un suspiro—. Y, cuando la haya terminado, te la enseñaré. Lo cierto es que será una espada extraordinaria, pues quiero hacerla sin la ayuda de otros artesanos. No sólo confeccionaré la hoja, sino el arma completa.
Guillaume la miró con asombro.
—¿Y cómo vas a conseguir algo así?
—Sé hacer mucho más que forjar hierro —respondió ella con ánimo desafiante.
—Ah, ¿sí? Como si no me hubiera dado cuenta…
Con un beso tempestuoso la volvió a tumbar en la hierba. Sus manos se perdieron por el cuerpo de ella y se entregaron una segunda vez al juego amoroso.
Ellen resolló, exhausta, al volver a sentarse.
—¡Creo que la única espada que te interesa de verdad es esa! —Sonrió con descaro, señalando a su entrepierna.
—Hmmm, en eso puede que lleves algo de razón, sobre todo cuando tú andas cerca. Ten la bondad de hacerme un favor y no te dejes ver nunca en el campo de liza, porque, en tal caso, perderé incluso la camisa. —Rio con fuerza y le besó la punta de la nariz.
No se separaron hasta la puesta de sol.
—Mañana tengo que levantarme temprano, será mejor que me vaya.
Ellen se peinó con los dedos antes de volver a hacerse una trenza.
—Mañana no tengo tiempo, y dentro de dos días tenemos que partir, así que sólo nos queda pasado mañana —explicó Guillaume con total naturalidad, y la estrechó contra sí—. Ya estoy impaciente, ¿me serás fiel hasta entonces?
Ellen lo miró, estupefacta.
—¿Acaso crees que voy desapareciendo con hombres en el bosque o tumbándome con ellos por las praderas? —dijo en tono respondón, y se apartó de él de mala gana.
En lugar de contestar, Guillaume la alcanzó y volvió a besarla.
Thibault había seguido a Guillaume. La manta que llevaba consigo el Mariscal sólo podía significar que pensaba pasar una tarde bucólica, y él quería estar al tanto de todo. Lo peor era que el Mariscal parecía enamorado. Iba paseando, balanceando la manta atrás y adelante, y recogiendo lirios de los valles en la linde del camino. «O es un ladino seductor o le ha calado muy hondo», reflexionó con amargura. Si bien en el fondo de su corazón sabía muy bien con quién iba a encontrarse Guillaume, no perdía la esperanza de que fuera con alguna otra. Tal vez ella no acudiera. Thibault siguió a escondidas los pasos del Mariscal, y entonces la vio sentada en el tronco, con la melena rojiza resplandeciendo al sol como si estuviera en llamas. El primer beso entre Ellen y Guillaume fue como un rayo fulminante para él. ¡Se sintió peor aún que aquella vez en Beauvais! Quizá se debiera a que detestaba horrores a Guillaume, o quizá también al brillo que irradiaba Ellen.
Cuando los dos se tumbaron en la hierba, Thibault se agazapó por allí cerca y lloró de desesperación. ¡Ver a Ellen en los brazos de Guillaume era demasiado! Golpeó el suelo con los puños cerrados y hundió el rostro y las lágrimas en la manga. Quitar de en medio a Jocelyn no había resultado complicado. Con Guillaume, no obstante, no lo tendría tan sencillo.
Sin embargo, no había otro objetivo que ese: tenía que ganarse a Ellen para sí. Y, si ella no quería entregarse a él por propia voluntad, ya encontraría un motivo convincente para hacerla cambiar de parecer. ¡Tarde o temprano sería suya y de nadie más!