Ellen pasó los primeros días sumida en la desesperanza y una sensación de total impotencia, pero pronto se le agotaron las lágrimas y empezó a sentirse roma como cuchillo viejo.
Ya llevaba una semana de camino. Lo suficiente para no tener que seguir temiendo que la persiguieran. Sin saber adónde ir, seguía avanzando sin rumbo. En una encrucijada se topó con el extremo de una extensa caravana de personas. Artesanos y mercaderes, charlatanes y prostitutas, todos iban en una misma dirección, y la mayoría de ellos, a pie. Los había que iban montados sobre bestias de carga y otros conducían carros de bueyes. De repente Ellen oyó un enorme griterío procedente del carromato destartalado que tenía delante.
—¡Ya está bien, mala pécora! Se me ha agotado la paciencia contigo. ¡Desaparece y búscate un hombre para ti sola!
El toldo se abrió y una mujer oronda, con el rostro enrojecido de ira, hizo bajar del carro a una muchacha joven.
La manceba cayó ante las pezuñas del poni de Ellen y al instante se echó a llorar y a invocar a voz en grito a alguien llamado Jean. Sonaba desconsolada como una niña pequeña, aunque sin duda debía de haber cumplido ya dieciséis o diecisiete años.
—¡Jeaaan! —llamó una vez más con un grito largo y penetrante.
En efecto, poco tardó en llegar corriendo un muchacho. Para sorpresa de Ellen, era más joven que la chica que parecía considerarlo su protector. Asimismo, era más bajo que Ellen y todavía no tenía ni rastro de barba. Calculó que tendría trece o catorce años.
El chiquillo se inclinó hacia la muchacha.
—Pero Madeleine, ¿qué ha sido esta vez? —La ayudó a levantarse con una mano—. Ea, venga, dime qué ha sucedido. ¿Otra vez te has peleado con Agnes?
Madeleine se encogió de hombros y esbozó una sonrisa inocente.
—¡Su hombre me ha agarrado así! —Se asió los pechos con brusquedad—. Lo hace muchas veces, pero normalmente lleva más cuidado y no deja que ella lo sorprenda. Esta vez Agnes lo ha visto y ahora está rabiosa conmigo.
La muchacha se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos. El joven suspiró.
—Ay, disculpa —murmuró al darse cuenta de que estaban obstruyendo el paso a Ellen, y tiró de la muchacha hacia la linde del camino.
Esta cojeaba y se le demudó el rostro de dolor.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Ellen, y bajó del poni.
—¡El pie! ¡Me duele mucho! —protestó ella.
—Siéntate ahí, en la hierba, y veré qué te ha pasado.
Ellen olvidó por un momento sus propias cuitas y su habitual desconfianza ante los desconocidos. Alzó el pie sucio de la muchacha y lo palpó a conciencia.
La desdichada se estuvo quieta y sin apenas lamentarse.
—Según parece, no se ha roto nada. ¿Tenéis mucho camino por delante?
—Vamos al próximo torneo. Igual que todos. —El joven señaló a la caravana, que cada vez se alejaba más—. Llevamos un buen trecho viajando con los mercaderes, pero con ella siempre tenemos problemas —explicó, y señaló a la muchacha.
Ellen alzó las cejas a modo de interrogación.
—Es una larga historia. Cuido de ella lo mejor que sé, pero no puedo estar todo el rato a su lado, y cuando me alejo casi siempre hay discusiones. Ahora seguramente tendremos que seguir solos otra vez.
—¡Pero si no puedo caminar! —lloriqueó la chica, y derramó un par de lágrimas para dejarlo más claro.
—Entonces, ¿vais a un torneo?
Aquello había despertado la curiosidad de Ellen.
—De eso vivimos. Madeleine baila o se ofrece como criada; es guapa y siempre encuentra trabajo. Y yo ya he hecho todo lo que se puede hacer: he limpiado botas, he llevado mensajes, he cuidado animales y he limpiado su mierda, he servido cerveza y he acarreado agua. En los torneos siempre se necesitan manos dispuestas a trabajar.
—¿Hay también herreros?
—Claro que sí, y de todos los tipos, salvo orfebres y plateros. Siempre hay varios herradores, pues los caballos no hacen más que perder herraduras; trefiladores y fabricantes de clavos, pero también caldereros que venden sus pucheros y herreros de grueso que hacen estacas para las tiendas, tenazas, ganchos y útiles diversos. También están los armeros, que siempre tienen mucho que hacer.
A Ellen se le iluminó la cara.
—¡Bueno, en tal caso, me uniré a vosotros! ¡Vamos, sigamos camino! —impelió con alegría.
—¡Pero es que yo no puedo caminar! —volvió a lamentarse Madeleine.
—Ayúdala a subir al poni, nosotros dos iremos a pie —propuso Ellen mientras ayudaba a la muchacha a levantarse.
—¿Y quién eres tú? —preguntó el joven con desconfianza.
—Ay, disculpad. Me llamo Ellenweore, soy forjadora de espadas. ¡Y muy buena, por cierto! —exclamó ella con mucha seguridad, y le tendió la mano.
—Una mujer que sabe forjar —masculló el chico sacudiendo incrédulamente la cabeza—. ¡Y que forja espadas, además! ¡De todo tiene que haber! Bueno, pues yo soy Jean. —Se limpió la mano en la camisa y le dio un apretón a Ellen.
—Ya lo sé, la he oído gritar tu nombre, y ella se llama Madeleine, ¿a que sí?
Jean asintió.
—Una vez conocí a un Jean, pero era mucho mayor que tú. —Meditó un instante—. ¿Qué te parecería que te llamara Jeannot? ¿Tienes algo en contra?
—No, no, ya me han puesto apodos peores. Inútil, Mocoso o Rata me resultaban muchísimo más desagradables. —Jean le sonrió con picardía.
—Bueno, pues no se diga más, Jeannot. ¡Venga, a lo alto del jamelgo contigo, Madeleine! Perdona, Nestor, no pretendía insultarte.
Le dio unos golpes cariñosos al poni en el cuello y cogió las riendas para tirar de ellas mientras Madeleine montaba muy erguida sobre él y se balanceaba al ritmo de sus pasos como si nunca hubiera hecho otra cosa. Ellen la miró con admiración, pues ella todavía se sentía como un saco de harina cuando iba sobre Nestor y andaba mucho más segura con los pies en el suelo.
—Da la impresión de que hubiera crecido a lomos de un caballo.
—Los dos sabemos montar bien, aunque ninguno haya tenido nunca un caballo propio.
El joven apretó los labios; estaba claro que no quería hablar más de ese tema.
Al caer la noche buscaron en el bosque un lugar donde descansar. Habían alcanzado a los demás viajeros, pero acamparon algo alejados para no provocar más discusiones con la mujer del mercader. Ellen amarró a Nestor a un árbol bajo en el que crecía suficiente follaje y musgo húmedo para que pudiera pacer hasta la saciedad.
Sin que nadie se lo pidiera, Madeleine se fue a buscar algo de leña y regresó al cabo de poco con toda una brazada de ramas secas. Parecía haber olvidado por completo el dolor del pie.
Ellen sacó pedernal, eslabón y un poco de hongo yesquero seco y se disponía a prender un manojo de hierba amarillenta cuando Jean apareció de pronto ante ella con una liebre muerta en la mano. Miró al joven con asombro.
—La he cazado con la honda.
Ató la liebre a una rama y le sacó un ojo para dejar que se desangrara. Después despellejó al animal desde los cuartos traseros hacia arriba, lo destripó y enterró los despojos para que no atrajeran a ningún lobo. Por último ensartó el cuerpo de la liebre con una vara larga y lo colocó sobre dos horcaduras que había clavado en el suelo, a lado y lado de la hoguera. La carne no tardó en empezar a desprender sus aromas.
Ellen no llevaba consigo ni una triste cebolla, pero puesto que había dejado que Madeleine montara a caballo, sus nuevos compañeros compartieron con ella el pan y el asado. Cuando terminaron de cenar, la muchacha se hizo un ovillo allí mismo y se quedó dormida como una niña.
Ellen y Jean miraban las llamas que chisporroteaban.
—Yo aún no había cumplido diez años cuando aconteció. Estaba en el bosque, cogiendo setas —empezó a explicar el joven en voz baja, sin que nadie le hubiera preguntado. Miraba al fuego como si despertara sus recuerdos—. Madeleine debía de tener unos doce. —Tragó saliva—. Ni siquiera me acuerdo del nombre de nuestro pueblo o del condado, y ella tampoco. Yo estaba desde el alba en el bosque y, de repente, vi en el cielo unas densas nubes de humo negro y fui corriendo a casa. Toda la aldea ardía en llamas. El olor era repugnante, a chamusquina, agridulce. —Tragó saliva de nuevo y prosiguió—: Era la carne quemada de la gente lo que apestaba así. En el pozo yacían muchos hombres de nuestro pueblo, unos encima de los otros. Debían de haber intentado proteger a sus familias y habían acabado sacrificados como ganado. Empezó a llover y pensé: «Dios llora porque está muy triste». Su sangre se mezcló con el agua de la lluvia y formó regueros rojizos. Tuve miedo y corrí a nuestra casa. No ardía, parecía que estaba en calma, pero de todos modos temí lo peor. Aunque me temblaban las rodillas, me acerqué más. —Se pasó una mano sucia por la cara—. Mi madre estaba en un rincón, tenía la cabeza aplastada y casi no se la reconocía. Bajo ella estaba mi hermano pequeño; los dos muertos. Me eché a llorar, aunque mi padre me había prohibido los sollozos.
»Y entonces lo vi también a él, y fue como si se me parara el corazón. ¡Había sido un hombre muy alto y fuerte! Estaba colgado de dos ganchos de hierro en el corral de las cabras. Tenía los ojos muy abiertos; me miraban. Lo habían abierto en canal y las vísceras le colgaban por fuera… Salí corriendo, tropezando, y vomité hasta que ya no me quedó nada dentro. En algún momento fui corriendo a las otras cabañas que no habían sido destruidas del todo. Llamé a gritos y lloré, pero allí no había nadie. Todos estaban muertos. —Jean se quedó callado.
Ellen lo había escuchado estupefacta. Era perfectamente capaz de imaginar su dolor, pues no pasaba un solo día en que no pensara en el momento en que había encontrado muerto a Jocelyn. Jamás podría olvidar aquella espantosa imagen.
—Y entonces vi a Madeleine —prosiguió Jean de repente, a media voz—. De pronto estaba delante de mí, en mitad del camino, con un ramo de flores que había cogido del campo… Parecía un hada. Había comprendido lo sucedido mucho más deprisa que yo. Las gallinas y las cabras ya no estaban, incluso el perro del carpintero y los gatos yacían muertos en el barro. No podíamos soportar más la visión y el hedor de la muerte, así que huimos al bosque.
Jean atizó el fuego, casi extinto, y echó otra rama para que siguiera ardiendo.
La noche era estrellada. Ellen estaba aterida y agradeció la hoguera. Sacó su manto y lo extendió en el suelo para que pudieran sentarse encima.
—Nos escondimos en el bosque, pero los bandidos acabaron dando con nosotros. Por las cosas que llevaban consigo supimos que eran los mismos que habían arrasado nuestro pueblo. Uno de ellos quiso matarnos sin perder tiempo. Ya le había puesto el cuchillo al cuello a Madeleine cuando otro lo detuvo. «Deja que antes nos divirtamos un poco con la niña». Yo era aún muy pequeño para saber a qué se refería, pero vi el miedo en los ojos de Madeleine y pensé en mi padre con la barriga abierta en canal. La ira hizo que me olvidara de mi propio miedo y le di una patada en la espinilla a aquel hombre con todas mis fuerzas.
—¡Ay, válgame Dios! —se le escapó a Ellen.
—Tienes razón, fue una auténtica estupidez, era demasiado pequeño para medirme con semejante individuo. Me propinó un buen bofetón, me arrastró del pelo y me dio una patada. Seguramente habría acabado conmigo allí mismo, pero entonces llegó Marconde, el cabecilla de la banda, y los ladrones se hicieron a un lado. En un primer momento tuve la esperanza de que nos dejara marchar, pero entonces vi la sangre seca de su camisa sucia. ¡A lo mejor era la sangre de mi madre, o de mi padre! —Jean se interrumpió y tragó saliva—. Me convirtió en su mozo y en el desgraciado con quien ensañarse cada vez que le venía en gana. Sin embargo, mi destino fue soportable en comparación con lo que tuvo que aguantar Madeleine. La montaban como machos cabríos, un día tras otro, desde la mañana hasta la noche, muchísimas veces. —Jean se tapó la cara con las manos—. Antes era una niña muy sensata, ¿sabes? No estaba… loca. No, no lo estaba. Esos tipos tuvieron la culpa, la torturaron hasta que perdió el juicio. La convirtieron en un animal, le lanzaban la comida como a un perro y la jaleaban cuando se arrastraba a cuatro gatas para cogerla. Calentaban cuchillos al fuego para quemarle la piel, hasta que también eso logró soportarlo sin gritar. Volvieron loca a la única persona que me quedaba.
—Por el amor de Dios, ¿cómo lograsteis escapar de ellos? —preguntó Ellen, horrorizada.
Miró entonces con lástima a Madeleine, que dormía plácidamente junto a ellos con la frente algo arrugada y los puños cerrados.
—Yo habría podido huir muchas veces, ¡pero no podía dejarla allí! Habría matado a Marconde si hubiese servido de algo, pero eran muchos. —Miró a Ellen y de pronto sonrió—. Aprendimos a montar con los bandidos. A veces pasábamos días enteros a lomos de un caballo y sólo desmontábamos para orinar y dormir; incluso comíamos sobre la cabalgadura. Esos días eran mis preferidos, porque los hombres acababan demasiado cansados para lanzarse sobre Madeleine. Durante meses nos arrastraron consigo en sus correrías, y un día se presentó la oportunidad de escapar que tanto llevábamos esperando. Marconde y sus hombres asaltaron un pequeño caserío, acuchillaron a los hombres y atacaron a las mujeres y las niñas. Después se dieron a la celebración y se emborracharon, así que no vieron que les robábamos dos caballos y nos esfumábamos de allí. Puesto que eran muy buenos siguiendo rastros, vendimos los animales por el camino. Así conseguimos librarnos de aquellos salvajes. Aún ahora, apenas puedo creer la suerte que tuvimos aquel día. Sin embargo, todavía se me ponen los pelos de punta del miedo que siento cuando oigo una tropa de jinetes. Sólo en los torneos me siento seguro, porque los bandidos dan grandes rodeos para evitarlos.
Era ya entrada la noche y, aunque la experiencia le había enseñado a Jean que la cercanía de otras personas no traía consigo mucha seguridad, Ellen, tras haber escuchado su espantosa historia, se alegró de saberse no muy lejos de los mercaderes con quienes habían discutido sus nuevos compañeros.
—Madeleine tiene mucha suerte de tenerte a su lado —dijo con ternura, y sacó una segunda manta del lomo de Nestor.
Se acurrucó muy cerca de Jean y Madeleine y los arropó a los tres lo mejor que pudo. No lograba quitarse de la cabeza las vivencias de aquellos muchachos. Cada vez que oía un crujido o un ruido, se enderezaba y aguzaba el oído. Desde su huida de Orford no había vuelto a temer los sonidos nocturnos del bosque. También esa noche tardó mucho en conciliar un sueño profundo.
El sol de la mañana se abrió camino entre sus párpados cerrados y la despertó. Ellen se desperezó. Buscó a Jean y a Madeleine y se sobresaltó mucho. ¡Habían desaparecido! No parecía que los hubieran raptado a la fuerza; claro que también habría sido de necios suponer que los ladrones dejarían a Ellen dormir en paz mientras se llevaban a Madeleine y a Jean. Miró hacia el árbol en el que había amarrado a Nestor. ¡Tampoco estaba! Se puso en pie, furiosa. ¿Acaso había errado tanto en su juicio como para dejarse estafar por dos charlatanes? Con impotencia y desesperación estuvo pensando qué hacer, pero entonces oyó un crujido en el sotobosque.
—¡Ea! —oyó que llamaba una clara voz de mujer, y se volvió.
—¡Madeleine! ¡Jean! —exclamó con alivio.
—Hemos llevado a Nestor a abrevar al río y hemos llenado los odres de agua —explicó el muchacho.
—¡Los demás parten ya! —exclamó Madeleine, señalando hacia el claro en el que habían pasado la noche los mercaderes, y se puso a brincar sin moverse de sitio, como si tuviera que hacer allí mismo sus necesidades.
—Madeleine tiene razón, será mejor que nos pongamos en marcha. Viajaremos más seguros si no nos alejamos de los demás —comentó Jean.
Ellen asintió.
—Por mí, podemos irnos cuando queráis. Voy sólo un momento al arroyo. —Ellen echó tierra sobre las cenizas para apagar las brasas que aguantaban aún y salió corriendo—. ¡Enseguida vuelvo!
Poco después avanzaban tras los demás, conversando sobre cuál sería la mejor estrategia para que Ellen consiguiera trabajar con uno de los armeros del torneo.
—No será fácil. ¡No eres un hombre! —dijo Jean sin muchas esperanzas.
—¡Ya lo sé, no creas! Pero soy buena, y a una mujer se le paga menos. Eso podría ser un acicate. Sólo con que alguien me diera la oportunidad de demostrar mi habilidad, los convencería a todos.
—Pero tal como yo lo veo, eso será precisamente lo más difícil.
Jean frunció el ceño. Conocía bien el mundo de los torneos y casi siempre se encontraban con los mismos artesanos. Los armeros tenían un alto concepto de sí mismos. El propio Jean había intentado una vez que uno de ellos le diera trabajo, pero el forjador lo había llamado enano y se había mofado de él.
—Para ser mujer eres muy alta, ¡pero eso no es nada en comparación con cualquiera de los herreros! Tampoco tienes espaldas de buey. ¿Cómo vas a tener la misma resistencia que esos forzudos? —Estaba claro que Jean tenía sus dudas.
Ellen sonrió.
—¡Técnica, Jean, todo reside en la técnica! Mi maestro era pequeño y más bien delgaducho para ser forjador. El macho puede manejarse de muchas formas: con golpes de gran impulso, en los que cae con mucho ímpetu, o con pequeños golpes cortos que se siguen unos a otros con rapidez. También el ritmo es importante y, desde luego, como batidor hay que saber cuál es la forma correcta de sostener el macho. Un hombre no experimentado en la herrería jamás podría ganarme, aunque tuviera la fuerza de un oso.
—Oh la la! ¡Me estás dando miedo! —exclamó Jean en chanza, pero cedió enseguida al ver la mirada de enfado de Ellen—. Está bien, como tú digas. ¡Será mejor que se me ocurra algo para ver cómo convencemos a los herreros de que nos hagan una prueba! —masculló mientras reflexionaba.
—Mirad allí, ¿qué es eso? —Ellen señalaba los matorrales de la linde del camino.
Unas ramas se movían. Ellen se acercó y oyó unos gemidos que parecían el llanto de un niño pequeño. Se inclinó y descubrió un cachorro de perro con el pelaje desgreñado y sangre en una de las patas delanteras.
—Tranquilo, no voy a hacerte nada —musitó con voz dulce. El cachorro retrocedió ante ella y gruñó un poco.
—No os acerquéis mucho, nunca se sabe… ¡Está herido! —avisó a Jean y Madeleine.
Alzó una mano para darles a entender que se quedaran quietos.
—¡Si tiene la rabia, primero parece manso, pero luego muerde! —advirtió Jean—. El hermano de mi padre murió de una de esas mordeduras. Fue horrible; sufrió muchos días… Primero se volvió loco, luego empezó a sacar espuma por la boca y, a la postre, cayó muerto.
—Eso no parece una mordedura —dijo Ellen, mirando la pata del animal—. Más bien parece un desgarro.
—Si fuera un buen perro, su amo no lo habría abandonado —masculló el chico, que no tenía ningunas ganas de preocuparse también de un animal.
Sin hacer caso de Jean, Ellen le habló al perro con palabras tranquilizadoras.
—Te curaré la pata, te pondré una cataplasma de hierbas con una pequeña venda y ya verás lo pronto que te pones bueno.
Entonces buscó a Madeleine con la mirada, pero la muchacha ya había salido corriendo a buscar todo lo necesario.
Jean tuvo que rendirse y encogerse de hombros.
—Contra una mujer no hay nada que hacer, contra dos… —Suspiró y esperó.
Casi era otoño y oscurecía pronto, por lo que los mercaderes buscaban ya después del mediodía un buen lugar donde pasar la noche.
—Iré a explorar un poco a ver si encuentro un lugar tranquilo cerca de los demás. Lo mejor será que vengáis en cuanto hayáis terminado —masculló el chico al cabo, tiró de las riendas de Nestor y siguió camino.
Ellen no apartó la mirada del perro. Su maltratado pelaje gris era suave e incipiente.
—Aún eres pequeñito, ¿eh?
Se sentó junto a él y lo miró a los ojos mientras el animal posaba la cabeza sobre sus rodillas.
—A lo mejor se ha escapado —dijo Madeleine con lástima, y lo acarició cariñosamente—. Ten, las hierbas que necesitas.
El perrito no dejaba de lamerle a Ellen la mano mientras esta le curaba con cuidado las heridas.
—Tiene la pata completamente destrozada. No parece que vaya a sanar enseguida. —Le acarició la oreja—. Tienes hambre, ¿a que sí?
Como si la hubiera entendido, el perro alzó la cabeza y levantó las orejas… todo lo que pudo, pues tenía unos orejones hirsutos y colgantes.
Ellen sonrió.
—En las alforjas queda un pedazo de pan.
Madeleine se puso en pie de un salto.
—¡Ay, qué tonta! ¡Jean se ha llevado el poni! Contrariada, volvió a sentarse en el suelo y siguió acariciando al perro.
—¡Nos lo llevamos! —decidió Ellen, y deslizó una mano bajo su enjuto cuerpecillo para cogerlo en brazos—. Es más grande de lo que creía —constató—. Algún día será un animal hermoso. Cuando crezca, podrá cuidar de nuestras cosas.
—¡Jean echará pestes! —advirtió Madeleine, pero sólo se ganó una mirada reprobatoria.
—A mí Jean no puede decirme nada; yo hago lo que me parece.
Ellen sabía muy bien lo difícil que sería quedarse con el perro. A fin de cuentas, había que darle de comer, y un animal no podía trabajar para ganarse el sustento. Sin duda Jean apelaría a muy buenos motivos por los que no deberían quedarse con él y seguramente incluso llevaría razón, pero Ellen no podía resistirse a la fiel mirada del cachorro.
Se extrañó al ver que Jean protestaba mucho menos de lo que había esperado. A lo mejor lo había ablandado el andar desgarbado del perro, que parecía un potranco desgreñado con unas patas demasiado largas e inestables, o simplemente se compadeció de él porque se lo veía igual de pobre y abandonado que a Madeleine y él.
—Hasta la fecha hemos dormido siempre con los mercaderes, pero ahora te tenemos a ti. Necesitamos una tienda, al menos una pequeña. Si no, no conseguiremos un buen sitio en el torneo. Tampoco podemos seguir durmiendo muchos días al raso; las noches cada vez son más frías y húmedas. ¿Cuánto dinero tenemos? —preguntó Jean.
Madeleine y él tenían algunas monedas de plata, y Ellen sacó de la escarcela que llevaba al cinto la misma cantidad. Del dinero que llevaba bajo el vestido no dijo una palabra. Sólo echaría mano de él cuando fuera imprescindible.
Jean encerró las monedas con fuerza en su mano sucia.
—Veré qué puedo conseguir por esto. ¡Esperadme aquí!
Corrió por el claro hacia la zona donde habían establecido el campamento los mercaderes, que, como cada tarde, habían dispuesto sus carromatos y tiendas en círculo para protegerse de los animales salvajes y de cualquier posible atacante.
Ellen lo vio hacer negocios con un hombre. Ambos estaban demasiado lejos como para entender de qué hablaban. Al cabo, el hombre sacudió la cabeza y Jean se dirigió al siguiente carro. Desapareció tras el toldo con uno de los hombres, y Ellen esperó con impaciencia hasta verlo aparecer de nuevo. Tardó un buen rato en regresar.
—He conseguido una tienda, pero no puedo acarrearla yo solo, lo mejor será que me lleve a Nestor —dijo, y se fue con el poni.
Ellen estaba intranquila. Esta vez la espera se le hizo una eternidad. Ya casi estaba oscuro y Jean todavía no había vuelto. La muchacha volvió a temer haber sido víctima de un engaño. Cuando ya se había puesto en pie de un salto unas diez veces esperando verlo, Jean regresó. Nestor trotaba valerosamente tras él, cargado hasta los topes. Madeleine había pasado toda la tarde sentada en un tronco, la mar de tranquila, canturreando en voz baja y acariciando al perro. Seguramente no había dudado ni un momento de que Jean volvería por ella. Al oír su voz guardó silencio, levantó la mirada y sonrió.
—¡Una tienda, un puchero y dos mantas viejas! —El joven relucía de contento—. La tienda tiene un largo roto, pero puedo coserlo. Ya he conseguido hilo y aguja. Las mantas me las ha vendido Agnes. Siente mucho lo de tu pie —le dijo a Madeleine, y luego se volvió hacia Ellen—: Agnes no es mala persona, ¿sabes? Sólo tiene miedo de que su marido la abandone.
Ellen no salía de su asombro al ver todo lo que había conseguido el muchacho por aquel dinero.
—Caray, si algún día tengo que comprar alguna otra cosa, te llevaré como mediador, ¡así conseguiré mucho más por mis monedas! —exclamó, y rio con admiración.
Después de la cena, que consistió en una trucha y una lamprea que Ellen había pescado en un riachuelo cercano antes de que cayera la noche, se quedaron sentados un buen rato junto al fuego.
—El pescado estaba buenísimo.
Jean, satisfecho, se limpió la boca con la manga, chupó el hilo y lo hizo pasar por el ojo de la aguja para coser con pericia el gran roto. También reforzó los nudos corredizos que sostendrían la tienda en el suelo.
—Aunque las estacas ya no sirven de mucho.
Ellen miró entonces los ganchos de hierro, que estaban bastante oxidados y, efectivamente, no durarían mucho tiempo.
—Aún se puede aprovechar parte del hierro, pero la mayoría está inservible. En cuanto tenga trabajo y pueda usar una fragua y un yunque, compraré algo más de hierro y forjaré unos nuevos.
—Todavía no tiene nombre —interrumpió Madeleine. Señaló al cachorro, que estaba hecho un ovillo junto a Ellen. Se había comido las vísceras de los pescados y estaba a todas luces contento con su destino.
—¿Qué me decís de Vagabundo? La verdad es que lo parece —propuso Jean.
Ellen torció la boca.
—No me gusta, tendría que ser algo más simpático. A fin de cuentas, tampoco nosotros somos vagabundos sólo porque viajemos por estos pagos. Seguro que se nos ocurrirá algún otro nombre. ¿Verdad, barba gris? —Ellen le tiró de los velludos belfos.
—¡Eso es! —Madeleine resplandecía de contento.
Ellen la miró con incertidumbre.
—¿El qué?
—¡Barbagrís! ¡Así acabas de llamarlo!
—¿Eso he hecho? —Ellen seguía sin salir de su asombro—. Bueno, ¿por qué no?
—¡Barbagrís, el nombre te va que ni pintado! —La voz de Jean sonó de súbito muy dulce, y acarició al perro por primera vez.
Llegaron al palenque poco antes del mediodía. Ellen se quedó boquiabierta al ver las apreturas del público que buscaba el mejor lugar para acampar.
Jean, no obstante, miró en derredor con total tranquilidad y después señaló hacia una franja estrecha que encontró entre dos bonitas tiendas.
—Allí hay suficiente espacio para nosotros; de todas formas los demás no caben. ¡Y el emplazamiento es bueno!
Los dueños de las dos grandes tiendas no estarían precisamente contentos de tener aquel pañuelo sucio y remendado entre sus bellos alojamientos de colores, pero nada podían hacer; todo el mundo tenía derecho a acampar donde encontrara sitio, así lo estipulaban las reglas de los torneos.
Ellen y Madeleine montaron la tienda mientras Jean hacía una ronda de reconocimiento. Cuando regresó, ya por la tarde, las dos mujeres habían hecho todo el trabajo. La tienda estaba montada y ordenada, y sobre el fuego hervía un manjar de guisantes y cereales que olía deliciosamente.
—¿De dónde habéis sacado eso? —preguntó Jean con incredulidad.
Madeleine le lanzó una mirada a Ellen que parecía decir: «¿Ves? Te había dicho que se lo tomaría a mal».
Ellen no se preocupó.
—¿No me habías dicho que había que comprar deprisa algo que comer, antes de que los campesinos se den cuenta de lo mucho que pueden ganar vendiendo provisiones a los visitantes del torneo? Pues he pensado hacer eso mismo. A fin de cuentas, tú no llevabas suficiente dinero contigo.
—Es cierto —rezongó Jean, algo más afable; al menos había seguido su consejo.
—Mira, tenemos un saco entero de guisantes, dos libras de trigo y un saquito de cebollas, un buen trozo de tocino y… —El rostro de Madeleine estaba resplandeciente—. Y una docena de huevos, para que las provisiones nos duren toda una semana y no tengamos que recurrir a las cocinas de campaña —acabó de explicar Ellen.
Pese a que casi reventaba de orgullo, se esforzó por sonar todo lo humilde que pudo.
—Seguro que el verdulero te habrá intentado sonsacar cómo es que tenías ese dinero…
—Me quedaba aún medio chelín, ¡y he trabajado para conseguir el resto!
—¿En medio día has ganado tanto dinero como para comprar todo esto? Debes de haber llegado a un trato muy bueno. ¡Yo mismo no lo habría hecho mejor! —Jean estaba de veras estupefacto—. ¿Qué clase de trabajo has hecho que valga tanto?
—He herrado un par de caballos. Era un fundo grande, no una simple granja. Tenían una pequeña herrería allí mismo, pero el herrador estaba enfermo y su mujer, que suele ayudarlo, tenía que cuidar de él. Un par de jamelgos necesitaban con apremio herraduras nuevas. He tenido suerte, nada más. Ni siquiera sabía si sabría hacerlo, pero uno de los mozos de cuadras más mayores me ha ayudado.
—Bueno, si el guiso sabe igual de bien que huele, a mí me parece perfecto. Podría comer lo mismo toda una semana —dijo Jean con ánimo conciliador, y se echó a reír cuando a Madeleine le gruñó el estómago.
—¡Por cierto, me he topado con Henry! —le dijo a Madeleine después de cenar.
Esta sonrió extasiada y se puso a cantar y bailar.
—¡Vuelve a sentarte! —exclamó Jean con cariño, y tiró de ella hacia abajo—. Lo llaman Henry le Norrois y es mensajero —le explicó a Ellen—. El heraldo más simpático que conozco. Sabe como ningún otro componer panegíricos para los contendientes y elevar así a mayor gloria sus premios. Le he hablado de ti. Es un hombre listo, conoce a las personas y sus vanidades, y me ha dado una idea estupenda.
—¿Y qué idea es esa? —preguntó Ellen con escepticismo.
—¡Ya lo verás! —Jean sonrió con astucia y se acurrucó en su rincón—. Ahora será mejor que durmamos, pues mañana el día será largo. Tenemos que encontraros trabajo a las dos.
Jean se volvió de espaldas.
—¿Y tú? ¿No vas a buscar trabajo? —preguntó Ellen con enojo.
Le daba rabia que no quisiera desvelar ni una pizca de su plan.
—Pues claro que no. —Bostezó—. Ya he encontrado algo. Uno de los tahoneros necesita ayudante y ofrece un penique por cada día de trabajo, además de una hogaza de pan recién hecho.
—¿Y nos lo dices ahora y de pasada? —Ellen se sentó—. ¡Pero si es maravilloso!
Jean sonrió con satisfacción. Poco después ya estaba plácidamente dormido.
Ellen estuvo meditando un rato cómo convencería a los herreros al día siguiente, pero de todas formas acabó por conciliar el sueño. Soñó que hacía una prueba en una herrería con un martillo que no lograba levantar con una sola mano. Por mucho que intentara alzarlo, no lo conseguía. Cuando despertó por la mañana, tenía el brazo derecho entumecido. Debía de haber pasado toda la noche tumbada sobre él.
Se puso en camino con Jean para visitar a los herreros. Casi todos los puestecillos estaban ya montados y algunos artesanos habían empezado incluso a trabajar. La tierra estaba humedecida por las lluvias de los días anteriores y se pegaba con un frío penetrante en las finas suelas de cuero de Ellen. «Tendría que comprarme un par de zuecos», pensó. Los zapatos de madera que se ponía uno sobre el calzado eran bastante incómodos, pero protegían las suelas de la humedad.
—¡Henry! —exclamó Jean, y gesticuló con entusiasmo antes de echar a correr en dirección al hombre.
Ellen no tuvo más remedio que seguirlo.
—Henry, esta es Ellenweore; ayer te hablé de ella —dijo el muchacho para presentarlos.
La vestimenta de Henry estaba raída y debía de haber conocido días más gloriosos. Su cabello ondulado, de un rubio oscuro, le llegaba casi hasta los hombros. Se inclinó con galantería y le ofreció a Ellen una irresistible sonrisa mostrando sus bonitos dientes alineados.
—¡No me habías dicho que la dama que forja el hierro y las voluntades de los hombres a placer era tan bella! —exclamó sin mirar a Jean.
Era imposible resistirse a su sonrisa.
—¡Debéis de valer vuestro peso en oro para los caballeros! —repuso Ellen con simpatía, y con ese elogio se ganó al instante la gracia de Henry.
—¿Habíais estado antes en un torneo? —preguntó, y puso el brazo de Ellen sobre el suyo para guiarla con toda confianza.
La muchacha sacudió la cabeza.
—Bueno, entonces lo mejor para que os llevéis una primera impresión serán las justas, o joutes plaisantes, ¿habéis oído hablar de ellas?
—Jean no habla de otra cosa, pero no tengo la menor idea de lo que son.
Ellen se sintió muy a gusto en compañía de Henry. Su aspecto prácticamente misérrimo, su simpatía y su alegría casi hacían que olvidara su ascendencia caballeresca. «No debe de ser el primogénito, igual que Guillaume», pensó Ellen.
—¡Ojo! —exclamó Jean, y tiró de Ellen hacia atrás. Los cascos de un caballo al galope casi se la llevaron por delante—. En el futuro, deberías mirar menos a los ojos de Henry y algo más a lo que tienes ante los pies. ¡Ya han anunciado el primer paso de armas! —Jean señaló en la misma dirección que había llevado el jinete.
Ellen se enderezó, pero no lograba ver más que una gran muchedumbre.
—Nos adelantaremos algo más, y esta vez iré con más cuidado —prometió Henry, y se llevó a Ellen consigo.
Llegados a la primera fila vieron una gran plaza en la que se habían erigido barreras con troncos de árboles. Jóvenes caballeros, siempre en parejas, arremetían unos contra otros con la lanza apuntando al contrincante. Los cascos de los caballos hacían temblar la tierra, y los crujidos de las lanzas al partirse eran ensordecedores.
—¡Es impresionante! ¿Cómo se puede sobrevivir a algo así? —le preguntó Ellen a Henry entre aquel bullicio.
Él sacudió la cabeza y se rio de ella.
—¿Eso os parece impresionante? ¡Pero si no son más que amistosas escaramuzas de calentamiento!
Aunque estaba pegado a ella, casi tuvo que gritar para hacerse oír con aquel estruendo.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Ellen con sorpresa, y se alegró de que el ruido cesara unos momentos.
—El auténtico torneo no empezará hasta más tarde —explicó Henry—. Ahora les toca el turno a los más jóvenes, que quieren demostrar de lo que son capaces. Dentro de un rato acudirán también los caballeros mayores; entonces los contendientes formarán grupos. Se reúnen por procedencia, o luchan para un determinado señor. A menudo, varios caballeros se encuentran y forman una alianza únicamente para un torneo. Cabalgan en apretadas formaciones hasta que el fragor de la contienda deshace su estricto orden. Cuando la refriega se pone interesante, se les unen también los caballeros afamados, los luchadores más experimentados y los combatientes más valerosos. Cada uno de ellos espera conseguir un botín, ninguno quiere dejar escapar la victoria. Luchan hasta el anochecer. Muchos de ellos son tomados prisioneros y tienen que comprar su libertad; el que no tiene dinero negocia con sus amistades para que le presten la cantidad exigida.
Ellen escuchaba a Henry con gran atención mientras intentaba distinguir los nombres de los caballeros a quienes estaban anunciando en aquel instante.
—Los siguientes en enfrentarse serán sir Ralph de Cornhill contra…
El segundo nombre no lo entendió, pues el gentío empezó a jalear y ovacionar.
—Sir Ralph se mantiene invicto desde hace numerosos torneos. Nadie consigue hacerlo caer del caballo; parece que esté pegado a la silla de montar, dicen, pero yo creo que sólo es porque está entrado en carnes. —Henry le guiñó un ojo a Ellen.
Los dos contrincantes cabalgaron hacia su encuentro. El joven desafiador alcanzó a sir Ralph en pleno pecho y lo tiró de la silla.
El público enloqueció.
Henry sacudió la cabeza con entusiasmo.
—Si ese joven sigue así, llegará a ser alguien.
Un lance de honor seguía al otro, y todos eran excitantes.
—¡No imaginaba que los torneos fueran tan emocionantes! —exclamó Ellen, mirando a Jean y a Henry con las mejillas coloradas.
Henry sacudió la cabeza, riendo.
—¡Pero Ellen, si acabo de deciros que esto no es nada! Cuando empiece el torneo principal será cuando de verdad valga la pena. Por desgracia, de todo eso no podréis ver demasiado. El torneo se celebra allá atrás, en el bosque, y a tal efecto se ha evacuado incluso a los habitantes de un pequeño caserío, para que los edificios y los apriscos sirvan de escondrijos donde los caballeros puedan tomar aliento, o como lugar de emboscadas. Sería demasiado peligroso que se quedaran en sus casas. ¿Veis a los campesinos, allá apartados? Estarán temblando hasta que el torneo toque a su fin, esperando que sus hogares no hayan quedado completamente destrozados en el fragor de la batalla. De vez en cuando sucede que alguna cabaña arde. Los huertos de los labriegos siempre acaban pisoteados por los caballos, de eso sí que no cabe duda. Lo más seguro es mantenerse a una distancia prudencial de cualquier caballo, aunque, como quiera que sea, los torneos no se celebran para los espectadores, sino para los propios caballeros.
—Pero aquí hay una cantidad increíble de personas…
Ellen señaló al gentío que los rodeaba, personas que comentaban con júbilo los golpes y las derrotas de los jóvenes caballeros que se enfrentaban en ese momento.
—Sí, casi nadie quiere perderse las justas; aquí es donde se ve por primera vez a los jóvenes más impetuosos. También los caballeros mayores y de mayor excelencia asisten como público en busca de diestros luchadores a quienes o bien contratan a su servicio, o bien contemplan con recelo, dado que pronto pueden convertirse en sus adversarios.
Cuando las justas hubieron terminado, grupos de una docena de hombres o más empezaron a reunirse poco a poco junto a las barreras.
—¿Veis a esos caballeros de allí atrás, bajo aquel estandarte con los leones tumbados en oro? Son los caballeros de nuestro joven rey. ¡Y allí está también el joven impetuoso que ha vencido antes a sir Ralph! A la derecha están los angevinos, un poco más allá, los bretones, y justo al lado, los poitevinos. Todos los bandos luchan entre sí. Vence el que más enemigos doblega y el que más rehenes aprehende, y obtiene una gran cantidad de dinero, pues los rehenes tienen que comprar su libertad. Y como los caballeros victoriosos también son muy desprendidos, los mercaderes hacen muchísimo negocio, igual que los prestidigitadores y los músicos que actúan en las festividades finales, las putas que calientan las camas de los señores y los cocineros de campaña que cuidan del bienestar de su cuerpo. Los perdedores son tratados con suma magnanimidad, pues el que ha vencido esta vez puede verse en el lugar del perdedor la siguiente. Al que tiene éxito en un torneo y se cuenta entre los mejores, le aguardan grandes ganancias en la siguiente ocasión. Algunos barones ofrecen incluso a los contendientes más audaces un matrimonio y un pequeño feudo aliado si se lanzan al palenque en su nombre. Para muchos que no han nacido primogénitos es la única posibilidad de conseguir esposa y unos ingresos respetables… Ah, ya no tardarán mucho en salir. Mirad allí atrás; se reunirán al oeste de la colina y entonces comenzará el torneo de verdad.
Ellen sintió que alguien le tiraba de la manga.
—Tendríamos que empezar a preocuparnos por encontrarte trabajo; ya es mediodía —dijo Jean.
—Pasaré más tarde a ver si lo habéis logrado sin mí. —Henry les guiñó un ojo como despedida.
El corazón de Thibault palpitaba a toda velocidad cuando detuvo su caballo tras la tienda y descabalgó. ¡Había tirado de la silla al gordo de sir Ralph como si fuera una pluma! Se quitó el yelmo de la cabeza. Le habría encantado enjugarse con la manga el sudor que le caía de la frente a los ojos, pero antes tenía que quitarse la cota de malla. Gilbert, su escudero, lo ayudó.
—¡Habéis estado fantástico, señor! La muchedumbre ha enloquecido, y he visto con toda claridad que el Mariscal asentía con agrado.
Los ojos de Gilbert relucían de orgullo, pero Thibault apenas lo escuchaba.
¡El Mariscal! ¡Si supiera…! Thibault no podía pensar en otra cosa.
—¡Está bien, Gilbert, ahora déjame solo! —le ordenó con rudeza.
No le quedaba mucho tiempo para relajarse; enseguida tendría que volver a vestirse pues empezaría el torneo principal. Thibault se sentó en un taburete y se cogió la cabeza con las manos. ¿Cómo era posible que ella estuviera allí? Se había cruzado en el camino de su caballo. ¡Sus cascos casi la habían arrollado! ¿Es que no tenía ojos en la cara? Thibault pensó en ese verde resplandeciente que tanto adoraba; no había necesitado verle los ojos para recordarlos. Respiró hondo. La cercanía de Ellen seguía excitándolo. Le había hecho hervir la sangre de tal manera que se había sentido invencible. ¡Acaso el destino la hubiera elegido para él! Se puso en pie de un salto y, al hacerlo, tiró el taburete al suelo.
—¡Gilbert! —bramó—. ¡Gilbert, ayúdame a vestirme otra vez, que hoy me llevaré un buen botín!
Después de que el escudero le hubiera ayudado a ataviarse de nuevo con la cota de malla y la guerrera, Thibault salió fuera. ¡Ya se sentía vencedor! Mientras las criadas lo señalaban con el dedo y reían tapándose la boca con las manos, miró en derredor con satisfacción.
—Puedo tener a la que yo quiera —murmuró, pagado de sí mismo, y montó en su caballo.
Cuando se unió a los caballeros del joven Enrique, estos lo saludaron con cabezadas y el puño alzado de la victoria. ¡Se habían enterado de su triunfo en la justa! Perfecto. Ahora sólo faltaba imponerse también en el torneo principal. Thibault miró a Guillaume, que le había alzado un pulgar enguantado y había dispuesto que cabalgara junto a él.
—Haceos con todos los que podáis, estimado compañero, ¡pero al cabecilla de los franceses ni lo toquéis, es mío! —ordenó Guillaume.
—Cuidad sólo de que no acaben apresándoos a vos —masculló Thibault, pero en voz tan baja que el Mariscal no llegó a oírlo.
Los franceses aguardaban no muy lejos de allí, vilipendiando a los ingleses por las grandes derrotas que habían sufrido en los torneos anteriores. Entre estruendosas carcajadas se repartían ya de antemano el botín que pretendían arrebatarles a sus contrincantes. Y entonces, al fin, comenzó el torneo.
Al principio los caballeros galoparon unos hacia otros en filas ordenadas, pero cuanto más se acercaban, más batalladores se volvían los ánimos; la formación no tardó en romperse y convertirse en un caos turbulento.
Thibault decidió mantenerse alejado de Guillaume, que era el objetivo escogido por los mejores franceses, y prefirió lanzarse contra los angevinos junto con unos cuantos caballeros más de la mesnada del rey. Justamente el hermano del duque de Anjou lo buscó como adversario. El joven caballero era un extraordinario luchador de torneos y puso a Thibault en apuros más deprisa de lo que a este le habría gustado. Le asestó un mandoble de espada y no tardó en acorralado y convertirlo en su prisionero, tras lo cual le entregó a su escudero las riendas del caballo de Thibault. Este se quedó sentado en su corcel, loco de ira, y contempló, condenado a la inactividad, cómo el toreo seguía su transcurso.
Guillaume se lanzó con bravura, pero también él acabó sufriendo en carne propia la superioridad de los franceses y fue apresado. Thibault se frotó el mentón con satisfacción. «¡Que el cabecilla de los franceses era suyo! El muy fanfarrón ya está fuera de combate», se dijo con alegría. Sin embargo, el escudero del joven rey avanzó entonces hacia los franceses y compró la libertad de Guillaume, de modo que pudo seguir luchando. Thibault le gritó a Gilbert, que aguardaba a su señor a una distancia razonable:
—¡Ve por mi dinero y compra mi libertad cuanto antes! —ordenó.
Al contrario que aquel advenedizo de Guillaume, él, Thibault de Tournai, era el primogénito de su padre y recibía para su sustento una suma considerable con la que podía permitirse comprar su libertad para seguir luchando. Si bien le hubiera encantado contar con el favor del joven Enrique, ¡no dependía de él!
Aquel día, tanto Guillaume como él fueron apresados otras dos veces. Thibault acabó el torneo una saca de oro más pobre, y con ello se quedó casi sin recursos, pero no le debía nada a nadie. Guillaume, por el contrario, había obtenido la libertad tres veces, ¡y otro tanto estaba en deuda con el joven Enrique!
Ellen seguía entusiasmada con las justas cuando el sonido maravillosamente rítmico del macho sobre el hierro del yunque llegó a sus oídos desde lo lejos y la hizo callar. Desde Beauvais soñaba con poder confeccionar una espada ella sola. Hacía ya mucho tiempo que la tenía en la cabeza y únicamente esperaba poder forjarla. Tenía que encontrar trabajo con un armero como fuera. Por Jean sabía que no tenían puestos como los mercaderes, montados con toldos de cuero, sino que trabajaban en graneros o establos de piedra que se habilitaban para el torneo. Todos los herreros aportaban su propia fragua, un tocón de árbol sobre el que se colocaba el yunque, herramientas, un fuelle y una artesa de agua, además de una mesa para exponer sus obras. Cuando Ellen entró en el establo y vio los artículos de los herreros, sintió una calidez en su interior. Allí se podían comprar espadas, cuchillos, partes de empuñadura y guarnición, yelmos, eslabones, lanzas de diferentes largos, picas e incluso manguales como los que empuñaran los primeros cruzados contra los sarracenos, además de escudos, conteras y ornamentos de diferentes tipos. Jean se encaminó hacia un hombre de tez morena. A juzgar por su exposición, era un armero decente.
—¡Pierre! —lo saludó Jean, como si fuera un viejo conocido—. Vengo a proponeros una apuesta. —Entonces el joven alzó la voz y gritó—: Oíd, herreros, reto a Pierre o a cualquiera a una apuesta: un puesto de ayudante para esta mujer contra una semana de su trabajo sin paga.
Los herreros miraron a Jean con comedida expectación; el trabajo de una desconocida no les interesaba, por mucho que les saliera de balde. Pierre no reaccionó en modo alguno.
Jean, por tanto, tuvo que apresurarse:
—¿De verdad queréis dejar pasar esta oportunidad, maese Pierre?
El herrero respondió algo incomprensible e hizo un gesto de que lo dejaran en paz. Ellen veía esfumarse todas sus esperanzas: ni siquiera le darían ocasión de demostrar lo que sabía hacer.
—Como bien te había dicho, joven amigo, no le tienen ni la mitad de miedo al diablo que a una mujer. Más aún cuando es tan guapa como tu acompañante y, por añadidura, domina su oficio. ¿Qué cara se les quedaría si una mujer demostrara poder forjar igual de bien que la mayoría de los hombres? ¡Es su honor lo que está en juego!
Un murmullo de indignación recorrió la multitud; se oyeron abucheos.
¡Ellen no había visto a Henry le Norrois hasta que este había alzado su voz!
Entonces sí que acudieron más herreros a contemplarla. Indiferente, pues estaba segura de su habilidad, lo único que temía era poner en peligro a Jean, o ponerse en peligro a sí misma. Por Henry no temía. Seguro que era suficientemente sagaz para sacar incluso provecho de su derrota.
—¿Qué queréis decir con eso? —preguntó Pierre, el herrero con quien había hablado Jean.
—Esta mujer afirma poder medirse con un hombre en el arte de la forja, ¿qué tenéis que decir a eso? —preguntó Henry, sonriendo con descaro—. ¿No os apetece? ¿O es que quizá no os atrevéis?
—Que pruebe suerte fuera, con los herradores. Aquí para nada queremos a principiantes —gruñó Pierre.
—No soy ninguna principiante —repuso Ellen con seguridad, aunque sentía latir el corazón en la garganta—. Forjar un cuchillo o una espada como esa —señaló a su aparador— es todo un arte, y lo domináis, maestro, ¡pero yo lo hago igual de bien y me gustaría trabajar para vos!
—¡Sooo! ¿Habéis oído las valientes palabras de esta manceba? —exclamó Pierre, esta vez con jovialidad—. ¿No estáis un poco esmirriada para un oficio tan duro? Hilar, bordar, acaso también parir hijos, ¡eso sí que me parecen tareas adecuadas para vos!
Pierre tenía al público de su parte.
—Bueno, entonces podréis ganar la apuesta sin sudores —propuso Ellen con serenidad.
—Ninguno de los forjadores de aquí se rebajaría a competir con una mujer —espetó Pierre con desdén, y miró al corro de herreros, que asintieron con aprobación.
—Pues muy bien. Me tomáis por una principiante, ¿por qué no buscáis, pues, a otro principiante aguerrido? Un hombre como el fortachón que corta troncos allí fuera, en la plaza, ¿qué os parece? Antes me he quedado maravillada al ver sus brazos. Son más gruesos que mis muslos. —Rio con ánimo provocador.
Jean miró a Ellen horrorizado.
—¿Es que has perdido el juicio? ¡Pero si es muchísimo más fuerte que tú! —siseó con espanto.
—¡Preguntadle! —le insistió Ellen al forjador sin hacer caso de los ruegos de Jean—. Si está conforme, estaré encantada de competir con él. ¡Quien bata mejor, gana!
Pierre no se lo pensó mucho.
—¡Muy bien, vayamos a preguntarle!
Salió a toda prisa, y los demás forjadores lo siguieron entre gritos.
Le contaron lo de la apuesta al forzudo, que se divirtió de lo lindo al oír tantos disparates y miró a Ellen con lástima.
—Si pierde, trabajará una semana para ti sin pedir nada a cambio —explicó Pierre.
—¿Y qué saco yo de ti si gano? —le preguntó Ellen al forzudo.
—¡La mitad de lo que gane en una semana! —propuso el hombre con una gran sonrisa.
—No, la mitad no. Todo lo que ganes en una semana —insistió ella—. Si no, no es justo. ¿O es que no estás seguro de poder ganarme y temes aceptar mis condiciones? —Puso su sonrisa más inocente y miró al fortachón con simpatía—. ¿Y vos me dejaréis trabajar, si gano? —quiso que le asegurara Pierre una vez más.
—¡Desde luego que sí! ¡Pero me parece que antes se congelará el infierno! —rio este.
Cuando Pierre intentó darle unos consejos al forzudo sobre cómo coger el martillo, el hombre lo hizo callar con gestos arrogantes y le dio unos golpecitos en el hombro.
—¡Estad más que tranquilo, maestro, conozco vuestros machos y sé lo que pesan! ¿Habéis intentado vos alguna vez alzar mis troncos? Apuesto a que no los levantaríais ni un palmo del suelo. ¡Dejadme hacer a mí, que ya estoy celebrando esa semana de trabajo gratis!
A Pierre le molestó la forma despectiva con que se había expresado el forzudo sobre su oficio. ¡Un macho de fragua no podía manejarse de cualquier manera!
De entre los oficiales salieron dos voluntarios que pusieron el hierro al fuego y después lo sacaron con tenazas para sostenerlo sobre el yunque. Ellen asió el macho con la mano derecha y tuvo cuidado de no agarrar el mango demasiado abajo. Con la izquierda manejaría el mango que le quedaba bajo la axila, como hacían todos los herreros. Empezó a batir con un ritmo constante. El forzudo agarró el martillo con ambas manos ante su panza y ya al primer golpe se clavó el mango en el estómago con todas sus fuerzas. Gimió y se encogió un instante sobre sí mismo, pero no se rindió, sino que intentó imitar lo mejor que pudo la técnica de Ellen, para lo cual, no obstante, le molestaban sus hinchados músculos. Golpeaba cogiendo gran impulso y sin un ritmo reconocible; perdía fuerza a ojos vistas.
Su pieza se dobló hacia un lado, como si fuera un gancho, mientras que el hierro de Ellen se alargaba correctamente y no perdía la línea recta. Sólo con ver el primer golpe, los forjadores habían comprendido que no era una principiante, pero seguramente esperaban que el hombretón pudiera ganarla sólo con fuerza bruta. Este, no obstante, sudaba ya tanto que le caían cascadas por todo el cuerpo y su cabeza de pelo color grancé parecía a punto de estallar. Aunque los golpes que se oían junto a Ellen habían cesado ya, ella seguía trabajando sin atreverse a mirar a un lado para no perder el ritmo. Alguien le dio unos golpes en el hombro.
—¡Vale ya, has ganado! —rezongó Pierre a media voz—. Mañana empiezas a trabajar conmigo, si es que aún puedes moverte.
A las claras se veía que le costaba un gran esfuerzo mantener la serenidad.
—Allí estaré —repuso Ellen, y dejó el macho en el cubo de agua que había junto al yunque.
Jean daba gritos de júbilo y se le echó al cuello.
—¡Ha sido asombroso!
—¡Ilustre señora, tenéis todo mi respeto! —Henry le ofreció el brazo con una sonrisa.
Ellen temblaba un poco de la emoción y rechazó su ayuda dándole las gracias. Lo último que quería era dar la impresión de que necesitaba el sostén de alguien. Aunque había ganado, sus sentimientos respecto al día siguiente eran contradictorios. Esperaba que Pierre tuviera buen perder… ¡a partir de entonces trabajaría para él! Se despidió de Henry y del armero y se encaminó con Jean hacia la tienda. Recordó a Jocelyn con melancolía. Añoraba muchísimo su sonrisa, su amor y la confianza que tenía en su capacidad. Después de cenar, Jean le relató a Madeleine la victoria de Ellen.
—Será mejor que no me vaya a dormir muy tarde. Tendré que ponerme en marcha en plena noche; el tahonero empieza a hornear antes de que salga el sol. Enviará a su hijo a buscarme, o sea que no os asustéis si mañana por la mañana no estoy. —Miró a Madeleine—. ¿Cómo te ha ido el día? ¿Has encontrado trabajo?
Madeleine asintió.
—Agnes ha dicho que puedo volver a buscar agua e hilar para ella; siempre que su marido no ande cerca —añadió, algo avergonzada.
—¡Eso es maravilloso! —Jean le acarició la mejilla.
A Ellen le conmovía ver los cuidados que le prodigaba a la pobre Madeleine. Mientras Jean se ocupara de ella, todo le iría bien.
Aunque Pierre estaba muy bien visto entre los herreros, estos se pasaron el día entero mofándose del resultado de la apuesta y le tomaron el pelo diciéndole que ahora tendría que ocuparse de alimentar a una segunda mujer. Sonrieron cuando Ellen llegó a la herrería a la mañana siguiente, pero a lo largo del día se fueron sosegando y, poco después, dejaron de observarla.
Al final de la semana, el forzudo se presentó ante la tienda de Ellen y le entregó sus ganancias por propia voluntad.
—¿Piensas seguir con los torneos? —preguntó.
—Creo que sí.
—Si alguna vez te quedas sin trabajo, puedes venir a verme. Haríamos que los caballeros apostaran y yo perdería. Sin duda perjudicaría mi fama, y en algún momento acabaría odiándome por ello, pero podríamos sacamos un buen dinero durante una temporada —propuso.
—Si puedo conseguirlo, prefiero ganarme el sustento con la forja. —Ellen se esforzó por no parecer presuntuosa.
—Como quieras. —El hombretón alzó una mano para despedirse—. En caso de que cambies de opinión…
—¡Ya sé dónde encontrarte!
Ellen asintió y respiró con alivio cuando por fin se hubo marchado. Aunque lo hubiera vencido batiendo hierro, era mejor no tener como enemigo a alguien como él.