Julio de 1170

Ellen se secó la frente con la mano. ¡Qué sofocante estaba siendo el verano ese año! Bajo el techo de la herrería, el aire caliente se estancaba y costaba respirar.

Hacía ya unos buenos tres meses que trabajaba para Michel, quien cada vez más a menudo desaparecía después del mediodía para dedicarse a los dados en la taberna. Los oficiales de los demás herreros se reían de él porque dejaba su taller en manos de una mujer. Desconfiaban de Ellen y cuidaban con celo de que no se acercara demasiado a sus maestros.

Esta no sabía si permanecer en Beauvais mucho más tiempo. El mes de julio era bueno para emprender viaje; quizá debiera coger su fardo y cambiar el yunque por el cayado. Justamente estaba reflexionando sobre su futuro cuando un hombre alto y delgado, de unos treinta años, entró en el taller. Ella no lo conocía. Sus ojos eran de un castaño cálido, igual que su pelo espeso y ondulado.

—¿No está Michel? —preguntó con la frente algo arrugada.

—Lo siento. En este momento tendréis que contentaros con que os atienda yo. ¿Qué puedo hacer por vos?

A juzgar por la arruga que se profundizó aún más en su frente, no le gustaba nada tener que tratar con una mujer totalmente desconocida en lugar de con el maestro. Pese a su falta de resolución, a Ellen le resultó simpático.

—Por favor, decidme qué os trae por aquí. Podéis dar por seguro que os atenderé igual de bien que el maestro en persona. De no ser así, no me dejaría tantas veces trabajando sola en su taller. —Ellen se acercó a él.

—Necesito un par de herramientas. Soy Jocelyn, faber aurifex.

¡Un orfebre! Ellen asintió con entusiasmo y examinó con atención el utensilio roto que le alargaba el hombre.

—El buril de grabado no se puede arreglar. Tendré que haceros uno nuevo. ¿Qué más necesitáis?

—Un pequeño martillo —respondió el hombre, sorprendido de los conocimientos de Ellen.

—¿De qué peso? ¿Y el peto, de qué tamaño lo necesitáis? ¿Redondeado o plano? —preguntó la muchacha, con conocimiento de causa.

El orfebre le dio sus instrucciones y ella asintió.

—Dentro de cinco días tendré listas las dos cosas; antes no podrá ser, lo siento mucho.

—Bien —repuso él sin hacer ademán alguno de marcharse. Ellen le sonrió; Jocelyn carraspeó.

De repente se abrió la puerta del taller y Michel irrumpió dentro. Olía a cerveza y parecía malhumorado. Seguramente había vuelto a perder todo su dinero.

—¿Qué hacéis aquí, Jocelyn? ¿Acaso queréis disputarme a mi Ellen? —espetó el herrero.

Jocelyn miró a Michel como si no estuviera muy en sus cabales.

—He encargado unas herramientas —dijo con frialdad.

El semblante de Michel se iluminó.

—¡Ah! Cómo no, si de eso se trata, maese Jocelyn… Ellen os las confeccionará. ¡Le encanta el trabajo! —Soltó una risa ronca.

—Bueno, estaba a punto de preguntarle a maese Jocelyn si había alguna posibilidad de que me aceptara como ayudante dos días a la semana. Bien sabéis, Michel, que desde el principio lo habíamos acordado así.

El orfebre miró a Ellen con sorpresa y frunció el ceño. Michel soltó un chillido y rio como un demente.

—Sí, Jocelyn, sólo tenéis que ver las manos de la chica. Son de lo más adecuado para un oficio tan delicado como el que vos ejercéis.

Alzó la sucia mano derecha de la muchacha en alto y se la puso al orfebre ante las narices.

Este quedó visiblemente molesto por la desagradable conducta de Michel, que estaba ebrio. Cogió con benevolencia la mano de Ellen y la contempló. Las palmas de sus manos ya no tenían aquellas ampollas sanguinolentas, y era cierto que parecían un poco más delicadas que las acostumbradas en un herrero.

—Cierto, tiene algunas callosidades, pero… —Miró a Ellen con tal insistencia que esta se quedó sin respiración—. En cuanto tengas las herramientas, tráemelas. Si estoy contento con el trabajo, te aceptaré. A prueba. —Jocelyn le soltó la mano con cuidado.

Aunque hacía ya un rato que la había soltado, a Ellen le parecía notar todavía sus dedos cálidos y suaves.

—Hasta dentro de cinco días, pues —dijo en voz baja. Jocelyn asintió con satisfacción.

—¡Cinco días! —Realizó un frío gesto de despedida en dirección a Michel y se fue.

—No olvides que antes tienes que terminar el encargo del tahonero —gruñó su maestro.

—Lo sé. Lo tendré todo listo, no os preocupéis.

Ellen se puso enseguida a terminar el trabajo del tahonero para poder empezar lo antes posible con las herramientas del orfebre. Quería hacer un trabajo excepcionalmente bueno para él. El buril tenía que ser puntiagudo, afilado y, sobre todo, duro. ¡Por fin una oportunidad de poner en práctica más conocimientos que con las herramientas simples! Ellen disfrutó mucho del encargo del faber aurifex y, un par de días después, ya estaba templando el buril y el martillo. Llenó una pequeña artesa que había encontrado en el taller con agua hasta la mitad y añadió después un poco de orina de su bacín. En el fondo colocó una piedra que le había dado Donovan. El forjador de espadas le había jurado que obraba maravillas, igual que el ancestral hechizo que le había enseñado y que ella mascullaba concentrada cada vez que templaba una pieza.

Michel examinó la mezcla con desconfianza, se acercó a olerla y, de paso, agarró a Ellen del trasero, pero esta le siseó al oído:

—Yo prefiero templar con sangre de enanos, que es famosa por su frialdad, pero sólo la utilizo para espadas extraordinarias, puesto que es harto difícil conseguirla.

A Michel se le erizó el vello de la nuca y Ellen se regodeó al ver el miedo que le había inspirado. Con un poco de suerte, nunca más intentaría ponerle las manos encima.

Cuando el martillo y el buril del orfebre estuvieron listos y Ellen se los quiso llevar, le preguntó a Michel cómo llegar hasta allí. El hombre se lo indicó sin chistar. Aquello de la sangre de enano debía de haberle dado mucho que pensar.

Jocelyn pareció sorprendido al ver a Ellen entrar en su taller.

—¿Necesitas más? —Su pregunta, algo descortés, pareció casi una afirmación.

—¿Más qué? —Ellen no lo entendía.

—Más tiempo para acabar las herramientas, claro está.

Jocelyn unió las cejas, poco complacido. Era la tarde del quinto día y creía que la muchacha había ido a pedirle un aplazamiento. Michel nunca terminaba el trabajo en el tiempo convenido, así que el orfebre no esperaba otra cosa de Ellen.

—Dije cinco días —repuso ella con seguridad.

—Entonces aún tienes tiempo hasta esta noche; ¿qué haces ya aquí? —espetó Jocelyn a disgusto.

No tenía ninguna gana de volver a hacer concesiones. Ellen sonrió, pues al fin comprendía de qué se trataba.

—¿De qué te ríes? —preguntó el hombre, todavía algo molesto, pero entonces vio que la chica desenvolvía las dos herramientas y se las mostraba.

Las examinó con todo detalle.

—Por favor, aceptadme a modo de prueba. ¡Aprendo rápido y soy muy hábil! —suplicó Ellen mientras el orfebre probaba su nuevo buril.

—Buen trabajo, ciertamente. Debo decir que es la mejor pieza que he visto desde hace mucho —murmuró, impresionado, y esta vez la miró con mucha más simpatía—. Michel no es mal herrero, pero si de verdad has hecho tú sola estas herramientas, sabes más que él.

—¡Por favor, aceptadme, quiero aprender y trabajar para vos, sólo como ayudante! —insistió Ellen.

—Lo intentaremos. Siéntate a la mesa y te enseñaré cómo se usa el buril de grabado. Si resultas hábil con ello, seguiremos adelante.

En esos últimos días, Ellen había reflexionado mucho sobre qué esperaba exactamente del trabajo con Jocelyn. ¿Dinero para poder perseguir sus metas futuras? Apenas si podía esperar del orfebre que, además de enseñar a una muchacha sin experiencia como ella, le pagara por su trabajo. No, no era cuestión de dinero: quería ampliar conocimientos para decorar algún día ella misma sus propias espadas. Desde que aprendiera a confeccionar vainas, soñaba con poder completar espadas ella sola en su totalidad y no tener que cedérselas a otros artesanos para que realizaran la decoración, el puño y la vaina. El trabajo del orfebre era el más valioso, de modo que también lograría una ganancia mayor si estaba en situación de realizarlo ella misma. Michel bien podía pensar que quería convertirse en ayudante de Jocelyn para ganar dinero; sólo al orfebre tendría que decirle la verdad cuando preguntara.

Ellen trabajó tranquila y concentrada hasta que se hizo de noche. Jocelyn no dejaba de examinar sus primeras pruebas y de dar indicaciones a la muchacha, que demostraba una destreza sorprendente. Parecía asimilarlo todo mucho más deprisa que otros aprendices.

—Si quieres aprender algo conmigo, tendrás que venir todas las tardes. No te pediré nada por las clases, pero tampoco te pagaré nada. ¿Estás conforme con las condiciones?

—¿Todas las tardes? —Ellen miró al orfebre con cierta duda—. No sé si podrá ser. Tengo que hablar con Michel, pues vivo y como en su casa.

—Si conozco bien a Michel, seguro que no te paga mucho.

Ellen dijo que no con la cabeza.

—Entonces tendrá que conformarse, por las buenas o por las malas, si se lo pides con insistencia. Para él eres irreemplazable, créeme.

Ellen no parecía del todo convencida.

—Michel me habría prometido las herramientas dentro de diez días y me las habría entregado, como poco, al cabo de dos semanas. —Sonrió y le guiñó un ojo—. Verás cómo accede.

El orfebre tenía toda la razón. Michel sabía perfectamente la suerte que tenía con Ellen. Para no verse obligado a renunciar del todo a ella, tuvo que declararse dispuesto, aunque a regañadientes, a que por las mañanas trabajara para él y después del mediodía fuese al taller de Jocelyn. De modo que Ellen se quedó en Beauvais; a mediodía engullía la comida que había preparado Marie y luego corría a toda prisa hacia la orfebrería. Sin quejarse ni una sola vez, seguía levantándose antes del alba y trabajaba como una condenada hasta la puesta del sol.

Sólo los domingos disponía de algo de tiempo para ir a visitar a Nestor, al que había encontrado un buen hospedaje en un monasterio recién fundado. Mientras Ellen no necesitara el poni, las monjas podían utilizado y, a cambio, lo alimentaban y cuidaban de él.

Ya había pasado un año desde su primer encuentro en la herrería de Michel. Ellen seguía trabajando todas las tardes con Jocelyn y, desde Pascua, incluso recibía de vez en cuando un denario por ello. Rauda como siempre se dirigió a la orfebrería; el esplendoroso cielo azul y la agradable calidez del sol de julio le pasaban inadvertidos de lo entusiasmada que estaba. Jocelyn trabajaba desde hacía un tiempo en un cáliz para el monasterio en el que se ocupaban de Nestor. Puesto que las monjas no disponían de grandes riquezas, había confeccionado la copa en plata y simplemente la doraría.

Jocelyn se llevó un sobresalto cuando Ellen, con el rostro resplandeciente, irrumpió en la orfebrería:

—¡Ya estoy aquí, podemos empezar con el dorado! —exclamó, ilusionada y sin saludarlo.

—¡Despacio! ¡No quieras ir tan aprisa! —repuso Jocelyn, riendo.

No sabía si era su pasión por el oficio, su habilidad o quizá su belleza, nada corriente, algo ruda, lo que tanto lo atraía de ella. Ellen no se daba cuenta, pero a veces se la quedaba mirando mientras trabajaba y estudiaba con detalle su rostro, que parecía especialmente concentrado al realizar las tareas más delicadas.

—¿Es que no vamos a empezar hoy? —preguntó la muchacha, decepcionada.

Pero ¡qué hermosa era! Después de la primera semana ya bebía los vientos por ella, aunque no había dejado que ella se diera cuenta.

—Si fuera tan fácil, cualquiera podría hacerlo, pero el dorado se cuenta entre los procedimientos más arduos y complicados de la orfebrería, por lo que requiere una serie de preparativos. Primero tenemos que disponer de unos cuantos elementos. —Jocelyn suspiró y pensó un momento—. Mira en el cajón pequeño del armario; debería haber todo un fardo de cerdas. Las ataremos con alambre de hierro para hacer cuatro cepillos de un dedo de grosor. Necesitaremos dos para amalgamar y otros dos para dorar.

—¿Qué significa amalgamar? —preguntó Ellen con interés mientras ataba las cerdas con destreza.

—Tenemos que preparar la plata para que el oro se mantenga pegado a ella. A tal efecto, primero le aplicamos un líquido que los orfebres llamamos agua de mercurio.

—¿Y de dónde lo sacamos?

—Tenemos que prepararlo nosotros mismos, pero antes hay que hacer la mezcla del dorado, para lo cual tenemos que depurar el oro que vamos a utilizar.

Ellen resopló de impaciencia al oír que había tantos pasos necesarios para la preparación.

Sin embargo, Jocelyn no dio su brazo a torcer y permaneció tranquilo:

—Lo más importante del dorado es la pureza del oro, eso no debes olvidado. Si no, no sirve de nada. Para separar el cobre, la plata y otros componentes del oro, tenemos que cementarlo. En el fondo, eso no es más que una forma bastante cara de calentar el oro junto a otro material que recibe el nombre de cemento y que también debemos preparar.

Si bien Ellen no lo había entendido todo aún, asintió.

—Enseguida lo verás —añadió Jocelyn.

El pequeño surco reflexivo de la frente de la muchacha le resultaba encantador.

—Ya he fundido en una tira el oro que vamos a utilizar, y luego la he dividido en trozos de igual longitud. ¿Ves?

Ellen examinó las piezas y midió a ojo el grosor, la longitud y el ancho, así como los intervalos que separaban los agujeros que había perforado en ellas.

Jocelyn sonrió al ver la escrupulosidad que tanto valoraba en ella.

—Acércame los cuencos esmaltados que hay en la mesa, y también ese cuenquito con polvo rojo. Ah, sí, y tráeme la sal.

Jocelyn entró en su dormitorio y regresó con un frasquito de barro vidriado.

—¿Y ahora? —preguntó Ellen con emoción.

—El polvo rojo es arcilla cocida pulverizada. Emplearemos todo lo que hay y lo mezclaremos con una parte de sal.

Ellen cogió el polvo y lo pesó. Al principio no le había resultado fácil pesar. Requería mucho tacto y, sobre todo, aritmética. Como estaba convencida de su necesidad, no obstante, había practicado en todo momento libre que tenía.

—¿Y ahora?

Le pasó los cuencos a Jocelyn con impaciencia.

El orfebre cogió el frasquito de barro y vertió sobre el polvo algunas gotas de un líquido amarillento, hasta que estuvo húmedo.

—¿Orín? —preguntó Ellen sonriendo.

Jocelyn asintió.

—No demasiado, el polvo no tiene que estar pegajoso. También las tiras de oro se humedecen con orín, y después las cubriremos con esta mezcla en un recipiente sin que toquen unas con otras. —Colocó el segundo cuenco sobre el primero, a modo de tapa, y cerró la grieta que quedaba entre ambos con arcilla—. Bueno, ahora tiene que secarse y después irá al horno de cementación.

Colocó los cuencos sobre cuatro piedras de igual tamaño que había dispuesto en forma de semicírculo en el interior del horno y atizó el fuego de madera de debajo. Por las aberturas de la parte superior del horno de piedra y arcilla empezó a salir humo.

—El fuego debe arder durante todo un día y toda una noche. Para que el oro no se funda, los cuencas deben calentarse a una temperatura constante —explicó Jocelyn cuando hubo terminado.

—¿Y qué hacemos ahora? —El ansia de Ellen seguía sin aplacarse.

—¡Ay! Pues tenemos mucho que hacer antes de que el oro esté listo mañana. Primero prepararemos los rascadores de latón con los que más tarde puliremos el dorado. —Empezó a rebuscar en el armario, pero justo entonces se dio cuenta de que ya había empezado a oscurecer—. Se ha hecho tarde.

Ellen estaba muy cerca de Jocelyn.

—¡Mañana seguiremos! —Inhaló el aroma de ella—. Me…-empezó a decir.

—¿Sí?

—¡Me gusta mucho trabajar contigo, Ellen!

—¡Y a mí con vos, maestro!

A Jocelyn su voz le sonaba suave, casi cariñosa.

—Por favor, llámame Jocelyn. —No pudo distinguir si la muchacha asentía—. ¿Conforme?

—Como queráis.

—¡Buenas noches, Ellen, hasta mañana! —Le había temblado la voz.

—¡Buenas noches, Jocelyn!

Cuando Ellen llegó al taller de orfebrería al día siguiente, Jocelyn ya estaba avivando el fuego del horno de cementación.

—Parecéis cansado.

—He tenido que vigilar el fuego. —Jocelyn sonrió sin alegría.

Ellen reparó, no por primera vez, en que al verlo sonreír experimentaba en el pecho una sensación muy agradable. Se sonrojó.

—Explicadme cómo se hace un rascador de latón y yo me ocuparé de ello, además de vigilar el fuego, mientras vos descansáis un poco, ¿conforme?

Jocelyn asintió e instruyó a Ellen respecto de lo que tenía que hacer.

—Ya sabes dónde está el plomo.

—Claro, Jocelyn. Echaos un rato, os despertaré cuando las tiras de oro estén listas.

—Bien, me sentaré a descansar un rato en el rincón. Si tienes alguna pregunta, despiértame sin dudarlo.

Ellen lo miró con reproche.

—¿Por qué no vais a vuestra alcoba? —preguntó, inclinando la cabeza.

Tenía que saber que ella sola podría con todo.

Jocelyn sonrió. A sonrisas pícaras no lo ganaba nadie.

—Porque quiero estar contigo —respondió, y se acomodó en el arcón del rincón, allí cerca.

Su respuesta desató una oleada de calidez en el estómago de Ellen. El orfebre se quedó dormido de inmediato, y ella no podía dejar de mirarlo una y otra vez. Incluso dormido sonreía un poco. Después de terminar los atados de latón y de haberlo recogido todo, salió fuera. Todavía estaba claro, pero no tardaría en empezar a anochecer. Sería mejor que lo despertara. Se acercó en silencio y lo contempló más de cerca. Dormía tranquilo como un niño. Le rozó la mejilla con cuidado y la acarició con ternura.

Jocelyn emitió un gruñido de placer, pero no abrió los ojos. Ellen se inclinó hacia él.

—¡Despertad! —susurró.

Sus labios le rozaron la oreja. Percibió entonces el aroma de su cuello, lo inspiró y cerró los ojos un instante.

Jocelyn volvió la cabeza en dirección a ella y sus rostros se tocaron.

Ellen sintió de pronto que las rodillas se le aflojaban y temblaban.

—Qué no daría yo porque me despertaran así todos los días —musitó el orfebre.

El orfebre se mostró satisfecho con el oro depurado y puso un cuenco esmaltado al fuego para preparar la amalgama del dorado. Partió el oro en pequeños pedazos, lo echó al cuenco ardiente junto con ocho partes de mercurio y lo sostuvo todo lo alejado de sí que pudo.

—El mercurio enferma —explicó—. Sus vapores son perjudiciales para el estómago. Mi maestro, de hecho, decía que el vino y el ajo, o la pimienta, son buenos remedios, pero a él no le sirvieron de mucho: primero palideció y adelgazó mucho, después perdió el juicio. —Jocelyn describió pequeños círculos con el índice en su sien—. Poco antes de morir no era más que un bulto miserable al que le caía baba por la boca, aunque no era especialmente viejo. Estoy seguro de que fue culpa del mercurio. —Jocelyn miraba a Ellen mientras movía el cuenco de un lado a otro.

Cuando el oro y el mercurio estuvieron todo lo mezclados que podían estar, vertió la mezcla en un cuenco con agua y aclaró el mercurio que sobraba de la amalgama resultante. Mezclaría agua con esos restos para hacer el agua de mercurio. Jocelyn secó la pasta de oro extraída en un paño limpio y, puesto que no iba a aplicarla de inmediato, la dividió en varias partes iguales y la metió en otros tantos cañones de plumas de ganso.

Las mejillas de Ellen relucían de entusiasmo, lo cual a él casi le hacía perder el sentido.

Se limpió a fondo el mercurio que se le había pegado en las manos con cenizas yagua.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ellen suspirante, y lo miró con sus grandes ojos.

Él sonrió.

—¡El agua de mercurio! —exclamaron ambos a un tiempo, y se echaron a reír.

Estaban muy cerca uno del otro.

Ellen sentía la calidez de él; Jocelyn olía a humo y romero fresco. El hormigueo de su estómago se extendió de pronto a su pubis. Lo miró a los ojos hasta que creyó hundirse en ellos. Se quedaron así, inmóviles, un buen rato. «¿Por qué no me besa?», fue el pensamiento que se le cruzó a Ellen por la cabeza, pero la magia del momento había pasado ya.

—¡También necesitamos esto de aquí! —exclamó Jocelyn con fingida profesionalidad, y cogió tártaro para molerlo—. Al polvo de tártaro se le añade sal en un cuenco esmaltado… y luego el agua que antes hemos usado para aclarar la amalgama. Un poco más de mercurio y lo calentaremos todo. —Mezcló el agua de mercurio y la sostuvo sobre el fuego—. Ve por los atados que preparaste ayer y trae un trapo de lino.

Ellen le dio todo lo que había pedido.

Jocelyn calentó un poco el cáliz, hundió uno de los atados de cerdas en la mezcla tibia y empezó a esparcirla por todos los rincones, hasta en los recovecos más profundos, que quedaron blanqueados por el agua de mercurio. Cuando toda la copa estuvo amalgamada, Jocelyn sacó un cuchillo puntiagudo de una funda de cuero, extrajo con él la pasta de oro de los cañones de pluma y la fue aplicando de poca cantidad en poca cantidad con una espátula de cobre, repartiendo el oro regularmente con un atado de cerdas humedecido.

A cada poco volvía a calentar el recipiente para que la amalgama del dorado se calentase y poder seguir repartiéndola con el atado. Tardó un buen rato en dejar el oro aplicado de manera homogénea por todo el cáliz. Tres veces repitió Jocelyn el procedimiento, y Ellen seguía con atención cada uno de los gestos de sus manos. Calentó y repasó el recipiente hasta que el revestimiento de oro quedó de color amarillo.

—El calor hace que el mercurio se evapore y quede sólo el oro, que entonces se adhiere a la plata —explicó por último—. Y ahora dejaremos que la copa se enfríe. ¿Me traes los cepillos?

Ellen se puso colorada y nerviosa.

—Ya está todo preparado, y creo que el oro está listo —dijo ella en voz demasiado alta, y se enderezó.

Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos, pero temía no poder dar ni un solo paso.

Jocelyn se sentó y estiró los músculos. Sus ojos refulgían como estrellas.

Mientras Ellen iba por los cepillos de latón, volvió a repasar mentalmente y por orden cada uno de los pasos.

—¿Para qué necesitáis ahora los cepillos?

—Mira bien el dorado, ¿no hay algo que te llame la atención?

Ellen contempló el cáliz: era amarillo, como si fuera de oro, y mate.

—No brilla.

Jocelyn le sonrió.

—¡Por eso ahora hay que bruñirlo! Empezaremos por el pie. Coge los cepillos de latón y sumerge el pie en el agua; después ve puliéndolo hasta que brille.

—Pero ¿no lo rayaré? —protestó Ellen.

Jocelyn la miró fijamente a los ojos.

—¿Acaso no confías en mí?

La muchacha respondió bajando la mirada, avergonzada. Desde luego que confiaba en él, ¡le tenía una confianza ciega! Así pues, empezó a pulir.

Ya había oscurecido y Jocelyn encendió dos velas.

Las velas de cera eran caras, pero su llama ardía con más calma que las de sebo. Además, el humo del sebo escocía en los ojos y los hacía llorar, de modo que dificultaba más el trabajo.

La luz de las velas proyectaba largas sombras en el rostro de Jocelyn y hacía resaltar sus altos pómulos.

Ellen intentó concentrarse en el pie de la copa.

—¡Mirad cómo brilla! —exclamó con alegría cuando hubo pulido todos los rincones.

Jocelyn se limitó a asentir.

—Ahora tienes que calentarlo otra vez hasta que se ponga de un amarillo rojizo. Después lo sacas y lo enfrías en agua.

Ellen hizo lo que le había ordenado, hasta que el pie del cáliz hubo adoptado la tonalidad deseada.

—¡Pero ahora ya no brilla! —exclamó, decepcionada, y miró a Jocelyn con reproche.

—Hay que dejarlo enfriar y pulirlo otra vez —repuso él con sequedad.

Parecía regodearse en su desilusión.

Ellen volvió a pulirlo, y lo cierto es que el pie brilló entonces más aún. Contempló con orgullo el dorado obtenido.

—Bueno, ahora colorearemos el oro para darle un brillo más intenso y más bonito. Mañana podrás seguir tú sola.

—¿Qué queréis decir con colorear? ¿Cómo se hace eso? —preguntó Ellen de mala gana.

—Para ello necesitamos atramento —explicó el orfebre sin responder a su pregunta—. Al calentarse, primero se derrite y luego se solidifica. —Cuando el atramento estuvo sólido, lo sacó del cuenco y lo puso directamente bajo el carbón—. Y aquí se abrasa. Tenemos que sacarlo en cuanto esté rojo. —Una vez lo sacó del fuego para que se enfriara, miró a Ellen a los ojos con tal intensidad que el corazón empezó a latirle con fuerza. Apartó la mirada, cogió un cuenco de madera y molió el atramento en él con un pequeño martillo de hierro—. Una tercera parte de sal y un poco más de nuestro dorado.

Jocelyn sonrió, cogió el frasquito de barro de la orina, mezcló los ingredientes formando una pasta viscosa y, con una pluma, recubrió por completo el pie del cáliz.

—No había imaginado que se tardase tanto en dorar —masculló Ellen.

Jocelyn asintió y puso el pie embadurnado al fuego, hasta que el recubrimiento se secó y produjo un humo tenue. Después lo lavó con agua y lo limpió cuidadosamente con otro atado de cerdas.

—Bueno, ahora hay que calentarlo una última vez y luego dejarlo enfriar sobre un paño de lino. Mañana verás lo bonito que ha quedado el dorado. No lo podrás creer.

Cuando hubieron terminado todas las tareas y ordenado el taller, ya casi había oscurecido por completo. Ellen iba a marcharse de la orfebrería cuando Jocelyn se acercó a ella y le apartó unos mechones de la frente con cariño.

—Parece que estás cansada —murmuró con dulzura, y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.

Después le levantó la barbilla y le dio un tierno beso en la boca.

Ellen cerró los ojos y abrió un poco los labios, pero el beso había terminado ya.

Jocelyn la miraba a los ojos.

—Hasta mañana —dijo con voz cálida.

Ellen se marchó a casa en silencio. Estaba profundamente conmovida y su corazón galopaba como un corcel de batalla.

Al día siguiente estaba impaciente por que llegara el mediodía y terminara su trabajo con Michel. Ni siquiera tocó la comida, pues la excitación le había quitado el hambre. En lugar de eso, corrió a casa de Jocelyn.

—Enseñadme el dorado —dijo aún sin aliento.

Pero el dorado no era el verdadero motivo de su gran impaciencia.

Jocelyn la saludó, simpático como siempre, pero sin mostrar ni un ápice de ternura.

Ellen casi no pudo soportar pasar toda la tarde a su lado sin que la mirara larga e intensamente. Empezó a preocuparse muy en serio; tal vez no había actuado con corrección la noche anterior al no haber correspondido su beso con un bofetón. A lo mejor Jocelyn creía que era una fresca. ¿La despreciaría por ello?

—Disculpadme un momento —dijo con voz ahogada, y salió corriendo a la letrina que había en el jardín, se apoyó contra la pared de tablones y no fue capaz de contener las lágrimas por más tiempo.

Tardó un rato en serenarse, pero después se enjugó las lágrimas y tomó la resolución de ser sensata. ¿Qué se había creído? ¡Un orfebre! ¿Cómo había podido creer, aunque fuera por un instante…? Seguramente Jocelyn sólo se había reído de ella. ¡Seguro que no había sentido nada al besarla! Cuando regresó al taller, él ya había empezado un nuevo trabajo y le habló sin levantar la mirada:

—Sigue como habíamos acordado, Ellen. Cuando tengas algún problema, pregúntame.

Ellen se sentó. Aún tenía que pulir y colorear el resto del cáliz. Intentó recordar cada paso con exactitud antes de llevarlo a cabo y se guardó mucho de hacerle ninguna pregunta.

—Hace ya cinco años que murió mi maestro. Esta era su casa —dijo Jocelyn de súbito, y paseó la mirada por la estancia—. Es su taller, no el mío. —Se detuvo un instante. Parecía resultarle difícil hablar de ello—. La mujer del maestro ya andaba tras de mí mientras él aún vivía. ¡La rechacé, claro está! No sólo porque era muy mayor. Bien pudiera haber sido joven y hermosa, pero era la esposa de mi maestro, y yo jamás en la vida… —Jocelyn se interrumpió y se levantó para ir a buscar una herramienta—. Cuando el maestro falleció, tuve que tomar una seria decisión. O seguía siendo oficial el resto de mi vida, o aceptaba la proposición de su viuda y me casaba con ella para acabar siendo maestro de mi propio taller. Me desposé con ella.

Jocelyn volvió a sentarse.

Ellen permanecía en silencio; no entendía por qué le explicaba todo aquello. ¿Acaso no sabía lo que sentía por él? ¿Es que no sospechaba el dolor que le infligía hablándole de otra mujer? ¿O es que pretendía precisamente hacerle daño para darle a entender que no la deseaba, pues no le comportaría ninguna riqueza?

—Hace ya casi dos años que también ella murió. El año de luto acabó hace tiempo y, por tanto, ahora ya podría volver a contraer matrimonio.

Ellen sintió una fuerte opresión en el pecho. Sin duda estaba a punto de hablarle sobre la hija de algún orfebre con la que quería casarse, y le diría que el beso del día anterior había sido solamente un desliz.

Sin embargo, Jocelyn no dijo más.

Ellen pulió y coloreó el cáliz sin pedirle ayuda.

Él pareció tomarlo como lo más normal del mundo; de sus labios no salió ni la menor alabanza.

Por la noche, cuando llegó la hora de marcharse, Jocelyn sostenía una pieza sobre el fuego.

—Espera un momento —pidió él, pero ella salió rauda por la puerta.

Thibault amasó una última vez los pequeños pechos turgentes de la jovencísima criada hasta hacerla gemir, y entonces, aburrido, se separó de ella. Se levantó sin molestarse en cubrir su henchida hombría y se sirvió un vaso de vino especiado.

—¡Vete ya! —le espetó a la chiquilla, y se recreó en su mirada asustada.

Seguro que se había creído todos los cumplidos y las promesas de amor que habían servido única y exclusivamente para seducida. Pero ¡qué fáciles eran las mujeres!

—¡Rose! —Thibault se cubrió las caderas con un paño—. ¡Ven aquí!

Rose había estado agazapada toda la noche en un rincón de la alcoba. Se levantó poco a poco y se quedó allí de pie, en silencio.

Thibault se acercó a ella, le besó el cuello con ternura y la estrechó contra sí. Sus manos se pasearon por todo su cuerpo, le pellizcó suavemente los pezones hasta dejarlos erectos bajo la camisa y se lanzó sobre ella con ansia.

Rose ni se movió.

—Estás enfadada conmigo —le susurró—. Ya sé que he sido malo… —Thibault empezó a respirar con pesadez y metió una mano bajo la camisa de ella—. ¿Recuerdas nuestra primera vez, en aquel prado de Tancarville? Tú, sólo tú eres mi compañera, las demás no cuentan. Pero no puedo evitarlo. —Se la quedó mirando.

Una lágrima resbaló por su hermoso rostro.

—No llores, pequeña Rose, ¡todo se arreglará! —susurró, y le enjugó la lágrima con un beso—. Son esos sueños horribles los que me obligan a ello —masculló a modo de disculpa, y hundió la cabeza en el cuello de ella—. ¡No es culpa mía!

Con ternura y pasión, tumbó a Rose en la yacija que un momento antes había compartido con la criada, cuyo nombre ni siquiera conocía.

Rose cerró los ojos, lloró y rezó a Dios para que Thibault fuese sólo de ella. Le rodeó el cuello con los brazos, abrió los muslos y lo dejó entrar con una entrega total.

Se quedaron tumbados uno junto al otro aún un rato, agotados, hasta que alguien llamó a la puerta.

—¡El rey desea veros! —se oyó una voz amortiguada por la madera—. ¡Enseguida!

—¡Ya voy!

Thibault se puso en pie de un salto, se vistió raudo como el viento y salió a todo correr.

Enrique era el primogénito del viejo rey, y el año anterior, con tan sólo quince años, había sido coronado por su padre. Desde entonces reinaban los dos, aunque no compartían ni poder ni ingresos, de modo que el joven Enrique siempre tenía que pedirle a su padre dinero para su esparcimiento y el de sus caballeros.

En esos momentos recorría con impaciencia el aposento de su compañero de armas Robert de Crevecreur. Cuando Thibault entró, Enrique se acercó a él sin perder un segundo.

—Debéis partir hacia Beauvais de inmediato y encontraros allí con un emisario de mi padre. ¡Guillaume os dará instrucciones más precisas!

El joven rey parecía sobremanera alterado, de modo que Thibault se abstuvo de hacer ninguna pregunta. Lo único que le desagradaba era que tuviera que ser precisamente Guillaume quien le diera las órdenes. Infló las narices resoplando con desagrado.

—¡Como ordenéis, mi rey!

—¡Espero vuestro pronto regreso! —El joven Enrique dio una breve cabezada.

Guillaume indicó entonces a Thibault que lo siguiera. A este seguía resultándole tan difícil como siempre acercarse a Guillaume con tranquilidad. Desde los días de Tancarville, no podía soportarlo. A Guillaume ya lo llamaban «el Mariscal», pese a que su padre, que ostentaba ese título, todavía no había muerto. Para no ser primogénito, había llegado sorprendentemente lejos; y para remate, desde hacía un año era también preceptor del joven rey y tenía, por tanto, una enorme influencia sobre el muchacho.

Habían pasado ya dos años desde el ataque de los poitevinos a la reina Leonor. En aquel entonces, su protector, el conde de Salisbury, fue asesinado, y Guillaume se había lanzado en solitario como un loco contra todos aquellos hombres para cobrarse venganza por la muerte de su querido tío. Aquel día resultó herido y fue hecho prisionero. Tras unas semanas del más espantoso encarcelamiento, como a él le gustaba relatar, había sido nada más y nada menos que la reina en persona quien compró su libertad y lo hizo ingresar en su séquito. Pocos meses después ya lo había nombrado preceptor de su hijo.

Thibault tenía que concentrarse para no perderse en sus elucubraciones y seguir las explicaciones de Guillaume.

«Llegará el día en que todos los que algún día me humillaron me las pagarán, y tú, sin duda, estarás entre ellos», pensó con rabia cuando el Mariscal se marchó sin despedirse.

Estaba al acecho en una calleja no muy lejos de la casa del orfebre. Hacía dos días que espiaba a Ellen. La había visto por azar en la calle poco después de su llegada a Beauvais, y desde aquel instante no había podido concentrarse en su tarea. Cada uno de sus pensamientos desembocaba en ella.

Puesto que el día anterior le había parecido tan enamorada y esa visión le había convertido el estómago en una fría piedra, Thibault se sentía especialmente nervioso. La uña del pulgar se le clavaba una y otra vez en la carne del índice y dejaba allí una marca dolorosa. Ese dolor le transmitía confianza y tranquilidad.

Cuando Ellen salió de la casa aquel mediodía, Thibault enseguida percibió el cambio en su expresión. ¿No destellaban lágrimas en sus ojos, incluso? ¡Cierto, parecía atribulada! Le estaba bien merecido, ¿qué le importaba a él? Igual que la víspera, la siguió a una distancia prudencial para no ser descubierto. Ellen recorría las callejuelas con decisión, pero con la cabeza gacha. Seguro que iba camino de la herrería. Thibault se había informado y sabía que vivía y trabajaba con Michel, el herrero. Se deslizó tras ella con pericia. Cuando la muchacha desapareció en el taller, él se quedó un rato aguardando desde donde pudiera ver bien. De nuevo empezó a clavarse la uña del pulgar en el índice.

—¡Eres mía! —masculló.

El día siguiente era domingo. Ellen decidió aprovecharlo para quitarse a Jocelyn de la cabeza, pero camino de la iglesia al monasterio, pues quería ir a buscar a Nestor para dar un paseo, se tropezó con él.

—Esperaba encontrarte aquí. —Jocelyn carraspeó.

¡Qué bien la conocía! Por supuesto, Ellen le había hablado de Nestor, pero que le hubiera prestado atención… Se quedó parada y mirándose los pies.

Jocelyn la agarró de los hombros.

—¡Mírame, por favor!

Ellen vio sus ojos color avellana y la mirada de él le iluminó el rostro.

Jocelyn la acercó hacia sí, le rodeó el cuello con las manos y la besó. Ellen cerró los ojos. La lengua de él se abrió camino a tientas entre sus labios.

Ellen se sintió indefensa y entregada de una forma maravillosa. El beso pareció durar toda una eternidad. La lengua de Jocelyn exploró con cariño el interior de su boca. Después le cubrió el rostro y el cuello de pequeños besos cargados de ternura, hasta dejarle el vello de la nuca completamente erizado.

El orfebre respiraba con apremio e hizo resbalar la punta de la lengua por el cuello palpitante de Ellen. De repente se detuvo:

—¡Eres la encarnación de todos mis sueños! ¿Quieres casarte conmigo?

—¡Pero si no sabes nada de mí! —Le temblaba la voz.

—Sé lo que necesito saber. Que eres ambiciosa y que tienes una destreza extraordinaria. Que eres sencillamente maravillosa, hermosa y testaruda. Que haré cuanto esté en mi mano para hacerte feliz. Podrás forjar hierro, oro o plata, te daré toda la libertad que quieras. Si todavía deseas forjar espadas, de veras que no me interpondré en tu camino. También podríamos confeccionar juntos la más hermosa de las espadas para nuestro rey. ¿Qué te parece?

Ellen lo miraba sin dar crédito.

—El Señor ha tenido la generosidad de cruzar nuestros caminos. Una bendición así no se da dos veces en una misma vida. ¡Por favor, dime que sí! —la exhortó.

Ellen no cabía en sí de alegría y asintió con ímpetu.

—¡Sí, Jocelyn, sí quiero casarme contigo!

El orfebre la alzó en alto, entusiasmado.

—¡Te quiero, Ellen!

Las vacas de la pradera alzaron la cabeza y mugieron, inquietas.

Ellen y Jocelyn se sentaron en la hierba, forjaron planes de futuro e intercambiaron tiernas caricias. La muchacha sintió una extraña inquietud y se volvió un par de veces buscando con la mirada, pero no logró ver nada.

—No quiero separarme nunca de ti —dijo Jocelyn entonces, y la besó de nuevo mientras regresaban a la ciudad cogidos de la mano.

—¡Michel se va a entristecer! —repuso Ellen con alegría.

—¡Pues que se entristezca! —Jocelyn rio y se encogió de hombros.

Un oficial de herrero los vio y sonrió con descaro.

Ellen se puso colorada, y Jocelyn le dio un beso de enamorado en la punta de la nariz.

—¡Nos casaremos en cuanto podamos! —Le acarició las mejillas—. ¡Estás ruborizada!

—¡Estoy contenta!

—¡Nos veremos mañana! —dijo él cuando llegaron a la herrería, y le lanzó un beso con la mano para despedirse.

Ellen esperó aún un momento, hasta verlo desaparecer entre el gentío de las callejuelas, y después entró en la casa de su maestro.

—¡Sopla!, ¿qué sucede contigo? —rezongó Michel al ver el rubor de sus mejillas—. ¿No habrás caído enferma?

—¡No digas disparates, Michel, está enamorada! Hace días que se le nota —rio Marie—. La cerveza te nubla los sentidos; ya no sabes lo que es el amor, ¿verdad?

Pero a Michel de poco le sirvió su reproche.

—Bobadas de mujeres —masculló—. Mejor me voy a la taberna.

Cuando hubo salido tambaleándose, Marie intentó sonsacarle a Ellen los detalles, pero ella no soltaba prenda.

—Lo sabrás a su debido tiempo —repuso con alegría—. Ahora estoy cansada y me voy a dormir. ¡Buenas noches!

Ellen se fue al taller y se tumbó en el jergón. Tardó mucho en quedarse tranquila, pues numerosos pensamientos bullían en su cabeza.

Entretanto, Thibault aguardaba en una oscura calleja a sólo unos pasos de la herrería, temblando de furia. Había seguido a Ellen desde la mañana. Estaba preciosa camino de la iglesia, con su delicado vestido de lino y la melena alborotada al viento. Ya casi se había decidido a acercarse a ella y darse a conocer cuando el orfebre había aparecido como salido de la nada. Verlos a ambos juntos y tan acaramelados le había resultado completamente insoportable. La felicidad de Ellen, aun pasadas unas horas, le ardía en el estómago como si hubiese engullido una comida pesada. Thibault cerró los ojos y se imaginó estrangulando a su rival con sus propias manos.

—Es mía, sólo mía —siseó.

«Nos veremos mañana», había dicho Jocelyn, ¡pero jamás volvería a verla!

Thibault se separó del muro donde estaba y corrió al taller del orfebre. Contempló la casa un rato y luego decidió ir a la taberna a beber.

El Jabalí Sonriente estaba lleno a reventar, y a Thibault le resultó complicado encontrar un sitio libre en una de las largas mesas. El Jabalí era famoso por su sabrosa cerveza y su comida sustanciosa. De especial popularidad gozaban, no obstante, las mozas de la taberna, todas ellas muchachas robustas con vestidos de amplio escote que hacían resaltar seductoramente sus generosos pechos. Reían y bromeaban con los hombres, les daban de beber y no les tomaban a mal que uno u otro las rondara con lujuria.

Las teas y las velas de sebo producían tanto hollín y humo que el aire se asemejaba al de una neblinosa noche de noviembre, sólo que aún más asfixiante. Olía a cerdo, cerveza y orines, pues había hombres que se aliviaban bajo las mesas en lugar de salir al exterior. Sobre una de las mugrientas mesas de madera bailaba descalza una muchacha de larga melena aterciopelada que golpeteaba una pequeña pandereta. Los hombres la jaleaban y silbaban cuando lograban ver algo bajo su falda, pues no llevaba nada más que su propia piel.

Una morena con los incisivos podridos y un vestido sucio le sirvió a Thibault una cerveza. El muchacho no la miró, sino que siguió paseando la vista por el antro. En un rincón había unos hombres jugando a los dados. Thibault estaba a punto de desviar su atención hacia otra escena cuando reconoció entre ellos a Michel. El herrero estaba exultante y alzaba un puño victorioso. Debía de estar en racha, puesto que, uno tras otro, sus compañeros de juego iban abandonando el corro. El rostro de Thibault se torció en una sonrisa malévola. Sacó su bolsa y rescató de ella los dados marcados que hacía un tiempo le había comprado a un estafador. Se sentó entonces, como por casualidad, cerca del herrero.

—¿Una partidita, milord? —preguntó Michel, que ya estaba como una cuba, e hizo resonar las monedas que acababa de ganarse—. Hoy la suerte me es favorable. ¡Lo presiento!

«Un borracho jugador capaz de perder su alma en una apuesta», pensó Thibault con desdén. Sin embargo, fue todo simpatía al decir:

—¡Bueno, pues desafiemos a vuestra suerte una vez más! —y cogió los dados que le pasó el herrero.

Escupió en ellos tres veces antes de lanzarlos contra la pared y fingió lamentarse al ver que perdía. Michel ganó. El herrero festejaba cada victoria como si hubiera hecho un pacto con la fortuna, y Thibault tuvo que contenerse para no enseñarle cuatro cosas allí mismo a ese fanfarrón. Al cabo de un rato y de unas cuantas monedas perdidas a manos del herrero, Thibault cambió los dados disimuladamente por los suyos, que estaban trucados, y puso fin a la buena racha de Michel. Poco después de la medianoche, el herrero había contraído tantas deudas con Thibault que saldarlas iba a costarle la casa, la herrería y el futuro.

—¡Tengo que ir a orinar! —exclamó Michel; salió tambaleándose a causa de la cerveza y se alivió a un par de pasos de la pared.

Thibault lo siguió fuera de la taberna y esperó oculto a la sombra de una casa. Contempló, asqueado, cómo el herrero vomitaba con terribles arcadas tras la bofetada de aire fresco.

Sin volver a pensar en las deudas contraídas, Michel creyó que podía alejarse de allí sin más.

Thibault fue tras él y lo arrastró a la primera calleja oscura que encontró.

—Las deudas de juego son deudas de honor —le susurró al oído—. Si quisiera, podría cortarte el pescuezo aquí y ahora, en plena calle, por no haberme pagado. Tengo numerosos testigos.

Thibault había sacado el cuchillo de monte y apretaba la hoja contra el cuello de Michel.

El hedor a vómito lo asaltó cuando el herrero abrió la boca:

—Por favor, señor, no tengo ese dinero. ¡Concededme un aplazamiento, por bondad! —suplicó entre llantos.

—¿Para que puedas contraer más deudas aún? —Thibault rio con burla.

—Si me quitáis la herrería, ¿qué será entonces de mis pobres hijos?

Parecía que Michel empezaba a comprender que estaba con el agua al cuello.

—¡Me conmueve tu apuro! —afirmó Thibault—. De manera que lo perdonaré todo si haces una cosa por mí. —Y sonrió en la negra noche.

—¡Lo que me pidáis! —imploró Michel, que no había reparado en el sarcasmo de la voz de Thibault.

—¡Matarás a ese orfebre con el que va siempre!

—¿A-a-a quién? ¿Por qué? —El ebrio entendimiento de Michel tardaba en aclararse.

—¡Jamás será suya! —graznó Thibault—. Lo matas a golpes o, mejor aún, le sacas los ojos y luego te llevas su oro y todas las cosas de valor que posea. ¡Los ladrones suelen hacer esas barbaridades! —Rio en voz baja.

—Pero es que no puedo… Jocelyn es un buen…

—¡Silencio, y haz lo que te digo esta misma noche, o mañana por la mañana tu mujer será una viuda desamparada y tus niños tendrán que pedir limosna en la calle para comer!

—¿Y si tan sólo le doy una paliza y le robo? —propuso Michel, temblando.

—¡Con eso no basta! ¡O muere él o mueres tú! Piénsatelo, pero no mucho. ¡Tiene que ser esta noche!

Michel asintió con desesperada sumisión. De súbito parecía haberse vuelto tímido.

—¿Y adónde queréis que os lleve el oro?

—Mañana por la noche iré a tu casa. Si intentas embaucarme… —Thibault apretó de nuevo el cuchillo contra el cuello de Michel— ¡acabarás mal!

—¡Nunca, señor, creedme! —gimió el herrero.

Thibault lo lanzó lejos de sí.

—Ve, pues; ¡ya sabes lo que tienes que hacer!

Ellen despertó sobresaltada y temblando en mitad de la noche. Algo le había dado un susto tremendo; un ruido, o quizás una pesadilla. Volvió a conciliar el sueño intranquila, y a la mañana siguiente estaba cansada y nerviosa. No logró concentrarse en el trabajo y apenas si pudo esperar a que llegara la hora para ir a ver a Jocelyn.

Aunque tenía hambre, corrió a su casa en cuanto acabó de trabajar. Entró en el taller de orfebrería a toda prisa y sin llamar.

—¡Jocelyn, soy yo! —exclamó con alegría.

La asaltó un olor desagradable y dulzón. Arrugó la nariz y entonces vio a Jocelyn. Estaba tirado junto a su mesa de trabajo, en un charco de sangre. El corazón se le detuvo unos instantes y luego cayó de rodillas, incrédula, junto a su cuerpo inerme. El corazón le palpitaba con fuerza.

—¡Por favor, no, Jocelyn! —Le dio unas suaves sacudidas—. Señor, ¿por qué me castigas así?

Sollozó, fuera de sí, y le acarició con cautela las mejillas hundidas. El buril que ella le había forjado sobresalía acusadoramente de su pecho. Sin dejar de llorar, Ellen agarró el mango y tiró de él hasta que la carne liberó la herramienta.

De pronto aparecieron en la puerta dos distinguidas esposas de comerciante.

Ellen levantó la vista con sobresalto. Sostenía el arma ensangrentada en su mano alzada, casi como si quisiera asestar una puñalada.

—¡Socorro! ¡Auxilio, ha matado al orfebre! —exclamaron las dos damas, y se alejaron corriendo.

Ellen miró el buril que tenía en la mano sin poder creerlo. La sangre de Jocelyn chorreaba de la herramienta a su manga. Tiró el utensilio lejos, con repugnancia, se limpió la sangre con un trapo que había por allí y, hecha un manojo de nervios, salió dando tumbos por la puerta de atrás del taller. Sabía que detrás del jardín había una pequeña calleja por la que podría huir. Seguro que aquellas dos mujeres jurarían por todo cuanto les era sagrado haber visto a Ellen acuchillar a Jocelyn. ¿Quién creería, entonces, que era ella quien decía la verdad?

Vagó sin rumbo por las estrechas calles, sin saber adónde ir. Nunca se había internado tanto en el barrio de los pobres. Las casas apiñadas se elevaban hasta varios pisos de altura. Por el suelo correteaban las ratas, y apestaba a excrementos de cerdo y orines. Los niños de aquel arrabal estaban escuálidos y demacrados, rostros rebozados de mugre y cuerpos infestados de picaduras de chinches.

Pasearse por allí era peligroso, y no sólo tras la caída de la noche, pero a Ellen le traía sin cuidado. Por su cabeza no pasaba un solo pensamiento claro, únicamente imágenes de Jocelyn y una tristeza inagotable. Se dejó caer y lloró en los escalones de una pequeña iglesia de madera destartalada.

—Jocelyn, ¿qué voy a hacer ahora? —susurró, desesperada de nuevo.

Nadie respondió.

«Debo regresar a casa de Michel y recoger mis cosas», comprendió entonces. Se frotó la cara tiznada y borró, así, las líneas blancas que habían dibujado las lágrimas en sus mejillas.

Cuanto más se acercara a la herrería, más posibilidades tenía de caer en manos de los soldados. En caso de que alguna de aquellas dos mujeres la hubiera reconocido, seguro que pulularían por allí numerosos hombres de la guardia de la ciudad. Ellen se escondió cerca de la herrería de Michel y vigiló. Nada se movía. Esperó a que oscureciera y se coló en el taller. Michel debía de estar cenando con su familia o en la taberna, pero aun así, abrió la puerta con sumo cuidado. La herrería estaba a oscuras; dentro hacía calor. Sólo un resto de ascuas ardía lentamente en la chimenea. Ellen se aseguró de que allí no hubiera nadie y entró. Conocía cada uno de los rincones y no necesitaba luz para encontrar lo que buscaba. Con pocos movimientos reunió sus pertenencias: sus herramientas, el mandil, el fardo y las pocas monedas que poseía. De vuelta a la puerta se tropezó con un trozo de hierro que había en el suelo y maldijo en voz baja. Oyó entonces unas voces. Cogió un saco vacío, se agazapó tras uno de los grandes cestos de mimbre y escondió su cuerpo como pudo con la tela raída.

En aquel preciso instante se abrió la puerta del taller y alguien entró en la herrería.

—¡Lo he hecho todo tal como me habíais pedido, señor! —exclamó la voz servil de Michel, como si tuviera mala conciencia.

—¡Dame lo que has sacado! —oyó Ellen que decía una voz rechinante.

¡Thibault! Sintió unas ganas casi incontenibles de vomitar y hubo de reprimirlas con gran esfuerzo.

—Sospechan de Ellen —dijo de repente Michel.

¿Cómo es que Michel hablaba de ella con Thibault? Además, ¿desde cuándo se conocían?

—¿Es esa su yacija? —preguntó este, y dio una patada a la saca de paja que había en el suelo.

Se había acercado peligrosamente a su escondite.

Ellen empezó a sudar. Seguía paralizada bajo la tela mugrienta.

Sin esperar respuesta, Thibault le arrebató el botín al herrero.

—¿Y qué hago si viene y se presenta? A lo mejor sabe que he sido yo quien… —Michel no terminó la frase.

—No será tan estúpida para venir aquí. —Thibault se rascó el mentón—. Pobrecilla, la verdad es que da mucha lástima. Primero le matan al futuro esposo y luego la persiguen por ser su asesina. —Sus sonoras carcajadas hicieron que a Ellen se le pusiera la piel de gallina—. Tú compórtate igual que siempre, así no tendrás nada que temer. Seguro que Ellen ya se habrá esfumado —aconsejó Thibault al herrero, y sus pasos se alejaron entonces del escondite de la muchacha—. ¡Habría sido una auténtica calamidad que perdieras el taller y la casa! —Thibault soltó de nuevo unas carcajadas atronadoras, y la puerta se cerró de golpe tras los dos hombres.

Ellen seguía petrificada en su escondite. ¡Michel había matado a Jocelyn! ¿Cómo había sido capaz de algo semejante? ¡Debía de haberse visto obligado para saldar una deuda! Reflexionó con desesperación qué podía hacer. ¿Qué pruebas tenía? Si se entregaba a la guardia de la ciudad para aclarar las cosas, ni siquiera se tomarían la molestia de escucharla, sino que la arrestarían y la condenarían sin perder un segundo. No había justicia en el mundo, pero Dios castigaría a Michel el día del Juicio Final, de eso estaba convencida.

De nuevo como un ladrón tuvo que escabullirse de la ciudad y fue a buscar a Nestor al monasterio. ¿Por qué tenía que volver a salir huyendo sin haber hecho nada malo?