Primeros de Marzo de 1170

—No nos queda mucha cola —comentó Claire como de pasada.

Ellen arrugó un poco la frente, pero la vainera no pareció darse cuenta. Desde la boda, a veces tenía la cabeza en otro sitio. ¿De veras había olvidado que al día siguiente Ellen partiría para siempre?

—Tampoco hay demasiada tela. —La voz de Ellen sonó como si fuera de arcilla.

Claire asintió sin mirada.

—Mañana traeré un poco más —repuso, y de pronto salió corriendo del taller mascullando una disculpa y casi llevándose a Jacques por delante.

—Mamá llora todo el rato, y tú tienes la culpa. —El niño miró a Ellen con reproche.

—¿Yo? —preguntó ella, indignada.

—Está triste porque quieres marcharte… y yo también —dijo, y la abrazó con torpeza.

Con los años, su simpleza se había hecho cada vez más evidente.

—También yo estoy triste, Jacques, pero ha llegado el momento de que me vaya.

Ellen se enjugó una lágrima furtiva del rabillo del ojo.

—¡Te he visto, estás llorando! —exclamó el chico, triunfante.

Ellen se echó a reír, y esta vez la lágrima sí que le cayó por la mejilla.

—No llores, te puedes quedar aquí —dijo Jacques con cariño, y volvió a apretarse contra ella.

—No, tengo que marchar, créeme. —Le temblaba la voz.

—Pero volverás pronto, ¿verdad? ¡Y entonces me casaré contigo! —dijo él con el rostro resplandeciente.

Ellen no pudo evitar pensar en el pequeño Baudouin y se echó a reír.

—¡No digas disparates, Jacques! Te casarás con una joven muy guapa, no con una Vieja como yo.

—¡Tú no eres vieja! —exclamó indignado, Y la miró con enojo—. Entonces esperaré a ser viejo yo también —añadió. Y se alejó.

Pasar el último día como si fuera una jornada laboral corriente les resultó muy difícil a todos. Cuando llegó la tarde, Claire habló finalmente con Ellen:

—Estoy segura de que fue Dios quien te mandó a nuestro lado. ¡Has hecho tanto por mí!… —Le apretó la mano.

—¡Oh, no, Claire, eres tú quien me ha ayudado! Sin ti jamás habría encontrado el camino. Gracias a ti he aprendido a creer en mí, a creerme capaz de algo aunque lleve vestido en lugar de calzones y camisa. ¡Siempre estaré en deuda contigo!

Ellen superó su timidez y le dio a Claire un abrazo por primera vez.

—En absoluto, no me debes nada. —Claire la agarró de los hombros y la miró a los ojos—. ¡A ti te debo toda mi felicidad!

—¡En eso estoy de acuerdo! —terció Guiot, que sólo había oído la última parte de la conversación. Sonriente, alargó hacia ellas un brazo con una jarra—. ¡Vino! —dijo con orgullo—. ¡Lo he traído para que guardes un buen recuerdo de nosotros! —y esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

Ellen se relajó un poco.

—Vaya, vaya, y ¿crees que si mañana me despierto con la cabeza espesa recordaré esta noche con alegría? —preguntó con mofa y cariño.

—Sentaos las dos, hermosas, y comed y bebed conmigo.

Guiot se echó a reír y sirvió vino tinto en las tazas de barro que había en la mesa. También Jacques pudo echar un trago para celebrar la ocasión.

—¡A tu salud, Ellenweore! —dijo con seriedad.

—¡Por vuestro futuro juntos y por vuestros hijos! —exclamó Ellen, y le hizo un gesto a Claire.

Esta se sonrojó y Guiot la abrazó con orgullo.

—¡Por tus ambiciosos planes, Ellen! Que todo en la vida te salga bien, ¡y que también tú encuentres el amor! —entonó Guiot, y brindó con ella.

Claire soltó un pequeño sollozo, dejó la taza en la mesa con tanta precipitación que el vino se derramó un poco y salió corriendo.

—Déjala. —Guiot retuvo a Ellen cuando esta quiso ir tras su amiga, y le hizo una seña para que se sentara de nuevo—. Enseguida estará bien. Si ahora vas con ella, acabaréis llorando las dos y aún se os hará más difícil.

Ellen asintió. Guiot tenía razón; Claire sólo tardó un rato en regresar. Aún tenía los ojos rojos, pero se sentó a la mesa con ellos y se esforzó por sonreír.

Para celebrar la ocasión, comieron un pollo asado con salsifí negro y un pan sustancioso, todo acompañado de abundante vino. Pasaron el resto de la noche entre recuerdos. Cuando por fin se fueron a la cama, riendo sin parar, en el odre de vino no quedaba ni una gota.

A la mañana siguiente, Ellen se levantó tan temprano como de costumbre. Le dolía la cabeza, y la luz y los ruidos fuertes la atormentaban sobremanera, al igual que los movimientos bruscos; pero el que bebía mucho, debía sufrir el dolor de cabeza hasta que se pasaba. Ellen se lavó y se vistió, como siempre, pero cada movimiento le costaba; sus brazos parecían de plomo. Pese al dolor atroz de la cabeza, logró preparar el fardo con sus pertenencias. Dobló con sumo cuidado el precioso vestido verde que le había regalado la señora de Bethune y que hacía relucir más aún el verde hierba de sus ojos. Como siempre, se llevó consigo una pila de paños de lino, una pequeña tea, pedernal, eslabón y yesca, y también algunos víveres. Cogió el paño de Aelfgiva, que guardaba como un tesoro, lo acarició con la mejilla y recordó con melancolía a la vieja curandera. También guardó en el fardo todos los objetos que le traían recuerdos: el peine que le había regalado Claire, la figurilla de san Cristóbal que le había tallado Jacques, las cintas para el pelo que, pese a la insistencia de Claire, nunca se ponía, y la piedra brillante de Tancarville. Rose la había encontrado nada más arribar a puerto y se la había regalado a Ellen como símbolo de su amistad. A pesar de que Rose la había delatado, Ellen aún la llevaba consigo a todas partes. Le cayó una lágrima por la mejilla, pero enseguida se la secó con la manga y se ciñó el cinto del que colgaba el cuchillo de Osmond, el odre del agua y una escarcela. La mayor parte de su dinero lo guardaba bajo la ropa. En la escarcela del cinto tintineaban tan sólo las monedas justas para pasar los próximos días. En caso de ser atacada, con suerte los ladrones creerían que llevaba todo su dinero ahí.

En Tancarville siempre se había cortado su reluciente cabello pelirrojo a la altura de la oreja, pero desde entonces le había crecido y le alcanzaba ya hasta los hombros. Era espeso y ondulado, casi rizado, y casi tan rebelde como ella. Cuando trabajaba le caía por la cara, así que se lo recogía en una coleta corta con una simple cuerda. Una corona de rizos decoraba su alta frente. Las pocas pecas que había tenido de niña sobre la nariz se habían convertido en verdaderas islas de efélides que hacían parecer más atrevida su pálida tez y más delicado su rostro. Bajo las espesas cejas pelirrojas, sus ojos verdes fulguraban como esmeraldas engastadas en cobre.

Suspiró. Si bien hacía ya meses que no pensaba más que en marchar de allí, la partida le resultaba difícil.

—¡Siempre puedes cambiar de opinión! —dijo Claire al despedirse.

Ellen sacudió la cabeza con valentía.

—Ahora tengo que seguir mi propio camino.

Había vivido casi tres años en Bethune. Después de la boda, Claire y Guiot la habían convencido para que se quedara Con ellos a pasar el invierno. Por fin había llegado el día en que debía separarse de sus amigos.

—Claro. —Claire asintió.

Ellen abrazó a Guiot.

—Cuida bien de ella, ¿me oyes?

—Puedes dejarla en mis manos, que la cuidaré bien —repuso él con seriedad.

Ellen tragó saliva.

—Válgame Dios, parece que fuera mi madre en lugar de mi amiga… —apuntó Claire con un suspiro.

—¡Mira, Guiot, ahí viene tu padre! —exclamó Ellen con alegría al distinguir al viejo Jean a lo lejos.

Quería mucho al anciano, pues le recordaba a Osmond.

—Me habría sentido orgulloso de tener una hija como tú —le susurró él al oído, poco después, mientras la abrazaba.

Ellen perdió entonces la serenidad y rompió a llorar. Jean le dio unas palmaditas en el hombro para consolarla.

—¡Mirad, ahí llegan caballos! ¡Creo que es Adelise de Bethune! —exclamó Claire, alzando la voz más de lo necesario, e hizo señas.

Ellen se enjugó una lágrima y vio que su amiga tenía razón.

La señora de Bethune desmontó, la abrazó y la miró fijamente a los ojos:

—Lleva mucho cuidado, Ellen. ¡Gauthier, el poni! —ordenó a un hombre de su séquito.

El caballero Gauthier le entregó a Ellen las riendas de un animal pequeño y hermoso.

—Viajar a caballo es más cómodo, más rápido y, sobre todo, más seguro. Atiende al nombre de Nestor, es manso como un cordero y muy adecuado para una amazona poco experimentada —explicó el hombre con una sonrisa.

—¡Es tuyo! —corroboró Adelise de Bethune, y le guiñó un ojo en actitud conspirativa. «Las mujeres debemos ayudarnos entre nosotras», parecían decir sus ojos astutos.

—Gracias, madame. ¡Os lo agradezco muchísimo!

—Ah, sí, casi se me olvida. Esto me lo ha dado mi hijo. Me ha pedido que te diga que nunca te olvidará y, para que tú no lo olvides a él, ¡quiere que lleves esto contigo! —Sacó un pañuelo de seda y lo desdobló.

En la tela había un mechón de pelo castaño oscuro con algún reflejo rojizo. Estaba atado con una pequeña cinta.

Ellen, conmovida, sonrió al ver el pelo del niño.

—¡Buen viaje, Ellen! —Adelise de Bethune montó, se despidió de ella con una grácil cabezada y se alejó a galope.

Claire abrazó a Ellen una última vez. No quería soltarla.

—Vuelve a visitamos siempre que quieras. ¡Te recibiremos con los brazos abiertos! —dijo, emocionada, mientras Guiot asentía con aquiescencia.

—Gracias… por todo —susurró Ellen con gran pesar en el corazón.

—¡Bueno, vamos a ver cómo conseguimos subirte ahí arriba! —exclamó Guiot mientras la ayudaba a montar.

Ellen se dejó hacer, aunque también sola lo habría conseguido. Nestor permaneció inmóvil y tranquilo hasta que le chasqueó la lengua y le hincó los talones en los flancos, y entonces echó a andar con un trote tranquilo. Seguramente no avanzaría mucho más deprisa sobre su lomo que yendo a pie, pero la abrigaría y le haría compañía. De súbito se sintió feliz de no estar sola en el camino. ¿Acaso no era la soledad un terrible tormento, como la enfermedad o el hambre?

Jacques corrió aún un rato junto a ella, hasta dejar atrás el pueblo.

Entonces Ellen aflojó un poco las riendas. Siempre hacia delante, allí, en algún lugar, la aguardaba su futuro.