Más de dos años llevaba ya Ellen en Beuvry, la pequeña aldea perteneciente a Bethune, y cada vez pensaba más a menudo en partir de nuevo. Lo único que le impedía decidirse era la idea de dejar a Claire en la estacada.
La Pascua había pasado y el sol de la primavera conjuraba los oscuros recuerdos del frío y cruel invierno cuando Guiot de Bethune regresó. Su padre lo había hecho marchar junto a un extraño siendo aún un chiquillo, hacía casi quince años. No sólo los viejos que aún lo recordaban cuchicheaban sobre su historia, también los jóvenes, que no lo conocían, se preguntaban qué lo traería de vuelta al pueblo.
Cuando Claire y Ellen llegaron al pozo, allí no se hablaba de ninguna otra cosa:
—¿Lo habéis visto ya? —preguntó Adele, y miró a las demás con gran expectación.
No tenía ni veinte años y se había quedado viuda. Su año de luto había terminado hacía un mes y ya podía empezar a pensar en una nueva unión. Cualquier hombre nuevo en el pueblo era muy bien recibido.
Las gemelas Gwenn y Alma zarandearon la cabeza. Lo hicieron las dos a la vez, igual que lo hacían todo siempre.
Morgane, por el contrario, se sonrojó:
—¡Es muy apuesto! —admitió con rubor.
—¡Cuenta, cuenta! —exclamaron todas a una.
—Es muy alto y fuerte. Lo vi ayer, se está construyendo un taller junto a la cabaña de su padre —explicó Morgane, algo más segura de sí misma.
—¿Cómo sabes tú eso? A lo mejor no era más que un cobertizo, ¿o acaso te ha explicado algo en persona? Habla, ¿has conversado con él?
Adele puso los ojos en blanco y le salieron unas ronchas rojizas en el cuello, como siempre que se exaltaba.
—¡Ea, cuenta de una vez! —la apremiaron Gwenn y Alma.
Sin embargo, antes de que Morgane pudiera decir más, Claire intervino:
—¡No os traerá ninguna alegría!
Las jóvenes la miraron con asombro.
—Guiot siempre ha sido un zángano, seguro que en eso no ha cambiado —añadió Claire con cierto desdén.
Nada dijo del día, hacía muchos años ya, en que la había acorralado contra una pared de detrás del granero del pueblo y le había posado sus labios en los suyos con una promesa de amor eterno. Para ella, que no tenía entonces más que once años, no había significado nada. ¿Por eso debían pensar las demás que competía con ellas en el mercado del matrimonio? Guiot no le interesaba en lo más mínimo, y aquel beso, a fin de cuentas, se lo había robado.
—¿Lo conoces? —Morgane miró a Claire con embeleso.
—Lo conocía, pero no tengo ningún interés en continuar esos conocimientos. ¡Es todo vuestro, hermosas!
Iba a marcharse ya cuando Morgane la agarró de la manga.
—Mi padre no puede pagar una dote, ¿crees que me aceptaría de todas formas? Bueno, en caso de que le guste…
—Ay, Morgane, no quieras lanzarte a su cuello, hay muchísimos hombres que… —Claire no pudo terminar la frase porque Adele la interrumpió:
—Por si no te habías dado cuenta, queridísima Claire, en nuestro pueblo hay, por cada hombre aún soltero, incluidos los viudos, al menos dos mujeres jóvenes en edad casadera. Y, si de ahí excluyes a los muertos de hambre que jamás serán capaces de alimentar a una familia, y también a los viejos que es como si ya estuvieran muertos, no hay mucho donde elegir.
Adele habló con rabia, con la voz casi crispada. Los ronchones no sólo le cubrían el cuello, sino también las mejillas y la frente. Quizá se extendiesen incluso bajo su cabello, muy rubio y algo ralo. Quién sabía si, con la suficiente exaltación, llegarían a alcanzarle también manos y pies.
—La que no encuentre un marido entre nosotros puede pedirle a la señora que interceda por ella. No en balde pertenecen también a Bethune muchas otras aldeas, y no en todas partes escasean tanto los hombres como en Beuvry. Seguro que hay uno decente para cada una de vosotras —dijo Claire, intentando calmar los ánimos soliviantados.
Toda compasión, acarició la melena de Morgane, negra como la pez. No tenía más que dieciséis años y ya la reconcomía el miedo a morir siendo una vieja solterona.
—¡Pues a mí me ha parecido simpático! —exclamó esta.
Claire se encogió de hombros, rindiéndose. En su día, ella no había podido escoger al padre de Jacques. Su matrimonio había sido acordado por su padre y la antigua señora de Bethune, suegra de la actual. Su intención había sido que el vainero se estableciera en el pueblo, pues en los alrededores no había ninguno de estos artesanos y los forjadores, no obstante, necesitaban de su trabajo. Esa fue la razón por la que le ofrecieron una joven novia y, por dote, una casita en Beuvry. Para el padre de Claire había sido un buen negocio, pues había podido casar a su hija menor con un artesano decente y sin coste alguno.
En el primer encuentro con su futuro esposo, Claire no había podido sonsacarle mucho. Pese a todo, al final había demostrado ser un buen marido; tranquilo, incluso algo reservado, pero nunca le había pegado y le había enseñado todo cuanto sabía. De esos enlaces matrimoniales suscitados por un supuesto e incierto sentimiento amoroso, Claire nada sabía. Un hombre tenía que tratar bien a su esposa y a sus hijos, y poder sustentarlos; eso era lo único que contaba.
Morgane no había saciado todavía su curiosidad y sacó a Claire de sus cavilaciones:
—Dicen que su padre lo vendió hace años. ¿Será cierto? —preguntó, y la sola idea hizo que sintiera escalofríos.
Claire se encogió de hombros, impasible.
—Nadie lo sabe. Un extraño llegó por entonces al pueblo. El viejo Jean, el padre de Guiot, lo trajo consigo. Aquel mismo día se marchó llevándose con él al muchacho. Jean nunca dijo una palabra respecto de adónde lo había enviado; por eso en el pueblo todos creyeron que había vendido a Guiot. Se lo tomaron a mal y desde aquel día rehuyeron al viejo, pues, aunque Jean no era más que un sencillo jornalero, tampoco era tan pobre como para tener que convertir en dinero a su único hijo —explicó Claire.
—Tan mal no puede haberle ido a Guiot. ¡Si no, no habría vuelto con su padre!
Estaba visto que Morgane había decidido ponerse del lado de padre e hijo.
—Puede ser, pero la verdad, a mí lo mismo me da dónde haya estado. Lo primordial es que no nos traiga problemas aquí. Lo que es por mí, ya puede dar media vuelta e irse de nuevo por donde ha venido —dijo Claire con aspereza.
El regreso de Guiot no le agradaba. Al pensar en él se desataba en su interior un tremor amenazante, y eso no le gustaba en absoluto.
Para fastidio de Claire, efectivamente, después de reparar el tejado de paja de la cabaña de su padre, Guiot había construido un taller y anunció entonces por doquier que se había hecho vainero. Se desplazó por los alrededores y se presentó ante los forjadores para ofrecer su trabajo.
—Y ha tenido la desfachatez de no aparecer por aquí siquiera para decirme en persona que quiere establecerse como vainero, aunque ya haya un taller. Sería lo mínimo que debería haber hecho —exclamó Claire acalorada, sin darse cuenta de que tenía a Guiot detrás, en la puerta.
No se había percatado de las miradas de advertencia de Ellen.
El joven esbozó una sonrisa resplandeciente, se descubrió la cabeza e hizo una reverencia.
—Tenéis toda la razón, buena señora. Debería haber venido antes. Al saber que vuestro marido murió hace cierto tiempo, pensé que ya no habría ningún vainero en Bethune. Creí que había sido una señal del Cielo, que quería al fin enviarme de nuevo a casa —explicó con afabilidad.
Claire dio media vuelta sin salir de su asombro; sentía palpitar la sangre en su cabeza.
—Sin duda imaginaréis lo espantosamente mal que me siento, pues aquí nadie me necesita —dijo Guiot con mirada de perro triste.
Claire asintió con satisfacción. Le estaba bien merecido.
—Todos los forjadores a quienes he visitado nos han mirado a mí ya mi trabajo con recelo. Ni siquiera han querido examinar las muestras de mi artesanía y enseguida me han dicho que no necesitaban de mí. No entiendo por qué reaccionan de una forma tan negativa; mi trabajo es bueno, de eso estoy convencido.
Claire espetó un respondón:
—¡Bah!
Pero Guiot no se dejó desalentar. Sus ojos oscuros refulgían como antaño bajo su cabello revuelto y rizado. Claro que había envejecido, a fin de cuentas no era más que un chiquillo en aquel entonces, pero la picardía y el brillo de sus ojos seguían allí.
—El quinto o el sexto se ha compadecido de mí y me ha explicado que mi trabajo no es mejor que el vuestro. A mí no me conocen y no ven motivo para poner en juego una relación comercial que siempre les ha funcionado bien. ¡Por mi honor os juro que no sabía que habíais continuado ejerciendo el oficio de vuestro difunto esposo! —La miró con ojos suplicantes, pero sus encantos dejaron a Claire impasible.
«¡Por su honor! —pensó con desprecio—. ¿Cuánto puede valer eso?».
—Pues ahora ya lo sabéis, así que recoged vuestras cosas y seguid camino. Aquí no hay sitio para vos —repuso ella con rebeldía.
—Mi padre es mayor, debo ocuparme de él. Hace tiempo que su trabajo no le da para vivir…
—Sois fuerte. ¡Ofreceos como mozo de labranza o jornalero! —lo atajó Claire con frialdad.
—Pero es que amo mi oficio —repuso Guiot con pesar. Sus ojitos tristes seguían sin surtir efecto alguno.
—Bueno, me alegro mucho por vos, pero ¿qué tiene eso que ver conmigo?
Aunque el amor por la artesanía lo honraba, Claire no tenía ningunas ganas de seguir con esa conversación. La presencia de aquel hombre le causaba un gran malestar.
—Acaso pudierais darme trabajo —dijo Guiot en voz baja, y su rostro se iluminó por un momento, como si acabara de ocurrírsele la idea.
Ellen, que había seguido el diálogo entre ambos con curiosidad, se sonrió al percatarse de su picardía. Seguramente había ido a verla ya con la intención de pedirle trabajo.
—Nos las apañamos muy bien sin vos —repuso Claire, gélida.
Se había molestado porque Guiot hablaba con ella como si fuera una extraña. «Si de verdad no me recuerda, se merece doblemente no saber qué hacer ahora», pensó, airada.
—Si me lo permitís, volveré a pasar por aquí algún otro día. —Hizo una reverencia.
—Pasad, si no tenéis más remedio, pero será mejor que no os hagáis ilusiones —repuso Claire, y se concentró de nuevo en el trabajo.
El resto del día estuvo de especial mal humor, y Ellen decidió dejarla hasta que se hubiera serenado. En aquellos años había llegado a conocer lo suficiente a Claire como para sospechar por qué se mostraba tan reservada. ¡Tenía miedo! La cuestión era: ¿de qué?
—No parece que sea un mal hombre, ese Guiot —comentó Ellen en la cena, como de pasada.
—De niño lo adoraban todas las chiquillas; sus grandes ojos castaños las enamoraban. Apenas ha regresado y ya vuelven todas otra vez a las andadas. Hombres como ese son venenosos. Les hará perder la cabeza una detrás de otra, y a todas las hará infelices. Adele, Morgane y todas las demás.
«Vaya, vaya, conque sus ojos castaños», pensó Ellen con regocijo, pero se guardó mucho de dejar que se le notara.
Claire masticaba su pan sin ganas.
—Lo peor es que quiere quitarme los encargos.
—Pero si te ha dicho que no sabía…
—Disparates —interrumpió Claire de mala manera—. Eso no son más que cuentos. Estoy segura de que lo sabía muy bien, pero se habrá dicho que una mujer no podía ser un adversario muy difícil de vencer. Los hombres como él creen que pueden permitírselo todo.
—Pero si quiere trabajar para ti… ¿qué tienes en contra?
—Oh, hay muchísimos motivos —respondió Claire un poco demasiado deprisa.
Ellen la miró esperando una explicación, pero ella siguió comiendo en silencio.
—¿Y qué motivos son esos? —insistió Ellen al cabo.
Claire tragó un bocado.
—Bueno, está el jornal, por ejemplo. Los forjadores me han hecho rebajar el precio porque soy mujer. A él tendrían que pagarle más, esa es la única razón por la que yo les intereso más que él. ¿Lo entiendes ahora? Si yo tuviera que pagarle a él, no podría mantener ese precio rebajado. —Alzó la barbilla—. Además, no quiero tenerlo por aquí y ya está. ¡Es peligroso! —Casi gritó esa última palabra.
«A mí me parece más peligroso para tu corazón que para tu negocio», estuvo a punto de contestar Ellen, pero lo dejó correr.
—Hace mucho que sé a lo que está jugando, no soy boba. Como no ha conseguido nada con los forjadores, ha pensado que podría trabajar una temporada para mí. Y cuando todos lo conozcan, al final preferirán el trabajo de un hombre. Seguro que ese cálculo también le sale bien.
Ellen asintió pensativamente. Los argumentos de Claire, a fin de cuentas, tenían mucho sentido. Además, también conocía a Guiot mejor que ella.
—Entonces deberías cuidar de que no se convierta en tu enemigo.
—De ninguna manera pienso amilanarme ante él. Lo mejor es que se marche y pruebe suerte en algún otro lugar.
Ellen tenía pocas esperanzas de que Guiot fuese a hacerle ese favor. Seguramente Claire pensaba lo mismo y por eso estaba tan enfadada. Guiot había invertido sus ahorros en el taller, y Bethune era su hogar. Visto así, tampoco Ellen se habría dejado disuadir a la primera.
—Si de todas formas no está dispuesto a marcharse del pueblo, también existe otra solución para tu problema: cásate con él —dijo, medio en chanza.
Claire palideció.
—¡Jamás! —exclamó, y miró a Ellen indignada.
Guiot volvió al taller al cabo de una semana nada más.
—Morgane me ha estado preguntando por el pasado. No sé cómo no caí antes, en cuanto oí tu nombre. Eras una niña muy guapa, pero que te hayas convertido en una mujer tan fuerte y hermosa… —Sacudió la cabeza con incredulidad.
Ellen reparó en el tono íntimo que se permitía darle a sus palabras y se preguntó cómo reaccionaría Claire. Sin embargo, la vainera no dijo nada. Ni siquiera levantó la vista de su trabajo, como si Guiot no estuviera allí.
—Aunque por aquel entonces ya eras una cabezota, la verdad —continuó diciendo él, y sonrió—. Y una atrevida. ¡Cuando pienso en cómo me arrastraste tras el granero…!
Fue al oír eso cuando Claire perdió la compostura, y precisamente eso había pretendido él, con toda seguridad.
—¿Que yo te arrastré tras el granero? ¡Fuiste tú el que, sin preguntarme nada, me dio un beso baboso y repugnante y me juró amor eterno, como si yo te lo hubiera pedido!
—Y al regresar ni siquiera te he reconocido. ¡Sé que ha sido inadmisible! —concedió, compungido—. ¡Y eso que nunca te he olvidado! Te has convertido en una mujer muy bella. —Guiot suspiró y volvió a sonreír.
Claire seguía fuera de sí:
—Me es absolutamente indiferente que me hayas reconocido o no, igual que tus infantiles promesas de amor, que no significan nada. Ve a engatusar a Morgane con tus susurros, aún es lo bastante joven para picar con algo así. —Claire le volvió la espalda con ira.
—Morgane —dijo él largamente—. Muy guapa, pero aburrida. Las mujeres con experiencia me resultan más interesantes.
Guiot le guiñó un ojo a Ellen, que estaba sentada a la mesa con una sonrisa en el rostro.
Claire se dio cuenta y fulminó a la muchacha con una mirada severa antes de volverse de nuevo hacia él:
—¡Fuera de aquí, descarado! —vociferó.
Guiot bajó la cabeza, se despidió de Ellen con un gesto y se marchó.
Ella no le veía nada de insidioso, pero la furia de Claire arreció más aún:
—¿Por qué no desaparece de una vez ese zángano? —refunfuñó cuando ya se había marchado del taller.
Guiot las visitaba cada vez más a menudo para pedir trabajo o repartir halagos, y en cada ocasión Claire perdía los nervios.
Un día que él fue, la vainera había salido.
—¿Puedo ayudaros en algo? —preguntó Ellen con cortesía.
—Bueno, podríais interceder por mí con buenas palabras. —E inclinó la cabeza como un cachorro suplicante.
Ellen se echó a reír.
—Eso no serviría de mucho. Además, no sé por qué habría de hacerlo.
—¡Convenceos con mi trabajo!
Le mostró a Ellen las dos vainas que llevaba consigo. Estaban trabajadas con esmero, llevaban bellas decoraciones y eran técnicamente impecables. «Claire valoraría mucho su trabajo si él le gustara un poco menos», pensó la muchacha.
De pronto Claire apareció en la puerta.
—¿Está intentando conquistarte? Ya te había dicho que les pone ojitos a todas. —Lo fulminó con la mirada.
—Válgame Dios, ¿no está preciosa cuando se enfada? —preguntó Guiot mirando a Ellen.
—Esto son trabajos suyos. Quería enseñártelos para convencerte, pero no estabas, así que los he examinado yo. —Ellen mantuvo un tono deliberadamente calmado al pasarle las dos vainas a Claire.
Para sorpresa de todos, esta examinó las piezas, tal vez porque era la mejor opción para no tener que mirar a Guiot a los ojos.
—¡Un trabajo esmerado! No tengo nada que decir en su contra pero ¡ya te he explicado que no necesito tu ayuda! —La mirada de Guiot se posó en el montón de trozos de madera cortados ya a medida. Parecía una buena cantidad de trabajo. Claire siguió su mirada y se sonrojó, pues acababa de quedar como una embustera—. No puedo pagarte un buen jornal, aunque tenga muchos encargos —explicó con bochorno.
Guiot asintió con comprensión.
—¿Qué te parecería, entonces, si nos casáramos? Así podríamos trabajar juntos. Esa sería la solución a nuestro problema, ¿no crees? —Su voz era objetiva, pero en sus ojos resplandecía la pasión.
Claire se lo quedó mirando, desconcertada.
—¿A nuestro problema, la solución a nuestro problema? Yo no tenía ningún problema hasta que apareciste. Siempre he cuidado bien de nosotros y he salido adelante. ¿Por qué tendría que someterme de pronto a un hombre como tú?
—¿Porque me amas? —Guiot sonrió con ingenuidad.
—¡Fuera de mi taller, y que no vuelva a verte por aquí, ¿me oyes?! ¡Antes preferiría desposarme con un viejo apestoso que contigo! —espetó Claire.
Guiot bajó la mirada. «Parece un hombre muy enamorado», pensó Ellen, sintiendo lástima por él.
Sin añadir más, salió del taller.
Desde la proposición de matrimonio no había vuelto a pasar por el taller. Al principio parecía que a Claire le importaba poco, pero al cabo de un tiempo a Ellen le dio la impresión de que miraba a la puerta más a menudo que antes.
—¿Ves? Desde el principio he dicho que hombres como ese no valen de nada. De repente vuelve, después de todos estos años, me propone matrimonio a todo correr y desaparece de nuevo. ¿Te imaginas lo boba que parecería ahora si le hubiese dicho que sí? —comentó un día, acalorada.
—Ay, Claire, ¿es que sigues sin darte cuenta de que, si se ha marchado, es por ti? Además es verdad que lo amas; ¿por qué no has querido casarte con él?
Era evidente que había sido un lance de la fortuna, pero Claire se había negado a aceptado.
—¿Qué crees que habría cambiado eso? ¿Acaso no has visto cómo lo miraban las demás mujeres del pueblo? ¡Jovencitas guapas como Morgane!
—Pero él te ama a ti.
—Yo lo veo de otro modo. Los hombres no son capaces de sentir amor de verdad. Desean, sobre todo, lo que no pueden tener. Me quería a mí porque lo rechazaba, pero en cuanto nos hubiéramos casado, habría deseado tener a otras en lugar de a mí. Un matrimonio contraído por amor nunca dura, así es la naturaleza de las cosas. ¡Sólo te hace infeliz!
Entonces Ellen comprendió: ¡Claire tenía miedo del amor!
—Se ha marchado y eso es lo mejor. ¡Créeme! —zanjó la vainera, y Ellen se preguntó a quién quería convencer con eso.
Desde la marcha de Guiot, Claire trabajaba como una posesa. Si bien se esforzaba mucho por parecer contenta, lo conseguía sólo a medias. Ya nunca sonreía, y comía poco y sin gana.
Aquello no podía continuar así. ¡Claire era más tozuda que una mula! No sería fácil lograr que cambiara de opinión respecto al amor, y aunque parecía que ya era demasiado tarde, Ellen estaba decidida a ayudar a aquellos dos. Debía encontrar un camino para la felicidad de ambos. Guiot volvería a hacer feliz a Claire, y Ellen podría entonces proseguir su camino sin cargo de conciencia.
Las mujeres de la aldea que se habían hecho ilusiones de convertirlo en su marido se preguntaban qué podía haber sucedido para que el alegre Guiot hubiese cambiado tan de repente. Ya nunca iba a charlar al pozo, y por las tardes tampoco se sentaba con su padre delante de la cabaña. Cuando lo veían en cualquier lugar, parecía triste y abatido.
Dos semanas después, Morgane lo vio marchar. Su padre lloraba apoyado en la valla mientras Guiot lo abandonaba. Todo el pueblo cuchicheaba sobre por qué no se habría quedado.
—Disculpad si os molesto, ¿tenéis un momento que dedicarme? —preguntó con cortesía al abrir la puerta de la cabaña del viejo Jean.
—Adelante, niña, adelante —repuso el hombre con afabilidad. La sala estaba sorprendentemente limpia y arreglada. En el suelo de barro hollado había esteras de paja, y la cama de madera del rincón tenía sábanas limpias. En una pared había varios ganchos para colgar ropa. Tres de ellos estaban desocupados: sin duda ahí habían colgado las cosas de Guiot.
—Siéntate.
El anciano señaló hacia dos sillas que había junto a una mesa, cerca de la chimenea. Se lamió los labios agrietados y sacó dos tazas y una jarra de cerveza desabrida. Sirvió la bebida y le acercó a Ellen una taza. Después dio un gran trago de la otra y se sentó.
—Vengo por Guiot —dijo Ellen, y al instante lamentó haber comenzado con esa frase. El viejo no debía pensar que era ella quien estaba interesada en su hijo. Así que añadió enseguida—. Y por Claire.
El anciano se quedó mirando al vacío.
—Lo crie yo solo, su madre murió muy joven. El chico era todo cuanto tenía, pero aun así lo envié lejos para que aprendiera un oficio y algún día le fuera mejor. Tuve que ahorrar mucho y trabajar más aún para poder pagar su aprendizaje, pero valió la pena.
El anciano, azorado, intentaba enjugarse las lágrimas que arrabasaban sus ojos.
Ellen cogió su mano arrugada y áspera y la apretó con cariño.
—Cuando murió el marido de Claire, viajé hasta Eu y le pedí a Guiot que volviera, pero él no quiso. «¿Sabes cuántos se lanzarán ahora sobre su viuda?», me preguntó. «Aquí me va bien», dijo, pero al cabo de un tiempo se presentó a mi puerta. No sabes la alegría que me llevé.
Ellen recordó a Osmond. Cuánto le gustaría volver a verlo… El anciano se echó un par de buenos tragos. Su nuez bailó arriba y abajo; después prosiguió:
—De niños, Claire fue su gran amor, pero al regresar no la reconoció. Tendrías que haberla visto de niña. Claire era como un palo de escoba, no especialmente guapa, pero sí vivaracha y bastante descarada. No fue hasta convertirse en muchacha cuando afloró su belleza. El matrimonio y el niño le sentaron bien, la hicieron más sensata. Guiot se enamoró de ella el primer día tras su regreso y, cuando supo quién era, tomó una firme decisión. «Me casaré con ella», me dijo, y se lo veía muy feliz. Me habría alegrado por él, pero cada vez que iba a visitarla volvía a casa abatido. Había esperado que Claire cambiase de opinión, pero ella siempre lo rechazaba. Está enfermo de amor. Dice que sólo podrá olvidarla si no la ve más. —La voz del anciano era amarga—. No es peor que su primer marido. Aunque sólo fuera por su trabajo, habría sido adecuado para ella.
—Y es el adecuado para ella —dijo Ellen con mucho énfasis—. Claire también lo sabe, pero tiene miedo.
El viejo la miró sin entender qué quería decir.
—¿Qué clase de tontería es esa? ¡Guiot no le haría daño a una mosca!
—¡No, no, no tiene miedo de que le pegue! —lo tranquilizó Ellen—. Teme perder su amor cuando estén juntos.
—¿Lo envía lejos porque tiene miedo de perderlo? —El viejo no lo entendía.
—Claire cree que los hombres son infieles y piensa que, ahora que ha conseguido que Guiot se marche, sufrirá menos que si algún día llegara a engañarla. —Ellen respiró hondo.
—Que las mujeres siempre tengan que hacerlo todo más complicado de lo que es… —reflexionó el anciano, y sacudió la cabeza con desaprobación.
—En eso puede que llevéis razón, pero precisamente por ello estoy aquí. Alguien tiene que conducirlos hacia su felicidad. Yo estoy en deuda con Claire y quiero ayudarla. No quiere admitirlo, pero es muy desgraciada porque Guiot se ha marchado.
—Le está bien merecido —masculló el viejo.
—Ama a Guiot, y con una pequeña artimaña conseguiremos que acceda a casarse con él.
Ellen sonrió de un modo significativo.
—Ya es demasiado tarde —dijo el viejo Jean sin hacerse ilusiones.
—Yo creo que no. A menos que no sepáis adónde ha ido vuestro hijo.
—Quería regresar a Eu.
—Entonces, esperemos que siga allí, ¡porque tengo una idea para que consigamos llevar todo esto a buen puerto! —Ellen sonrió al anciano y se levantó—. No perdáis la esperanza. ¡Con un poco de suerte, vuestro hijo volverá pronto! Pero… —Ellen se llevó el dedo índice a los labios y adoptó una expresión grave—. Ni una palabra a nadie o, si no, mi plan no dará resultado. No lo olvidéis.
El anciano asintió con seriedad, aunque incrédulo, y acompañó a Ellen a la puerta.
«Tengo que conseguirlo», pensó ella, y se frotó las manos. Sabía exactamente cómo unir de nuevo a los dos enamorados, de manera que se apresuró hacia el castillo con mucho brío.
—¿Qué quieres? —preguntó el guardián de la puerta, interponiéndose en su camino—. Nunca te había visto aquí.
—Soy de Beuvry y quiero hablar con la esposa del abogado.
—¿De qué se trata? —preguntó el guardián sin ninguna intención de dejada pasar.
—Eso a vos no os concierne. La señora me conoce, le salvé la vida a su hijo. Si no me creéis, id a preguntarle. Me llamo Ellenweore.
Ellen se irguió ante él como antes, cuando fingía ser oficial herrero. Su imponente actuación hizo que el joven guardián vacilara.
—Por mí, adelante. Preséntate en la torre —dijo, y mientras la dejaba pasar, se tomó la molestia de hacerle ver que no estaba impresionado.
El segundo centinela fue más amable. Señaló a un extenso prado que había tras la torre.
—La señora está allí con sus hijos, puedes ir a su encuentro.
Ellen la vio desde lejos y no pudo por menos que quedar maravillada ante su belleza. Estaba sentada en la hierba con su benjamín, bromeaba con él y lo acariciaba. Dos ayas jugaban al corro con los más mayores, reían y bailaban con gran alborozo. Adelise de Saint Pol se había casado muy joven con el abogado de Bethune y le había dado numerosos hijos e hijas, a quienes criaba con mucho amor. El mayor de todos ya se había ido del castillo de sus padres.
—¿Cómo estás, Ellen? ¡Tienes muy buen aspecto! ¿Y Jacques y Claire, están bien?
La señora la recibió con su pequeño en brazos, permitiendo con placidez que este le tirara del pelo.
—Estoy preocupada por Claire, madame, y quisiera pediros ayuda, aunque hace tiempo que saldasteis ya nuestra deuda con vuestra generosidad.
—¿Qué le sucede a Claire? ¿Está enferma?
Adelise de Bethune parecía inquieta.
—Temo que pronto lo esté si no encontramos una solución.
—Ven, siéntate un momento.
Sin embargo, aun antes de que Ellen se sentara en la hierba, el pequeño Baudouin vio quién era y corrió hacia ella.
—¡Mi ángel, mi ángel! —exclamó riendo, y Ellen no pudo evitar ir al encuentro del pequeño pillastre.
Cuando se inclinó sobre él, el niño se acurrucó contra ella y le echó los brazos al cuello.
—¡Cómo has crecido! —constató Ellen.
—¡Cuando sea mayor, quiero ser caballero! —repuso el niño con orgullo, y la miró seriamente—. ¡Entonces podrás pedirme lo que quieras!
—Ten cuidado con lo que prometes, a ver si se me ocurre pedirte que te cases conmigo cuando sea una vieja solterona… —Ellen le sonrió.
—¡Tú no harías eso! —exclamó el niño, indignado—. ¿Verdad? —preguntó después con inseguridad, y se ganó con ello las carcajadas de su madre y de las ayas.
—Ve a la cocina con Hawise, Baudouin. Ocupaos de que haya pastel para todos y traed también zumo de manzana; lo tomaremos aquí, en el jardín —ordenó la señora a su hijo, e hizo señas a una de las ayas.
—¡Sí, sí! —gritó el niño, y salió corriendo.
—Bien, ahora podremos conversar un rato sin que nos molesten. Dime, ¿qué sucede con Claire?
Ellen le explicó de principio a fin lo que había pasado y le habló de sus intenciones. La señora de Bethune parecía preocupada pero, con cada palabra que oía, su rostro se iluminaba cada vez más.
—Es una idea maravillosa, Ellen, muy artera, pero espléndida. Naturalmente que te ayudaré.
Baudouin le llevó zumo y pastel a Ellen, que acabó con una mancha pegajosa en el vestido, pues el pequeño se había arrimado a ella con la boca sucia para despedirse. Aunque no sabía mucho de niños, era imposible no fijarse en lo encantador que era el pequeño Baudouin. Le dio un beso en el pelo castaño rojizo y pensó un momento en el hijo que no había tenido.
—Claire no estará precisamente contenta de que haya desaparecido tanto rato, pero tendré que vivir con ello, pues es por una buena causa —le dijo a Adelise de Bethune, y sonrió.
Se despidió con una reverencia cortesana bastante conseguida y emprendió el camino a casa.
Como era de esperar, Claire estaba de mal humor por su larga ausencia.
—He ido a ver a Baudouin. No pretendía quedarme tanto, pero su madre y él han insistido en que les hiciera un poco de compañía, ¿qué iba a hacer? —explicó Ellen, disculpándose.
—¡Mira cómo te has puesto! ¡Tu bonito vestido! —la riñó Claire, que nunca solía molestarse por esas nimiedades.
—¡Baudouin, zumo de manzana y pastel! —exclamó Ellen encogiéndose de hombros.
—Ponte ahora mismo a trabajar; aún queda tiempo hasta que se haga de noche y las vainas para maese Georges todavía no están listas. Las quiere para finales de semana.
—¡Seré tan rápida como el viento! —exclamó Ellen con entusiasmo.
Claire, que antes siempre se alegraba ante los arrebatos de buen humor de Ellen, la miró con recelo.
—¿Qué son esos remilgos? ¡Ponte ya a trabajar!
Ellen no dijo nada más e hizo lo que Claire le había mandado. Se ganó un par de miradas coléricas, pues no dejaba de canturrear contenta para sí, pero ya no le importaba.
Pasaron dos semanas sin que sucediera nada. Claire trabajaba mucho y hablaba poco, y Ellen se esforzaba por hacerlo todo bien, a pesar de que últimamente era casi imposible.
Por entonces, a primera hora de una mañana de septiembre, cuando en el aire flotaba ya un frescor otoñal, unos caballeros llegaron al pueblo, y se detuvieron ante el taller.
Claire y Ellen salieron enseguida.
Era Adelise de Bethune, acompañada de unos cuantos hombres. Un joven caballero desmontó presuroso para ayudar a su señora a descabalgar. Ella esperó con paciencia a que la bajara.
—¡Señora, qué honor! ¿Qué os trae a mi casa? —preguntó Claire, saludando a la dama con cortesía y una reverencia.
Adelise de Bethune hizo una señal a uno de la comitiva para que se adelantara. Un hombre de edad avanzada, con la boca torcida y una nariz llena de verrugas, bajó con ceremonia de su corcel y se acercó. Exhalaba un espantoso hedor a sudor y pelo rancio.
—Mi querida Claire, este es Basile. Es vainero, igual que tu difunto esposo. Sé que hace tiempo que debiera haberme ocupado de que te volvieras a casar. El peso del taller es demasiado para tus delicados hombros, y aún eres joven para quedarte sola.
Claire tomó aire como si fuera a interrumpir a la señora, pero no emitió ni un solo sonido. Adelise de Bethune siguió parloteando con alegría:
—¡Mi marido desea que Basile se asiente en Beuvry y se case contigo! —Miró con una inocencia radiante a Claire, que se había quedado muda.
Ellen sospechaba cómo debía de sentirse. Claro está que podía negarse a desposarse con aquel hombre, pero entonces cabía la posibilidad de que el abogado lo casara con alguna de las otras jóvenes y que ambos se trasladaran a su casa y a su taller. Claire lo miraba con repugnancia.
Adelise de Bethune sonrió.
—Le he explicado a Basile cuánto hace que llevas el taller tú sola, y se alegra mucho de que trabajes tan bien.
—Mientras no tengamos niños, podrás ayudarme —dijo Basile con displicencia—. Pero después, ¡a la casa! —Su sonrisa desveló unos cuantos dientes podridos.
Claire bajó la mirada.
Basile se apoyó en las jambas del taller y contempló el lugar de trabajo de Claire con una campechanería tal como si ya estuviera en su casa.
—Como deseéis, madame —dijo Claire, sumisa, y mantuvo la mirada gacha para que nadie viera las lágrimas de sus ojos.
—Muy bien, Claire, entonces os casaréis. El domingo, dentro de ocho días. Ya sabes lo mucho que os quiero, por eso he decidido regalaros a Ellen y a ti un vestido nuevo para tus esponsales. Venid a verme mañana, así os tomaremos medidas. También a Jacques lo compondremos.
Adelise de Bethune sonrió con simpatía y ordenó que la ayudaran a subir a su montura.
—Venid, Basile, dejadlo ya. ¡Dentro de nada el taller será vuestro! —exclamó, y espoleó su caballo.
—¡Es horrible! —gritó Ellen en cuanto se hubieron marchado—. ¿Cómo ha podido hacerte eso?
Claire se esforzaba por permanecer impasible.
—Sólo quiere ser buena conmigo, ¿crees que mi primer marido era mucho mejor? Seguro que ese Basile también tiene su lado bueno. —Le temblaba la voz.
—Pero es viejo, y tiene unos ojos tan… Ay, no sé; penetrantes —insistió Ellen, aunque sabía que con eso torturaba a su amiga.
Sin embargo, así debía ser. Si quería que su plan diera resultado, no había alternativa.
—El abogado está en todo su derecho de buscarme marido. La casa es tan poco mía como el taller. O me caso con Basile, o tendré que marcharme de Beuvry. Jacques y yo tenemos aquí nuestro hogar, de modo que me uniré a ese hombre, aunque me ponga mala sólo con pensar en criar a sus chiquillos y compartir con él el lecho hasta el fin de mis días. ¡A lo mejor Dios se apiada de mí y muero dando a luz! —espetó.
Ellen ya estaba a punto de desvelarlo todo cuando Claire recobró el dominio de sí misma.
—Qué más da. Mi primer marido tampoco fue ninguna belleza, y, aun así, encontré el modo de arreglármelas —dijo con decisión.
Pero Claire tenía peor aspecto cada día que pasaba, y la víspera de la boda al fin se echó a llorar desconsoladamente.
Ellen la abrazó para tranquilizada.
—Lo he hecho todo mal-se lamentaba Claire con tristeza. —¡Qué tonta he sido! Seguro que no merezco otra cosa, pero no sé si seré capaz de casarme con ese individuo.
Ellen se esforzó por parecer espantada para que Claire no la descubriera. Le dolía en el alma ver a su amiga sufrir de esa manera. Un poco más y habría impedido que la pobrecilla siguiera padeciendo, pero tenía que aguantar hasta el final, aunque no le resultara fácil. Los ojos de Claire estaban rojos de tanto llorar.
—A lo mejor no llegaron a entenderse con Guiot. Si él hubiera querido, el señor de Bethune podría haber acordado una boda con él. A lo mejor, si Guiot no hubiera desaparecido tan deprisa… —Claire se ahogó en sollozos.
—¡Pero cielo, si tú misma dijiste que un matrimonio convenido es lo mejor que le puede pasar a una mujer!
Ellen se sentía avergonzada de ser tan cruel.
—Sí, ya sé que dije esa tontería. Y ahora tengo que pagar por ello. —Claire se irguió y se enjugó las lágrimas con decisión—. Mañana me desposaré con ese tal Basile, orgullosa e íntegra. Pero que no se haga muchas ilusiones con eso de que cocine para él y le dé muchos hijos —gruñó.
Ellen se obligó a asentir. A lo mejor se había equivocado con Claire y verdaderamente era tan dura como aparentaba. ¿Acabaría haciéndose a la idea de que esa boda debía celebrarse?
El día de su enlace, Claire se levantó tan temprano como cualquier jornada de trabajo. Ellen vio que iba al taller y miraba en derredor con melancolía. Todo estaba ordenado, los encargos comenzados ya estaban listos. No había ni una hebra tirada por ahí, ni una herramienta que no estuviera guardada en su sitio. Aunque ya llevaba puesto el traje de novia, Claire barrió una vez más. Parecía que en aquel taller hacía mucho que no trabajaba nadie; se enderezó y salió fuera.
Ellen la seguía con la mirada. Tendría que aunar todas sus fuerzas para conseguir llegar hasta la iglesia.
Con el rostro pétreo se encaminó poco después a afrontar su destino. No parecía una novia, sino una condenada de camino a su ejecución. Adelise de Bethune y su séquito aguardaban ya ante la iglesia. Con aparente indiferencia, Claire avanzaba hacia ellos con la cabeza bien alta pero, al encontrarse con la mirada repugnante de su futuro marido, perdió la compostura.
—No puedo —susurró con voz trémula.
Ellen fingió no haber oído nada; Adelise de Bethune ya se acercaba a ellas sonriendo. Cogió a la novia de ambas manos y la saludó con cariño.
—Pronto volverás a tener esposo, niña.
Claire sacudió la cabeza y arrastró a su señora a un aparte:
—Por favor, madame, tenéis que liberarme de mi obligación. Amo a otro hombre. Con Basile no puedo…
—Pero niña, ¿qué bobadas son esas que oigo? ¿Que amas a otro? Eso no es motivo para no casarte con Basile. Un matrimonio por amor es un disparate, créeme, sé lo que me digo.
—Eso creía yo misma hasta que regresó Guiot. Quería casarse conmigo y yo, necia de mí, le dije que no.
Claire estaba al límite de sus fuerzas.
—Bueno, entonces no habrá ningún problema y podremos celebrar tu boda —dijo Adelise de Bethune mirando a Claire con una extraña severidad—. ¡Vamos!
Claire se dio por vencida y la siguió. Con la mirada fija en sus propios pies para impedirse salir corriendo de allí, no se dio cuenta de que, entretanto, Guiot había ocupado el lugar de Basile. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
El sacerdote comenzó su sermón sobre el matrimonio, sus obligaciones y la voluntad de Dios.
Claire apenas parecía oírlo.
—Y tú, Claire, viuda del vainero Jacques y madre de su hijo Jacques, ¿quieres por esposo a Guiot, aquí presente, a su vez vainero de oficio, para amarlo y respetarlo…?
Claire alzó la mirada como una corza espantada. ¿Había dicho Guiot? Miró a su lado, donde creía que encontraría a Basile, sin poder creerlo.
Guiot le sonrió con timidez.
—¿… y serle fiel hasta que la muerte os separe, darle hijos y educarlos para que sean personas temerosas de Dios, como corresponde a la Santa Madre Iglesia, y todo ello por libre voluntad? Si quieres, responde con un sí.
El sacerdote miró a Claire con expectación.
—¡No ha sido idea mía! —le susurró Guiot, disculpándose, mientras el sacerdote seguía esperando una respuesta.
Este repitió la pregunta con mucha paciencia.
Claire se apresuró esta vez a contestar alto y claro con un sí, pese a que le temblaba la voz.
Después de que también Guiot hubiese dado el sí y de que el sacerdote los bendijera, todos los temores de Claire desaparecieron.
—¿Quién de vosotros está detrás de todo esto? —preguntó Claire a los presentes, y fulminó a Guiot y a las dos mujeres con la mirada.
Guiot se limitó a alzar las manos y miró a la señora de Bethune.
—¡Ah, no, idea mía no fue! Yo no he sido más que un instrumento —dijo, riendo, y señaló a Ellen—. ¡Sólo ella estaba en posición de tramar algo así!
—¡Ellen! —Claire estaba demasiado feliz para indignarse.
—Es que no podía quedarme de brazos cruzados mientras veía cómo mandabas al demonio tu felicidad. Es mi manera de agradecerte cuanto has hecho por mí. Hace ya una buena temporada que pienso en seguir camino y no quería dejarte sola con todo el trabajo. Y como eres una cabezota y no querías empleado, pensé que la mejor solución sería que te casaras con Guiot. Te parece bien, ¿verdad?
—Gracias —dijo Claire con voz ahogada.
Ellen sacó de pronto una corona de florecillas blancas que llevaba a la espalda y deshizo el tenso moño de la nuca de Claire para que su hermosa melena, de un rubio oscuro, cayera en suaves ondas sobre sus hombros. Después le puso la corona de flores.
—¡Eres una novia guapísima, Claire, y Guiot es un hombre con suerte!
—¡Bueno, bueno, Claire también tiene suerte, pronto se dará cuenta! —exclamó Guiot en chanza, y tiró de su novia hacia sí para darle al fin, tras tanta espera, un segundo beso.
—¿Mejor que el primero? —le susurró.
Claire se puso colorada y asintió.
Todo el pueblo se había reunido en la iglesia y rompió entonces a aplaudir. Un par de hombres soltaron fuertes silbidos con los pulgares y los índices en la boca, y el molinero sacó su pequeña flauta para tocar una alegre melodía. Las mujeres se arrancaron a cantar entonces una canción burlesca para la pareja… tal como había sido costumbre en el pueblo desde siempre. Incluso Morgane, Adele y las demás solteras parecían desearle felicidad a Claire. Tal vez creyeran que, si a una de ellas podía sucederle inesperadamente algo tan maravilloso, todas las demás tenían también derecho a esperar una sorpresa de la fortuna.
Con piernas temblorosas, el viejo Jean salió de entre el gentío, abrazó a su hijo pródigo y, sin voz, se echó a llorar de alegría.