La primera noche la habían pasado apretados junto a un fuego en el bosque, pero el frío apenas los dejó dormir. Por eso, al caer la tarde del día siguiente probaron suerte en un pequeño monasterio de monjas que estaba en mitad de la espesura, apartado de todo. Una carbonera con la que se habían encontrado ese día les había aconsejado que pidieran refugio allí para pasar la noche. El sol ya casi se había puesto y el aire volvía a tornarse tan desagradablemente húmedo y frío que su respiración alzaba el vuelo en forma de vapores blancos.
—¡Desmonta, Ellenweore! —ordenó Claire descabalgando a su vez, y llamó a la puerta de madera maciza.
La portera abrió una mirilla enrejada y exigió saber qué se les ofrecía.
—Nos estamos congelando y pedimos, por favor, un lugar donde pasar la noche, buena hermana. Me llamo Claire, soy artesana y voy acompañada de mi hijo Jacques. Por el camino de vuelta a casa, a Bethune, nos hemos encontrado con esta muchacha, digna de lástima. La habían atacado y maltratado, convenceos vos misma. —Claire empujó a Ellen hacia delante.
—A mí no me parece una muchacha —dijo la portera de mala manera.
—La vestimenta engaña, sus cosas estaban totalmente destrozadas y yo sólo tenía un par de prendas viejas de mi marido que poder prestarle. He intentado venderlas en el mercado, pero no las ha querido nadie —explicó, y Ellen se preguntó por qué mentía Claire por ella.
A Ellen empezó a darle vueltas la cabeza y de pronto se desmoronó. Claire llegó justo a tiempo de sostenerla.
—Sor Agnes es nuestra enfermera, la llamaré. Aguardad aquí —gruñó la portera; luego cerró la mirilla y se perdió en el interior arrastrando los pies.
Pasó un buen rato antes de que en la parte izquierda del muro de piedra del monasterio se abriera una puerta baja y chirriante que hasta ese momento les había pasado desapercibida. Una monja grácil se agachó para poder pasar por ella y se les acercó después con paso decidido.
—Soy sor Agnes. Nuestra hermana portera cree que a lo mejor necesitáis mi ayuda.
Entretanto, el bosque que rodeaba el monasterio se había convertido en una pared de negrura. Sólo un par de árboles solitarios se distinguían aún en la penumbra.
Sor Agnes le hizo un gesto a Claire, luego se volvió con preocupación hacia Ellen y alzó el farol que llevaba para poder verla mejor.
—Vuestro rostro parece muy maltratado, ¿os duele también el cuerpo?
—Me duele todo —gimoteó Ellen, que apenas podía sostenerse ya en pie.
La monja la palpó con destreza por encima de la camisa.
—Puede que tengáis rotas dos costillas, pero no estoy segura —murmuró después de haberlas examinado una a una.
Ellen tuvo que controlarse para no echarse a reír, pues le hacía cosquillas.
La monja tocó sus pechos como por casualidad; al parecer, tenía la labor de comprobar si Ellen era de veras una muchacha.
—Quizá debiéramos entrar, ¿no os parece? —Sor Agnes miró primero a Ellen y luego a Claire, después se dirigió a Jacques—: Parece que aún estás en edad de crecer. Seguro que tienes hambre, ¿a que sí?
Jacques asintió con brío.
—Bueno, pues mandaré decir a la hermana cocinera que te sirvan una ración como Dios manda.
El niño sonrió, loco de alegría.
—Da las gracias, hijo —murmuró su madre.
Aunque el niño era igual de alto que sor Agnes, esta le puso una mano en la cabeza para llevarlo como si fuera aún pequeño.
—¡Abrid la puerta, sor Clementine, esta noche tenemos huéspedes! —exclamó.
La portera empujó hacia un lado el pesado cerrojo de hierro y abrió con prudencia.
Ellen se fijó en que era más grande y más fuerte que sor Agnes. Seguramente por eso le habían encomendado la labor de vigilar la entrada. Pese a su talla, no obstante, parecía ser bastante más miedosa que su frágil hermana.
—Una muchacha vestida con ropas de hombre… —masculló la portera sacudiendo la cabeza—. ¡Habrase visto!
Ellen y Claire intercambiaron una breve mirada y después siguieron a las monjas por un estrecho pasillo. Las titilantes luces de sus faroles proyectaban sombras inquietantes en las paredes.
—Informaremos de vuestra llegada a la madre superiora. Seguro que más tarde os recibirá. Antes, propongo que vos vengáis conmigo —le dijo sor Agnes a Ellen cuando se acercaban a una escalera—. Y vos acompañad a sor Clementine, que os dará algo de comer y os mostrará dónde podéis dormir —le dijo a Claire, y a Jacques—. Sor Clementine, ¿seríais tan amable de pedirle a la hermana cocinera una ración especialmente abundante para nuestro joven huésped? Se lo he prometido. —Le guiñó un ojo al niño.
—Como vos digáis, buena hermana. —La portera bajó la mirada con sumisión—. ¿Estáis segura de que podéis arreglároslas sola?
Sor Agnes asintió para tranquilizarla y abrió la puerta de la enfermería del monasterio. En la pared había dos teas que proporcionaban luz suficiente para iluminar la sala. La cámara estaba limpia y olía a hierbas. La mirada de Ellen se posó en una mesa con dos sillas en la que había una jofaina y una jarra de agua. Contra la pared se sostenía una estantería de hierro con botes de barro de diferentes tamaños, pequeños cestos y dos grandes cajones de mimbre. Ellen tenía el ojo derecho muy hinchado y lo sentía latir, pero paseó la mirada por la sala. Justo a su izquierda, pegadas a la pared, había dos camas bajas de madera separadas por un cortinaje. En la más alejada había alguien. Sor Agnes acercó a Ellen.
—Sor Berthe, no os espantéis —susurró—. Esta noche tenemos visita.
La mujer tardó un momento en volverse, gimiendo. Ellen no había visto nunca una cara tan llena de arrugas. La anciana parecía débil y apenas podía hablar, pero sus ojos irradiaban bondad y experiencia. Asintió con cansancio y tendió una mano temblorosa hacia Ellen.
La muchacha estrechó con vacilación sus dedos nudosos y los acarició. Después volvió a dejar la mano de la anciana con cuidado sobre la sábana con la que estaba tapada.
Incluso en esas circunstancias llevaba la cabeza cubierta por el velo y ni uno solo de sus cabellos, presumiblemente canos, asomaba bajo él.
—Sor Berthe es la más anciana de nuestro monasterio. No vivirá mucho más. Le hemos cambiado la celda por la cama de la enfermería para que no esté tanto tiempo sola. Yo paso la mayor parte del día aquí y, mientras trabajo, le voy explicando cosas acerca de los sermones y las oraciones de nuestra madre superiora, de las novicias y de las travesuras de las pocas alumnas a quienes damos clase. También le hablo de las bondades de las hierbas curativas y comparto con ella conclusiones de mis estudios y todo lo nuevo que se descubre. Aquí rara vez tenemos visita. —La hermana Agnes acarició con cariño la mejilla de la hermana Berthe, pero esta ya había vuelto a quedarse dormida y roncaba con debilidad—. Ahora vayamos por ti, ¿qué te ha sucedido?
—Me han atacado —explicó Ellen. Las palabras, salidas de sus labios hinchados, apenas si se entendieron.
Para subrayar el deseo de no hablar demasiado, demudó el rostro un poco más de lo que habría sido necesario.
Sor Agnes se limitó a asentir y a examinar mejor las heridas de su cara.
—Puede que tengas la nariz rota —murmuró, pero ordenó a Ellen que primero se quitara la camisa con cuidado para poder palparle de nuevo las costillas.
Al tumbarse, la muchacha descansó un poco más, pero sentía cosquillas mientras los fríos dedos de la monja resbalaban por entre sus huesos. Tenía la barriga hinchada y el obligo de un azul muy oscuro.
—Te han dado un par de buenos puntapiés —concluyó sor Agnes con compasión—. El Señor habrá sido testigo y exigirá expiación en el Juicio Final —añadió meneando la cabeza, y se santiguó.
Al pensar que el Señor lo había visto todo, Ellen, avergonzada, volvió la cabeza a un lado.
—¿Has sangrado desde que te dieron la paliza? —preguntó con preocupación sor Agnes.
Ellen dijo que no con la cabeza.
—Los puntapiés tienen graves consecuencias. A veces no parece nada serio y dos días después el herido muere de sopetón. —La monja suspiró, pero luego añadió enseguida—: Perdona, no quería asustarte, acaso haría mejor cerrando la boca.
Se levantó y se acercó a la estantería de hierro.
Ellen se preguntó cómo sabía cuán peligroso podía ser un puntapié, pero no logró formular la idea por completo, pues la cabeza le retumbaba demasiado.
El orden de sor Agnes era ejemplar. Sin tener que buscar mucho, alcanzó un cesto y sacó de él un puñado de hojas secas.
—Uña de caballo —explicó—. Una infusión de esta hierba ayuda a respirar mejor a nuestra buena hermana Berthe; la bebe todos los días. A ti también te prepararé una, pero no la beberás. Te lavaremos con ella las heridas y después te pondré cataplasmas de aceite de hierba de San Juan. —Sor Agnes señaló un frasquito de barro con manchas oleaginosas—. La uña de caballo hay que guardarla en seco y consumida enseguida, pues enmohece rápido. Siempre tenemos un poco en nuestro jardín. No hace mucho que volví a secar unas hojas porque a sor Berthe le costaba mucho respirar.
Sin dejar de charlar, cogió un cazo de tres patas y lo puso en la pequeña chimenea. Lanzó unas cuantas hierbas y un poco de madera seca a las ascuas para, con ellas, conseguir enseguida un fuego que no sólo ardía, sino que además olía de maravilla.
Ellen no pudo mantener los ojos abiertos por más tiempo y se quedó dormida. Al despertar, la infusión ya estaba colada y había empezado a enfriarse.
La hermana fue aplicándole la infusión en las heridas con un paño de lino. Con cuidado pero sin remilgos, fue limpiando la sangre reseca.
Escocía, pero la muchacha apretó los dientes.
—Volveré a mirarte mejor esa nariz. Cuidado, ahora seguro que te dolerá un poco —le advirtió. Le presionó el caballete y luego movió de un lado a otro la cabeza—. Buenas noticias, no parece rota.
Dicho lo cual, la monja dio por concluido su examen médico y empezó a untarle aceite de hierba de San Juan por la cara, las costillas y la barriga.
Aunque tenía las manos más delicadas que pudiera uno imaginar, cada roce castigaba a Ellen con un gran dolor.
—Durante los próximos días deberías protegerte el rostro del sol. Si no, te saldrán unas manchas muy feas a causa de la hierba de San Juan. Pero ya verás, es lo mejor para las heridas y va muy bien para los moratones.
Ellen consiguió asentir con gran esfuerzo antes de volver a quedarse dormida. Esta vez no despertó hasta la mañana siguiente. Cuando hubo desayunado un pedazo tierno de pan blando, que normalmente sólo horneaban para la desdentada hermana Berthe, sor Agnes volvió a examinarle las heridas.
—Al menos la hinchazón ha remitido un poco. Sobre todo el ojo; ha mejorado mucho.
Claire entró justo cuando volvía a aplicarle el aceite de hierba de San Juan con suaves movimientos.
—¿Qué tal estás, Ellenweore? —Le cogió la mano y apretó con cariño.
—Mefor —dijo Ellen, y sonrió de medio lado, pues todavía no podía hablar con claridad.
—La mandíbula tiene graves contusiones, pero no está rota. Ha tenido muchísima suerte —explicó la hermana Agnes.
—¿Suerte?
El corazón de Ellen se aceleró de pronto. Por «suerte», ella entendía otra cosa.
—La madre superiora, tras escuchar el informe de sor Agnes, nos ha ofrecido que nos quedemos unos cuantos días, hasta que estés un poco mejor. De manera que no partiremos todavía.
—¿Ef que no tenéif que volver a cara? —Apenas si podía mover los labios.
—Claro que sí, pero ¿qué son unos días en toda una vida? —Claire se encogió de hombros y sonrió con buen ánimo. Parecía encontrar de lo más natural esperar a que Ellen pudiera viajar con ellos—. Cuando reemprendamos camino, le pediremos a sor Agnes que nos dé algunas medicinas para ti, ¿qué te parece?
Ellen miró a la hermana en actitud interrogante.
—Dentro de unos días las heridas más graves habrán sanado ya. Entonces sólo necesitará un ungüento que os prepararé, y pronto estará tan bien como antes —explicó la monja con una sonrisa.
—¿No meror? —Ellen fingió estar decepcionada.
—Bueno, no puedo prometerlo —repuso la hermana Agnes, riendo—, pero veo que no has perdido la alegría, y eso es saludable.
—Entonces nos quedaremos un poco más, ¿verdad? —quiso asegurarse Claire, y sor Agnes asintió.
Ellen miró a una y otra mujer repetidas veces.
—¡Gracias! —dijo en voz baja.
Disfrutó mucho de la paz del monasterio, de los cuidados de Sor Agnes y de la comida reconfortante que le servían. Pasaba casi todo el día durmiendo y, por las tardes, Claire se sentaba en su cama a explicarle los trabajos que había realizado para las monjas y lo a gusto que se sentía Jacques allí, pues aunque era cierto que le hacían ir a buscar agua y un poco de madera, recibía por ello ración doble de comida.
Ellen se recuperaba más cada día, y no había pasado una semana siquiera cuando se sintió con suficiente fuerza para ponerse de nuevo en camino. Todavía tenía el rostro y la barriga de color lila, pero la piel reventada de la ceja y los labios había tenido tiempo de cicatrizar.
Poco antes de la salida del sol del sexto día llegó el momento. Tras un sabroso desayuno, los tres se despidieron de sor Agnes y las demás monjas y partieron en dirección a Bethune. Los árboles estaban teñidos de blanco por la abundante escarcha. Ramas, hojas e incluso briznas de hierba aparecían recubiertas por una capa de hielo cristalino. Cuando el sol salió por el horizonte, coloreó la escarcha de un suave rosa, y antes del mediodía ya la había derretido toda.
—Si no nos demoramos mucho, podríamos estar en casa dentro de poco más de una semana —dijo Claire para animar a su hijo.
Era más que evidente que el chiquillo no tenía ningunas ganas de ir a pie con aquel frío sólo porque hubieran recogido a Ellen. Masculló algo, malhumorado.
Ellen, sin embargo, no era capaz de sentir lástima por el chiquillo. Ella nunca había montado en poni; a fin de cuentas, las personas tenían piernas para caminar. Le molestaban sus remilgos y, además, ella a su edad había aguantado, siendo muchacha, mucho más que él. Como Jacques no cesaba de rezongar porque no podía ir montado, Ellen se detuvo de súbito, se dejó caer del caballo apretando los dientes y le tendió las riendas.
—Veo que te molesta que tu madre me haya cedido el caballo. Así que caminaré. —Se esforzó por sonar contenida y serena.
Jacques se quedó blanco.
«O se echa a llorar en cualquier momento o le da un berrinche», pensó Ellen con asombro.
Sin embargo, el niño sacudió la cabeza con insistencia y aceleró el paso, como si el diablo en persona fuese tras él.
Según parecía, estaba dispuesto a seguir a pie. Ellen decidió montar de nuevo. Por fortuna, el poni era bastante impasible y permaneció pacientemente parado mientras ella volvía a subirse a su lomo con gran esfuerzo.
Jacques no hizo más mohines. Se esforzó por ser amable con Ellen, e incluso con su madre se portó algo mejor que antes.
—Creo que le gustas —le dijo Claire al día siguiente, no sin asombro—. No es como los demás chicos.
Ellen estaba muy de acuerdo con ella; lo consideraba infantil Y maleducado. «Seguro que lo malcría demasiado», pensó con desagrado.
—Es un poco, bueno, ¿cómo lo diría? Simple. —Claire sonrió, avergonzada.
Ellen la miró con desconcierto. Jacques nunca le había parecido retrasado, aunque eso es lo que parecían decir las palabras de Claire.
—Sólo necesita más disciplina —murmuró Ellen con cierto bochorno.
—Puede ser, a lo mejor no soy bastante severa. Su padre, Dios lo tenga en su gloria, murió hace dos años. —Claire se santiguó—. No siempre es fácil estar sola con el niño. —Se encogió de hombros, cohibida—. Desde la muerte de mi marido, llevo su taller, aunque en el pueblo todos esperaban que buscara un nuevo maestro. Si fuera tejedora de sedas o costurera, no habría sido extraño que una mujer se encargara de todo, pero siendo vainera es algo desacostumbrado —explicó.
Ellen se quedó sin aire de alegría al saber el oficio que ejercía Claire.
—Por favor, dejad que os ayude, así pagaré la deuda que tengo con vos. Aprendo rápido y tengo manos hábiles. ¡Seguro que estaréis contenta conmigo! —suplicó.
—¡Conforme!
Claire sonrió y se pasó el resto del camino explicándole con alegría una historia tras otra. Tenía algo que contar de casi todos los habitantes del pueblo en el que vivía, y, cuando al fin llegaron a Bethune, Ellen tenía la sensación de no ser del todo una extraña.
El pueblo consistía en unas tres docenas de robustas cabañas de madera y barro con los tejados cubiertos de caña, todas apiñadas alrededor de la plaza del pueblo y el camino. Cada una tenía un pequeño huerto y un pedazo de tierra fértil. En mitad de la aldea, junto al pozo, había dos viejos tilos y, detrás, una iglesia de piedra construida hacía poco.
Claire fue recibida con muchísimo cariño por los vecinos, que contemplaron a Ellen con curiosidad. Al día siguiente, cuando la vainera empezó a trabajar, insistió en que Ellen siguiera descansando.
El primer día durmió mucho aún, pero al día siguiente sintió tanto tedio que empezó a rezongarle a Claire hasta que esta le permitió por fin acompañada al taller.
La vainera trabajaba en una mesa larga en la que se amontonaban pedazos de madera, telas, cueros y trozos de pieles. En la chimenea crepitaba un fuego agradable, pues las vainas no podían terminarse con dedos entumecidos y, además, la cola de conejo debía mantenerse tibia. Ellen se sentó a contemplarla.
Ya en Tancarville había aprendido más o menos cómo se confeccionaban las vainas. Había que hacerlas de una en una para que se ajustaran perfectamente a la forma de la hoja de la espada. La parte interior consistía en dos delgadas valvas de madera que se forraban después con piel de vaca, cabra o corzo, para lo cual la dirección del pelo debía ir hacia la punta de la hoja. Si la vaina estaba bien ajustada, la piel impedía que el arma resbalara hacia fuera. Una vez ambas valvas de madera estaban forradas de piel, Claire las unía entre sí y las ataba mediante unas bandas de lino empapadas en cola, que más adelante recubría con una tela noble o con cuero. Para proteger la punta de la vaina, se añadía también un revestimiento metálico que se llamaba contera. La mayoría de las conteras eran de latón y las realizaba el propio forjador de la hoja; sólo algunas espadas especiales disponían de conteras de metales nobles, como la plata o el oro. Con finas tiras de cuero y una técnica especial de bobinado, la vaina se unía después al cinto para que pudiera uno ceñirse la espada.
Al día siguiente, Ellen se sentó ya con toda naturalidad a la mesa a ayudar a Claire, sin tener que preguntar demasiado. Al principio apenas hablaba. Trabajaba, comía tres veces al día con Claire y Jacques, y por la noche dormía en el taller.
—Hoy hay mercado, tenemos que comprar tela para confeccionarte algo decente de una vez —dijo Claire un día, dando una vuelta alrededor de Ellen y contemplándola de arriba abajo—. ¡Así, vestida de hombre, no puedes ir a la iglesia! Y este domingo tendrás que venir conmigo, no hay forma de evitarlo. Hace tres semanas que estás aquí; si no vienes, al final acabarán creyendo que tienes algo que esconder. —La miró de reojo, con curiosidad.
Ellen evitó corresponder a su mirada. Las heridas le habían cicatrizado muy bien, sólo en la cara se le veían aún algunas manchas de un amarillo verdoso, que antes habían sido moratones de un lila casi negro. Ya no tenía dolores, pero sí la aquejaban unas terribles náuseas. Cuando peor se sentía era por la mañana y por la noche. Al principio había recordado las palabras de la hermana Agnes y se había convencido de que podría morir a consecuencia de los puntapiés de Thibault, pero la muerte había quedado ya descartada. Las náuseas, no obstante, persistían. Para ocultárselas a Claire, Ellen se levantaba antes que nadie e iba al jardín en cuanto sentía esas horribles ganas de vomitar.
—Voy por mi escarcela y enseguida nos vamos —le dijo a Claire, y sonrió con cansancio aunque volvía a tener arcadas.
Un anciano vendedor les ofreció un corte de lana azul adecuado a sus propósitos y no demasiado caro. Ellen había llevado durante años las mismas prendas; primero había acabado de llenarlas al crecer, y luego había seguido creciendo hasta que le habían quedado pequeñas. Donovan le había regalado un mandil usado, y Glenna le había cosido una camisa nueva. Hacía ya tiempo que las manchas de sangre del ataque habían desaparecido con los lavados, y Claire había remendado el pequeño siete de la camisa. A Ellen le parecía que a sus prendas aún se les podía dar buen uso, y le entraban sudores sólo con pensar que tendría que cambiarlas por otras nuevas. Esa vestimenta había determinado su vida; durante los últimos años le había proporcionado apoyo y protección. No se veía capaz de deshacerse de ella sin más, por lo que retrasó cuanto pudo el cambio de vestuario.
—Es que ahora estoy muy sudada —puso como pretexto—. Además, seguro que mancho el vestido nuevo con cola; dejad que antes adquiera más seguridad en el trabajo —añadió en un intento de convencer a Claire, y propuso esperar un poco más para la tela.
De modo que llegó el domingo y ella seguía sin tener un vestido para ir a la iglesia. Igual que cada mañana, Ellen se levantó antes que los demás, pues las náuseas la sacaban de la yacija. Salió tambaleándose al jardín, cuya tierra había humedecido la lluvia de los últimos días, y casi resbaló en el lodo antes de devolver por fin tras un arbusto. «Dios me castiga por mis pecados, todos se darán cuenta», se alarmó, y buscó con desesperanza una forma de no tener que ir a la iglesia. Seguro que a Claire el vestido ya no le valdría como excusa, pero Ellen no tenía más tiempo para inventar un pretexto mejor, pues su anfitriona la había visto en el jardín y se acercaba a ella.
—Te he buscado por todas partes, ¿qué haces detrás de esa mata? —Claire zarandeó la cabeza con incomprensión—. Ven, debemos apresuramos, la misa estará a punto de empezar. ¡Madre del amor hermoso! ¡Pero si todavía vas con el viejo jubón! La semana que viene sin falta tenemos que hacerte el vestido. Toma, por hoy ponte este manto al menos —dispuso, sin fijarse en lo pálida que estaba.
Ellen se envolvió con el manto sin oponer resistencia. «Cuando el sacerdote me señale con el dedo y les explique mis pecados a todos, caeré muerta. El suelo se abrirá y me tragará el infierno», pensó con ánimo sombrío mientras caminaba en silencio junto a Claire en dirección al templo.
Casi todos los habitantes del pueblo se habían reunido ya en el interior de la construcción de piedra de la casa de Dios. Ellen miró a los fieles; conocía más o menos a la mitad. Estaban charlando entre sí y no le prestaron atención. Al fondo, en el altar, había un hombre con ricas vestiduras enzarzado en una conversación con el sacerdote.
—¿Quién es ese caballero de allí? —le susurró a Claire, y señaló con un dedo temeroso en aquella dirección.
—El abogado de Bethune. Fue él quien construyó esta iglesia cuando nació su primer hijo. Y aquella de allí detrás es Adelise de Saint Pol, su esposa —explicó Claire a media voz.
Ellen asintió. Le habría gustado contemplar mejor a la dama de Bethune, pero no era de buena educación quedarse mirando a alguien fijamente, de modo que paseó la mirada por la iglesia repleta: ancianos, mujeres absortas en sus oraciones, niños impacientes que hacían rechinar los pies inquietos en el suelo, hombres y mujeres que conversaban y muchachas que parecían buscar a su enamorado con mirada furtiva se habían reunido en la casa del Señor.
El murmullo de la concurrencia disminuyó cuando el sacerdote comenzó el oficio. A Ellen le costaba sobremanera concentrarse en sus palabras. No hacía más que esperar que, como castigo a sus infracciones, la iglesia fuese alcanzada por un rayo, o que sucediera algo aún más terrorífico. En el último padrenuestro que oraron todos juntos, pensó en Guillaume y en lo mucho que lo añoraba. Ellen se sobresaltó cuando el murmullo enmudeció de pronto. El oficio divino había llegado a su fin y no había sobrevenido ninguna desgracia. Cuando salió de la iglesia con Claire, una niña pequeña cruzó corriendo justo ante ellas.
La dama de lujosa vestimenta se apresuró entre risas tras ella y la atrapó antes de que perdiera el equilibrio.
—¿Querías volver a escaparte, angelito? —reprendió a la pequeña, zarandeando la cabeza.
Su voz era suave y melodiosa. Cogió a la niña en brazos y les sonrió con afabilidad a Claire y a Ellen.
—Es un encanto, madame —dijo Claire, y le cogió una manita.
—¿Cómo estás, Claire? —preguntó Adelise de Bethune, y después miró a Ellen con un interrogante.
—Oh, estoy muy bien, gracias, madame. Permitidme que os presente a mi nueva criada, se llama Ellenweore y me ayuda en el taller.
Ellen hizo una reverencia, tal como Claire había ensayado con ella, y se disculpó por las contusiones que aún se le veían en la cara, que justificó como resultado de un ataque por parte de proscritos. La dama la miró con piedad y a punto estaba de acariciarle la mejilla cuando una joven gritó:
—¡Mirad, ahí abajo! —Gesticulaba indefensamente con los brazos—. ¡Un niño se ha caído al río, que alguien lo ayude!
Adelise de Bethune se volvió como si buscara a alguien.
—¿Dónde está Baudouin? ¿Alguien lo ha visto? —exclamó de pronto, presa del pánico.
La niñera sacudió la cabeza con culpabilidad.
Con gran presencia de ánimo, Ellen echó a correr hacia allí. Las lluvias habían hecho que el río bajara con más caudal que de costumbre. La corriente de agua estaba llena de lodo y había arrastrado ramas.
Ellen no veía al niño. Buscó con inquietud por toda la superficie del agua hasta que descubrió algo y entonces se lanzó al río. No había vuelto a nadar desde que saliera de Orford y, en un primer instante el frío glacial la dejó sin respiración, pero enseguida se puso a mover brazos y piernas en el agua con todas sus fuerzas para llegar cuanto antes hasta el chiquillo. En el lugar en el que había distinguido por última vez el pequeño cuerpecillo ya no se veía nada. Se sumergió en las profundidades. El agua estaba turbia y le escocía en los ojos.
Desorientada, palpó a su alrededor y movió los brazos en círculos con la esperanza de encontrar al niño. Apenas le quedaba aire y ya iba a emerger de nuevo cuando de repente algo tiró de ella hacia el fondo. Pataleó y se debatió, presa del pánico, y de pronto descubrió que tenía el brazo del niño en la mano. Lo agarró con decisión, se impulsó con los pies en el fondo y lo arrastró consigo hacia arriba. El chiquillo colgaba inerte de su brazo. Con sus últimas fuerzas y el valor de la desesperación, Ellen luchó contra la corriente que amenazaba, con llevársela.
Unos hombres del pueblo habían reunido palos y se los tendían desde la orilla. Ellen alcanzó uno y se puso a salvo, a ella y al niño. Unas manos los sacaron a ambos del terraplén. El chiquillo estaba pálido e inerte. Ninguno de los presentes dijo ni hizo nada.
—¡Despierta! —gritó Ellen horrorizada, frotando su pequeño torso con las manos y zarandeándolo—. Por favor, Dios, haz que viva —suplicó con una voz que apenas si se oía, mientras le presionaba el pecho.
De súbito, el niño se echó a toser y escupió agua.
Los habitantes del pueblo estallaron en gritos de júbilo, silbaron y vitorearon.
El robusto niño, de unos cinco o seis años, miró en derredor con desconcierto. Ellen lo estaba contemplando henchida de alegría.
—¿Eres un ángel? —preguntó con timidez el chiquillo, empapado y pálido.
Ellen dijo que no con la cabeza, pero el niño no parecía creerla.
—¡Baudouin! —exclamó Adelise de Bethune, que entretanto se había acercado corriendo. Estrechó al niño y se volvió hacia Ellen con alivio—: ¡Alabado sea Dios! ¡Le has salvado la vida a mi hijo! —dijo con gratitud, y volvió a apretar al pequeño contra su pecho.
El niño se acurrucó contra su madre y se echó a llorar. No fue hasta entonces cuando Ellen se dio cuenta de la belleza excepcional de la dama. Su rostro, fino y proporcionado, estaba enmarcado por un cabello abundante y de color castaño, y toda ella irradiaba un resplandor de alegría.
—Te estaré agradecida toda la vida. Tengo una gran deuda contigo… Si alguna vez puedo hacer algo por ti, ven a verme. ¡Cuando gustes!
Ellen asintió, aunque no creía en esas promesas. Los nobles solían olvidar enseguida con quién habían contraído deudas. Eso solía decir Aelfgiva.
—¡Tenemos que irnos, madame! Hace frío, el niño está congelado y también vos estáis empapada —intervino entonces un caballero.
—Gauthier, dale a… ¿Cómo te llamas, niña?
—Ellenweore, madame.
—Dale a Ellenweore una manta para que no se la lleve la muerte, y arropa también a Baudouin —ordenó la mujer, y se dispuso a marchar—. Rezaré por ti, para que no sane sólo tu cuerpo, sino también tu alma —dijo aún, y se alejó.
Ellen se quedó de piedra, allí de pie, temblando, y se apretó más la manta que el caballero le había puesto alrededor de los hombros. ¿Acaso era clarividente aquella dama?
—Cuando los labriegos están preocupados, van a verla y le piden ayuda —dijo Claire, que de pronto estaba a su lado—. Siempre tiene un consejo que dar. Aquí todos la quieren; cualquiera de nosotros daría la vida por ella. ¡Hoy le has hecho un gran honor al pueblo!
Era evidente lo orgullosa que se sentía Claire de la hazaña de Ellen.
—¡Tengo frío! —Le castañeteaban los dientes.
—¡Madre mía, pero qué boba soy! A casa contigo, y luego te metes en mi cama con una piedra caliente. ¡Si no, aún te resfriarás!
Claire condujo a Ellen por entre la muchedumbre de aldeanos que le daban palmadas de reconocimiento en la espalda o le deseaban todo lo mejor con un apretón de manos.
El resto del día lo pasó en cama.
Claire tendió un cordel en el taller, encendió el fuego y colgó la ropa de Ellen para que se secara.
Gracias a que pasó la tarde en una cama caliente, la muchacha no pilló ningún catarro. Sólo aquellas náuseas empeoraban cada día y, en cierto momento, Ellen comprendió lo que sucedía: debía de estar encinta.
—Maldito seas por toda la eternidad, así se pudra la fecundidad de tus entrañas. ¡Que jamás vuelvas a dejar preñada a una mujer, jamás! —maldecía Ellen en susurros una y otra vez, y en secreto tomó una decisión.
Había que cambiar cada dos días los tallos de perejil introducidos en el bajo vientre; era lo único que sabía. Al cortar la hierba, un mal presentimiento se apoderó de ella. ¡Lo que iba a hacer era pecado! Estaba prohibido y era una mala acción, pero ¡no podía tener el niño! Thibault la había forzado. Además, era su hermano, y dos hermanos no podían tener hijos; también eso era pecado. Sólo Dios sería el juez de ambos.
Ellen, con gran pesar, decidió hacer la única cosa que le parecía correcta. Una de las noches siguientes despertó a causa de los dolores del vientre. Ni siquiera los puntapiés de Thibault le habían dolido tanto. Para no despertar a Claire y al niño, y para mantener en secreto la atrocidad que había cometido, Ellen fue a buscar su fardo, se escabulló del taller y se arrastró con gran esfuerzo por el robledal que había junto al pueblo.
La tenue luz de la luna le indicaba el camino a través de la noche fría y oscura. En algún momento se dejó caer al suelo gimiendo de dolor. Sólo el miedo a ser descubierta le impedía gritar, pues cada vez sentía unas contracciones más espantosas. «Ay, Rose, qué valiente fuiste», pensó. Pensar en su antigua amiga y su destino compartido la ayudó a mantener la calma. Sacó de su fardo un par de paños de lino viejos pero limpios y se los puso entre las piernas. Jadeaba de dolor mientras su cuerpo expulsaba unos coágulos sanguinolentos; apenas se atrevía a mirar qué quedaba en los paños. Llorando y murmurando oraciones para sí, enterró la tela con su atroz contenido. Le corría sangre por los muslos temblorosos.
—¡Ellenweore, por favor, despierta! ¡Por el amor de Dios, ¿qué ha sucedido?!
Claire la zarandeó por los hombros; en su voz se oía claramente el miedo.
Ellen quiso mover la cabeza, pero no lo consiguió. El estruendo que había invadido su cabeza era insoportable. Intentó abrir los ojos.
—¿De dónde ha salido toda la sangre de tu camisa? ¡Virgen María bendita, ayúdala, por favor! —suplicó Claire, espantada.
Su voz sonaba lejana, apenas la oía.
«¿Intercederá María por mí?», pensó Ellen, y, en lugar de miedo, notó que la invadía una cálida sensación de paz. Se sintió leve como una pluma meciéndose en el tibio aire de la primavera. Era como si se dirigiera a aquella maravillosa luz resplandeciente del horizonte. «Eso sólo puede ser el paraíso —pensó con alegría—. ¡El Señor me ha perdonado y no me envía al infierno!». Se echó a llorar de gratitud y sintió que unas cálidas lágrimas le caían por las frías mejillas.
—¡Ellen, por favor, Ellen, no me abandones! —oyó claramente que exclamaba Claire.
Entonces notó que le frotaban las manos y los brazos, que tenía entumecidos a causa del frío.
—Estoy en el Cielo —susurró Ellen sin abrir los ojos.
—No, estás en el bosque, medio muerta, y si no te llevo a casa ahora mismo sí que encontrarás pronto el fin. ¡Así que haz un esfuerzo!
Ellen oyó la severidad de la voz de Claire y sonrió casi sin energía.
—No me duele, ya no —masculló.
—Tienes fiebre —constató Claire al tocarle la frente ardiente—. Tienes que volver a casa enseguida. ¿Podrás andar si yo te ayudo?
Ellen seguía aturdida, pero intentó recuperar el control de sus pesadas extremidades y se enderezó con dificultad.
Claire le pasó un brazo por las caderas y le cogió la mano para echársela sobre el hombro. A cada momento tenían que detenerse.
—Ya no puedo seguir, dejadme aquí tumbada para que pueda morir en paz —murmuró Ellen poco antes de salir del bosque.
—Aquí no; conseguiremos caminar lo que queda. Te llevaré a casa y te cuidaré hasta que sanes, después me lo explicarás todo: por qué te atacaron, por qué sigues llevando ropa de hombre y quién era el padre del niño. He confiado en ti sin saber nada de tu persona. Ahora me explicarás la verdad, no lo olvides.
—La verdad no os va a gustar —dijo Ellen en un débil suspiro.
—Eso deja que sea yo quien lo decida. Pero antes tenemos que hacerte bajar esa fiebre y conseguir que te recuperes.
Los primeros días, Ellen se sintió como envuelta por una niebla. Estaba demasiado débil para comer, pero daba sorbos a regañadientes cuando Claire le hacía beber algo, y volvía a caer después en un sueño intranquilo en el que se veía atormentada por horribles pesadillas. Su rostro cambió de color, de un blanco cetrino pasó a un rosado reluciente, la fiebre subía y le hacía sufrir espasmos. Al cuarto día despertó de súbito sentada en la cama: ¡la perseguía la horrible mueca de Thibault!
Ellen aún estaba débil, pero ya no tan aturdida como antes. Claire estaba echada en el suelo, junto a ella, y dormía profundamente. Debía de ser de noche, porque todo estaba a oscuras Y en silencio. Una pabilosa vela de sebo titilaba sobre la mesa y hacía danzar las sombras por las paredes. Thibault había sido un espejismo salido de un sueño terrible. Ellen se tumbó más tranquila sobre el blando colchón de plumón en el que solía dormir Claire.
Tenía el pelo húmedo y el sudor se lo había pegado a la cabeza. Al taparse con la sábana hasta la barbilla, notó que iba prácticamente desnuda. Sólo entre las piernas sintió un trozo de tela bien doblado. Se esforzó por recordar qué había sucedido. Ante sus ojos cruzaron raudas imágenes de espanto. Cuando empezó a comprenderlas, creyó que la tierra se la tragaba de vergüenza. Claire debía de haberle puesto aquel paño para que la sangre no manchara las sábanas. Ellen volvió a quedarse dormida, sin fuerzas. Esta vez fue un sueño sin ensoñaciones, pues la fiebre remitía.
A la mañana siguiente despertó con un delicado aroma de avena hervida en leche que le subía por la nariz. Quiso desperezarse, pero al más leve movimiento volvía a estremecerse y gemir de dolor.
—¿Cómo te encuentras? —saludó Claire con una afable sonrisa.
—¿Me habéis sometido al suplicio de la rueda? ¿Por qué me duele todo tanto? —Ellen sonrió con debilidad.
—La fiebre te ha provocado espasmos. Ha habido momentos en que creíamos que no lo conseguirías. No me extraña que te duela todo.
—¿Creíamos? ¿Es que Jacques sabe lo que ha pasado?
—No, no te preocupes, desde el primer día está en el castillo. No sabía qué otra cosa hacer, así que le pedí a la señora de Bethune que viniera a recogerlo. Se lo llevó con ella. Jacques cree que está allí para enseñar a uno de sus hijos a tallar madera. Hace maravillas, ¿sabes? Todo lo que necesita es un buen cuchillo, una piedra de afilar y un trozo de madera bien seca. Le enseñó su padre. —Claire se frotó la nariz.
—¿Qué le habéis explicado a la señora, por el amor Dios?
—Nada, no ha sido necesario. Tampoco ella ha preguntado, sólo nos ha ayudado. Jamás pregunta. Si hay algo que tú quieras explicarle, te escuchará, pero si fuera algo al margen de la ley, ella no te protegería. Yo creo que por eso nunca pregunta y prefiere no saber si ha sido la voluntad de Dios o la tuya propia. Por lo que a mí respecta, empero, quiero que me lo expliques todo sin encubrir los hechos y sin olvidarte de nada. Y desde el principio, si puedo pedírtelo. —Lo cierto es que Claire lo dijo con una sonrisa pero con suficiente firmeza para dejarle claro a Ellen que hablaba muy en serio. Llenó una escudilla con las gachas de avena calientes y añadió una buena porción de miel—. Esto lo ha traído ella para ti, para que recobres fuerzas.
Claire sopló en la escudilla y se la tendió a Ellen.
Poco a poco y con fruición, fue comiendo cucharadas de papilla.
—¡Nunca había probado nada tan rico! —dijo.
Claire sonrió, satisfecha.
—¡Ten, bebe! Ha dicho que tienes que tomar cinco tazas al día de su infusión de hierbas. No ha sido fácil dártela mientras estabas inconsciente.
Tras el primer sorbo, Ellen sintió una fuerte presión en la vejiga y buscó en derredor con la mirada. Al ver el orinal, se desplazó con cuidado bajo las sábanas, se quitó el paño que tenía entre las piernas y se puso una camisa que estaba preparada a tal efecto a los pies de la cama. A juzgar por su hechura, debía de haber pertenecido en su día al marido de Claire.
Ellen se tambaleó hasta el orinal. La presión de la vejiga era tal que sintió dolor al aliviarla. Cuando hubo terminado, cerró el orinal con la tapa, lo dejó a un lado y se arrastró de nuevo a la cama. «¿Me habrá sostenido también Claire el orinal mientras estaba inconsciente?». Ellen no recordaba nada. Volvió a cerrar los ojos.
—Creo que ya ha pasado lo peor. No sangras y te ha bajado la fiebre, pero todavía tienes que descansar.
Ellen oyó la voz de Claire como desde lejos y enseguida se quedó dormida. Al despertar, por la tarde, se sentía muchísimo mejor.
—Todo irá bien, han sido unos días duros. La fiebre te ha hecho delirar y he temido por tu salud mental y tu vida. Te sacudían tales espasmos que parecía que tuvieras al demonio dentro del cuerpo —explicó Claire.
—El demonio dentro del cuerpo —repitió Ellen pensativamente—. Sí, lo tenía en el cuerpo; el demonio se llama Thibault y es mi hermanastro.
—¡Pero Ellen! —exclamó Claire, horrorizada—. ¿Qué quieres decir?
—Que el hombre que me atacó y me forzó es mi hermanastro. Imaginaos. ¡Y él ni siquiera lo sabe!
Claire se sentó en la cama y dejó hablar a la muchacha.
Cuando Ellen terminó de explicar su relato, ya se había hecho de noche. Claire se tumbó junto a ella y le acarició la frente con cariño hasta que se quedó dormida.
Al día siguiente, Ellen despertó a mediodía.
—Un mensajero de tu benefactora ha traído por la mañana una gallina y me ha mandado que hiciera con ella una sopa. ¡Bueno, y eso es lo que he hecho enseguida! —explicó Claire con una alegre sonrisa.
—¡Mmm, huele de maravilla!
Como prueba de la sinceridad de sus palabras, a Ellen le rugió el estómago.
—¡Sí, sí, enseguida te daremos de comer! —Claire puso dos escudillas en la mesa. Sirvió con cuidado un poco del caldo humeante, partió un muslo de gallina para cada una, añadió nabo y cebolla y cortó dos gruesas rebanadas de un pan enorme—. La carne se cae del hueso de lo tierna que está. —Se lamió los labios—. ¿Crees que podrás levantarte?
—Creo que sí. Ya me encuentro mucho mejor.
—Pues ven, siéntate conmigo a la mesa y come para recuperar fuerzas sin más demora.
Ambas comieron la sopa caliente a ansiosas cucharadas y empaparon también en ella pedazos del pan de dura corteza.
—Os ha quedado delicioso —elogió Ellen.
—Te he lavado tus cosas; están allí, sobre la silla.
Ellen miró al rincón y vio su ropa. Le pareció extraña, como de una vida anterior.
—¿No podríais, mejor, hacerme el vestido? —preguntó con timidez.
Claire asintió, loca de contento.
—¡Cómo no! Si me prometes no volver a hablarme de vos, sino de tú, ahora mismo voy por la tela y nos ponemos a ello nada más haber comido. —Se levantó de un salto del taburete y salió a toda prisa.
—¿Las dos? ¡Pero si yo no sé coser! —exclamó Ellen, apocada, tras ella.
—Ya lo sé, hermosa, pero de todas formas tengo que tomarte las medidas, y entretanto también tendrás que ir probándote el vestido, que si no, te colgará como un saco. —Claire le acarició la mejilla para animarla.
Al oír esas palabras, Ellen recordó a la mujer del curtidor. Simon y su vida en Orford quedaban ya tan lejos… Sintió una leve añoranza y suspiró.
Después de comer, Claire sacó el largo de tela y midió con ella el cuerpo de Ellen hasta los tobillos. Dobló el tejido en dos, cortó el sobrante, comprobó cuánta tela había quedado y asintió, satisfecha. Después hizo una abertura en mitad del largo.
—Mira a ver si te cabe bien la cabeza.
Ellen se echó la tela encima sin cuidado y Claire se la enderezó.
—¡Tienes unos hombros anchísimos! Menos mal que lo he comprobado otra vez, que, si no, me habría equivocado por un buen trecho y luego se te habrían saltado todas las costuras.
La despreocupada risa de Claire las liberó a ambas e hizo que el sol volviera a entrar en la casa. Dejó la tela sobre la mesa e hizo un corte en forma de cuña a derecha e izquierda.
—Aquí vendrá el hombro, todavía tengo que hacer la sisa para la manga —le explicó—. Y añadiremos unas formas de cuña a cada lado para que la falda se luzca bien y tenga una caída más bonita.
Señaló uno de los largos y cogió entonces los restos de la tela desechados. Claire trabajaba deprisa y con esmero mientras Ellen la contemplaba con calma. Antes de unir definitivamente las costuras laterales, le hizo probarse una vez más el vestido.
—¡De aquí sacaremos las mangas! —explicó, señalando el resto de tela que había cortado al principio.
Ellen se alegró de que el vestido tomara forma tan deprisa.
Cuando las costuras laterales estuvieron bien unidas, Claire sacó un ribete de colores de un cesto.
—Me lo regaló mi marido —dijo, y se alegró al ver lo bien que combinaban los colores con el azul del vestido—. Te lo coseré aquí arriba, en el escote —dijo, ensimismada.
—Pero si te lo regaló a ti… —Ellen miró a Claire atónita—. ¿Por qué no te haces tú un vestido y le coses el ribete?
—En mi cuello nunca podría verlo, ¡pero en el tuyo lo veré cada día! Estoy segura de que te quedará estupendamente. Es tu primer vestido como Dios manda. Déjame que me lleve esa alegría, por favor.
Claire juntó las cejas con concentración y empezó a coser la cinta.
—Eres muy buena conmigo, ¿cómo podré compensarte tu amistad?
—Ya lo has hecho, Ellen, con tu confianza.
Claire sonrió levemente; estaba hermosísima.
Al caer la tarde, Adelise de Bethune llegó de visita.
El vestido estaba terminado y Ellen, tras la última prueba, ya no se lo había quitado.
Claire estaba acuclillada ante ella, terminando el dobladillo.
—¡Madre de Dios, menuda transformación! Tus mejillas ya han recuperado del todo su color, chiquilla —dijo la señora con una alegría sincera.
—¡Vuestra sopa de gallina y el vestido nuevo han obrado maravillas! —repuso Claire, riendo.
—Gracias por todo, madame, sin vuestra ayuda y la de Claire habría estado perdida. —Ellen miró al suelo—. ¿Se encuentra bien vuestro hijo? —preguntó con timidez.
—Sí, niña, sí. Se encuentra muy bien, y no pasa un día sin que pregunte por ti. Dice que eres su ángel y me ha pedido que te ruegue que vayas pronto a visitarlo. Pero antes tienes que recuperar fuerzas, lo último que quisiéramos es ser responsables de una recaída.
La señora de Bethune sonrió con complicidad y le guiñó un ojo a Ellen casi imperceptiblemente.
Después de haber abusado de Ellen, Thibault sólo se sintió mejor durante una breve temporada. La satisfacción primera que había sentido tras su venganza dejó paso enseguida a un regusto desabrido. Ellen no había sentido ningún placer en la cópula, y eso le amargaba la victoria. Jamás lo desearía como él la deseaba a ella. El escudero estuvo insoportable durante días y pagó su malhumor con sus compañeros más jóvenes hasta que el azar quiso que se encontrara con Rose. Su ira ciega por los celos que sentía de ella había desaparecido hacía tiempo, pues sabía que Rose nunca se había interpuesto entre Ellen y él. La echaba de menos, añoraba el cariño con que la muchacha saboreaba su cuerpo hambriento, la entrega con que yacía a sus pies y la pasión con que disfrutaba del juego amoroso. Thibault se apartó el pelo de la frente y le sonrió.
Rose se sonrojó.
¡Seguía encariñada con él!
La muchacha apartó el rostro enseguida y desapareció en los aposentos de la servidumbre.
Thibault enderezó los hombros. Tenía que volver a ganarse el favor de Rose, así se sentiría mejor. No es que estuviera preocupado, sin duda le resultaría fácil volver a cautivarla. A lo mejor la obsequiaba con un jamón bien condimentado, unos dulces de miel o un bonito anillo de bronce. ¡Sabía perfectamente lo que les gustaba a las muchachas! ¿Por qué no había intentado ganarse así a Ellen, en lugar de violarla? Thibault, iracundo, golpeó con la palma de la mano en la puerta, que se abrió emitiendo un fuerte chirrido.
—¿Qué bicho te ha picado esta vez? —preguntó, suspirando, Adam de Yquebreuf—. ¿Tribulaciones con las damas?
—Cierra el pico, ¿qué sabes tú de eso? ¡De ti salen huyendo, mientras que conmigo nunca tienen suficiente! —espetó Thibault.
—¡Bueno, bueno! —gruñó Adam, y volvió a echarse en su jergón—. Cuando estés de mejor humor, avísame.
Thibault se dejó caer también en el suyo. Se daría aún unos días de tiempo antes de volver a visitar a Rose. ¡Seguro que estaría esperándolo en ascuas! Tendría que andarse con ojo para no decir nada: inconveniente cuando hablaran de Ellen. Rose estaría preocupada, pues su amiga había tenido que marcharse por culpa de él. Al pensar en Ellen y en sus ojos desorbitados por el miedo, sintió crecer la excitación.
Thibault consiguió volver a seducir a Rose sin ningún problema. Le hizo creer que estaba compungido y justificó todo lo sucedido con sus celos. Rose escuchaba con ternura cada palabra que salía de su boca mientras él le exponía de forma creíble que había temido perderla a manos del oficial forjador. El escudero consiguió incluso convencerla de que ya no tenía ningún motivo para guardarle rencor a Ellen, y fingió lamentar su marcha.
En realidad se debatía fieramente entre la liberación de saber que Ellen estaba lejos y el suplicio de ansiar estar con ella. Ni siquiera las caricias de Rose le ayudaban ya a olvidar su deseo por ella. Casi cada noche soñaba con la mezcolanza de miedo y odio que había visto en su mirada cuando, tras abandonarse en apariencia a su suerte, había acabado asestándole una puñalada con su propio cuchillo. Aunque sabía que seguramente nunca volvería a verla, no podía dejar de pensar en ella.
A veces jugueteaba con otras muchachas para incordiar a Rose, pero los celos de la tahonera ya no lograban apaciguar su ansia de verla sufrir.