Habían pasado dos años desde su gran discusión y no había vuelto a producirse ningún otro incidente. Ellen se esforzaba más que nunca en el trabajo y Donovan también exigía más de ella, pero de aquella pelea había surgido algo así como una nueva familiaridad.
Glenna decía que era casi como si Donovan volviera a tener un hijo. Veía que su marido estaba satisfecho, y eso la hacía feliz también a ella.
Donovan siempre hacía partícipe a Ellen de lo que proyectaba cuando tenía que preparar una nueva espada. Comentaba con ella la ejecución y los materiales que usarían, los costes y la duración del encargo, y cada vez delegaba en ella trabajos más minuciosos. Esa confianza hizo que Ellen dejara de sentir que tenía que demostrarle algo y le transmitió más seguridad en sus propias habilidades.
A pesar de que el forjador la hacía trabajar muchas veces durante más tiempo que a Arnaud y le encargaba las tareas más complicadas, cuya realización supervisaba con cien ojos, Ellen se sorprendió cuando un día le pidió que confeccionara ella sola una espada y que se pusiera enseguida manos a la obra.
Donovan señaló a un montón de trozos de hierro colado y dijo estar dispuesto a permanecer a su lado por si, contra lo esperado, necesitaba su ayuda. Al decirlo, parecía algo más malhumorado que de costumbre, aunque la miraba con buena cara. Había preparado a Ellen muy bien para esa gran tarea.
Ella sabía que podía conseguirlo, pero de todas formas sentía un peso en el estómago a causa de la emoción.
—¿Por qué Alan y no yo? —preguntó Arnaud, indignado.
Era mayor que ella y tenía dos años más de experiencia trabajando en herrerías, pero Donovan consideraba que aún le faltaba aprendizaje y quería hacerla esperar algo más. Todavía cometía demasiados errores para poder confeccionar una espada sin ayuda. Cierto que era más ambicioso que la mayoría, y bastante habilidoso, pero carecía del talento de Ellen.
—Normando cabezota y testarudo —masculló Donovan en inglés al ver el gesto ofendido del chico.
Ellen y Art sonrieron mientras que Arnaud y Vincent se los quedaban mirando con cara de bobos. Desde el principio, aunque Donovan les había transmitido lo importante que era para él, se habían negado a aprender ni una palabra de inglés.
—¿Tú de qué te sonríes? —increpó Arnaud a Art.
—¡Sí, eso! —se apresuró a secundarlo Vincent, como siempre. Ellen se tragó un comentario. Arnaud era astuto y estaba más que dispuesto a perjudicarla en cuanto tuviera ocasión. Ya tenía suficientes celos de ella como para andar, encima, echando más leña al fuego.
Terminar una espada sin recurrir a la ayuda de Donovan era un gran desafío, y Ellen estaba contentísima de aceptarlo. Entretanto, había llegado a dominar una buena cantidad de ejercicios de espada y sabía perfectamente de qué dependía que un arma fuera buena. Una espada tenía que caer bien en la mano, tenía que ser al mismo tiempo afilada y flexible, equilibrada y fácil de manejar. Se pasó todo el día pensando en el arma que tenía que confeccionar y aquella misma tarde le preguntó a Donovan para quién estaba destinada. No carecía precisamente de importancia que fuera para un hombre joven o para un caballero experimentado, o si este luchaba con la mano derecha o con la izquierda. Ellen se manejaba igual de bien con ambas manos. Cuando la diestra se le cansaba de forjar, cambiaba de mano y golpeaba un rato con la siniestra. De este modo, muchas veces había podido trabajar una pieza durante más tiempo de lo que le permitía la fuerza de un brazo. Por descontado, también había probado la izquierda durante los ejercicios con Guillaume y había comprobado que existían diferencias en la forma de manejar el arma, en especial si el adversario luchaba con la derecha, pues entonces ambas espadas se encontraban en el mismo lado.
—Una espada, no tienes más que forjar una espada, nada más —repuso Donovan con aspereza.
Ellen se retiró, decepcionada. Fabricar una espada buena de verdad para un desconocido era mucho más difícil que cuando se conocía al luchador. Algunos caballeros preferían una forma determinada para la empuñadura, a otros les era indiferente. Además, lo ideal era que el largo de la hoja se correspondiera con la estatura de su propietario. Ellen barajó mentalmente los más diversos esbozos, hasta que ya no supo qué era lo que quería hacer. Sus ideas hubieran bastado para un centenar de espadas, por lo que le resultaba harto difícil decidirse por la realización de una sola de esas ideas.
Se fue a reflexionar al bosque, al lugar donde entrenaba con Guillaume. Rose continuaba siendo la única persona que conocía el secreto de Ellen y sabía lo mal que lo pasaba. Guillaume ni siquiera sospechaba nada; para él no era más que el joven forjador Alan, un amigo. Todavía se veían los domingos, siempre que Guillaume estaba en Tancarville, para practicar. Sin embargo, desde que era escudero, Guillaume a menudo tenía que acompañar a su señor durante semanas. También esta vez se encontraba fuera, y Ellen estaba impaciente por volver a verlo. ¡Le habría encantado explicarle lo de la espada y pedirle consejo! Guillaume era muy diferente de los hijos de labriegos y artesanos. Sin duda se debía en parte a que había sido educado para ser caballero, pero no era sólo eso; era la persona más obstinada que conocía. Nadie podía obligarle a hacer nada, tampoco impedirle realizar sus planes. Su señor había estado a punto de enviarlo de vuelta con su padre, pues se había negado en redondo a aprender a leer y escribir. Y es que Guillaume era de la opinión de que la pluma debilitaría la mano con que empuñaba la espada.
A veces Ellen no podía evitar sonreír ante su terquedad; por otro lado, eso era lo que lo hacía tan digno de confianza.
Rose apenas tenía tiempo para ella, y los solitarios domingos sin Guillaume y sus historias sobre la vida caballeresca, como la llamaba Ellen, eran horriblemente monótonos. El escudero siempre tenía algo que narrar. Su extraordinaria memoria para los detalles hacía que su relatos fuesen tan vívidos que Ellen solía llevarse la impresión de haber estado incluso allí. Siempre quedaba hechizada oyendo cuanto salía de sus labios y, con el paso del tiempo, había llegado a entender un poco más las tradiciones y los valores que tan esenciales eran para pajes, escuderos y caballeros. Le parecían menos carentes de sentido y menos crueles que antes. Sin embargo, cuanto más conocía la vida que llevaba Guillaume, más claro veía que había que nacer en cuna noble para pensar y sentir como un caballero.
Ellen se sentó en la orilla de un riachuelo al que solían ir a descansar e imaginó a su amigo sentado a su lado. Empezó a explicarle, a detallarle en qué consistían sus inseguridades y por qué no lograba decidirse por este modelo o por el de más allá. Dibujó espadas en la arena y habló y habló sin cesar, olvidando por completo que estaba sola.
«¡Te preocupas demasiado, limítate a fabricar una espada como la que te gustaría poseer a ti!», habría dicho Guillaume seguramente en algún momento.
—¡Eso es! —exclamó Ellen, y se puso en pie de un salto.
¡Cómo no! Lo único que tenía que hacer era meditar qué era para ella lo más importante en una espada. ¡El arma tenía que estar equilibrada! Para ello, el tamaño y el peso del pomo en relación con la longitud de la hoja eran decisivos, pues eso determinaba el punto de equilibrio de la espada terminada. Si encontraba el punto correcto, el arma caería bien en la mano y sería fácil de manejar. Además, la espada tenía que ser cortante, muy cortante, y para ello era fundamental la dureza. El hierro no podía tener impureza alguna, y el temple no podía volverlo quebradizo.
Puesto que no conocía al destinatario de la espada, lo más natural, ciertamente, era confeccionada según su propio tamaño. Y, puesto que Ellen era bastante alta para ser mujer, no faltarían caballeros que más adelante pudieran ser sus compradores. De camino a casa fue pensando en todos los demás detalles y fue creando la nueva espada en su imaginación.
Para la calidad de la hoja, también el pulido era fundamental. Donovan sólo llevaba sus piezas a un espadero en contadas ocasiones. A pesar de que la mayoría de ellos eran artesanos extraordinarios y con sobrada experiencia, según él estaban en disposición de restaurar con mucho tino viejas espadas, pero sólo el forjador que había fabricado la hoja podía pulirla a la perfección. A esa peculiaridad debía Ellen el hecho de haber llegado a dominar también el pulido. Y lo adoraba, pues con ello podía realzar sobremanera la belleza y la afiladura de una hoja. Era la culminación final de una espada bien forjada.
La forma y el tamaño de la cruz, por el contrario, tenían un papel secundario y eran más cuestión de gusto y estética. Ellen decidió que los gavilanes serían cortos y anchos. Naturalmente, una espada debía contar también con una vaina en la que la hoja se ajustara a la perfección. Ese trabajo lo realizaba un vainero, que no podía empezar hasta que el arma estaba terminada.
El puño, con el revestimiento de madera que lo cubría y que iba rematado por un torzal de alambre, cuero o cordel, lo terminaba un talabartero. Para los ornamentos de la hoja, y quizá también del pomo del modelo que había imaginado, tendría que hablar con un orfebre o un platero.
Ellen sabía que era aconsejable discutir antes con todos los artesanos que iban a participar en la confección del arma cuándo necesitaría que estuviera hecho su trabajo, para, así, no verse en un aprieto con el tiempo. Donovan le había dado un plazo de cuatro meses, pero ella no podía pasarse el día entero trabajando sólo en su espada, también tenía que ayudar en la forja.
Ellen fue confeccionando la espada paso a paso tal como le había enseñado su maestro. Cuando tuvo que realizar los filos, se planteó pedirle consejo a Donovan, pero decidió no hacerlo.
Preguntarle a Art por su opinión habría sido una completa pérdida de tiempo. Sí que trabajaba con gran empeño, pero no estaba en situación de desarrollar ideas propias ni de aconsejar nada para la mejora de una fase del trabajo.
Así pues, Ellen concluyó que confiaría en su propia aptitud y que lo conseguiría sola. Después de discutir con Donovan el coste que resultaría de ello, mandó dorar el pomo. En la hoja terminada, el orfebre realizó una ataujía con hilo de plata en la que se leían las palabras IN NOMINE DOMINI —en el nombre del Señor— con una pequeña cruz delante y otra detrás.
Ellen no sabía leer ni escribir, aunque, al contrario que Guillaume, no habría tenido nada en contra de aprender a hacerlo. Puesto que nunca había tenido ocasión, no obstante, tuvo que contentarse con dejar la elección de la sentencia al albedrío del orfebre. Tampoco este sabía leer, en realidad, pero poseía una tabla de muestra con diversas sentencias que le había preparado un hombre de letras y se había aprendido de memoria el significado de cada una para, así, ofrecérselas a sus clientes. También sabía muy bien qué máximas eran las más solicitadas por los caballeros.
Cuando estuvieron terminados tanto el puño como el torzal y el cinto, después de cuatro meses casi exactos, Ellen tuvo al fin en sus manos la espada concluida.
La muchacha temblaba de orgullo por dentro, pues le había quedado muy bien. Más de una vez había comprobado su flexibilidad, su afiladura y su estabilidad. Pese a todo, estaba tremendamente emocionada.
—El peor enemigo del forjador no es precisamente una mala regulación del calor, un hierro de mala calidad o una mala soldadura, sino su propia vanidad —había intentado inculcarle siempre Donovan.
Así pues, Ellen aguardó todo el día con humildad y paciencia hasta encontrar el momento adecuado en que pedirle a Donovan que examinara su espada. Por eso mismo se le hizo tan interminable aquella jornada, pues no veía la hora de recibir el fallo de su maestro. Cuando llegó el atardecer y Donovan envió a Vincent y Arnaud a casa, ella permaneció en la forja.
—¡Maestro! —Se inclinó ante Donovan con respeto y, con el corazón palpitante, le tendió su tesoro.
El forjador cogió la espada con ambas manos y comprobó su peso. Después la agarró por la empuñadura y la sopesó con una mano.
En la expresión de su cara, Ellen no lograba ver ni beneplácito ni descontento. De los nervios, se mordió el labio inferior.
Donovan sacó despacio la espada de la vaina.
Ellen, emocionada, contuvo la respiración.
El maestro se acercó la empuñadura a los ojos mientras la punta de la espada señalaba a su pie derecho. Comprobó con meticulosidad si la hoja estaba recta. Después sacudió el pomo y el puño para ver si estaban aferrados con firmeza. Si bailaban, la espada no servía de nada. Fue repasando el remache del pomo con el pulgar y asintió apenas visiblemente. Ellen había trabajado a conciencia; sin embargo, apenas se atrevía a respirar. Donovan cogió un trapo para que sus manos manchadas de grasa no ensuciaran la hoja y la dobló hasta formar un semicírculo. Ellen sabía que resistiría la curvatura sin sufrir daño alguno, pero se alegró al ver que la espada volvía a recuperar la línea recta. Por último, el maestro buscó un pedazo de lino, lo posó sobre la cuchilla y lo deslizó por todo filo. Un corte limpio atravesó la tela sin deshilachar ni una hebra. Donovan repitió la prueba por el otro lado de la hoja, de nuevo con el mismo resultado impecable.
Ellen espiró sin emitir ningún sonido. Había pasado mucho tiempo afilando los bordes hasta dejarlos cortantes, pues no había nada más espantoso que una espada a medio afilar. Pese a todo, volvió a ensombrecerse, pues cada gesto del rostro de Donovan parecía denotar descontento. Al instante interpretaba el más leve carraspeo como desaprobación. ¿Cómo había podido pensar que Donovan estaría satisfecho con su trabajo? Que en los últimos meses hubiese sido más afable y le hubiera reconocido su talento no quería decir que también fuera a juzgar buena su espada. Sin duda pensaría que la empuñadura era demasiado llamativa y que la ataujía de plata no quedaba bien. Ellen, de pronto, dudó de que la espada fuese vendible. Ya había olvidado los comentarios del vainero y del orfebre, que se habían mostrado más que elogiosos con su trabajo. Sus opiniones eran insignificantes en comparación con el juicio de Donovan. Sintió que el sudor afloraba a su frente, aunque en el taller no hacía especial calor.
Cuando Donovan deslizó de nuevo la espada en el interior de la vaina, Ellen observó su semblante impasible. Lo contempló, desesperanzada, mientras este daba media vuelta, dejaba la espada a un lado y se dirigía sin un solo comentario al gran arcón en el que guardaban herramientas y algunos materiales que rara vez utilizaban. Sobre ese arcón había un baúl sencillo y alargado que el forjador cogió entonces con ambas manos.
—Lo has hecho bien —dijo, y alzó la caja. Después se volvió y caminó hacia ella. Cuando estuvo frente a Ellen, la miró a los ojos—. La espada está afilada y cae bien en la mano, la hoja es flexible y su forma equilibrada. Tu trabajo es bueno y estoy orgulloso de ti, pero… —Donovan se detuvo un momento.
«¿Y ahora qué? —pensó Ellen, incomodada—. ¿Es que no puede elogiarme ni una vez sin reservas?».
—Pero tampoco había esperado menos de ti —terminó de decir, y una sonrisa asomó a su rostro—. A partir de hoy puedes considerarte oficial de taller de forja. Esta espada ha sido tu prueba. —Y le pasó el baúl.
Pesaba tanto que Ellen tuvo que apoyarlo para poder abrirlo.
—¡Maestro! —susurró, sin salir de su asombro, al ver lo que contenía.
Con gran respeto, Ellen sacó un mandil de cuero nuevo y lo sostuvo delante de su tripa. Era del tamaño perfecto. El cuero era del mejor curtidor de Tancarville, según vio por el repujado de los bordes. En el baúl había también una gorra, dos tenazas y un macho de fragua. Era la primera herramienta que poseía, exceptuando el martillo de Llewyn. La propia Ellen había forjado las tenazas y el macho, pero no había sabido que algún día serían para ella.
—Aún hay algo más dentro —dijo Donovan con su acostumbrado malhumor.
Fue entonces cuando Ellen vio algo en lo más profundo del baúl. Era un pequeño fardo de tejido de lana, pesado y largo. Parecía una herramienta, sólo que muy estrecha. Ellen se quedó con la boca abierta de estupefacción al descubrir lo que ocultaba la tela.
—¡Una lima! ¡Maestro, habéis perdido el juicio! —espetó sin poder evitado.
Donovan, sin embargo, no contestó su exclamación de sorpresa con una reprimenda, sino que le sonrió.
Una lima era un regalo carísimo para un oficial. Donovan debía de haber invertido una buena dosis de sobreesfuerzo para reunir todo ese dinero. Tanto más parecía alegrarse el maestro cuanto que Ellen había sabido valorar aquel regalo. La muchacha luchó valientemente por contener las lágrimas, y aunque Donovan, pese a todo, se percatara del brillo de sus ojos, no dijo nada. A fin de cuentas, un oficial de forjador no llora, ni siquiera de emoción.
—Eres un buen muchacho, Alan, me alegraría mucho que siguieras aquí conmigo.
—Os lo agradezco, maestro, de buen grado me quedaré —repuso Ellen con voz firme.
—Pondremos la espada a la venta. Creo que te ofrecerán un buen precio por ella. Después de reembolsarme los costes del material, puedes quedarte con el resto.
Donovan debía de estar de muy buen humor, verdaderamente, si le había propuesto algo tan generoso, pensó Ellen con sorpresa. Cómo le habría gustado poder ir corriendo a ver a Guillaume para explicarle lo de la espada… pero todavía no había regresado. De todos modos, por Rose sabía que al señor de Tancarville y sus caballeros se los aguardaba pronto.
El domingo siguiente, de hecho, Guillaume se presentó en su lugar de encuentro del bosque. El sol otoñal inundaba con una luz cálida y alegre el claro donde solían practicar.
Ellen debiera haber notado un cambio en él, pero la alegría de volver a verlo y sus ansias por enseñarle la espada y explicárselo todo la cegaron ante cualquier otra cosa. El escudero la escuchó con paciencia.
—¡Acabar una espada yo solo! Pensaba que no lo conseguiría. Había muchas cosas que decidir, ¿entiendes? —Sin esperar respuesta, Ellen siguió hablando—. El momento más horroroso fue cuando sumergí la hoja en agua para templarla. No puedes ni imaginar lo que se siente. En ese instante se decide si todo el trabajo de las últimas semanas ha valido de algo o si ha sido en balde. ¡Pensé que me desmayaba de miedo! Me dolían lo oídos, ay, qué digo, ¡todo el cuerpo me dolía de lo mucho que me esforzaba por oír si se producía aunque fuera el más leve crepitar o crujir! Pero no se oyó nada más que el siseo del agua. Madre mía, qué alivio. La hoja está afilada y es flexible, tal como debe ser —informó con entusiasmo.
—¡Por todos los diablos, Alan, hablas como un descosido! —interrumpió Guillaume sin compasión.
Ellen se sobresaltó y lo miró, turbada. Aparte de Donovan, Guillaume era el único con quien podía conversar sobre espadas, y por eso había esperado tantísimo su regreso.
—No pasa nada, Alan. No era mi intención ofenderte. ¿Puedo ir a la forja y verla?
Guillaume no se había percatado de que en la hierba, junto a Ellen, había un fardo.
—La he traído conmigo —masculló ella en voz baja; luego se le iluminó el rostro y la destapó.
—¿Estás loco? —Guillaume miró en derredor.
—¡Es que quería enseñártela!
Ellen se encogió de hombros. A fin de cuentas, aunque estuviera prohibido, también había llevado consigo a todas partes la otra espada.
—¿Y si te descubren con ella? ¡Seguro que está muy afilada!
—¡Ya lo creo! —repuso Ellen con orgullo.
El brillo de los ojos de Guillaume al ver el arma compensó el extraño comportamiento que había tenido y todo el tiempo de espera. Contempló la espada maravillado y silbó entre dientes con elogio.
—Si tuviera dinero suficiente, la compraba ahora mismo.
Ellen se encogió de hombros con pesar y volvió a guardarla.
—Cuando llegues a ser un afamado caballero, te forjaré una espada maravillosa. Incluso el rey te la envidiará —dijo para consolarlo.
—¡Bueno, bueno, no exageres otra vez, mocoso descarado! —Guillaume, riendo, la inmovilizó con un brazo alrededor del cuello y la despeinó con la mano izquierda.
Como Ellen aún tenía la espada en la mano, no podía defenderse sin arriesgarse a herir a Guillaume. Intentó no hacer caso del maravilloso aleteo que sintió en su interior. En ese momento soñó con estar entre sus brazos y ser toda una mujer.
Cuando la soltó, estuvo a punto de confesarle su secreto, pero en el último momento lo pensó mejor.
—En cuanto a esa espada para un afamado caballero, ya puedes ponerte a ello. ¡Me han armado! —anunció Guillaume con orgullo, y dejó pasar un tiempo para que sus palabras calaran en ella.
—¿Cómo? Quiero decir que hasta el año que viene no tenías que… ¿No habías dicho que primero iba tu hermano mayor?
—Los caminos del Señor… —Guillaume alzó los brazos al cielo sin dejar de reír.
—¡Tienes que explicármelo todo! —De pronto Ellen comprendió lo que significaba el nombramiento de Guillaume para ella, y se puso seria—: Disculpad, tenéis que explicármelo con más detalle, sire.
—No pasa nada, mientras estemos solos, con Guillaume basta, igual que antes. —Sonrió y lanzó una piedra al riachuelo.
«No parece un caballero», pensó Ellen con melancolía.
—¡Ea, pues explica! —lo animó.
Guillaume asintió y cambió de postura unas cuantas veces sobre el tronco en el que estaban sentados para ponerse cómodo.
—Espero que tengas un poco de tiempo.
«Toda la vida», estuvo a punto de responder Ellen, pero se limitó a asentir.
—Todo empezó porque Guillaume Talvas, conde de Ponthieu, se había molestado con el rey Enrique. Por lo visto, el rey no le concedió unas tierras a las que Talvas consideraba que tenía derecho, de modo que se alió con los condes de Flandes y Boulogne. Atacaron y ocuparon Eu. Un mensajero informó de ello a mi señor, que sin dilación armó a sus tropas y al día siguiente marchamos ya hacia Neufchatel para reforzar la guarnición que esperaba allí. No debíamos dejar pasar a las tropas enemigas y, si era posible, estas no tenían que llegar a Ruan…
—¿Y eso qué tiene que ver con que te hayan armado caballero? ¿No decías siempre que era el momento más importante en la vida de un caballero, y que después se celebraba una fiesta? ¿Por qué no me explicas todo eso? —inquirió Ellen con acritud.
—¡Oh, Alan, no seas tan terco!
—No soy terco, sólo creo que podrías haberme explicado que Tancarville pensaba armarte caballero.
—¡Pero es que no tenía tal intención! Y, si no dejas que acabe de relatártelo todo de una vez, nunca sabrás cómo ha sucedido. Creo que eres la única persona más cabezota que yo en todo el mundo —masculló.
—¡Lo siento mucho! —Ellen hizo una mueca de impotencia.
Guillaume cogió un palo del suelo y dibujó algo en la tierra húmeda. Los puntos representaban Neufchatel, Eu, Ruan y Tancarville, y la línea serpenteante era el Sena. Según explicó, Ruan era la capital de Normandía y se decía que estaba magníficamente fortificada, pero no por ello era inexpugnable. Los condes de Eu, Mandeville y Tancarville se habían unido para impedir como fuera un avance enemigo. Los batidores habían traído información muy detallada sobre los adversarios, que en su mayoría iban armados hasta los dientes.
Guillaume, que estaba muy cerca de su señor, como los demás escuderos, comprendió la gravedad de la situación. Se arrodilló ante Tancarville y le pidió con insistencia que lo dejara cabalgar junto a él. Tancarville miró a su escudero con orgullo, pero declinó su petición. Repuso que era labor de caballeros dejar la vida por el rey en la contienda, no de escuderos. Pero pese a que su voz sonó oscura y severa, Guillaume vio en sus ojos una sonrisa, de modo que permaneció arrodillado con obstinación. Como obedeciendo a una señal secreta, también los escuderos de Mandeville y Eu cayeron entonces de rodillas ante sus señores. Guillaume cogió aire, hizo acopio de todo su valor y le pidió a su señor con voz firme que lo armara caballero para poder, así, luchar por él y por el rey. Emocionados por ese conmovedor momento, también los otros donceles pidieron a sus señores ser nombrados caballeros. Mandeville, Eu y Tancarville se miraron unos instantes sin saber qué hacer. El propio Mandeville no era más que unos años mayor que los escuderos y acaso fuera quien mejor entendía cómo se sentían.
Sin embargo, antes siquiera de que alguno de los barones dijera algo, un mensajero llegó atropelladamente y sin aliento, e informó de que Eu y Aumale habían caído y que el enemigo ya no estaba muy lejos de allí.
Tancarville fue el primero en desenvainar la espada. La sostuvo en vertical ante el rostro, luego la hizo descender hacia el hombro de Guillaume y lo rozó un breve instante. Los demás barones siguieron su ejemplo y armaron a sus escuderos antes de que el enemigo llegara a Neufchatel. Tancarville mandó enseguida por una espada de la armería, se la ciñó a Guillaume y le dio un abrazo. «Hazme sólo un favor, ¡no mueras hoy!», le susurró al oído, conmovido.
Al mancebo esas palabras le llegaron al corazón, pero antes de que pudiera contestar nada, llegó un segundo mensajero. El enemigo había avanzado más deprisa de lo esperado; no había nada preparado, no se había acordado táctica alguna, ¡ni siquiera iban todos los hombres debidamente armados! Eu cayó al suelo destrozado y sin saber qué hacer al oír que su condado ardía en llamas.
Unos cuantos barones discutieron exaltados entre sí. Aturdidos, decidieron enviar a unos cuantos hombres cabalgando hacia el enemigo para impedir que cruzara las puertas de la ciudad, y partieron como el rayo, sin consultarlo con los demás. Con ello debilitaron a la guarnición y pusieron a Neufchatel en peligro. Mandeville reunió a toda prisa a unos cuantos hombres para asegurar el puente de la puerta occidental de la ciudad. Sólo Tancarville mantenía la cabeza fría. Agrupó a su gente y enseguida organizó una tropa presentable. Tras mucho reflexionar, ordenó a sus caballeros cabalgar hasta el puente para ofrecer apoyo a Mandeville y a sus hombres. Guillaume estaba extasiado. ¡Tenía ante sí su primera batalla como caballero! Sediento de combate, se obligó a montar a su cabalgadura y enfiló de camino al puente aun antes que su señor. Sin embargo, Tancarville lo llamó y le ordenó que aguardara. Aunque apenas podía esperar, dejó que otros caballeros mayores lo adelantaran, como era orden de su señor. Después se abalanzó hacia el tumulto de la contienda.
Los soldados flamencos ya habían asaltado las poblaciones que había alrededor de las murallas de la ciudad. Luchaban con fiereza y sin compasión. La lanza de Guillaume se rompió al cabo de poco, y únicamente le quedó su espada. Los hombres de Tancarville consiguieron entonces hacer retroceder un poco a las tropas, pero los atacantes enseguida volvieron a presionarlos y el conde Mathieu ordenó a los suyos conquistar la ciudad. Había llegado el momento de proteger Neufchatel por todos los medios. Hasta los habitantes de la villa acudieron en su ayuda y lucharon con la valentía de los desesperados para impedir que los soldados flamencos vencieran y les arrebataran todas sus posesiones. Así, aunando fuerzas, lograron rechazar de nuevo al enemigo.
Unos cuantos soldados flamencos de a pie se colgaron de los talones de Guillaume. Este intentó atrincherarse tras un aprisco de ovejas, pero entonces vio que le habían cortado el paso hasta sus compañeros de batalla. Guillaume se había quedado solo, pero mientras perseverara en su montura, sería superior a sus adversarios pese a que estos lo superasen en número. De repente, no obstante, uno de ellos se hizo con un garfio de hierro como los que se utilizaban para hacer caer la paja del tejado en un incendio e impedir así que el fuego prendiera de una casa a la otra. El flamenco atrapó a Guillaume por el hombro con esa arma espantosa e intentó hacerlo caer del caballo.
A fin de demostrar la veracidad de su historia, Guillaume se levantó la camisa y le enseñó a Ellen la herida recién cicatrizada.
A ella se le demudó el rostro y tomó aire audiblemente.
—Tiene que haber dolido mucho. ¿Aún te hace daño?
Guillaume sacudió la cabeza y se esforzó por parecer valeroso. No había dejado que lo tirasen de su montura, e incluso había logrado librarse del gancho. Para derrotarlo, los cobardes soldados habían acuchillado a su caballo y, si los flamencos no les hubieran ordenado de pronto que regresaran, seguramente aquel día habría encontrado la muerte. Sin embargo, aunque no la vida, sí acabó perdiendo el corcel, lo cual de todos modos era una pérdida irreemplazable si se tenía en cuenta lo que costaba un caballo de batalla. Guillaume, empero, no comprendió hasta más adelante qué significaba eso para él.
Por la tarde, los vencedores celebraron su triunfo. El muchacho fue alabado por su valentía y por haber cosechado limpiamente sus primeros éxitos en la contienda. Guillaume se recreó en sus logros y se mostró de los más satisfecho consigo mismo hasta que Mandeville empezó a mofarse de él.
Exigía un obsequio de Guillaume y entre carcajadas dijo que sin duda tendría una collera o un ataharre que entregarle.
Ese caballo de batalla había sido la única posesión de Guillaume; la silla y los arreos ni siquiera le habían pertenecido a él, sino a su señor. Sin entender muy bien la chanza, así se lo explicó a Mandeville. Este, sin embargo, impostó incredulidad mientras los demás caballeros se desternillaban de risa. El barón se burlaba de Guillaume porque este había creído luchar nada más que por honor. No sabía que debía haberse quedado con los caballos, las armas y las armaduras de los enemigos vencidos, y que esa era su recompensa. ¡Cuán necio debía de ser un caballero que salía de la contienda con las manos vacías y más pobre de lo que había entrado, por mucho que se contara entre los vencedores y hubiese sido el más aclamado de los jóvenes guerreros!
De hecho, tal como era costumbre después de ser armado caballero, a su regreso su señor le había regalado un par de espuelas y un hermoso manto de montar, pero Guillaume ya no poseía un caballo.
—Habrías dado la vida por él y por el rey, ¿y en agradecimiento ni siquiera te compensa con otro caballo? —Ellen lo miró completamente estupefacta.
—No me sucederá una segunda vez, créeme. En la siguiente ocasión me serviré a gusto… y en abundancia, además. ¡En el futuro tengo intención de estar siempre con los vencedores!
El relato de Guillaume había sido tan emocionante y fascinador que a Ellen se le habían quitado las ganas de luchar contra él. Además, seguro que la herida aún le dolía mucho.
—Dejemos los ejercicios para otro día —propuso, y se tumbó en la hierba.
Guillaume se estiró junto a ella sin decir nada y también se dedicó a contemplar la vasta extensión azul del cielo de finales de verano.
Había dado lo mejor de sí, había puesto su vida en juego en una batalla de la que nada había esperado sacar más que el reconocimiento de su señor, y había salido de ello amargamente decepcionado. Ellen pensó que a veces la vida era muy injusta.
De nuevo consideró por un momento desvelarle su identidad. A lo mejor así Guillaume podría entenderla mejor. Hacía un año ya había estado casi a punto de compartir con él su secreto. Había meditado largo y tendido cómo quería decírselo, pero luego no había encontrado el valor. Y ahora le volvía a pasar lo mismo.
Hacía ya un buen rato que estaban mirando el cielo en silencio cuando Guillaume se incorporó de súbito.
—Te he visto otra vez con esa pastelera inglesa, ¿cómo se llamaba?
Describió unas explícitas curvas con sus manos sobre el pecho y enarcó las cejas.
—Te refieres a Rose —repuso Ellen de mala gana.
Muchos, también algunos escuderos, miraban a Rose con buenos ojos. Según el mismo Guillaume contaba, él no se moría precisamente de tedio, por eso sus alusiones a las formas de Rose hicieron que Ellen sintiera unos celos atroces, aunque no podía dejar que él lo notara, por supuesto.
—Sí, esa. Una chiquilla muy guapa, ¿tienes algo con ella?
Ellen detestaba que Guillaume alardeara de sus conquistas, pero que intentara sacarle detalles picarones de su inexistente vida amorosa le resultaba, como poco, espeluznante.
—Hace tiempo que ya no —mintió, e hizo un gesto de desprecio para zanjar el tema.
—Entonces no serás tú el padre.
Guillaume parecía satisfecho con esa declaración, pero Ellen casi se atraganta del sobresalto.
—¿Cómo dices?
—Está encinta. Nuestro querido amigo Thibault se vanagloria de ser él quien… Y yo había pensado que a lo mejor tú… Si de verdad ha sido él, la pobrecilla me da mucha lástima. —Guillaume zarandeó la cabeza con incredulidad.
Ellen no sabía qué decir. ¿Cómo no le había explicado Rose nada a ella? Además, precisamente Thibault… ¿Cómo había podido?
—¿Hace mucho que se ven? —preguntó, incomodada.
—Eso parece, claro que no lo sé con exactitud, no les he estado llevando la cesta —repuso él, y se rio con ganas de su propia chanza.
—Se está haciendo tarde —masculló Ellen, aunque el sol aún estaba alto—. Tengo que irme.
—Te ha sentado mal lo de Rose. De haber sabido que aún significaba tanto para ti… —Guillaume parecía compadecerla de verdad.
—De ninguna manera. Es de Ipswich, igual que mi familia. Eso es lo único que nos une —repuso Ellen con sequedad—. Pero como bien sabes, no puedo soportar a Thibault. Rose no merecía ser castigada con el bastardo de ese puerco. Me pregunto por qué se habrá enredado con él, para empezar.
Guillaume se encogió de hombros.
—¡Bah, no hay quien entienda a las mujeres! Piensan de forma diferente a nosotros, si es que alguna vez piensan. No vale la pena. —Hizo un gesto de fingida desesperación con los ojos.
—Comoquiera que sea, tengo que irme ya.
Ellen se levantó, cogió el fardo de la espada, se despidió de Guillaume sin mirarlo a los ojos y se apresuró hacia el camino.
Mientras recorría el bosque, no dejaba de imaginar a Rose con Thibault. Por eso, por estar absorta en sus pensamientos, oyó demasiado tarde la trápala de los caballos que se acercaban y no tuvo tiempo de esconderse para no ser vista. Decidió seguir andando por el camino y esforzarse por pasar lo más inadvertida posible, intentando llevar el fardo de la espada de la forma más natural que podía. Cuando los jinetes se acercaron, uno de ellos se dirigió a ella, la detuvo y le gritó con antipatía:
—¡Eh, joven! ¿Lleva este camino a Tancarville? ¡Responde!
El joven escudero que había hablado la miró con soberbia desde lo alto de su montura.
Un caballero imponente y con unos deslumbrantes ojos verdes, que a todas luces era su señor, lo detuvo y lo reprendió:
—No tienes motivo para ser tan descortés. ¡Reúnete con los demás! —ordenó al mozo, que obedeció con la mirada gacha.
Ellen miró al caballero con curiosidad y; al cruzarse sus miradas, le pareció que ya lo conocía. Sin embargo, no lograba recordar haberse encontrado antes con él.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Alan, sire.
—Ese es un nombre anglosajón, me parece.
—Sí, sire.
—¿Conoces el camino al castillo de Tancarville?
—Sí, sire. Debéis continuar por esta pista, a caballo no queda muy lejos. Después de la siguiente gran curva saldréis del bosque y entonces divisaréis el castillo.
—Te lo agradezco.
El caballero contempló a Ellen de pies a cabeza. Su magnífico caballo de silla daba escarceos nerviosos.
—¿Qué llevas ahí contigo? —preguntó, y señaló el fardo alargado.
—La pieza de mi prueba de oficial, sire. —Ellen no hizo ademán alguno de desenvolver la espada.
—¿Cuál es el oficio que ejerces?
Ellen maldijo la curiosidad del afable caballero y respondió con humildad:
—Soy herrero, señor. —Y esperó que se contentara con esa respuesta.
—¿Puedo verlo?
Ellen dudó unos instantes, pero enseguida zarandeó la cabeza.
—¡Aquí no, por favor! Es mejor que vengáis a la forja. Preguntad por Donovan, el forjador de espadas. ¡Por favor! —pidió con fervor.
Sorprendentemente, el caballero asintió con simpatía.
—Sí, eso haré, Alan. Hasta pronto.
Hizo un gesto a sus acompañantes para que lo siguieran, y todos pasaron junto a Ellen.
La muchacha respiró con alivio. Sin embargo, uno de los hombres se volvió repetidas veces hacia ella e intercambió unas palabras animadas con su señor. A pesar de que el afable caballero le había resultado simpático en un primer momento, algo en él la dejó inquieta.
No tuvo que esperar mucho, pues al día siguiente volvió a ver al desconocido, que se presentó en la forja sin compañía.
—Buenos días tengáis, maese Donovan. —El caballero sonrió con cortesía.
—¡Berenger, válgame! ¡Disculpad, sire, sir Berenger!
El caballero se echó a reír.
—Qué alegría volver a veros, Donovan. Por doquier se habla de vuestras espadas. ¡Tancarville está más que orgulloso de vos!
—¡Os lo agradezco, sir Berenger! No erais más que un escudero la última vez que nos vimos. ¿Cuánto hace ya de eso? —preguntó Donovan, y estrechó la mano que le tendía el caballero.
—¡Una eternidad! Pronto hará veinte años. Aún me acuerdo bien de Ipswich, fue la mejor época de mi vida. Entonces era un hombre libre, ya sabéis qué quiero decir. —Le guiñó un ojo al forjador, que se echó a reír. Berenger se dirigió entonces a Ellen—: Buenos días, Alan, he venido a ver la pieza de tu prueba de oficial.
Donovan, con asombro, miró primero a Ellen y luego al caballero repetidas veces.
—¿Conoces a sir Berenger? Ea, pues, Alan, ve por la espada. Le irá de fábula al caballero.
Cuando Berenger de Tournai hubo examinado la espada en detalle, asintió con gran admiración.
—Una pieza muy hermosa. Quizá le vendría bien a mi hijo. No se armará caballero hasta dentro de dos años, quizá tres, pero de todas formas sería un aliciente. Acaso lo conozcáis, se llama Thibault.
—Bueno, yo no tengo trato alguno con los escuderos, pero Alan sí que conoce a la mayoría de ellos.
Donovan miró a Ellen en actitud interrogante.
A la mención del nombre de Thibault, las comisuras de sus labios habían tirado hacia abajo y su rostro había perdido color. Su espada no acabaría en manos de Thibault, de ninguna manera, ya se encargaría ella de eso. Ellen pensó febrilmente qué podía hacer para impedir la venta pero, antes de que se le ocurriera nada, Donovan le propuso al caballero que su hijo pasara a verla.
—Lleváis razón, maestro. Durante los próximos días vendré con Thibault, así podrá probada.
—Una sabia decisión, sir Berenger. —Donovan atisbó entonces el carro del comerciante de hierros—. Si hacéis el favor de disculparme, una entrega importante…
Se inclinó, y sir Berenger asintió.
Ellen se quedó en la forja a solas con el caballero. ¿Cómo podía ser aquel hombre tan afable el padre del demonio de Thibault?
—¿También eres de Ipswich? —quiso saber el hombre.
Ellen, ensimismada, asintió aunque no fuese cierto, pero luego se corrigió:
—Mi madre.
Berenger de Tournai asintió como si no hubiera hecho más que confirmarle algo que ya supiera. Se pasó una mano por el mentón bien rasurado.
—Creo que la conozco. Se llama Leofrun, ¿no es cierto?
Ellen sintió que una llama prendía fuego a su estómago y luego se extendía rápidamente hasta llegarle a la cabeza.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó sin salir de su asombro.
Allí nadie conocía el nombre de su madre, ni siquiera Rose.
—Tenía un cabello maravilloso, largo y rubio como los campos de trigo de Normandía, y sus ojos eran tan azules como el mar —recitó el caballero, emocionado, sin responder a su pregunta.
A Ellen esa descripción de Leofrun le pareció más bien amanerada, pero no dijo nada al respecto.
—Era la muchacha más bella que había visto jamás. Nos enamoramos y empezamos a encontrarnos a escondidas, pero un día dejó de venir y jamás volví a verla. Más tarde me enteré de que se había casado.
Ellen era incapaz de comprender sus palabras, no lograba moverse ni decir nada.
—Al verte en el bosque no estaba seguro, pero Paul, mi más viejo amigo, también se ha fijado en lo mucho que te pareces a ella.
—¿A mi madre? —La voz de Ellen se tornó sarcástica.
—¡No, Alan, a la mía!
A Ellen le costaba respirar; de súbito parecía que el suelo se moviera en círculos bajo sus pies. Apenas logró dar una imperiosa cabezada y luego escapó de la forja corriendo sin saber adónde. Cuando Aelfgiva le explicó que era bastarda de un caballero normando, le había dolido, pero había sido como escuchar la historia de otra persona. Jamás había imaginado que algún día llegaría a conocer a ese disoluto extranjero. ¿Hasta dónde podían llegar las coincidencias? ¿Qué azar había hecho que se encontraran allí? ¿Por qué tenía que haberle resultado tan simpático que casi deseaba ser hija suya? ¿Y por qué tenía que ser precisamente el padre de Thibault? Ellen se sentó en el tronco de un árbol a llorar.
¿Qué sucedería si llegaba a saber toda la verdad? Casi creyó que se asfixiaba. «Lo mejor será que no vuelva a la forja jamás», se le ocurrió de pronto. Sin embargo, al madurar esa idea, enfureció. La forja, Donovan y Glenna eran todo cuanto tenía. ¿Qué derecho tenía a quitárselos ese tal Berenger de Tournai? No quería huir otra vez. «A fin de cuentas, no es culpa mía», pensó con obstinación. Volvería a la forja, pero jamás permitiría que Thibault se quedara con su espada. Regresó con pasos resueltos y volvió a toparse con sir Berenger.
—En caso de que creáis que soy hijo vuestro, os equivocáis, os lo puedo asegurar —afirmó Ellen con total convicción.
La seguridad con que se enfrentó al caballero hizo que este llegara a dudado.
—¿Cómo puedes estar tan seguro, Alan? —La miró con tristeza, casi decepcionado.
Ellen permaneció unos momentos sin responder nada, mirándose los pies.
—En Anglia Oriental abundan las muchachas rubias, y Leofrun es un nombre corriente. Os equivocáis, sir, creedme. Mi madre es una mujer decente —masculló al fin.
Desde que conocía a Guillaume, comprendía mejor lo que podía hacer el amor con uno. Berenger era todavía un hombre apuesto; seguro que se había mostrado muy galante y había hecho que Leofrun perdiera la cabeza por completo. Por una vez, comprendió a su madre. ¿Acaso, como hombre, no había sabido en qué difícil situación podía ponerla, o es que había sido tan necio como su hijo? Ellen seguía terriblemente enfadada.
—Vendré de nuevo dentro de unos días —dijo Berenger con serenidad, y le sonrió.
—Si venís como comprador, os ofreceré un cálido recibimiento —le dio a entender Ellen con frialdad, y se despidió con un gesto de la cabeza.
Unos días más tarde, cuando Berenger de Tournai entró de nuevo en la forja con su hijo, la ira de Ellen se había aplacado. Seguro que el caballero no era mala persona. Lo intuía. En cierta forma, le había hecho bien saber quién era su padre.
Tournai la saludó con afabilidad mientras Thibault la ninguneaba.
Su padre, por tanto, no le había contado nada. Ellen se sintió más tranquila.
—Quiero una espada del maestro Donovan, no la pieza del oficial Alan, que no valdrá para nada —refunfuñó Thibault.
Ellen respiró con alivio. Estaba muy claro que el escudero haría lo que fuera por conseguir que su padre cambiara de opinión.
—Con gusto puedo enseñaros otras dos espadas que maese Donovan ha terminado hace poco, si os agrada alguna de ellas… —propuso con entusiasmo.
Thibault examinó las espadas sin dignarse mirar a Ellen ni una sola vez.
—Me gusta esta —decidió enseguida.
Ellen se preguntó cuál habría sido su elección. La espada en cuestión había sido un encargo para un joven barón altivo. Poco antes de que pudiera ir a recogerla, había muerto a causa de una herida leve que le había envenenado la sangre. A Ellen la espada le parecía demasiado maciza y llamativa, pero a Thibault le iba como anillo al dedo.
—¿No quieres probar siquiera esta otra? —Berenger intentaba convencerlo para que se fijara en la espada de Ellen.
—No —contestó Thibault con frialdad, y su padre comprendió que no tenía sentido intentar hacerle cambiar de opinión.
—Bueno, pues yo sí me la quedaré; a mí me agrada sobremanera —dijo Berenger de Tournai, y miró a Ellen fijamente a los ojos.
La muchacha vio en ellos lo orgulloso que se sentía de ella, y de repente se avergonzó. Bajó la mirada con timidez.
—¿Y yo, padre? —Thibault parecía irritado.
—Sí, sí, tú te quedas con la otra, está bien, hijo mío. Ellen se alegró de que no tuvieran una relación muy estrecha, por lo que se veía.
—En cuanto al precio, acordadlo mejor con maese Donovan. Ahora vaya buscarlo —dijo, y desapareció sin despedirse.
—Alan no me cae en gracia, no tiene modales —le dijo Thibault a su padre, y en voz tan alta que hasta Ellen lo oyó.
Cuando padre e hijo se hubieron marchado, Donovan sonrió a Ellen con satisfacción.
—¡A mí nunca me había comprado nada, y a ti nada menos que dos espadas!
Ellen sabía que no lo decía con mala intención, sino que más bien era una especie de elogio, y a fin de cuentas sucedía raras veces que Donovan estuviese de tan buen humor.
—¿Ha pagado un buen precio?
Sentía curiosidad por cuánto habría ganado con su espada.
—Sir Berenger estaba entusiasmado con tu pieza de oficial, y también me ha hecho hablarle una infinidad de ti: de dónde te había sacado, cuánto hace que estás conmigo y todas esas cosas. Le he pedido un precio alto por la espada, y él ha pagado sin chistar. Con la espada de su hijo me ha regateado algo. De todas formas era un horror, por lo que puedo darme por satisfecho. Un chaval antipático, por cierto, ese Thibault.
—¡En eso sí que lleváis razón, maestro!
—Qué curioso, con lo agradable que es sir Berenger, una persona harto diferente… El joven debe de haber salido a su madre. —Donovan enarcó las cejas y frunció el ceño.
A Ellen le pareció extraño ese comportamiento de su maestro, que nunca era tan chismoso. Debía de estar de veras más que satisfecho con el precio que había conseguido por su espada.
—¿Y ha quedado algo para mí?
—Quitando los costes, te quedan diez sólidos.
Ellen no pudo cerrar la boca de la sorpresa. ¡Era más dinero del que había podido ahorrar en todos aquellos años!
Dos días después, Berenger de Tournai volvió a presentarse en la forja:
—Maese Donovan, me gustaría mucho tomar prestado a vuestro oficial, ¿podríais prescindir de él durante un rato?
El forjador miró a Ellen con curiosidad, pero ella se limitó a encogerse de hombros con indiferencia.
—Como deseéis, sir Berenger. Alan, acompaña a sir de Tournai adonde él quiera.
Ellen no sabía qué pensar de todo aquello, pero la curiosidad de llegar a conocer mejor a su padre ganó la batalla por el momento. Mientras no se le hubiera metido en la mollera explicarle nada a Thibault, a ella le parecía bien. Lo siguió sin mediar palabra.
—¿Le va bien a tu madre? —preguntó el hombre cuando estuvieron solos, y de repente Ellen perdió toda su serenidad.
—¿Cómo podría no irle bien? Su compromiso con el mercader de sedas fue anulado gracias a vos, porque quedó preñada. Convertirse en la mujer de un simple herrero era justamente lo que siempre había soñado. ¿Qué mujer preferiría llevar una vida ociosa al lado de un rico mercader o de un caballero? Mi madre no, desde luego. Vos mismo la habéis conocido y debéis de saber lo mucho que adora la vida modesta. —Ellen no estaba dispuesta a perdonarlo tan fácilmente.
—Comprendo que ha debido de odiarme, después de todo… —interpuso sir Berenger con tristeza.
—¿Odiaras, a vos? —Entonces Ellen sí que cogió impulso—: Es a mí a quien ha odiado, no a vos. Yo no tuve nada que ver con vuestros escarceos y, sin embargo, fue a mí a quien se lo hizo pagar. Aunque no se le fueron las ganas de anhelar siempre a alguien superior, pues volvió a arrastrarse hasta la cama de un caballero como una gata en celo.
—¿Cómo puedes hablar con tan poco respeto de tu madre? —la interrumpió sir Berenger, indignado.
—Los vi juntos, por eso su amante amenazó con matarme y yo tuve que huir de casa. La odio, ¡y os odio a vos! —Ellen se derrumbó, arrasada en lágrimas.
Berenger la abrazó un momento, pero luego la agarró de los hombros.
—El hijo de Berenger de Tournai no llora, contrólate.
—¡No soy vuestro hijo! —Ellen lo miró con obstinación.
—Sí, sí que lo eres. Lo veo y lo siento.
—No podéis ver nada, y el sentimiento en nada os ayuda tampoco —repuso Ellen con acritud.
¿Ni siquiera su propio padre reparaba en que era una muchacha? ¿Es que estaban todos ciegos? ¿Es que lo único que querían ver era lo que ella les hacía creer? Lo miró a los ojos con desdén.
—Te reconoceré y podrás realizar una formación de caballero igual que tu hermano Thibault.
—¡Thibault! —Ellen sonó tan desdeñosa que su padre la miró con sorpresa—. ¡Es fanfarrón, falso y carece de sentido del honor!
Cada una de sus palabras fue como una puñalada para Berenger, pues parecía que con ellas lo designara también a él.
—Sé que no es un chico fácil, pero… su madre… —intentó explicar.
—Naturalmente, ahora de pronto es hijo de su madre. Pues no, sir Berenger, ¡se parece a vos! ¿Dónde quedó, si no, vuestro sentido del honor cuando dejasteis preñada a mi madre?
Berenger parecía turbado y Ellen casi llegó a sentir cierta compasión por él. Sin embargo, continuó con sus acusaciones:
—¡Es digno hijo vuestro, no en vano ha dejado embarazada a una muchacha anglosajona!
Berenger se puso en pie de un salto.
—¡Ya basta! No quiero volver a oír eso. —Y se alejó a grandes pasos sin volverse siquiera una vez.
—¡Preguntadle a él, se llama Rose! —exclamó Ellen tras él, aunque no sabía si aún podía oída.
Hasta que no hubo visto a Rose, al cabo de dos semanas después, no supo que sir Berenger la había oído perfectamente.
—Thibault, el muy estúpido, debió de ir por ahí alardeando de que me había dejado preñada, y a su padre le ha llegado noticia. «Ocúpate de arreglar las cosas», le ha dicho.
Rose no pensó siquiera que nunca le había explicado a Ellen nada de su romance con el joven escudero; Ellen tampoco malgastó una palabra al respecto.
—¿Qué quiso decir con eso?
Rase se encogió de hombros.
—No sé, pero Thibault dice que tengo que hacer que me lo saquen de dentro. Hay una mujer que sabe de estas cosas. Además, es verdad, ¿qué clase de vida tendría con un bastardo pegado a las faldas?
—¿No podría llevarte con él al castillo de su padre y ocuparse allí de ti?
Ellen sabía que su réplica era infantil, pero le indignaba la facilidad con que Thibault y su padre se desentendían de esos asuntos.
Rose zarandeó la cabeza.
—Sabes que eso es un disparate.
—¿Y si te casas?
—¿Con un jornalero cualquiera? ¿Con un viudo cargado de hijos que sólo me quiera para poder darme palizas y me obligue a deslomarme trabajando para él? —Rose suspiró—. No, no quiero. Antes prefiero ir a ver a la curandera. ¿No puedes venir conmigo? ¡Por favor, Ellen!
Rose, siempre tan segura de sí misma, la miró con súplica.
—Claro, si eso es lo que quieres.
Rose asintió con gratitud.
—Sola no tendré valor.
—¿Por qué no me habías explicado que vosotros dos…? —La voz de Ellen sonó débil, y en modo alguno a reproche.
—¿No lo imaginas? —Rose sonrió apenas—. Eres mi única amiga, y Thibault y tú os odiáis. Seguro que habrías intentado convencerme de que lo dejara. ¡Pero yo lo amo!
—Me alegro de que ya no haya secretos entre nosotras. Por descontado que te ayudaré y te acompañaré a ver a la curandera. Lo mejor será que vayamos mañana a primera hora.
Rose y Ellen se encontraron en las puertas de la ciudad poco después de salir el sol. Los prados estaban cubiertos aún por una niebla húmeda e impenetrable. Las dos avanzaron como ciegas, a tientas, hasta que la niebla se dispersó, y entonces no tardaron mucho en llegar a la cabaña de la anciana.
Rose había estado inquieta durante todo el camino, tirándose de la capa con nerviosismo y apretándosela alrededor de los hombros.
Ellen la rodeó con un brazo y la estrechó contra sí.
—Todo saldrá bien, lo conseguirás —dijo para animarla. Cuando llegaron a la cabaña, fue ella quien llamó dando golpes a la puerta. La curandera escuchó la petición de Rose, miró a Ellen sin compasión y preguntó:
—¿Por qué no te casas con ella?
—Yo no… no soy el padre —tartamudeó Ellen, y se sonrojó.
—Alan sólo ha venido a acompañarme. El padre del niño es un escudero de Tancarville. —Rose se obligó a sonreír.
La anciana las miró a ambas con desdén.
—Eso a mí no me importa, no es cosa mía —masculló—. Lo haremos con perejil, y tendrás que quedarte aquí un par de días.
Rose miró a Ellen con ojos de indefensión.
—Todo irá bien, Rose, iré a decir que estás enferma. Aprecian tu trabajo y se alegrarán de que te recuperes.
—Tendré que hacerme cargo de ella durante unos cinco días, no será para tanto.
Rose ofreció unas monedas. La anciana cogió el dinero.
—¡Con esto no basta! —le espetó a la muchacha, y dijo cuál era su precio.
Rose se quedó espantada.
—El padre del niño pagará, lo ha prometido —murmuró.
—Os aseguro que recibiréis el dinero. Por favor, buena señora, ocupaos de ella y haced que todo salga bien —suplicó Ellen con insistencia.
—No puedo prometer nada, pero haré cuanto esté en mi mano, joven. ¡No olvides, empero, traer mi dinero mañana mismo!
Durante el camino de vuelta a Tancarville, Ellen fue pensando en cómo conseguir que Thibault les diera esa cantidad. Podía enviar a una muchacha, pero las muchachas eran curiosas y hablaban demasiado. Pese a que había muchas mujeres que se deshacían de niños nonatos, la Iglesia lo prohibía categóricamente y lo castigaba con dureza. De modo que decidió, con renuencia, que tendría que ser ella misma quien fuese a ver a Thibault.
—¿Tú? —bufó este con desdén cuando la tuvo ante sí.
—Rose me envía.
Thibault miró a Ellen con superioridad, sin decir nada.
—Va a perderlo, tal como tú querías. Tengo que llevarle el dinero a la curandera.
Se esforzó por mantener la calma, aunque hervía de rabia. Cuando Thibault oyó a cuánto ascendía la cantidad, rio con burla.
—¿Y de verdad crees que voy a confiarte todo ese dinero precisamente a ti?
—También puedes ir tú mismo a ver a la curandera y llevárselo. A la postre, ya has explicado por doquier que el niño es tuyo —le increpó Ellen, pero se arrepintió de ello incluso antes de haber terminado la frase.
Thibault se puso rojo de ira.
—¡A saber con quién más habrá yacido! Tú mismo siempre vas pegado a ella por todas partes. ¡A lo mejor tú eres el padre! ¡No pienso pagarle ni un penique a esa mujerzuela!
A Ellen le faltaba el aire.
—¡Rose te ama! —espetó—. El Cielo sabrá por qué… ¡Y yo no la he tocado jamás!
—¿Conque sí? ¡Pues yo he oído decir algo muy diferente! —Thibault dio un paso hacia ella—. A ver cómo la sacas de este apuro. Pero no a mi costa. ¡Cásate con ella! —Thibault enarcó muchísimo las cejas.
—Ese hijo no es mío, sino tuyo. Aunque no me extraña que no quieras asumir la responsabilidad y que intentes endosársela a otro. Los hombres de tu familia son maestros en ese arte. Tu padre hizo exactamente lo mismo. ¡Pregúntale!
Ellen se volvió y se alejó a grandes pasos. No le hizo falta volverse ni una sola vez para saber que Thibault seguía allí plantado, intentando comprender qué había querido decir. Cuando estuvo lo bastante lejos como para que no la viera, se vino abajo. ¿Cómo había podido decir algo tan estúpido? Le habría gustado darse un bofetón por las bravatas que habían salido de su boca, pues, aunque sir Berenger ya había partido, era sólo cuestión de tiempo que Thibault volviera a ver a su padre. Dejó a un lado el recuerdo de Berenger. Rose ya le había entregado a la curandera todos sus ahorros y aún faltaban quince chelines. Ellen no lo pensó dos veces: decidió poner el resto de su propio bolsillo, aunque en realidad todo aquello no tuviera nada que ver con ella. No había olvidado que Rose había descubierto su secreto en el barco y que hasta la fecha lo había guardado sin esperar nada a cambio.
Después del trabajo fue a ver a Donovan y le pidió que le diera parte de las ganancias de la espada, que guardaba él. Al hombre le sorprendió muchísimo la petición, pero le entregó el dinero sin preguntarle para qué lo necesitaba. Ellen corrió de inmediato a ver a la curandera. No se dio cuenta de que Arnaud, dejando entre ambos una distancia prudencial, la seguía.
La anciana esperaba ya con impaciencia ante su choza.
—¡Aquí llegas al fin! ¿Tienes el dinero?
—El joven noble se ha negado a pagar. Acusa a la pobre Rose de haber estado con otros. Pero ella le quiere, la muy boba. —Ellen susurraba para que su amiga no pudiera oírla—. No le digáis que he pagado yo en lugar de él.
La anciana sacudió la cabeza.
—¿Estás seguro de que no eres el padre?
—No, seguro que no. Nunca la he… —Ellen bajó la mirada. La mujer pareció creerla y sonrió.
—Está bien, en tal caso te arreglaré un poco el precio. Ya veo que no eres más que un sencillo artesano. No importa quién sea el padre; nos ocuparemos de ese embarazo.
Ellen pagó la cantidad exigida, estuvo un momento con Rose y volvió a marcharse. Por el camino se detuvo en el bosque y se arrodilló para orar. De pronto oyó un crujido entre la maleza, unas hierbas se movieron y Arnaud apareció sonriente ante sus ojos.
—Jamás habría dicho que fueras tan simplón.
—¿Cómo dices? —Ellen lo miraba perpleja.
—Que quisieras pasártelo bien con la inglesita no te lo puedo criticar. Yo mismo, si hubiera podido tomarla, no le habría hecho ascos. ¡Pero no la habría preñado!
—¿Ah, no? —Ellen no veía razón para sacar a Arnaud de su error en lo tocante a la paternidad.
—Por supuesto que no, sé muy bien cómo llevarme mis alegrías sin dejar encinta a la muchacha.
—Eso te honra —repuso Ellen, escueta.
—Veo que ardes en deseos de escuchar mi consejo, de modo que no voy a hacerme de rogar. —Se inclinó con displicencia ante Ellen—. Las tomo… ¡por detrás! —Arnaud sonrió.
Ellen lo miró sin poder creer lo que acababa de oír.
—¡Pero eso es contranatural —espetó.
—Bobadas, los papas sólo lo prohíben porque ellos no pueden disfrutado.
Estaba claro que Arnaud se sentía orgulloso de sí mismo y de sus precauciones.
—Qué me importa lo que hagas tú. A mí ni me va ni me viene y, para que lo sepas, Rose no espera un hijo mío. Está enferma, nada más. —Se puso en pie e hizo ademán de marcharse.
—¡Desde luego, desde luego!
Ellen sabía muy bien que Arnaud se estaba riendo de ella.
—¡Piensa lo que quieras! —exclamó, disgustada.
—Tú no te preocupes, Alan, tu secreto está a buen recaudo conmigo. De mis labios el maestro no sabrá ni una palabra. ¡Ahora que ya eres oficial, espero que por fin Donovan me dedique más tiempo! También tú podrías dejar caer un par de buenas opiniones sobre mí. —Arnaud la miró con una ingenuidad exagerada—. Sólo si no te importa, desde luego.
Ellen no se dignó a mirarlo y echó a andar. Arnaud pensaba que podía acorralarla y, maldición, ¡tenía toda la razón en creerlo! Debería andarse con más ojo la próxima vez que fuera a la cabaña a visitar a Rose.
Su amiga pasó unos días con la curandera, como habían acordado y, puesto que no se produjeron complicaciones, enseguida pudo regresar a casa.
Thibault intentó rehuirla e incluso llegó a fingir que no estaba en sus aposentos. Rose cayó en la desesperación y lloró en el hombro de Ellen.
—A lo mejor hoy no ha podido, pero seguro que pronto vendrá a verte —dijo Ellen intentando consolarla, aunque sabía que eso nunca sucedería.
Apenas un mes después, Rose se presentó en la forja sin aliento en busca de su amiga.
—Tengo que decirte una cosa ahora mismo, por favor, ¡es terriblemente importante! —exclamó entre jadeos.
Aparte de Arnaud, no había nadie más en el taller. Donovan, Glenna, Art y Vincent estaban en el pueblo, invitados a una boda. Ellen no había querido acompañarlos porque no estaba de ánimo para celebraciones, y Arnaud estaba peleado con el padre de la novia porque había seducido a la joven antes de los esponsales, pero, como no la había dejado embarazada, habían llegado al pacto de guardar silencio. En el futuro, Arnaud tendría que evitar acercarse a ella dando grandes rodeos y, naturalmente, tampoco había ido a su boda.
—Calma, tortolitos. Os dejaré a solas; de todas formas quería ir al pueblo a beberme una jarra de sidra —dijo, y sonrió.
A Ellen no le gustó cómo se aprovechaba de la situación.
Donovan le había prohibido ir al pueblo para que no interrumpiera las celebraciones, y era Ellen quien tenía que cuidar de que cumpliera esas órdenes. Pensó un momento qué debía hacer. Si no le decía nada y, después de haber saciado su sed, montaba alboroto en el pueblo, Donovan se enfadaría muchísimo con ella. Rose, nerviosa, no lograba estarse quieta.
—¡Sabes muy bien lo que ha dicho el maestro! Si vas al pueblo, le diré que te has escabullido en secreto.
—Oh, estoy convencido de que el maestro entenderá perfectamente que me hayas dejado marchar para pasar una horita bucólica con Rose —repuso Arnaud con toda tranquilidad.
¡Ya intentaba chantajeada otra vez!
—¡Por favor, Ellen, es importante! —suplicó Rose, que no entendía nada de lo que sucedía entre Arnaud y su amiga.
—Vete y haz lo que consideres oportuno —espetó esta—, ¡pero déjanos tranquilos!
—Estás tan impaciente que no puedes esperar, ¿eh? —se mofó Arnaud mientras se marchaba, aunque aún se volvió una vez más—: ¡Apuesto a que no has querido hacerme caso y has vuelto a poner a la pequeña en un aprieto! —Rio a carcajadas y se largó.
—¡Bah, menudo asqueroso! ¡Cómo pueden dejarse embaucar las chicas por alguien como él! Bueno, Rose, primero siéntate, respira hondo y tranquilízate.
Ellen llevó a su amiga hasta un arcón y acercó un pequeño taburete para sentarse a su lado.
A Rose le temblaba todo el cuerpo.
—¡Yo no quería! Tienes que creerme. Nunca haría nada que pudiera perjudicarte, ¡pero ha hecho que me enfadara tanto! Me sentía indefensa, y entonces se me ha escapado. Si hubiera sabido lo que iba a pasar después… jamás le habría dicho ni una sola palabra. —Rose sollozaba tanto que apenas podía hablar.
Ellen frunció el ceño.
—Espera, vayamos por pasos, que no he entendido ni una palabra. ¿Qué le has dicho a quién, y cómo puede perjudicarme eso a mí?
—¡A Thibault! —gimoteó Rose.
De pronto el miedo invadió a Ellen.
—Ha venido a verme. Me ha dicho que él no me había dejado embarazada, sino tú. Yo me he echado a reír y le he asegurado que nunca he sido de nadie más que suya. —Soltó un alarido—. Ha sido tan cruel que incluso ha sostenido que no fue él quien pagó a la curandera. «¿Y quién fue, si no?», le he preguntado yo. «¿Te crees que yo tengo tanto dinero?». Entonces no puedes ni imaginarte con qué ojos me ha mirado. Nunca lo había visto así. «¡Fue Alan!», ha bramado. «Alan, el padre de tu criatura, fue él, porque no quería casarse contigo». —A Rose le moqueaba la nariz de tanto llorar—. Yo le he repetido una y otra vez que tú no eras el padre, pero él no quería creerme. Me ha llamado zorra y me ha insultado porque le había engañado precisamente contigo. Y entonces se me ha escapado.
—¿El qué? —inquirió Ellen.
Rose miró al suelo.
—Le he dicho que no podías haberme dejado embarazada porque eres una muchacha. ¡Para mí él siempre ha sido el único, Ellen!
—¡Rose, no! —Ellen puso los ojos como platos de espanto—. ¿Sabes lo que has hecho?
Rose asintió, pero Ellen sospechó que no era consciente de la trascendencia de su traición. Se llevó las manos a la cara. Ante ella parecía abrirse un abismo que amenazaba con tragársela. Todo lo que había conseguido hasta aquel momento se perdía de repente en la distancia. Thibault no se guardaría aquel descubrimiento para sí por mucho tiempo, le haría la vida imposible en Tancarville. Aún peor, la castigarían, a lo mejor le impondrían el suplicio de la rueda o la abrirían en canal. Sintió escalofríos.
—¡Lo siento mucho, Ellen, de verdad! No sé qué esperaba; a lo mejor sólo que él se sintiera aliviado. Que su ridícula ira contra ti terminara de una vez por todas. Sólo quería recuperarlo. —Rose se secó los ojos con la manga—. «¿Una muchacha?», ha repetido muy despacio. Su voz era fría como el hielo y se le ha demudado el rostro. Entonces he empezado a sentir miedo y he venido corriendo hasta aquí. Ellen, ¿qué haremos ahora?
—¡Oh, tú ya has hecho bastante! —La propia Ellen se sorprendió de la dureza de su tono.
—¡Por favor, no quería perjudicarte, de veras que no! —suplicó Rose, y vaciló antes de preguntar a media voz—: ¿Es cierto que fuiste tú quien pagó a la curandera?
—¿Cómo dices? Ahora eso da absolutamente lo mismo, tengo que desaparecer enseguida de aquí. —Después masculló—: Ni siquiera podré despedirme de Donovan y Glenna.
—¡Por favor, no te vayas! —Rose le clavó los dedos en el brazo.
—¡Pero es que me has puesto el cuchillo al cuello! Aquella vez, en el barco, me apoyaste y me socorriste. Siempre te he estado agradecida, y por ello pagué a la curandera, pero ahora ya no te debo nada más. Éramos amigas. ¡Creía que podía confiar en ti! —Paseó la mirada atribulada por el taller, pensando ya qué llevarse consigo.
—Pero ¿por qué no puedes quedarte? —Rose se negaba a comprender las graves consecuencias que tendría su traición.
—¿De verdad eres tan necia? —espetó Ellen con aspereza—. No tengo más opción que desaparecer de aquí lo más rápido que pueda. Tú misma sabes cuánto me odia Thibault. ¡El Cielo sabrá por qué! Ahora, gracias a tu boba palabrería, ya tiene por fin algo contra mí y, sin duda, hará uso de ello. Cuando se sepa quién soy, me llevarán al calabozo por mi fraude, o al patíbulo, y la fama de Donovan también quedará destrozada. Glenna y él no sobrevivirían a algo así.
Mientras hablaba, Ellen iba recogiendo sus herramientas, su gorro y su mandil. Después se precipitó hacia la casa para coger también su dinero y las pocas pertenencias que poseía.
Rose la seguía como un cachorro.
—¡Por favor, Ellen, dime que me perdonas! —suplicó.
—¡Me has destrozado la vida y ¿quieres que te perdone?! —gritó esta—. ¿No crees que es mucho pedir? —Evitó mirar a su amiga, pero la oía sollozar—. Déjate ya de lamentaciones, sólo piensas en ti y en lavar tu conciencia. Te importa un comino lo que vaya a ser de mí. No quiero abandonar todo lo que tengo aquí, soy feliz; pero ahora tendré que marcharme porque tú no eres capaz de pensar un poco antes de abrir la boca.
Ellen cerró la puerta de la casa y corrió una vez más hacia el taller. Allí se encontró con Arnaud. Ya no había vuelto a pensar en él, ¿cómo es que no estaba en el pueblo desde hacía un buen rato? El muchacho sonrió como si supiera más de la cuenta. ¿No las habría estado escuchando? ¿Cuánto de su conversación habría llegado a oír?
—Me voy de Tancarville. Ahora Donovan tendrá mucho tiempo para ti, ¡aprovéchalo! —gritó con acritud.
—¡Muchísimas gracias, eso haré! —Su sonrisa enfureció aún más a Ellen—. Si me pregunta, diré que no tengo ni idea de qué ha sido de ti. Quién sabe qué habrás hecho. Prefiero no tener nada que ver en ello, seguro que sólo me perjudicaría, lo comprendes, ¿verdad? —Arnaud hizo que su voz de depredador sonara suave como la seda.
—¡Por supuesto, alma de Dios!
Ellen cerró tras de sí la puerta del taller y cerró también los ojos un instante. Después se dispuso a marchar.
—Lo siento, por favor, créeme —bramó Rose, e irguió la cabeza.
Ellen se detuvo.
—Deja de seguirme.
—¿Es que no hay nada que pueda hacer? —Rose la miraba con súplica.
—Ve mañana a ver a Donovan y dile que he tenido que irme sin dilación. —Reflexionó un instante—. Dile que he recibido una noticia importante de casa o invéntate alguna otra cosa. Tiene que saber que he tenido que marcharme por un motivo urgente, para que no haga que me busquen. Y, después, reza por que Thibault se dé por satisfecho con que yo haya desaparecido.
—Como quieras —le aseguró Rose, y se frotó los ojos. Todo su rostro estaba lleno de lágrimas.
Ellen la dejó allí de pie y le volvió la espalda a la forja sin mirarla una sola vez más. Enfiló aturdida hacia el camino principal, el mismo por el que había ido a encontrarse con Guillaume los domingos. Hacía meses que este se había marchado de Tancarville. Su señor no había llegado nunca a restituirle el caballo perdido y, así, le había dado a entender que ya no lo quería más en su séquito. Únicamente lo había convocado para un último torneo, y Guillaume había encarado la perspectiva de encontrarse solo de cualquier forma menos con optimismo.
—Ya verás. Mi grito de guerra pronto será conocido por doquier —le había dicho a Ellen al despedirse, pese a todo, alzando el mentón con ánimo pendenciero.
Ellen suspiró. Al menos él nunca se enteraría de que le había estado mintiendo durante años. Seguro que Thibault se hubiese alegrado de poder ir enseguida a restregarle la noticia por la cara. Al pensar en Guillaume, sintió aún más pesar en el corazón. ¿Volvería a verlo algún día?
Los árboles empezaban ya a perder su follaje de variado colorido. Ellen apretó el paso. El suelo era una alfombra de hojas marchitas que crujían bajo sus pies. Los dorados rayos de sol que caían a través de la enralecida cubierta de ramas ya no tenían la misma intensidad que en verano, y calentaban menos aún. «¿Cómo puede un día tan maravilloso terminar con semejante desgracia?», se preguntó, desconcertada. Lanzó una mirada al cielo, despejado y de un azul radiante. Puede que consiguiera cruzar el bosque antes de que se hiciera oscuro. «Ni siquiera sé adónde ir», pensó con desánimo. ¿Debía regresar a Inglaterra? Oyó a un caballero tras de sí y, siguiendo su vieja costumbre, salió del camino y se escondió entre la maleza, pero ya era demasiado tarde, pues el jinete la había avistado desde lejos y había espoleado su caballo. Cuando Ellen vio quién era el que la seguía, supo que la huida era inútil. El jinete ganó terreno y la siguió hasta la espesura. Los cascos de su caballo destrozaron los hongos y el musgo del suelo húmedo. Cuando la hubo alcanzado, desmontó de un salto y se irguió ante ella.
—¡Eres la novia de Satán, admítelo! —la increpó.
Por un momento, su rostro se acercó mucho al de ella.
—¿Thibault, qué dices? —Ellen retrocedió.
—¡Nos has embaucado a mí y a los demás! ¡Todos estos años nos has hecho creer que eras un hombre! Qué pena que Guillaume ya no esté. ¡Me hubiera gustado ver su cara de imbécil!
Había dejado caer las riendas de su caballo, y el semental mordisqueaba tranquilamente las hojas de los árboles.
Ellen vio que Thibault tenía todo el cuerpo tenso al acercarse a ella. Quería evitar una confrontación con él y retrocedió cuanto pudo, hasta que se dio de espaldas contra el tronco de un roble inmenso.
—Me he fustigado por las noches hasta hacer correr la sangre por mi espalda porque, como un majadero, creía que me consumían deseos contranaturales por Alan, el joven forjador. Cada vez que me mirabas con esos ojos verdes, cada vez que te tocaba, la sangre hervía en mis venas. Me he dedicado a hacer penitencia cada vez que te deseaba, y han sido muchas, demasiadas veces. Pero resulta que no eres un muchacho, ¡de modo que he estado cumpliendo penitencia por algo que no era pecado! Hoy pagarás por ello.
Los ojos de Thibault se habían vuelto pequeños y negros. Ellen reprimió una terrible carcajada. Pese a que poseía una fuerza extraordinaria para ser mujer, en ese momento sintió miedo. Aun antes de comprender lo que sucedía, Thibault le asestó un puñetazo en la cara.
—Voy a sacarte el hombre de dentro, hija del demonio —siseó con ojos de loco.
Ellen sintió que el labio superior se le hinchaba tras el impacto y que le resbalaba sangre por la barbilla. El segundo golpe cayó de inmediato e igual de inesperadamente. Le había abierto la ceja; la sangre que empezó a manar le enturbió la visión. Después encajó un puñetazo en el estómago y sintió arcadas. Estaba demasiado sorprendida por el desenfrenado arrebato de cólera de Thibault para defenderse. Contra un escudero entrenado, de todas formas, no tenía ninguna posibilidad. «Si dejo que me dé una paliza, seguramente pronto se dará por satisfecho», pensó, y se desplomó en el suelo. Recordó entonces los azotes que le propinaba su madre con la correa. Al principio le habían hecho un daño espantoso, pero con el tiempo había aprendido a separar el cuerpo del pensamiento. A veces le había parecido como si flotara en el techo y pudiera verse a sí misma tirada en el suelo.
Thibault se arrodilló sobre ella y la zarandeó.
Ellen no opuso resistencia. Era como si ya no estuviera allí. Al principio no comprendió qué sucedía cuando el escudero le subió la camisa y descubrió el paño que le aprisionaba los pechos.
Thibault soltó una risa ronca. Un solo tajo de su cuchillo de monte bastó para romper el vendaje de lino. Deslizó entonces la hoja con deleite por sus pequeños pechos y por su estómago, hasta el ombligo. Tiró el cuchillo sin ningún cuidado y le arrancó los calzones.
—¡Te he deseado desde el primer día, bruja, ahora por fin serás mía! —Thibault gemía de lujuriosa ira—. La mujer debe someterse al hombre —le susurró al oído, y le separó las rodillas.
Fue entonces cuando Ellen comprendió lo que pretendía; horrorizada, gritó:
—¡No puedes hacerme eso!
«Si supiera que es mi hermano, jamás osaría —pensó, aturdida—. ¡Debo decírselo!».
—Eso ya lo veremos, no eres mi primera virgen —repuso él con una risa maliciosa.
De todas formas no la creería, seguramente no la escucharía siquiera.
—¡Por favor, Thibault, no! —suplicó, por tanto, nada más. Este esbozó una sonrisa malévola.
—Ahora implorarás como la perra que eres. Está bien, tú sigue, pero no te servirá de nada.
Ellen se resistió con todas sus fuerzas, pero Thibault, en su locura, era invencible. Le apretó la garganta con el brazo izquierdo y con la mano derecha le buscó la entrepierna. Sus dedos se hundieron con brutalidad en su sexo. En el interior de su cabeza, Ellen empezó a oír un murmullo que se hacía más fuerte cuanto mayor era la presión que sentía en el pescuezo. Resolló, y Thibault aflojó un tanto para que pudiera respirar.
—No quiero que estés inconsciente. ¡Tienes que sentirlo todo! —Sonrió, y entonces la penetró con un gemido.
Ellen sintió arcadas al tiempo que un dolor agudo confirmaba la pérdida de su virginidad.
Thibault, por el contrario, estaba exultante. Se movía dentro de ella, jadeando, cada vez más deprisa.
El dolor y la humillación hicieron que Ellen buscara una salida desesperada. Buscó a tientas por el suelo del bosque, a su alrededor, y echó mano del cuchillo del escudero. Al límite de fuerzas, arremetió contra él.
Thibault percibió el ataque de reojo y reaccionó lo bastante deprisa para no dejarse clavar el cuchillo en la espalda. Lo alcanzó en el brazo. La herida empezó a sangrar copiosamente y el dolor lo enfureció más aún. Fuera de sí, caía una y otra vez sobre Ellen. Después se levantó y le dio una patada.
«Moriré», pensó ella con una indiferencia sorprendente antes de perder el conocimiento.
Cuando volvió en sí era noche cerrada. «¿Estoy muerta?», se preguntó, e intentó moverse. Parecía que un macho de fragua golpeara contra un yunque en su cabeza. Ellen se buscó los ojos con las manos, pues no veía nada. Sintió que tenía el rostro muy hinchado, le dolía. Al mirar hacia arriba, descubrió unos puntos luminosos en el cielo. Era de noche y sólo relucían un par de estrellas, por eso no veía nada. Se palpó todo el cuerpo. Todavía tenía la camisa subida hasta el pecho, y el bajo vientre le ardía como si fuera una herida todo él. A cuatro gatas por el suelo húmedo buscó los calzones, que volvió a ponerse con enorme esfuerzo. Tiró de la camisa hacia abajo y se ciñó el cinturón por encima. Encontró incluso su escarcela con todo su contenido intacto, no muy lejos de allí. Alrededor del ombligo le dolía todo. «Ese maldito puerco me ha pisoteado la barriga», pensó; se tambaleó un par de pasos en la oscuridad y volvió a perder el sentido.
Cuando recobró la conciencia, ya de mañana, vio de súbito el rostro de una mujer inclinado sobre ella. Tras el sobresalto inicial, Ellen intentó moverse, pero enseguida aulló de dolor.
—Calma, ya no te pasará nada malo. ¿Crees que podrás ponerte en pie si te ayudo?
Ellen asintió con temor y apretó los dientes mientras se incorporaba.
—Tu cara no tiene muy buen aspecto. ¿Qué clase de animal te ha hecho esto?
La mujer sacudió la cabeza con reprobación, pero no parecía esperar respuesta alguna.
Cogió un brazo de Ellen y se lo echó por el hombro. La agarró por la axila para ponerla en pie, y entonces le tocó un pecho. La miró con asombro:
—Pero si eres una mujer… —dijo, sorprendida—. Te había tomado por un muchacho. En eso seguramente también has tenido suerte.
Ellen comprendió que no imaginaba lo que le había hecho Thibault. Dando gracias por que la desconocida no le inspeccionara las partes pudendas, se esforzó por caminar pese a los fuertes dolores.
—¡Jacques, chiquillo, ven a ayudarme! —exclamó la mujer, y un niño de unos doce años se les acercó con timidez—. La montaremos en el poni. Tú puedes caminar y, cuando te canses, te cambiaré el sitio.
Jacques miró a su madre con ciertas dudas.
—No te me quedes mirando así. Ve por su fardo, que está ahí mismo, ¿lo ves? —La mujer señaló el lugar en el que había encontrado a Ellen.
El niño asintió y corrió hacia allí. Al sostener el fardo en alto puso mala cara.
—¿Qué tienes ahora? —preguntó la mujer—. ¡Ea, vamos!
—El fardo pesa mucho, ¿qué lleva aquí dentro? ¿Piedras?
Se ganó una mirada de enfado por parte de su madre.
—Por cierto, me llamo Claire, y ese es mi hijo, Jacques. ¿Nos dices cómo te llamas?
—Ellenweore —repuso ella con voz ronca.
—¡Sopla! Como la reina, ¿has oído, Jacques? —comentó Claire con alegría.
Ellen se esforzó por esbozar una sonrisa torcida.
—Bueno, ya hemos intercambiado suficientes cortesías. —Claire alcanzó su odre de agua y lo sostuvo en la boca de Ellen—. Seguro que tienes sed.
Fue entonces cuando la muchacha se dio cuenta de lo mucho que le ardía el cuello, y asintió con gratitud. Dio un par de tragos y empezó a toser.
—De alguna forma tenemos que subirte al poni. ¿Sabes montar?
Ellen negó con la cabeza:
—No, que yo sepa.
—No importa, tal como parece que estás, de todas formas no podremos avanzar muy deprisa. Lo principal es que te sujetes fuerte al jamelgo y no te caigas. —Claire sonrió para infundirle valor.
Jacques, como tantos otros niños de su edad, no era muy hablador y no resultaba de gran ayuda.
—¿Adónde os dirigís? —preguntó Ellen cuando ya llevaban un rato de camino y comprobó, con alivio, que no seguían el camino de vuelta a Tancarville.
—Somos de Bethune, en Flandes.
—¿Queda muy lejos? —preguntó Ellen con temor.
—A una semana y pico, quizá dos —contestó Claire.
—¿Puedo viajar unos días con vos?
—Desde luego, si crees que puedes aguantar, puedes acompañamos incluso hasta Bethune.
—Me gustaría mucho.
Ellen asintió con gratitud y se alegró de marchar tan lejos.