El año anterior, apenas unos días después de que Ellen dejara el garrote, Donovan se había acercado a ella de improviso y le había confiado una espada. No podían venderla porque la hoja se había estropeado durante el temple, pero el forjador la había terminado de todos modos. Sólo le había impedido venderla el recuerdo de su maestro, quien le había advertido siempre que debía ser humilde. Y había sido una suerte para él, pues esa venta podría haberle costado la fama, y acaso incluso el cuello. Desde entonces, Donovan guardaba la espada como recordatorio contra una vanidad exagerada.
—Te la dejo. Observa a los escuderos y guarda en la memoria cada uno de sus pasos. Después puedes ir al bosque a practicar en secreto. Aunque la espada no valga para un duelo de verdad, pues la hoja podría saltar al soportar mucha tensión, sigue estando bien equilibrada y tiene el peso adecuado —dijo, animando a Ellen—. Ojalá yo hubiera tenido una oportunidad así.
Un pequeño claro escondido entre la espesura del bosque se convirtió en su patio de armas particular. Los árboles se alzaban allí muy cerca unos de otros, de manera que nadie la veía desde lejos y el peligro de ser descubierta era muy remoto. Antes de la llegada del invierno practicaba allí con asiduidad, pero con las primeras nieves, que habrían dejado ver sus huellas, se volvió demasiado arriesgado.
En esos últimos meses, los escuderos habían aprendido una nueva táctica de ataque que Ellen no podía sacarse de la cabeza. Bizqueó mirando al sol de marzo y se decidió a retomar de una vez los ejercicios. Para que la espada no se oxidara, la había pulido con regularidad y la había frotado con aceite. La sacó entonces del arcón en el que Donovan la guardaba y corrió al bosque.
Se colocó tal como lo hacían los escuderos, se inclinó ante dos adversarios inexistentes y adoptó la posición de ataque. Estaba completamente absorta en la lucha cuando oyó un crujido en la maleza. Sobresaltada, miró en derredor.
Despacio, Guillaume salió de entre las sombras de los árboles.
Ellen había roto normas y leyes suficientes para atraer hacia sí la ira de un noble, y temió lo peor. Paralizada por el miedo, no logró emitir ningún sonido.
—Alan. —Guillaume le dirigió una breve cabezada a modo de saludo, se colocó tras ella y le cogió el brazo que empuñaba la espada—. No tuerzas tanto la muñeca. Alza el brazo un poco más, pero los hombros tienen que quedar abajo. Ahora, repite el ataque. —Dio un paso atrás y esperó.
A Ellen se le encogió el estómago. ¿Acaso quería divertirse un poco antes de arrastrarla al castillo para hacer que la castigaran? Luchó contra la rabia que la hacía bullir por dentro y obedeció al muchacho.
Sin malgastar saliva preguntando por la espada ni por las reglas que había infringido, Guillaume comprobó la corrección de su postura y el curso de sus movimientos. Cada vez que se pegaba a ella para rectificar su pose, Ellen sentía un hormigueo en el estómago.
—No estuviste mucho tiempo luchando en el patio de armas —comentó Guillaume.
—Ya no me apetecía, ni tenía tiempo.
—No es de extrañar, con hombres como Thibault no resulta precisamente divertido.
—Me odia, y ni siquiera sé por qué. Al principio fue muy amable, pero luego… —Ellen se mordió la lengua.
Guillaume no era amigo suyo, debía andarse con más ojo y no hacerle confidencias a cualquiera.
—Todavía tiene mucho que aprender para llegar a ser algún día un hombre de honor, como su padre —dijo Guillaume con desdén.
—¿Conoces a su padre? —preguntó Ellen con curiosidad.
—Conozco su fama, y es mucho mejor de la que se ha ganado Thibault.
—Que él no quiera tener a su hijo consigo puedo entenderlo, pues es insufrible, pero ¿tú? ¿Por qué no aprendes tú junto a tu padre? ¿Qué habéis hecho todos vosotros para que vuestras familias os manden lejos, a aprender en una tierra extraña?
Guillaume casi se ahoga de risa.
—¿Que qué hemos hecho? Es lo más gracioso que he oído jamás. ¿Te haces el tonto o de verdad no tienes la menor idea?
Ellen miró a Guillaume con rabia.
—¿Qué hay de tonto en ello? —bramó—. Los campesinos enseñan a sus hijos a trabajar los campos y cuidar del ganado. Un zapatero, un sastre, un herrero o cualquier otro artesano enseña también a sus hijos cuanto sabe, para que más tarde puedan hacerse cargo de su taller. ¿No es lógico que también un caballero transmita a su hijo lo que son la valentía y el honor?
Guillaume ya no reía, se había quedado mirando a Ellen con seriedad.
—En el fondo tienes razón. Si te soy sincero, nunca lo había pensado. Con los pajes y los escuderos sucede de forma diferente. Mis hermanos mayores se fueron de casa mucho antes que yo, y luego me llegó el turno a mí. —Guillaume se interrumpió.
También Ellen se quedó callada, y removió con el pie la tierra húmeda del bosque.
—Yo también soy de Inglaterra, como tú. ¿Lo sabías? —preguntó Guillaume, hablando de pronto en inglés.
Ellen sacudió la cabeza sin saber qué decir.
—Crecí en Marlborough Castle. Mi padre perdió el castillo y, más o menos un año después, me enviaron aquí. Lo vi tan pocas veces que casi no me acuerdo de él. Sólo los rostros de mi madre y mi ama de cría siguen grabados en mi memoria. ¿Has estado alguna vez en Oxford? No queda muy lejos de Marlborough.
No, de Oxford ni siquiera había oído hablar, aunque sonara muy parecido a Orford.
—¿Tú de dónde eres? —preguntó el mancebo con simpatía.
—De Anglia Oriental —repuso ella, esforzándose por controlar el temblor de su voz.
Guillaume asintió con conocimiento de causa.
—Tienes suerte de estar aquí con tu padre.
—¿Te refieres a Donovan, el maestro forjador? No, no es mi padre.
Guillaume la miró perplejo.
—Pero ¿no acabas de decirme que vosotros aprendéis el oficio de vuestros padres?
—Conmigo no es el caso —repuso ella, escueta.
—¡Seguro que has hecho algo! —Guillaume sonrió y la señaló, en broma, con un dedo amenazador.
Ellen no se extendió más.
Guillaume se sentó en una gran piedra.
—Mis antepasados fueron normandos, ¿sabes?, pero yo soy inglés y siempre lo seré. ¿También tú sueñas a veces con volver? —preguntó.
—No, si algún día quiero volver, lo haré y ya está. De momento me gusta estar aquí. —«Debería llamarlo William, y no Guillaume», se dijo Ellen. Estaba algo más relajada porque el muchacho no había mencionado la espada ni una sola vez—. Tengo que volver a casa —dijo al darse cuenta de que el sol estaba ya sobre el horizonte occidental.
En ese momento olvidó impostar la voz. Por fortuna, Guillaume no pareció darse cuenta de nada.
—Si quieres, el domingo que viene podríamos volver a practicar aquí. Si no tengo que irme con los soldados —propuso el chico.
Tal como lo dijo, sonó como si fuera de lo más natural que un escudero se encontrara con un joven forjador para practicar con la espada.
Ellen se limitó a asentir por miedo a que un nuevo temblor en su voz no pudiera ya tomarse por un gallo adolescente.
—Yo iré por otro camino, es mejor que no nos vean juntos —dijo Guillaume.
Ellen alzó la mano para despedirse y se marchó. «No vuelvas la cabeza, o enseguida sabrá que eres una muchacha», pensó. No se volvió ni una sola vez en todo el camino hasta llegar a la forja.
Al día siguiente le relató a Rose el encuentro con Guillaume.
—¡Nunca había sentido tanto miedo! Con sólo pensar qué habría pasado si me hubiera descubierto…
Ellen lo había explicado todo tan deprisa que Rose no comprendió hasta entonces lo mucho que había significado para su amiga.
—No todos tienen tan elevada opinión de él como tú. El Glotón, lo llaman. Y dicen que, cuando no está zampando, está durmiendo.
—¡Envidias y celos! Si lo hubieras visto luchar… —Ellen se deshizo al recordado.
—Pues me habría dado más o menos lo mismo, porque yo no sé ver cuándo se lucha bien y cuándo mal. Tendrías que darte prisa en inventar nuevos improperios y chanzas tontas. Si no, la próxima vez a más tardar se dará cuenta de que eres una muchacha… ¡y que te has enamorado de él!
—¡Rose! —Ellen la miró, horrorizada—. ¿De qué hablas?
—De lo que veo. Si las mejillas se te ponen tan sonrosadas cuando está contigo como las tienes ahora, al hablar de él… —Rose chasqueó la lengua.
—¡Oh, pero qué bruja! —Ellen se abalanzó sobre ella con furia fingida y le tiró del pelo sin hacerle daño.
—No pasa nada, chiquilla, no pasa nada —la contuvo Rose con cierto aire de superioridad.
Ellen se enfadó. No le había pasado por alto lo mucho que había cambiado su amiga desde hacía un tiempo. Ya hacía semanas que sospechaba que Rose se encontraba con un hombre, y le dolía que no le hubiera explicado nada.
Durante toda la semana que faltaba hasta el domingo, Ellen trabajó sin poder concentrarse y cometió errores que, en otras circunstancias, ya nunca cometía.
Donovan estaba fuera de sí.
—¡Si la forja ya no te dice nada, empieza a buscarte otra cosa! —vociferó el sábado, cuando Ellen volvió a sufrir un percance.
—Todo tiene que ser siempre como vos decís —replicó ella con obstinación—. Nunca dejáis que pruebe nada nuevo, siempre tengo que hacerlo todo como lo hacéis vos.
Ellen sabía muy bien lo insensato que era echarle en cara su cerrazón precisamente en ese momento. El percance nada había tenido que ver con ello. La crítica había sido necia e impertinente, y afectó a Donovan mucho más de lo que ella imaginaba.
—¡Fuera de aquí, fuera de mi taller! —rugió.
Ellen dejó el martillo sobre el yunque sin ningún cuidado, salió a toda prisa de la forja y cerró de un portazo. Irrumpió en la casa, subió los escalones de dos en dos y se echó a dormir.
La alcoba era tan pequeña que su jergón no estaba a más de dos pies del de Art. Que este roncara nunca la había molestado, pero sus placeres nocturnos le repugnaban cada vez más. Al principio no acababa de comprender qué era lo que hacía casi cada noche con tanto jadeo. Después, sin embargo, había observado que se frotaba el miembro hasta que conseguía una polución. Limpiaba el semen con un paño mugriento que casi nunca lavaba, lo cual provocaba especialmente el asco de Ellen.
No obstante, aquel día Art seguía con Donovan en la forja y ella estaba por fin sola en la alcoba. Se arropó con la manta de lana y se quedó dormida con un último pensamiento para Guillaume.
A la mañana siguiente, cuando despertó, ya era de día. Art, como algo excepcional, se había levantado antes que ella, y ni Glenna ni Donovan estaban en la casa. Ellen cogió un pedazo de pan y bebió un par de tragos de sidra. Esa bebida de manzana, dulce y algo espumosa, se disfrutaba en todos los rincones de Normandía y en cualquier época del año. Cerveza, había poca. A veces, en los días festivos, Glenna preparaba ale, y entonces acudían los artesanos ingleses y bebían con ellos hasta que se hartaban. Ellen se alegró de no tener que someterse a la mirada de su maestro esa mañana y se dirigió a la iglesia.
Se quedó entre los feligreses del fondo y durante todo el servicio no pudo pensar en nada que no fuera Guillaume. ¿Acudiría al claro del bosque? ¿Por qué no la había delatado? Al pensar en él, notaba un hormigueo por todo el cuerpo, como si por sus venas corriera sidra en lugar de sangre. De pronto sintió una mirada imperiosa en la espalda y se volvió.
Glenna estaba a la izquierda, un poco más adelante, y la miraba sin compasión. Sus ojos parecían transmitir al mismo tiempo reprobación y un interrogante. Donovan debía de haberle explicado lo de su impertinencia.
Estaba claro que la culpa había sido suya; ella había cometido el error. Sin embargo, no conseguía bajar la mirada. Si bien había sido mal momento para protestar, creía estar en todo su derecho. Ellen irguió los hombros. Al ver entonces la triste expresión de los ojos de Glenna, miró para otro lado. «Si de verdad fuera un hombre…». No llegó a terminar de formular el pensamiento. Volvió a mirar a Glenna, pero la encontró absorta en la oración. Ellen intuyó lo decepcionada que debía de estar, y de repente se sintió pequeña y vulnerable. Donovan podía ponerla de patitas en la calle, igual que Guillaume podía denunciarla en cualquier momento. Thibault la odiaba, y a Ours le habría gustado echarla de comer a los perros. Últimamente incluso Rose parecía no valorar tanto su compañía como antes. Ellen se preguntó por qué había aguardado el domingo con tanta impaciencia. ¿Por qué la forja, que para ella era lo más importante del mundo, se había convertido los últimos días en algo secundario? Puede que lo mejor fuera no ir siquiera al bosque. Pero si Guillaume se presentaba allí a esperarla, parecería una cobarde. «Acudiré», decidió, aunque estaba segura de que él no iría. Nada más salir de la iglesia se apresuró a coger la espada de la forja, cuidando de no encontrarse con Donovan ni con Glenna, y luego echó a correr hacia el bosque.
Cuando llegó al claro, vio que Guillaume ya la estaba esperando. El corazón le latió con fuerza y volvió a sentir aquel hormigueo en el estómago.
—Ten, he traído dos espadas de madera. En el guadarnés hay muchísimas, y nadie se dará cuenta de que faltan. Además, luego las devolveré. Así al menos podremos luchar uno contra otro.
Ellen miró a Guillaume con unos ojos enormes y asintió. «No hay quien entienda a los hombres», pensó.
—¿Puedo sopesar tu espada un momento? —preguntó Guillaume con cortesía.
Ellen se la tendió y él la desenvolvió del trapo en que iba guardada.
—No resistió el temple. La hoja es demasiado quebradiza para un duelo de verdad —explicó Ellen.
Guillaume la contempló con ceño.
—Pues parece normal y corriente.
—Para endurecerla, se calienta la hoja y luego se enfría deprisa en agua. Es la parte más difícil del trabajo. A veces las cuchillas quedan frágiles y, por tanto, inútiles. Sin embargo, sin templar, la hoja no sirve de nada. Hasta al mejor forjador le pasa de vez en cuando. Por eso puedo usar esta espada sólo para practicar; con ella nunca podría luchar contra nadie, sería demasiado peligroso, ¿entiendes?
—Hmmm. Creo que sí.
Practicaron entusiasmados hasta la tarde, luchando uno contra otro con las espadas de madera. El miedo que le tenía Ellen a Guillaume se fue convirtiendo en una sincera admiración por su habilidad y por cómo le enseñaba de la forma más sencilla lo más importante.
—¿Por qué haces esto? Nunca podrás ceñirte una espada-dijo el escudero, sin aliento, cuando hicieron una pausa.
—¿Crees que un zapatero que fuera siempre descalzo podría confeccionar buenos zapatos?
La respuesta de Ellen sorprendió a Guillaume, que se echó a reír.
—En eso llevas razón. Y, a juzgar por cómo te manejas ya con la espada, seguro que algún día llegarás a ser un forjador endemoniadamente bueno. —Le dio unas palmadas amistosas en el hombro.
—De eso puedes estar seguro. Es lo que tengo pensado. ¡Algún día forjaré una espada para el rey!
Ellen se maravilló de la naturalidad con que aquellas palabras habían salido de sus labios, pero después de haberlas pronunciado supo que aquel, y ningún otro, era su objetivo. ¡Seguramente por eso siempre soñaba lo mismo!
—Estoy impresionado. —Guillaume hizo una reverencia con burla—. Pero mis objetivos apuntan tan alto como los tuyos, pues deseo llegar a ser caballero de la casa del rey. De hecho, no soy más que el cuarto hijo del mariscal y, por tanto, no tengo derecho a una alta posición, ni a tierras, ni a dinero, ni siquiera a un buen partido, pero estoy seguro de que el Señor me mostrará el camino correcto y que un día conseguiré todo lo que sueño: fama, honor… ¡y el favor de mi rey! —A Guillaume le brillaban los ojos. De pronto sonrió con picardía—. Pero por el momento, comamos algo o moriré de hambre, y eso sería una lástima, pues mi plan no serviría ya de nada.
Ambos se sentaron junto a un manantial que habían descubierto en el bosque y se abalanzaron sobre las viandas que había llevado Guillaume.
Ellen había olvidado por completo su descaro con Donovan y regresaba a casa con alegría, pero lo recordó en cuanto se cruzó en el patio con G1enna, que la miró con reproche. Bajó la mirada con bochorno. Era inexcusable no haber ido a disculparse ante Donovan a la salida de la iglesia a más tardar.
Ellen sintió que alguien la estaba mirando. Se volvió.
—¿Qué pasa? —le bufó a Arnaud.
—Parece que tienes problemas con el viejo. —Una sonrisa triunfal curvó sus labios—. ¡Hoy, para variar, no quisiera estar en tu pellejo!
Durante su primer año en la forja, Arnaud había intentado, primero con disimulo y luego sin esconderse, aventajar a Ellen ante los ojos de Donovan, pero acabó llevándose una buena reprimenda del maestro, que lo había amenazado con echarlo de allí, y empezó a andarse con más cautela. No obstante, de nuevo parecía haber vuelto a las andadas.
—Ah, sí, antes de que se me olvide, el maestro quiere verte en el taller, ¡y enseguida! —espetó con franco escarnio, y señaló con un pulgar por encima del hombro.
Ellen pasó casi rozando al chico y, como este no se apartaba, lo empujó. Su orgullo se iba desvaneciendo con cada paso que la acercaba a la forja y entró en el taller con los hombros erguidos pero la cabeza gacha.
—¿Queríais hablar conmigo? —preguntó a media voz. Donovan le daba la espalda y no se volvió.
—Jamás debería haberte aceptado como aprendiz —dijo con acritud—. Desde el principio he sabido que no saldría bien. Ya el primer día me demostraste que no pensabas disciplinarte; no tienes respeto. Glenna no quiso hacerme caso y dijo que tenía que aceptarte sin dudarlo. Ahora también ella ha aprendido algo y ha comprendido su error.
Ellen tragó saliva. Si también había perdido el afecto de Glenna, las cosas no pintaban nada bien. Dirigió su mirada al suelo sin decir palabra y dejó que Donovan siguiera hablando.
Fue entonces cuando el maestro se volvió hacia ella, frotando con rabia un paño contra una cuchilla que hacía ya rato que relucía.
—Siempre quieres salirte con la tuya, tozudo, y pruebas cosas que no pueden dar resultado.
—Pero…
Ellen quería contradecirlo, pero la mirada de enfado y amargura de su maestro la detuvo.
—No estás dispuesto a respetar la experiencia de un mayor, cuando esa es la condición más importante en un aprendiz.
—¡Os equivocáis! —se rebeló Ellen.
A nadie valoraba más que a Donovan. Lo respetaba por sus conocimientos y su destreza, aunque no fuera capaz de expresar su admiración con palabras.
—¡Ya me estás contradiciendo otra vez! —bramó el hombre.
—¡Perdonadme, por favor! No ha sido esa mi intención —se disculpó ella, compungida.
—Tendría que echarte de aquí de una vez por todas, pues nunca te di mi palabra. Tú mismo sabes que sólo lograste trabajar conmigo gracias a un malentendido.
Ellen lo miró con desilusión. ¡No en vano había superado la prueba! Donovan dio la vuelta al yunque y la miró a los ojos.
Su mirada fue tan gélida que la dejó helada.
—No eres ni especialmente fuerte ni más perseverante que la mayoría. Lo único que tienes es un don —la increpó—. Entiendes el hierro como ningún otro herrero que conozca. A tu edad, yo no poseía ni la mitad de tus conocimientos, ni una cuarta parte de la habilidad de las yemas de tus dedos. Eres especial, Alan, y esa es la única razón por la que no te echo de aquí a patadas. —Donovan tomó aire haciendo ruido, pues la ira no le dejaba respirar—. Si te esfuerzas, algún día llegarás a ser el mejor. Y entonces, cuando te pregunten quién fue tu maestro, tendrás que decir que fue Donovan de Ipswich. Ese día no podré por menos que sentirme orgulloso de ti. —Donovan la miró fijamente, se acercó un paso a ella y la agarró de la camisa—. Es tu última oportunidad, ¿comprendes? No la eches a perder.
Ellen asintió con alivio.
—No sé por qué has estado tan distraído toda esta semana… Glenna dice que es por esa chiquilla inglesa con la que te ves. También yo fui joven una vez y sé lo que puede hacemos el amor a los hombres. Por eso te perdonaré este, pero no puede haber un segundo error.