Hacía demasiado frío para esa época del año, el cielo estaba gris desde hacía varios días y no dejaba de lloviznar. Ese junio nublado, que se empeñaba en no traer ni un solo día de sol, hizo que el ánimo de Ellen se resintiera… y tampoco Rose disponía de tiempo para ella: tenía que trabajar porque se esperaban huéspedes en el castillo. Ellen se aburría, así que se acercó con desgana a la plaza de armas, pero como era domingo, los escuderos no habían salido a hacer sus ejercicios.
Cuando ya se disponía a dar media vuelta y regresar a la forja, oyó una conversación entre dos donceles que se cruzaron con ella. Uno de los maestros de espada buscaba a un joven campesino para que le hiciera de adversario con un largo garrote, según comentó uno de ellos. Los jóvenes rieron burlones y soltaron bravatas sobre cómo les gustaría calentar a uno de esos viles labriegos, pero Ellen ya no oyó más, porque había salido corriendo. Hacía un año que trabajaba para Donovan y desde hacía tiempo sabía que no era ningún monstruo. ¡Tenía que permitirle intentarlo! Cierto que nunca había luchado con garrote, pero lo importante no era ni la lucha con garrote ni el penique que le pagarían por ello. Lo único que quería Ellen era lograr entrar en el patio de armas para poder ver de cerca las técnicas de lucha con espada. Esperaba en secreto que, si lograba manejarse con destreza, le permitieran también aprender a luchar con los escuderos. Así, después podría construir mejores armas.
Ellen asaltó a Donovan y le aseguró que no era en absoluto peligroso enfrentarse a los escuderos, pues los jóvenes únicamente practicaban con espadas de madera. El forjador no parecía muy entusiasmado con sus intenciones, pero le dio permiso a regañadientes.
Ya al día siguiente, Ellen se dirigió a la plaza de armas.
Al instructor de los escuderos de sir Ansgar lo llamaban Ours, «oso». Ellen se preguntó si sus padres le habrían dado ese nombre porque sabían ya lo fuerte que se haría, o si Ours se había hecho así de fuerte para estar a la altura de su nombre. No se le ocurrió pensar que no era más que un apodo. Ours era grande y fortachón, como todos los maestros de espada, pero daba la sensación de ser algo torpe. Quizá por eso era fácil subestimado. Ours era astuto, brutal y, contra todo pronóstico, podía ser sorprendentemente rápido. Le divertía mucho intimidar a los jóvenes escuderos hasta dejarlos al límite de sus fuerzas y se vanagloriaba del pavor que sentían ante él. Era un soldado de sangre fría y calculador, además de un asombroso estratega. Puesto que los jóvenes lo temían como al demonio, lo escuchaban con muchísima atención y hacían todo lo posible para tened o contento. De esa forma progresaban a grandes pasos. También Ellen sintió miedo de Ours, pues a fin de cuentas era la primera vez que luchaba con los pajes y no tenía ningún tipo de experiencia con el garrote.
—Tienes que atizar a diestro y siniestro, como si quisieras partir piernas. Y no le quites ojo a nada —la apremió Ours; luego arremetió contra ella desde el flanco.
Su espada no era de madera. Con pocos golpes convirtió el garrote de Ellen en pequeñas astillas.
Los jóvenes se divertían muchísimo, pues ya no eran ellos el objeto de sus ataques.
—¡Esto no es una tertulia de damiselas, aquí no hemos venido a bordar precisamente! —tronó Ours.
Ellen se estremeció. ¿Se había delatado? Por un momento sucumbió al pánico.
Ours le arrebató de las manos lo que quedaba del bastón con tal fuerza que la dejó temblando.
—O te esfuerzas un poco y dejas de andar como sonámbulo, o te vas. Por un penique puedo encontrar a un muchacho más hábil.
Ellen intentó mirarlo todo lo furiosa que pudo.
—Sí, sire, me esforzaré más —repuso con determinación.
Ours hizo que los jóvenes se enfrentaran a Ellen uno tras otro y, así, fue exigiendo cada vez más de ella. La ira y el dolor hacían que se le saltaran las lágrimas cada vez que caía al suelo. El último adversario fue el único que le tendió una mano con compañerismo y la ayudó a levantarse. Era Thibault, el joven que tanto le gustaba a Rose. Tenía el pelo color arena y lo llevaba cortado a la moda normanda, por encima de las orejas. Sus ojos castaños con motas doradas la miraron con simpatía. Debía de haber visto el delator brillo de las lágrimas en los ojos de Ellen, pues le susurró:
—Ours nos ha llevado a todos hasta la desesperación, levanta la cabeza. ¡No le des el placer de verte llorar!
Ellen lo miró con gratitud y asintió. A pesar de que intentó controlarse, tuvo que parpadear y una lágrima le cayó mejilla abajo. Rápidamente se la limpió con la manga para que nadie la viera.
Cuando se hubo puesto en pie, Thibault le soltó la mano y la miró con desagrado. Después dio media vuelta y se alejó.
Al día siguiente, mientras Ellen volvía a recibir una buena tunda, no dejaba de oír los gritos de injuria de Thibault.
—¿Por qué te burlas de mí con más inquina que los demás? Podríamos ser amigos —le susurró cuando le llegó su turno de luchar contra él.
—¿Amigos? —Thibault escupió la palabra como si fuera una cereza podrida—. No podemos ser amigos. Tú no perteneces a este sitio, mejor será que desaparezcas.
Y empezó a blandir su espada de madera contra Ellen como un poseso antes aún de que hubieran puesto suficiente distancia entre ambos.
Naturalmente, eso no estaba permitido por las reglas y Ours debería haber llamado al orden a su pupilo, pero no lo hizo. Thibault golpeaba con tal furia que la muchacha tuvo que retroceder y perdió el equilibrio. El escudero se lanzó sobre ella. Sus rostros estaban muy cerca uno del otro. El chico tenía los ojos muy abiertos, parecían casi negros. Se puso en pie de un salto y la dejó tirada en el polvo sin prestarle ya más atención. Ellen se levantó, fulminó a Ours con la mirada por no haber amonestado a Thibault y abandonó la plaza sin decir una sola palabra.
También Thibault se alejó con pasos pesados y a grandes zancadas hacia la puerta, para cruzar hasta el henar colindante. El cielo estaba cubierto por unos densos nubarrones grises, el aire, cálido y cargado. Se acercaba una tormenta, no cabía duda. Thibault había aminorado visiblemente la marcha, pues su única prisa era por salir de allí, y acabó por sentarse en el tronco de un árbol caído que había en la linde del bosque. El corazón seguía latiéndole con fuerza y desenfreno en el pecho, debatiéndose entre la ira y el miedo. Ese Alan tenía algo inquietante. Era tan… ¡Tan terroríficamente atractivo! Thibault no podía conseguir creerlo. ¡La sangre le había hervido en las venas al encontrarse encima de él e inhalar su aliento dulce, con aroma a miel!
—¡Qué tontería, no estoy enamorado! —gritó, y se sobresaltó al oír el áspero sonido de su voz.
«Alan es un mancebo, igual que yo —se dijo para intentar serenarse—. Los hombres, sin embargo, desean a las mujeres, así lo dicta la naturaleza». Thibault sentía que le caía sudor por las sienes. Desde luego que había oído hablar alguna que otra vez de esas aberraciones, pero… ¿Por qué no había podido quedarse aquel imbécil en Inglaterra?
En el polvo que tenía a sus pies, Thibault descubrió dos escarabajos negros con rayas amarillas. Estaban unidos por la parte trasera, apareándose, y corrían juntos en círculo. El joven contempló sus denuedos durante un rato antes de pisarlos y aplastarlos sin compasión.
—¡Contranatura, válgame Dios, es contranatura! —renegó a media voz, y con ello no se refería a los escarabajos.
«Disparates, nada más que disparates», pensó, atribulado. Además, él sabía muy bien qué hacer con las muchachas. ¡Pero si ya había satisfecho a dos doncellas! Habían reído con risitas bobas y azoradas cuando él les había sonreído, lo habían seguido con la mirada cuando pasaba por delante de ellas. Una era un poco mayor que él, y le había resultado fácil tomarla. Con la otra había tenido que esforzarse algo más, pero tanto más había disfrutado de la celestial sensación de poder quitarle la virginidad. Naturalmente, para él había significado menos que para ella. ¡No en vano era un hombre!, y como tal, en esos asuntos llevaba las riendas.
¿A qué, pues, ese latir trepidante de su corazón? Thibault reflexionó si alguna muchacha había despertado en él alguna vez sentimientos como aquellos. Sin embargo, más allá del goce físico, hasta la fecha no había sentido demasiado por ninguna moza.
Indignado pero más que resuelto a ponerse a prueba, fue pensando en cada uno de los pajes y los escuderos del castillo para ver si el recuerdo de alguno de ellos despertaba en él sentimientos contranaturales. Con alivio comprobó que nada sucedía. Entonces volvió a pensar en Alan, en cómo había yacido en el suelo bajo él, en esos ojos verdes, tan verdes, brillando de lágrimas. Y de nuevo empezó a latirle desbocado el corazón. Se le secó la boca y sintió el estómago a punto de reventar a causa de los aleteos que notaba en la tripa.
—¡Pero si es un llorica! —siseó con desagrado—. Esta me la pagarás, Alan —juró con el puño apretado—. ¡Combatiré contra ti, te humillaré y te haré la vida imposible hasta que tengas que marcharte!
A partir de ese día, Thibault salía casi cada noche a hurtadillas de la gran cámara en la que dormía junto con los demás escuderos para expiar con varas de mimbre recién cortadas esos pensamientos antinaturales. A veces lo acompañaba por el camino la inocente sonrisa de Alan, y entonces se azotaba con más saña y en sesiones aún más largas. Al pensar en él se le endurecía el miembro y, con cada azote de las varas en sus hombros, se le estremecía de una forma muy placentera. Sólo se rendía al agotamiento y al dolor cuando su vejada espalda empezaba a sangrar, y entonces se echaba a dormir. La mala conciencia por sus pensamientos lascivos, empero, seguía atormentándolo sin cesar. La espalda, que le dolía en todo momento, se convirtió en una amonestación continua, espantosa y excitante a partes iguales. A veces Thibault temía volverse loco de deseo por Alan, y por ello lo odiaba más aún.
Puesto que ya era tarde y Alan no se había presentado a la cena, Donovan salió a buscarlo. Lo encontró en el patio, practicando obstinadamente con el garrote. El forjador se le acercó:
—¿Qué sucede? ¿Por qué estás tan furioso, Alan?
Ellen golpeó el suelo con el bastón.
—Uno de los escuderos es harto desagradable conmigo. Al principio se mostró simpático, pero de un día para otro se ha convertido en mi mayor enemigo. Pone a los demás en mi contra y lucha de una forma muy injusta. —Tuvo que controlarse para no echarse a sollozar.
—El garrote es el arma de la gente sencilla. Los escuderos se miden contigo para poder vencer más adelante a tus semejantes, cuando sean caballeros. Piensa bien si de verdad es eso lo que quieres. Cuanto mejor luches tú contra ellos, más aprenderán. Son futuros barones y caballeros, tú eres forjador. Nunca lo olvides.
Ellen sintió un escalofrío de felicidad. Donovan la consideraba un forjador; no aprendiz de forjador ni hijo de forjador. Sabía que valoraba su trabajo, pero hasta ese momento había esperado en vano recibir una palabra de reconocimiento por su parte. Esa única palabra, pronunciada probablemente sin pensar, valía no obstante para ella muchísimo más que cualquier otro halago.
—Ellos nunca te considerarán digno, por mucho que necesiten nuestro trabajo para poder alzarse con sus victorias. Si nosotros no les fabricamos las mejores espadas, otros lo harán. Todos los hombres son sustituibles, todos. También el escudero que la tiene tomada contigo. Olvídalo y apártate de su camino. —Donovan le cogió el garrote y lo dejó a un lado—. Y ahora ven a comer, necesitas fuerzas para mañana; tenemos mucho que hacer.
Ellen obedeció. Reflexionó sobre lo que le había dicho su maestro y lo siguió adentro para cenar.
—Tenéis razón, maestro, no pienso dejar que me humillen más y no volveré a ser un instrumento para ellos. Ha sido una necedad pensar que así podría aprender el arte de la espada.
Ellen no lo sintió por Thibault y sus amigos. El único al que sí admiraba de veras, aunque no había intercambiado con él ni una sola palabra, era Guillaume. El año anterior había aguantado encima del tocón hasta la puesta del sol, lo cual no le había hecho granjearse muchas amistades entre los demás escuderos. Además, la mayoría lo envidiaba porque era un luchador excepcional con la espada, perseverante, concentrado y siempre justo.
Cuando Ellen se presentó en la plaza de armas para comunicarle a sir Ansgar que no pensaba seguir luchando, Guillaume estaba aplastando a Thibault porque este se había comportado de forma mezquina con otro joven. Ours le había dejado plena libertad, y, como era mayor que él, Thibault no tuvo más remedio que someterse, aunque a regañadientes.
«Le está bien empleado», pensó Ellen con malicia, y se acercó a Ours.
—¡Oh, no! ¿Habéis oído? ¡El forjador nos tiene miedo y no quiere luchar más! —se burló Thibault poco después, con un centelleo en la mirada.
Los escuderos que estaban con él dieron voces de contento.
Ellen no se dignó mirarlos y salió de la plaza con la cabeza muy alta. ¿Se había confundido o le había dirigido Guillaume un leve gesto con la cabeza?
Sólo un día después de aquello, Thibault se topó con la bella Rose. En verano, su larga melena negra relucía como el plumaje del cuervo. El escudero la había visto ya un par de veces en compañía de Alan, pero ese día estaba sola. Seguro que libraba, pues era domingo, el día del Señor. ¡Qué afortunado giro del destino! Estaba visto que Alan le había echado el ojo hacía tiempo. ¡A lo mejor esos dos cortejaban, incluso! Al pensarlo, Thibault sintió una punzada de celos. ¿No sería una gran venganza robarle a la muchacha? Su instinto depredador se había despertado. Saludó a la inglesa con cortesía y le sonrió, muy simpático. Ella se puso colorada, hizo una tímida reverencia y le sonrió a su vez. Thibault se sintió triunfante; por cómo lo miraba, la chica le resultaría presa fácil.
—Pensaba ir un rato a pasear al bosque, ¿quieres acompañarme?
Le ofreció un brazo galante, como si fuera una joven damisela de buena casa.
Rose se sonrojó más aún y asintió. Posó la mano en el antebrazo de él y paseó con orgullo a su lado. Ilusionada, miraba con curiosidad el rostro del muchacho.
Thibault tenía unos rasgos proporcionados, una nariz fina y recta, e iba muy bien rasurado.
Le gustaba la admiración de Rose y comprobó, satisfecho, que enseguida apartaba la vista con azoro cada vez que él la miraba. El camino que bajaba desde el castillo era muy empinado y pedregoso. A Rose le costaba mantener el equilibrio con sus zuecos y no hacía más que tropezar. Thibault la agarró del talle con un brazo y la asió con fuerza.
—¡Así no resbalarás! —se justificó, y la estrechó decididamente contra sí.
Se sentaron en la hierba agostada de una pradera. Thibault la contempló durante un rato de soslayo mientras Rose recogía las últimas florecillas silvestres del verano. Sus grandes ojos de corza no hacían más que mirar hacia él con un interrogante.
«Tiene buen gusto, ese inglesito miserable», pensó Thibault con amargura, pero en el fondo de su corazón agradeció que Rose no fuera una muchacha fea. Vengarse de Alan sería mucho más glorioso con una criatura tan fascinante como ella.
—Eres muy hermosa, ¿sabes? —Cogió una brizna de hierba y acarició con ella el cuello de Rose, que soltó una risita y se tumbó en el suelo—. ¡Pero si no sé ni cómo te llamas!
—Rose —susurró ella con voz temblorosa.
—¡Rose! Te queda muy bien ese nombre.
Thibault la miró intensamente a los ojos antes de inclinarse hacia ella y posarle un suave beso en el cuello, justo en el lugar en que se veía latir el pulso. Rose cerró los ojos y se estremeció; le temblaron los párpados. Thibault le acarició la frente con el dedo índice, siguió su encantadora nariz respingona hasta la boca, donde su dedo jugó con los labios de ella hasta que los entreabrió. El muchacho hizo resbalar la punta de un dedo en el interior de su boca y después siguió camino por la barbilla y bajando por el cuello con mucha cautela, hasta llegar a su pecho.
Rose respiraba con fuerza, y Thibault estaba más excitado que nunca. Todo su deseo se concentraba en aquella muchacha. Acarició con suavidad sus pechos turgentes, que se marcaban con claridad bajo el vestido de lino. Aventuró entonces la mano hacia abajo, hasta su regazo. Rase gimió con suavidad cuando la tocó ahí.
Puesto que no ofrecía ninguna resistencia, Thibault bajó la mano hasta sus tobillos y después la hizo subir bajo la falda, rozando sus piernas con suavidad. Le acarició largamente la cara interior de los muslos, hasta que estuvo seguro de que ansiaría que no se detuviera. La fue besando con ternura y apremio por igual, e introdujo una lengua ávida en su boca. Su mano se desplazó entonces hasta su sexo. Estaba húmedo, maravillosamente húmedo. Thibault sentía crecer un ardoroso deseo. ¿Acaso no era eso prueba suficiente de que sus pensamientos contranatura1es no eran más que una confusión? Cuando se tumbó sobre Rose, no deseaba a nadie más. Entró en ella con impetuosidad, algo desesperado, casi con brutalidad.
Cuando quedaron uno junto al otro, agotados, Rose lo miró con seriedad:
—Te deseo, Thibault. Quiero yacer más veces contigo.
Su franqueza lo sorprendió, pero también se sintió halagado. Thibault estaba satisfecho consigo mismo; acababa de demostrar de qué estaba hecho. Rose era el mejor remedio contra sus impúdicos sentimientos por Alan.
—Volveremos a vernos más veces, pequeña Rose, te lo prometo —dijo con cariño.
Después de separarse, el escudero fue andando con seguridad y los hombros muy erguidos a ver a sus compañeros para jactarse de su hazaña.
A partir de ese momento se vio asiduamente con la guapa inglesa. La necesitaba como antídoto para limpiar a Alan de su espíritu. El cuerpo de Rose, que despertaba en él semejante deseo, le transmitía la tranquilizadora sensación de que todo iba bien. Sólo cuando por casualidad se encontraba con Alan y sus ojos parecían mirarlo hasta lo más hondo de su ser, volvía a flaquear. Cuando estaba con Rase, se sentía invencible. A veces llegaba a creer, por ello, que la amaba. Comoquiera que fuese, la deseaba, aunque no llegara a conmover su alma. Eso sólo lo conseguía Alan.
Thibault detestaba ese sentimiento indigno de estar en manos en otro, y odiaba a Alan por ello. Cualquier medio le parecía bueno para poner a prueba su fuerza. El deseo de venganza por las cuitas que lo atormentaban dominaba cada día más su pensamiento. Por las noches solían perseguirlo pesadillas en las que Rose y Alan se unían. Él se abalanzaba sobre ellos y casi moría de celos. Ver a Rose con otro resultaba excitante hasta cierto punto; a fin de cuentas, él podía tenerla siempre que quería. Pero ver a Alan en unos brazos que no fueran los suyos era un infierno.