Mientras Donovan se ocupaba de la construcción de la forja, Ellen vagabundeaba todo lo que podía por el recinto inferior del castillo y por el pueblo. Disfrutaba de la alegría del verano y de su libertad, cosas ambas que terminarían en cuanto la herrería estuviera lista. Cada vez que el sacerdote del pueblo se presentaba allí para, por orden de FitzHamlin, enseñar a los artesanos ingleses nociones de lengua francesa, Ellen ponía pies en polvorosa. No quería hacerse pasar por muchacho delante del cura. No en vano era un representante de Dios, y a Dios no podía engañársele. Como quiera que fuese, también el flaco clérigo de opacos ojos castaños parecía tomarse la clase como una pesada obligación. No mantenía precisamente en secreto que, para él, era una atrocidad lo que perpetraban los extranjeros con su bella lengua al intentar en vano repetir mascullando lo que él acababa de recitarles con tan elegante deje nasal.
Pese a que Donovan la reprendía cada vez, Ellen prefería aprovechar el tiempo contemplando a los artesanos normandos mientras trabajaban. De esa forma, además, se le quedaban muchas más palabras de las que hubiese podido aprender con el sacerdote. A veces haraganeaba por el pozo, escuchaba a las muchachas e intentaba comprender su bobo parloteo.
Su lugar preferido, no obstante, era un gran almiar desde el cual podía pasear la mirada por todo el patio de armas donde pajes y escuderos recibían su formación. Era capaz de pasarse horas allí sentada, con una brizna de paja en la comisura de los labios y las piernas colgando. Cuando los grupillos de jóvenes discutían sobre ejercicios de espada cerca de ella, Ellen aguzaba el oído y se concentraba mucho en el idioma extranjero.
Así, en poco tiempo aprendió más francés que todos los demás recién llegados juntos. También llegó a dominar la pronunciación mucho mejor que sus compatriotas, de los cuales Art, con su gorda lengua, era el que más dificultades tenía para articular de manera comprensible las delicadas palabras extranjeras.
Rose, por el contrario, que trabajaba en la tahona y no había recibido ninguna lección, se hacía entender sin demasiadas palabras, con las manos y los pies, si hacía falta, y se las arreglaba bastante bien. A mediodía solía ir a ver a Ellen, y las dos se sentaban en un rincón del recinto del castillo a disfrutar de la calidez del sol del verano. Charlaban, reían y comían.
En la tahona se burlaban de Rose con gestos más que evidentes, pues creían que el joven herrero le hacía la corte. La muchacha ya se había dado cuenta de que los mancebos normandos apartaban la vista con desilusión cada vez que llegaba Ellen. Sin duda pensarían que, como inglés, tendría más posibilidades con ella. Rose se divertía muchísimo con todo eso. Con una alegría furtiva, avivaba los rumores según los cuales Ellen y ella a veces se lanzaban un beso con la mano al despedirse. Rose tardó tan poco como Ellen en sentirse en casa en Tancarville, lo cual probablemente se debía a que ambas eran aún jóvenes y miraban hacia delante en lugar de hacia atrás.
Sin embargo, también Glenna, que al principio tanto miedo había tenido de vivir en el extranjero, floreció a ojos vista. El señor de Tancarville les había mandado construir una bonita casa y había puesto a su disposición artesanos y material suficiente para equiparla. En el espacioso cuarto de estar, que contaba con una gran chimenea, había una larga mesa de roble con dos bancos y, no muy lejos, en un rincón, una pesada estantería de madera en la que se amontonaban cacerolas, soperas, jarras y vasos de barro. Sin embargo, el mayor orgullo de Glenna en su nuevo hogar eran dos ostentosos sillones de respaldo alto y brazos tallados, que sólo eran corrientes en las casas señoriales. Bajo el techo había dos pequeñas alcobas a las que se llegaba por una empinada escalera de madera. En una dormían el forjador y su mujer, la otra era para la servidumbre.
Donovan estaba muy ocupado en la supervisión de la construcción de la forja. Con sus dos grandes chimeneas —cada una de ellas más del doble de grandes que la fragua con la que había trabajado en Inglaterra—, tres yunques y dos enormes tinas de piedra para endurecer largas hojas, el nuevo taller tendría suficiente espacio para el maestro, dos o tres oficiales y entre tres y cuatro ayudantes. El señor de Tancarville había insistido en que la forja de Donovan fuese lo bastante espaciosa para capacitar allí a más hombres. Aunque a Donovan le costaba horrores imaginarse instruyendo a herreros con habilidades comunes, había tenido que conformarse y no había tardado en escoger a dos jóvenes.
Arnaud, el mayor de los dos, había sido aprendiz de un sencillo herrero de grueso del pueblo durante tres años y, por ello, al menos poseía conocimientos básicos sobre los que Donovan podía trabajar. Tendría que aprender cosas por completo nuevas de todos modos, pero como mínimo parecía comprender el gran privilegio que suponía poder trabajar para Donovan y se esforzaba a ojos vista para satisfacer al maestro. El hecho de que Donovan no hubiese podido someterlo a la prueba de los pedazos de hierro colado tenía muy descontenta a Ellen. Además, Arnaud era un chaval apuesto, con ojos color avellana y cejas arqueadas. De sobra conocía el efecto que causaba en el género femenino y le gustaba demasiado pavonearse de ello, cosa que Ellen no apreciaba en absoluto.
Vincent era un poco más joven que Arnaud y aprendería el oficio de ayudante de herrero para aligerar el trabajo de Art. Era fuerte como un buey, tenía los ojos hundidos en las cuencas y una nariz demasiado ancha. Lleno de admiración y con una entrega casi infantil, corría tras Arnaud como un cachorrillo.
Este, en realidad, lo despreciaba, pero se apiadaba de él y le permitía que lo adorase.
Ellen rehuía a Arnaud fuera de la forja, pues no se fiaba de él. Por otro lado, la presencia de los dos aprendices traía consigo la ventaja de que Donovan se tomaba más tiempo con Ellen.
Cuanto más conocía al maestro y su trabajo, más lo apreciaba. Hacía ya mucho que le había perdonado su brusquedad inicial. Ellen estaba impresionada por la forma en que modelaba el hierro. Mientras que la mayoría de los herreros golpeaban la pieza con grandes movimientos imperiosos, parecía que Donovan le diera unos toquecitos suaves, casi cariñosos, como hacen las madres con sus hijos, llenas de amor, para hacerlos reír. Ellen nunca se cansaba de contemplar cómo trabajaba y estaba convencida de que sólo se podían conseguir modelados tan perfectos del hierro como hacía él con ese profundo y extraordinario conocimiento que tenía del material.
Si bien atesoraba cada momento que pasaba en la forja, Ellen también disfrutaba muchísimo de los domingos, cuando iban todos juntos a la iglesia y, después de la santa misa, charlaban un rato con los demás artesanos anglosajones. Siempre que hacía buen tiempo solían sentarse en la hierba a comer todos juntos. Ellen se sentaba en esas ocasiones con Rose, y juntas chismeaban y reían. En esos momentos debía tener especial cuidado para que nadie descubriera que era una muchacha.
Desde que saliera de Orford, los pequeños botones de su pecho se habían convertido en dos montículos rollizos. A pesar de que dejaba caer los hombros hacia delante, cada vez más a menudo tenía la sensación de que todo el mundo la miraba. Un domingo, estando ella sola sentada en la alcoba, tiró del jubón hacia atrás para que sus pechos se marcaran y sobresalieran.
—Tengo que hacerlos desaparecer como sea —masculló, poniendo ceño.
De pronto oyó alboroto en la escalera y Art irrumpió en la habitación. Ellen se volvió a toda prisa e hizo como si estuviera componiendo su yacija. Respiró con alivio cuando Art, que no se había percatado de nada, se desmoronó sobre su jergón, y un instante después ya se había quedado dormido. Como siempre que bebía demasiada sidra, se puso a roncar con fuerza. Ellen se echó entonces también, pero le costó muchísimo conciliar el sueño; no dejaba de dar vueltas hacia uno y otro lado.
A media noche despertó sobresaltada. Había soñado con unos pechos gigantescos que exhibía ante sí como si fueran dos trofeos. Miró en derredor. Aún estaba oscuro, sólo la tenue luz de la luna entraba por las rendijas que había entre los tablones de los pequeños postigos. Ellen se aseguró de que Art seguía dormido y se levantó. Se quitó la camisa por la cabeza y se palpó los pechos. Naturalmente, no eran tan grandes como en el sueño. Echó los hombros hacia atrás, casi orgullosa de verlos sobre su torso. Después volvió a dejarlos caer; no podría ocultar sus formas femeninas durante mucho más tiempo. ¿Qué haría? Hacía poco que había adquirido un gran paño de lino a buen precio. Con él había pensado preparar compresas para los días impuros, pero aún no se había puesto a ello. ¿Acaso no podía utilizar el trozo de tela como una venda para comprimir sus pechos?
Ellen sacó el pedazo de tela de debajo de su jergón de paja y lo enrolló. Con su cuchillo hizo un corte a unos buenos cuatro palmos del borde y rasgó todo el largo de la tela a esa medida. El ruido del desgarro hizo que Art diera un fuerte ronquido. Ellen se sobresaltó y se reprendió por ser tan boba, pues no había vuelto a cubrirse con la camisa. Tiritando de frío, cogió el largo de lino que había cortado y se lo enrolló todo lo tirante que pudo alrededor del torso. Entonces levantó el brazo derecho como si tomara impulso para pegar un puñetazo, pero enseguida lo dejó caer y zarandeó la cabeza, descontenta; así no habría forma de trabajar. Aflojó un poco la tela, lo justo para tener aire para respirar y poder alzar el brazo. Así tendría que ser.
A la mañana siguiente volvió a envolverse los pechos. Al principio se movía con cierta rigidez, pero a lo largo del día pareció ir acostumbrándose a las apreturas. Por la tarde, no obstante, notó que el paño de lino se le había resbalado hacia abajo y que lo tenía en las caderas. Masculló una disculpa y se apresuró a salir del taller.
Durante los días siguientes no hizo más que probar diferentes formas de enrollarse el paño alrededor del torso de manera que no se le cayera. En una de esas lo consiguió, y ya no volvió a soñar con aquellos pechos gigantescos.
Arnaud sonreía con malicia y ponía verde a Alan diciendo que era peor que una damisela con sus constantes carreras a la letrina. Ellen empezó a temer que hubiera adivinado algo, por lo que se puso a soltar más tacos y a escupir más a menudo. En los días en que sangraba, aprovechaba ese gesto tan típicamente masculino de recolocarse la entrepierna para comprobar si seguía llevando la compresa bien puesta en los calzones.
Sin embargo, no lograba quitarse de encima el miedo a que su secreto fuera descubierto.
Con noviembre llegó también la época de las nieblas densas. Algunos días, esa nada húmeda y pesada pendía sobre Tancarville, melancólica e impenetrable, desde el alba hasta la noche. A veces parecía que se dispersaba; despertaba entonces la esperanza de gozar de un día claro y alegre, pero pronto volvía a levantarse desde el Sena un nuevo vapor que, con sus dedos fríos y húmedos, apresaba el corazón de las gentes. Otros días, por el contrario, los vapores eran pesados y apáticos como el plomo por la mañana, pero pronto se levantaban y antes del mediodía se perdían en la inmensidad del cielo como paños de seda que un viento suave se llevara lentamente a las alturas. Uno de esos días Ellen regresó al castillo, después de semanas sin aparecer por allí.
Justo detrás de la gran puerta había un joven de pie sobre un árbol talado. El tocón no era lo bastante ancho para que le cupieran los dos pies. El joven era alto y fuerte, uno o quizá dos años mayor que ella. Estaba allí plantado, sin moverse, con la mirada fija al frente. De sus manos, entrelazadas a la espalda, colgaba un saquito de arena lleno a rebosar. Ellen no le dedicó más miradas; seguramente llevaba allí de pie desde medianoche, pronto lo conseguiría. Por las conversaciones de los donceles sabía que esa no era más que una de las numerosas pruebas que tenían que pasar todos los pajes antes de llegar a escuderos. Se despertaba al joven en cuestión en plena noche, sin previo aviso, y se le ordenaba que se subiera al tocón del árbol. Muertos de cansancio, atormentados por el frío y la humedad, con el peso del saco de arena a la espalda, la mayoría sólo conseguía aguantar con gran esfuerzo y penuria hasta las campanas de mediodía, tal como les era ordenado. Algunos se rendían antes y eran recibidos con escarnio e infamia. A los demás, a los que resistían hasta el mediodía, no sólo les temblaban los brazos del esfuerzo, también sus piernas entumecidas amenazaban con hacerles fracasar en el empeño. Lo peor de todo, empero, era seguramente la dolorosa presión de la vejiga, llena a reventar. Algunos se orinaban encima y luego se congelaban tanto que tenían que bajar. Otros lloraban antes de saltar al suelo y, ante las malévolas carcajadas de los curiosos, corrían a aliviarse al cobertizo más cercano.
Sin embargo, cuando Ellen pasó de nuevo por allí a mediodía, el muchacho seguía erguido sobre el tocón del árbol. Ellen se volvió para mirarlo. Un mechón rebelde de cabello castaño le caía sobre la frente y hasta los ojos, que eran tan azules como si en ellos se reflejara el mismísimo cielo. Entonces reparó en lo orgulloso que parecía. Su mirada era clara y sus brazos, que aún soportaban el peso del saco de arena a la espalda, no temblaban ni una pizca. Se alzaba allí tranquilo, mirando a lo lejos, sin inmutarse siquiera.
Pajes y escuderos se habían reunido a su alrededor para ver cuándo se rendiría por fin.
—Guillaume es un cabezota rematado, se le ha metido en la sesera aguantar hasta que se ponga el sol —dijo, no sin profundo respeto, un escudero rollizo, de anchos hombros y con el cabello negro—. Aun así, yo he apostado a que no lo conseguirá. A fin de cuentas, ya estamos en noviembre y la noche ha sido fría. Pero al verlo ahí de pie de esa manera… —Frotó el índice contra el pulgar—. Seguramente de esta no me haré rico. —Y suspiró con una sonrisa.
—¡Bah, de todas formas no es más que un fanfarrón! —aseguró otro con desdén.
—Tú calla la boca, que sólo le tienes envidia. ¡Me acuerdo muy bien de que no llegaste ni a las campanadas de mediodía! —le recordó el primero con arrogancia.
—¡Sopla! Debe de tener una vejiga tan grande como las ubres de una vaca —dijo con gran admiración un joven paje de mejillas coloradas al que acaso no le quedara demasiado para tener que enfrentarse a su prueba.
Los demás asintieron y rieron con despreocupación, pues ya no tendrían que estar ahí de pie.
Ellen empezó a pensar de qué podría valer semejante prueba y qué sacaría el joven paje con resistir tanto tiempo. Ya hacía rato que la había superado, y nadie podría decirle nada si decidiera bajar. ¿Qué lo impelía a seguir allí arriba?
—Si Guillaume se ha propuesto algo, lo hace, pase lo que pase. Si ha dicho que se quedará ahí de pie hasta la puesta del sol, pues eso hará —les aseguró uno de los jóvenes pajes a los demás.
Parecía haber convertido a Guillaume, algunos años mayor que él, en su héroe personal.
Ellen zarandeó la cabeza. «Qué desperdicio de tiempo y de energía, esas heroicidades», pensó sin comprenderlo, y siguió camino para llegar a su cita.
Rose aguardaba ya con impaciencia en el lugar convenido.
—¡Por fin llegas! ¿Qué son esas sombras que traes bajo los ojos?, ¿has vuelto a tener malos sueños? —preguntó mientras cerraba la puerta tras entrar en la casa.
—Sí que he tenido sueños, pero ¿malos? No.
Rose enarcó las cejas y la miró con curiosidad.
—¡Entonces es que has soñado con un amante! No me extraña que tengas esa pinta de no haber pegado ojo —repuso con picardía.
—Amantes, qué bobada. ¡He trabajado en sueños! —replicó Ellen con aspereza.
—¡Ah, perdona!
Rose apartó la mirada para que Ellen no se diera cuenta de su gesto de exasperación.
—Hace días que sueño siempre lo mismo —empezó a explicar Ellen—. A veces ni siquiera deseo despertar de lo feliz que soy. ¡En el sueño soy un afamado forjador! Incluso Donovan está orgulloso de mí, pues vienen caballeros desde muy lejos para comprar mis espadas. Y entonces, de pronto, ¡suenan fanfarrias! ¡Es el rey, que ha venido para que yo le forje una espada! Y justo entonces, cuando estoy en lo mejor, despierto. Por un momento sigo convencida de que todo es tal como lo he soñado, pero entonces voy comprendiendo de nuevo quién soy yo, me levanto y me envuelvo los pechos en secreto.
Rose no sabía cómo consolar a su amiga.
—No podrás fingir eternamente que eres un hombre. En algún momento tendrás que parar. —Le acarició a Ellen la mejilla con un gesto casi maternal—. ¡Ya lo tengo! ¡Se me ha ocurrido una idea! —exclamó, y se le iluminó el semblante—. Como mujer no puedes tener una forja a tu cargo, ¿verdad?
—Ni pensarlo.
—Bueno, entonces sólo tienes que casarte con un forjador. ¡Como su esposa, podrás trabajar con él! —Rose la miró con esperanza, pero Ellen sacudió la cabeza.
—¿Crees que yo misma no lo había pensado ya? Pero esa no es la solución. Quiero forjar en mi propio taller y decidir yo sola, no ser una simple ayudante, mujer de herrero. Para eso no me haría ninguna falta matarme a trabajar con Donovan. Lo que tiene que saber un ayudante hace tiempo que lo domino. ¿O acaso crees que un hombre permitiría que su esposa fuera mejor que él?
Rose sacudió la cabeza:
—No lo creo.
—¿Lo ves? ¡Precisamente eso deseo yo! Quiero ser mejor que los demás. Sé que un día llegaré a ser una gran forjadora. ¡Lo presiento! —Ellen sonaba resuelta y algo obstinada.
—Yo no me lo pondré tan difícil como tú. Un día me casaré con un molinero, y con su harina hornearé los mejores pasteles y las mejores tartaletas del lugar. —Rose se echó a reír, meneó la cabeza como una boba y se llevó a Ellen consigo—. Ea, vayamos al patio de armas, ya verás cómo enseguida se te alegra el ánimo.
—¿Desde cuándo te interesan a ti los ejercicios de armas? —Ellen se la quedó mirando con estupor.
—Lo que me interesa no son los ejercicios, ¡sino los escuderos! —exclamó Rose con una risa, y se sonrojó un poco.
—Pronto oscurecerá, y entonces lo dejan porque ya no ven nada. ¡Y tú tampoco! —se burló Ellen, que había recuperado el buen humor.
De camino a la plaza de armas pasaron por la puerta del castillo.
—Sigue ahí de pie —murmuró Ellen, esta vez con admiración al ver la orgullosa pose que seguía manteniendo Guillaume, erguido sobre el tocón.
—No me gusta, es demasiado tosco. A mí me gustan los jóvenes distinguidos. Como ese de allí. —Rose, algo azorada, señaló a un muchacho bien parecido que era más o menos de su edad.
—Creo que se llama Thibault —le susurró Ellen en tono confidencial.
—Me acordaré del nombre —dijo Rose con una sonrisa.