—¡Válgame Dios, Ellenweore, si hubieras nacido muchacho…! —A pesar del reniego, Osmond la miró con orgullo y pasó la mano sobre el yunque para limpiar la escoria—. Es una verdadera lástima. Tengo un hijo que se escapa del taller en cuanto me doy media vuelta, y aquí mi pequeña lleva la forja en la sangre.
Le dio unas palmaditas de satisfacción en el hombro.
Osmond no la alababa muy a menudo, y Ellen sintió que le afluía la sangre a la cabeza y que desde allí irradiaba una agradable calidez.
—¡Aedith! —exclamó la chiquilla a media voz cuando se abrió el pesado portón de madera de la herrería y vio aparecer a su hermana en el umbral.
Como de costumbre, Aedith se negaba a pisar el taller por miedo a ensuciar su bonito vestido. Kenny, el benjamín de Osmond, tiraba violenta y obstinadamente del brazo que su hermana le tenía aprisionado. Cuanto más tiraba el niño del brazo para alejarse de ella, con mayor fuerza cerraba los dedos Aedith alrededor de su delgada muñeca. Kenny estiró todo lo que pudo, pero al fin se quedó quieto.
—Madre ha dicho que te lo traiga —explicó Aedith con desdén, y lanzó a su hermano al interior del taller. Con la barbilla señaló en dirección a su hermana mayor—. Ellen tiene que ir por agua y a recoger madera. —Se quedó de pie en el vano, tamborileando impacientemente con el pie—. ¡Vamos, ven de una vez! ¿O acaso te has creído que tengo todo el día? —siseó.
A Osmond le costó un gran esfuerzo quedarse callado. El ayudante que lo asistía en las tareas más pesadas llevaba ya una semana enfermo, por lo que necesitaba a su hija para continuar con el trabajo. Kenny era todavía muy pequeño y no le resultaba de gran ayuda. Sin embargo, Ellen sabía muy bien que Osmond, pese a todo, jamás se opondría a las órdenes de su mujer. Nunca lo había hecho. Muy a su pesar, dejó las tenazas que sostenía en la mano, se quitó su querido mandil con una lentitud exagerada y se agachó para ponérselo a su hermano pequeño. El cuero le llegaba al niño hasta más abajo de los tobillos, y las correas le quedaban tan largas que Ellen tuvo que darles dos vueltas alrededor de su flaca barriga.
Osmond la contemplaba en silencio. Cuando su hija levantó al fin la mirada, le dirigió un gesto de tristeza.
—¿Algo más? —preguntó Aedith con ánimo pendenciero. Ellen dijo que no con la cabeza y la siguió a la casa. Allí empujó el pesado cerrojo de hierro y abrió la puerta de golpe.
—¿No te tengo dicho que no andes siempre molestando en el taller? —vociferó Leofrun.
—Sí, madre, pero es que…
—¡No me repliques, descarada! —interrumpió su madre con aspereza—. Es Kenny quien tiene que ayudar a Osmond en la herrería, eso ya lo sabes. Tú eres la mayor y tienes que ocuparte de la casa, te guste o no. ¡Ea, ponte a trabajar!
La sonora bofetada cogió a Ellen desprevenida, pero se dio media vuelta con la cabeza bien alta. Aunque le ardía la mejilla, por nada del mundo habría cedido al impulso de frotársela. No pensaba otorgarle ese triunfo a su madre, y tampoco a Aedith. Desde muy niña se había acostumbrado a soportar el dolor de los golpes sin queja. Precisamente esa era su fortaleza: hacerle frente a su madre sin llorar, sin someterse ni tan siquiera un ápice. Aun así, no resultaba tan sencillo tragarse la sensación de amargura y rabia. ¿Sólo por ser muchacha tenía que ocuparse de todas esas labores tan tediosas? «Cualquier bobalicón puede ir por agua, recoger madera, mantener la casa limpia y hacer la colada; incluso Aedith podría hacerla», pensó con desdén. Se arrodilló frente al hogar y recogió las cenizas con el cepillo. Si cerraba los ojos, olía casi como en la herrería.
Con todo, no sería ella, sino Kenny, quien algún día se convertiría en maestro herrero, y eso pese a que, desde que le alcanzaba el recuerdo, siempre había sido ella quien pasaba la mayor parte del tiempo con Osmond en el taller. En la herrería se sentía protegida y segura, tal vez porque Leofrun nunca ponía un pie allí. Apenas dejó de usar pañales, Ellen había empezado a separar trozos de carbón vegetal por tamaños a los pies de Osmond, y con cinco o seis años barrió las cenizas de la fragua por primera vez. Desde hacía tres inviernos, además, su padre le dejaba atender el fuelle y sostener el hierro con las tenazas mientras él lo golpeaba. La primavera del año anterior había usado el martillo ella sola por primera vez y había sentido entonces la fuerza que irradiaba el metal. Al batir el hierro candente se obtenía un sonido sordo, pues el metal absorbía con avidez la fuerza de los músculos para transformarse. En el frío yunque, sin embargo, el sonido era claro y el martillo rebotaba como por sí solo. Tres, cuatro golpes sobre el hierro y luego uno sobre el yunque, que sonaba a música, para recuperar las fuerzas. Ellen respiró hondo. ¡No había derecho! Pelearse con Leofrun no tenía ningún sentido. Su madre la aborrecía como a ninguno de sus otros hijos y no desaprovechaba ocasión de hacérselo notar. La niña cogió los dos cubos nuevos de cuero, vertió el agua que quedaba en ellos en la caldera que encontró al lado del fogón y se dispuso a salir. En el huerto que había junto a la casa vio acuclillada a Mildred, la más pequeña de sus hermanos, expurgando voraces orugas de una col con muchísima paciencia.
—¡Guárdame unas cuantas para la yacija de Aedith! —le susurró Ellen con gesto burlón.
Mildred la miró con asombro y le dirigió una tímida sonrisa. Era la más callada y la más considerada de los hijos de Leofrun.
Ellen bajó sin ganas por el camino pedregoso que llevaba al ancho arroyo que serpenteaba por los prados de detrás de la herrería. Para llenar los cubos con más facilidad, se descalzó, se arremangó la bata y se metió hasta las rodillas en el agua fresca y clara. De súbito emergió ante ella algo que daba resoplidos y escupía.
—Hoy no tengo tiempo, tengo que llevar agua a casa —le espetó de mal humor a su amigo Simon, antes aún de que este hubiera podido decir nada.
—¡Bah! Ven primero a darte un chapuzón. ¡Hoy hace mucho calor!
Ellen había llenado ya los cubos y había salido a la orilla con pasos de pato.
—No me apetece —mintió a desgana, y se sentó en una roca gris y angulosa.
En realidad, envidiaba a Simon. Aparte del trabajo en la herrería, no había casi nada que le apasionara tanto como ir a nadar con él. Sin embargo, ese año no había hecho más que darle un pretexto tras otro. Cuando Simon sumergió otra vez la cabeza, Ellen cruzó los brazos sobre el pecho; el verano anterior aún podía meterse en el agua sin camisa, pero hacía un par de meses que eso había cambiado. Se palpó con bochorno los pequeños montes que habían empezado a crecerle bajo la bata. Eran duros y un poco sensibles.
—Ser niña es un fastidio —rezongó.
Habría sido mucho mejor nacer muchacho. ¡Cuánta razón tenía Osmond!
Simon salió a la orilla.
—¿Sabes qué me apetecería ahora?
Ellen sacudió la cabeza.
—No, pero como eres un tragaldabas, seguro que tiene que ver con comida.
Simon asintió con ganas y se relamió sin dejar de sonreír.
—¡Zarzamoras!
—¿Y el agua? —Ellen señaló a los dos cubos—. También tengo que ir por leña.
—Ya lo haremos luego.
—¡Si tardo mucho, mi madre volverá a darme una zurra! No sé si seré capaz de contenerme dos veces en el mismo día.
—Si vamos los dos acabaremos enseguida. Ni siquiera sospechará que antes nos hemos divertido un poco. —La luz del sol hacía brillar las gotas que cubrían sus hombros. Se sacudió como un perro para quitarse toda el agua que pudo y luego volvió a ponerse su sucia camisa gris—. En la vieja choza que hay junto al bosque crecen las mejores. ¡Gordas, negras y dulcísimas! —Puso los ojos en blanco con deleite—. ¡Venga, vayamos!
—¿Has perdido el juicio? —Ellen se dio unos golpecitos con el índice en la frente—. La vieja Jakoba era una buja, ¡en su choza viven duendes! —Sintió que se le erizaba el vello de los brazos y la espalda.
—Bah, todo eso son bobadas. Los duendes viven en el bosque, no en cabañas. —Simon desestimó la idea con un gesto arrogante de la mano—. Además, ya he estado allí y no hay duendes ni nada por el estilo, de verdad. —Ladeó la cabeza y miró a Ellen con el rabillo del ojo—. Dime, ¿desde cuándo eres una cobardica?
—¡Yo no soy eso! —exclamó la niña; indignada.
De ninguna manera podía dejar ese agravio sin contestación, de modo que siguió a Simon por los pastos que se extendían entre el río y los bosques. Las ovejas ya habían devorado hasta la raíz la mayor parte de la hierba agostada; sólo en el cerro que delimitaba los pastos por el oeste quedaba paja seca sobre la que aún no se habían abalanzado los rebaños. Allí los tallos les llegaban a los niños casi hasta el pecho. Por todas partes crecían espinosos cardos que les arañaban las piernas y ortigas que les dejaban rojizas ronchas de escoceduras. Ellen hubiese preferido dar media vuelta, pero Simon le habría dicho otra vez que era una cobarde. Llegados a lo alto de la colina, entrecerró los ojos por el sol y buscó con la mirada la linde del bosque. La choza, inclinada por el viento, asomaba tras un grupito de abedules. A la izquierda, a sólo un tiro de piedra de allí, pastaba entre las sombras un robusto caballo de reluciente pelaje marrón rojizo. Ellen se agachó.
Simon, instintivamente, hizo lo mismo que ella.
—¿Qué sucede? —masculló el niño con sorpresa.
—¿Qué hace ahí ese caballo? —Ellen señaló al animal—. ¡Ese alazán es de sir Miles!
Poco después de su nombramiento como lord canciller, Thomas Becket había recibido de manos del rey Enrique el usufructo del condado de Eye, al cual pertenecía también Orford. Sir Miles estaba a las órdenes de Becket, pero se comportaba como si Orford fuera suyo. Era bien sabido que tenía muy pocos escrúpulos a la hora de llenar su bolsa, y sus arrebatos de cólera eran temidos por todos. Sólo Aedith y la madre de Ellen se deshacían en halagos sobre él, pues se les antojaba elegante e imponente. Cacareaban como gallinas cada vez que el hombre acudía a la herrería, y eso a pesar de que trataba a Osmond como a un perro.
—Ah, ese —comentó Simon con desidia, y volvió a enderezarse.
«No se quedará tranquilo hasta que no haya llenado el buche», pensó Ellen con impotencia, y lo siguió, pero sin dejar de mirar atrás con preocupación. No se veía a nadie, todo estaba tranquilo y en paz… aunque el bosque parecía tener ojos. El sol brillaba, los abejorros y las abejas aprovechaban la bonanza del día para recoger néctar y hacían zumbar el aire con su diligente ajetreo.
Ellen estaba a punto de alcanzar a Simon cuando percibió con el rabillo del ojo una figura que se acercaba rápidamente a la cabaña desde el otro lado del bosque. El corazón se le detuvo por un instante. ¿No correrían por allí duendes de verdad? Entornó mucho los ojos y, con cautela, volvió a mirar. Aquella figura era demasiado grande para ser un duende. Ellen suspiró con alivio: no era más que una mujer con un sencillo vestido de lino azul. No llegaba a ver quién era porque llevaba la cabeza cubierta por un paño marrón. Tras mirar con desasosiego en la dirección por la que había venido, la mujer se apresuró a entrar en la cabaña.
Ellen se acercó a Simon con vacilación. No sabía qué la inquietaba más: si los duendes que posiblemente acechaban y la observaban desde las matas, o la presencia de sir Miles y de aquella extraña. No hacía más que volver la vista hacia la choza, pero allí no se movía nada.
—¡Mmm, están deliciosas! —exclamó Simon, haciendo ruido al masticar—. ¡Pruébalas!
Le tendió una zarzamora y su amplia sonrisa descubrió una hilera de dientes teñidos de negro azulado. El zumo de las moras le caía hasta la barbilla.
—¡Enseguida vuelvo!
Ellen no pudo contener más su curiosidad y dejó a Simon allí plantado.
El chiquillo se acabó las moras con indiferencia, dio media vuelta y de nuevo se abrió paso entre los dulces frutos.
Ellen se deslizó hasta la cabaña y allí descubrió una grieta en un tablón mellado, muy arriba. Le temblaban las rodillas, pero se puso de puntillas para poder espiar el interior. Tuvo que volver la cabeza y acercar mucho un ojo a aquella madera de olor mohoso, y ni aun así consiguió distinguir a sir Miles ni a la mujer. Aguzó el oído, pero lo único que percibía era el fuerte latido de su corazón. Entonces oyó un susurro, como de un ratón correteando entre la paja, y otra vez silencio. ¿Es que no había nadie en la cabaña? Los tobillos le dolían del esfuerzo que tenía que hacer para estirarse. Decepcionada, se disponía ya a marchar cuando de súbito oyó un fuerte estrépito. Volvió a ponerse de puntillas con sobresalto y espió por la ranura. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la penumbra, pero entonces vio que algo se movía en la sala. ¡Se aproximaba! De repente distinguió la espalda velluda de sir Miles. «Como un animal sarnoso», pensó con repugnancia, sin preguntarse por qué iba a pecho descubierto. El hombre estaba tan cerca de los tablones de la pared que por la grieta se olía su sudor. Ellen sentía los latidos de su corazón en el cuello.
—¡Desnúdate! —oyó que decía el hombre con voz ronca. La niña apenas podía respirar.
Entonces reparó también en la mujer, que se le acercaba con pasos ágiles. Se agachó un poco, pero ni siquiera así logró verle la cara. La misteriosa desconocida empezó a quitarse la ropa con movimientos lentos y elegantes. Sin ningún cuidado dejó caer al suelo el vestido y la camisa de lino. Sir Miles apresó con ansia sus pechos, de aspecto casi translúcido, y empezó a amasarlos. Ellen cerró los ojos por un breve instante. A su alrededor todo empezó a dar vueltas. Cuando volvió a abrirlos, sir Miles ya se había arrodillado, tomaba con la boca las puntas rosadas de los pechos de la mujer y mamaba de ellos como un niño. El tórax de la desconocida empezó a crecer y decrecer cada vez más deprisa. De pronto el hombre se puso de pie y la empujó contra la pared con un imperioso movimiento. Toda la cabaña tembló.
Ellen no podía soportar más el dolor de los tobillos, sus rodillas apenas la sostenían ya. Aun así, no se movió. Tenía que ver qué sucedía a continuación. Naturalmente, sabía que los hombres y las mujeres se unían. Igual que las vacas, las cabras o los perros, las personas hacían lo mismo para tener hijos. Ellen había escuchado a escondidas mientras su madre le explicaba a Aedith que esa era una de las obligaciones maritales con las que la mujer debía cumplir, por las buenas o por las malas. También había visto alguna vez a Osmond yacer sobre ella. Aquello no duraba mucho y desprendía un ligero olor a pescado. Mientras él se movía encima de ella, jadeando en voz baja, Leofrun permanecía rígida como una piedra bajo él, sin emitir un solo sonido.
Aquella mujer misteriosa se comportaba de una forma muy diferente. Pasaba los dedos con anhelo por el espeso vello del pecho de sir Miles y tiraba de él para incitarlo. Después empezó a acariciarle la espalda con movimientos impulsivos, como si no quisiera dejar intacta ni una pulgada de su piel. Le apresó las nalgas con ambas manos y frotó su falda contra la pierna del hombre sin dejar de respirar cada vez más deprisa y con más fuerza.
Ellen sintió un impreciso palpitar en la tripa. Esa curiosa y extraña sensación de repugnancia y deleite la asustó, pero por un instante le dio vueltas a la idea de ir en busca de Simon. Hasta entonces había estado convencida de que la unión carnal era una tortura para todas las mujeres y que sólo podía gustarle a los hombres. ¿Acaso estaba equivocada? Siguió allí de pie, fascinada, sin dejar de mirar por la ranura. Sir Miles metió una recia mano entre los muslos de la mujer, blancos, casi con destellos azulados, y le acarició el sexo hasta hacerla gemir débilmente. Se separó entonces de ella, se tumbó sobre un montón de paja y le indicó que se acercara. La desconocida se sentó con audacia sobre su miembro erecto.
Ellen empezó a respirar más deprisa.
Arriba y abajo, como a lomos de un caballo, la mujer se contoneaba sobre el cuerpo de sir Miles. De pronto soltó un gemido, pareció estremecerse de placer y echó la cabeza hacia atrás. Ellen vio una nube de cabellos pajizos que caía de pronto por la espalda estrecha y huesuda de la extraña, y vio entonces también su rostro. Estaba transformado por el deseo, pero la reconoció al instante. Una especie de rayo agazapó todo su cuerpo: ¡Leofrun! Sintió un sofoco y unas náuseas hasta entonces desconocidas. Se le saltaron las lágrimas.
—¡Zorraaa! —clamó, y se apartó de la grieta sollozando desconsoladamente.
Simon se volvió, sobresaltado, y corrió hacia ella.
—¿Es que has perdido la cabeza? ¿A ti qué te importa con quién viene a verse aquí? —Al chico no parecía sorprenderle que sir Miles utilizara la cabaña para citarse con mujeres—. ¿Es que no te das cuenta del peligro en que nos estás poniendo? —refunfuñó, y tiró de ella para alejarla de allí.
Ellen estaba pálida como un cadáver.
—Ahora no me vengas con que no sabías que los hombres y las mujeres hacen esas cosas —dijo el chiquillo, intentando tranquilizarla.
Ellen le propinó un puñetazo en el hombro y le dio un empujón.
—¡Pero es que la mujer de ahí dentro es mi madre!
El rostro de Simon enrojeció de vergüenza.
—No lo… Es que… No lo sabía.
La puerta de la cabaña se abrió de repente.
—Hay que salir de aquí. ¡Si nos pilla, que Dios se apiade de nosotros! —exclamó Simon al tiempo que agarraba a Ellen del brazo y echaba a correr con ella.
Sir Miles estaba junto a la choza, medio desnudo, y alzaba amenazante el puño.
—Esperad que os atrape. ¡Y a ti, mal bicho, pienso arrancarte esos ojitos curiosos y cortarte esa lengua impertinente que tienes en la boca! —gritó tras de ellos.
Ellen corría todo lo rápido que era capaz. Simon se volvió un par de veces.
—No nos persigue, todavía —jadeó sin dejar de correr.
No detuvieron su carrera hasta llegar a la curtiduría. Los curtidores necesitaban mucha agua para realizar su trabajo y por eso la familia de Simon se había establecido en la orilla del Ore varias generaciones atrás. Simon vivía con sus padres, la abuela y cuatro hermanos más pequeños en una casita de madera y barro con tejado de barda. En el aire flotaba el denso vapor de la casca, que escocía en los ojos. Ellen se dejó caer completamente sin aliento sobre un tocón de árbol, lejos de los noques de las pieles, y se puso a escarbar con pies nerviosos en la tierra suelta.
—¡Duendes! ¡No me hagas reír! ¡Sólo quería mantenernos alejados de la cabaña! —Los ojos de Ellen refulgían de furia.
—No sé, si yo hubiera pillado así a mi madre… Bueno, no sé, habría… —Simon no terminó la frase—. ¡Al diablo con todo! —prorrumpió con desdén en lugar de intentarlo, y escupió al suelo.
—Ha sido repugnante —murmuró Ellen mientras miraba cautivada a una tropa de hormigas que daban buena cuenta de una abeja muerta—. El Señor los castigará por esto, a los dos —siseó con obstinación.
—En cualquier caso, ahora no puedes volver a casa como si nada hubiese sucedido. Ya te muele a palos por cualquier tontería, ¿quién sabe qué hará contigo ahora?
La frente arrugada del niño delataba su preocupación por Ellen.
—Pero ¿qué voy a hacer, si no?
El hijo del curtidor se encogió de hombros.
—¿Por qué tenías que ser tan curiosa? Más te valía haberte quedado comiendo moras conmigo —dijo lleno de reproche, y lanzó un puñado de tierra a las hormigas, que entretanto ya habían llegado a donde estaba él.
Los diligentes insectos no se dejaron disuadir por la lluvia de polvo y continuaron acarreando su botín.
—¡No era yo la que quería ir a la cabaña! Pero tú, con tu glotonería de siempre, tenías que llegar hasta allí como fuera —espetó Ellen.
—Tengo miedo —susurró Simon con culpabilidad.
—Y yo.
La niña se pasó el dedo índice por la sien. La preocupación hizo que sus ojos verde hierba se tornaran oscuros como el musgo mientras su melena relucía como el fuego a la luz del sol.
A lo lejos se oyó la llamada de un arrendajo. El viento susurraba suavemente entre los árboles y el imperioso Ore murmuraba con placidez. En la superficie del agua, cerca de los noques, flotaban burbujas de un blanco sucio que se acumulaban en los lugares más serenos y de pronto escapaban a toda velocidad. El río se estrechaba un tanto a su paso por la curtiduría, pero aun así era lo bastante ancho para permitir la navegación de dos barcas mercantes juntas.
—¿Y qué haré yo ahora?
Ellen se inclinó hacia delante para recoger una piedra plana y la lanzó al río tomando impulso. Esta rebotó una vez sobre el agua con un leve chas y luego se hundió con un plop sordo. La verdad es que a Simon se le daba mejor. Él hacía botar las piedras como si fueran saltamontes.
—¡Está claro que aquí no te puedes quedar! Ve a ver a Aelfgiva, seguro que ella sabrá qué aconsejarte. —Se limpió con la manga las velas que le colgaban de la nariz.
—¡Simooon! —oyeron gritar a su madre—. Simon, ven a ayudar a tu padre a enjuagar unas pieles.
La voz afable y cálida de la mujer no iba en consonancia con su flaca figura. El vestido basto y sucio de la esposa del curtidor, hecho de un lino color arena, colgaba igual que un saco. Tenía el rostro lívido. A Ellen le daban asco sus manos nudosas y sus uñas, muy gruesas y teñidas de amarillo a causa de los curtientes. Lo peor, con todo, era el olor a orín y corteza de roble que desprendía.
—¡Huy, pero si estás empapado, hijo!
La mujer del curtidor le acarició el pelo con cariño a su primogénito.
Ellen no podía ni ver a la madre de Simon. Era completamente distinta de Leofrun, quería muchísimo a sus hijos y se habría dejado descuartizar por cualquiera de ellos. Sin embargo, la niña opinaba que no le habría hecho mal darse un baño. Leofrun se lavaba todos los días y se ponía tras las orejas unas gotas de aceite de lavanda, igual que hacían las mujeres y las hijas de los mercaderes de Ipswich. Aunque, como se dijo con rabia, por dentro hedía de una forma más espantosa que la curtidora, y jamás podría lavar sus pecados.
—Anda, Simon, ve a ayudar a tu padre. Vosotros dos ya os veréis mañana.
Ellen miró fijamente el suelo hasta que le ardieron los ojos. «¿Quién sabe qué sucederá mañana?», pensó con desaliento.
—Que te vaya bien —le susurró su amigo, y le robó un raudo beso en la mejilla.
Después se levantó con obediencia y corrió tras su madre con los hombros caídos. Aún se volvió una vez más y le dedicó a Ellen un triste ademán.
La chiquilla oyó un crujido entre la maleza y miró en derredor con espanto. No había nadie. Simon tenía razón: sir Miles y Leofrun no podían encontrarla; tenía que ir a ver a Aelfgiva. Si alguien sabía qué aconsejarle, sería ella. De súbito Ellen sintió apremio y echó a correr por el bosque tan deprisa que sus pies casi no tocaban el suelo; para variar, apenas notaba las puntas de las piedras bajo las delgadas suelas de piel de sus zapatos. Ni siquiera reparó en esas flores de un amarillo suave que tanto le gustaban y que se escondían en muchos rincones del soto bosque. De Leofrun no podía esperar ningún tipo de compasión. ¡Aelfgiva tenía que socorrerla! No tardó mucho en llegar al pequeño claro en el que se alzaba la cabaña de la partera, y allí se detuvo sin aliento.
En los rayos de sol que caían a través de la cubierta de hojas verdes danzaban finas motas de polvo que brillaban como el oro.
Aelfgiva estaba inclinada sobre unas caléndulas e iba recogiendo las flores de un amarillo anaranjado para preparar con ellas ungüentos y tinturas. Su melena cana, que siempre llevaba recogida con un moño en la nuca, relucía como la nieve entre la hierba. Al ver que Ellen se acercaba corriendo, la anciana se llevó una mano a los riñones e hizo fuerza para enderezarse con más facilidad.
—¡Ellenweore! —exclamó con alegría.
Su rostro se llenaba de pequeñas arrugas cuando reía, y los ojitos astutos y bondadosos le brillaban.
La niña se quedó paralizada ante ella; las lágrimas le cerraban la garganta.
—Pero chiquilla, ¿qué sucede? ¡Parece que acabes de encontrarte con el diablo en persona! —Aelfgiva extendió los brazos y estrechó a la llorosa niña con compasión—. Vamos adentro. Aún me queda algo de sopa de col; nos la calentaré un poco y luego me explicas esa pena tan grande que tienes para que tu alma pueda recobrar la tranquilidad.
Aelfgiva recogió su cesto y tiró de Ellen tras de sí llevándola de la mano.
—¡Se ha revolcado en la paja con sir Miles, ese fanfarrón asqueroso! —En la voz de Ellen se reflejaban el odio y la desesperación—. ¡Lo he visto con mis propios ojos!
Se le demudó el rostro con una mueca de repugnancia, primero entre sollozos, pero cada vez con más ira por lo que había presenciado.
Una vez se hubo calmado, Aelfgiva se levantó, se acercó a la chimenea y escarbó con nerviosismo entre las cenizas. Después volvió a sentarse mientras se toqueteaba el escote y se pellizcaba las arrugas del cuello.
—Tu madre debía de tener más o menos la misma edad que tú ahora. Ay, Señor, perdóname, sé que le prometí que no se lo explicaría a nadie. —Alzó la mirada al cielo y se santiguó. Ellen la miró con curiosidad—. Estaba prometida a un acomodado comerciante de jabones, pero entonces conoció a un joven normando y se enamoró de él. —La anciana respiró hondo, como si le costara hablar—. Tu pobre madre no sabía en aquel entonces nada de las consecuencias del amor y enseguida quedó encinta. Tu abuelo se puso hecho una furia al enterarse. El joven normando era de alta cuna, lo cual zanjaba la cuestión de un posible matrimonio, pero también hubo que anular el compromiso con el comerciante de jabones. El novio, enojado, amenazó incluso con llevar a Leofrun a la picota si no desaparecía de la ciudad. —Aelfgiva tomó a Ellen de las manos y la miró muy fijamente—. Los castigos para las mujeres que tienen un hijo sin estar casadas son muy duros. Les afeitan la cabeza y las azotan. Algunas no sobreviven al dolor y la deshonra, y mueren en la picota. Hay otras, empero, que sobreviven, pero no pueden llevar ya una vida honrada, y por eso muchas cometen después el peor de todos los pecados y ponen fin ellas mismas a su mísera existencia. Tu abuelo tenía que salvar su reputación y la vida de su única hija, de modo que la casó con Osmond contra su voluntad y la mandó lejos de Ipswich antes de que nadie notara su deshonra. —Los rasgos atribulados de Aelfgiva adoptaron una mayor suavidad al seguir hablando—: Osmond se enamoró al instante de tu madre, que era muy guapa.
—Entonces, tuvo mucha suerte de que mi padre la aceptara. ¡Sin él, seguramente estaría muerta!
—Pagó muy cara su ignorancia y, en lugar de acabar con un acaudalado comerciante y una vida de acomodo, tuvo que conformarse con un sencillo artesano. Detesta la vida sucia y humilde que tiene que llevar ahora, por eso está llena de ira —intentó explicar la partera.
—¿Y qué fue del niño? —preguntó Ellen con curiosidad. Aelfgiva le acarició los rizos alborotados.
—¡Ay, cariño! ¡Eres tú! ¿Por qué crees que te trata siempre así? Para ella, tú eres la culpable de todas sus desgracias.
Ellen miró atónita a Aelfgiva.
—Pero entonces no soy… y Osmond no es mi… —tartamudeó sin atreverse apenas a acabar de formular esa idea. ¡No, no podía ser cierto!—. Osmond es mi padre. Me ha criado. ¡Pero si el amor por la forja me viene de él! —Dio una fuerte patada en el suelo.
—Aunque no fueras hija suya, desde el primer momento tú significaste todo para él. —La anciana la miró con nostalgia—. Tu cabecita parecía tan pequeña entre sus fuertes manos… —Sonrió. Entonces volvió al presente—. Comoquiera que sea, no puedes regresar a casa. Seguro que sir Miles habrá enviado ya a por ti a sus hombres. Tienes que marcharte enseguida.
—¡Pero es que no quiero irme!
Aelfgiva la acogió entre sus brazos y la balanceó como si fuera una niña pequeña.
—Y pensar que también a ti he de perderte… —masculló sacudiendo la cabeza.
Después se puso en pie y se acercó con determinación a dos arcas que había dispuestas una sobre la otra en el rincón más oculto de la sala. Empezó a rebuscar con apremio en la de encima, aunque no encontró nada hasta que abrió la de abajo.
—¡Ah, aquí estaba!
La anciana sostuvo en alto un fardo cuidadosamente atado. Lo dejó en la mesa, deshizo los nudos y lo desdobló. La camisa y los calzones estaban un poco amarillentos. El jubón de lana, de un marrón oscuro, y el par de medias de color tierra estaban como nuevos.
—Casi no se puso estas ropas. Acababa de hacérselas cuando… —se interrumpió.
—¿Son de Adam?
Aelfgiva asintió.
—Sabía que algún día le serían de provecho a alguien. Acababa de cumplir trece años por aquel entonces.
La mujer se volvió de espaldas. Ellen supuso que intentaba ocultar sus lágrimas.
El año anterior al nacimiento de Ellen, la población de Orford se había visto diezmada por unas fiebres muy altas y fuertes diarreas. Casi todas las familias habían sufrido alguna baja, e incluso Aelfgiva, pese a conocer bien las hierbas, había perdido a su marido y a su único hijo.
—¿Sabes qué? Tengo una idea… —Aelfgiva sacó unas tijeras—. ¿No has dicho muchas veces que los muchachos lo tienen más fácil?
Ellen asintió con timidez.
—Bueno, ¡pues ahora serás uno!
La idea tenía cierto atractivo, pero… Ellen miró a la vieja con incredulidad.
—¿Cómo va a ser eso?
—Bueno, está claro que no podemos hacer de ti un auténtico mancebo, pero si te cortamos el pelo y te pones la ropa de Adam, todo el mundo te tomará por un chiquillo.
Aquello pareció convencerla. Aelfgiva cortó la larga trenza de Ellen y le dejó el pelo muy corto, casi hasta la altura de las orejas.
—Y en cuanto al color… —masculló.
Lo pensó un momento y luego sacó un líquido oscuro y de olor acre. Lo extraía de la corteza del nogal y se utilizaba para teñir ropa. La tintura le oscureció mucho el pelo, pero también le abrasó el cuero cabelludo y dejó unas manchas que parecían de sangre en su bata infantil.
—Cámbiate ya, no me siento muy cómoda pensando que todavía no te has ido —la apremió Aelfgiva.
A Ellen le pareció extraño vestir la ropa de Adam. Fue como meterse en la piel de otra persona. Todas las prendas le venían un poco grandes, lo cual tenía la ventaja de que aún podría usadas durante una buena temporada.
Aelfgiva cogió la bata de Ellen y le sonrió.
—¡Creo que acabo de tener una buena idea! Esta tarde dejaré tus cosas cerca de la ciénaga. Las rasgaré y las embadurnaré con la sangre de algún pájaro, o de una pequeña marta, ya veremos lo que pesco por ahí. Cuando los hombres de sir Miles encuentren la ropa, pensarán que te ha devorado un espíritu de la ciénaga y dejarán de buscarte.
La niña se estremeció al pensar en las historias que se explicaban sobre aquellos monstruos y palideció.
Aelfgiva le acarició la mejilla para tranquilizarla.
—No temas, todo saldrá bien. —La anciana contempló a Ellen, se acercó al hogar, cogió un poco de ceniza de los bordes y le embadurnó de suciedad la frente y las mejillas—. Así está mejor. Con un poco de tierra en el pelo, nadie te reconocerá. Me apuesto cualquier cosa. De todas formas, no te dejes ver cerca de la herrería.
Cogió a Ellen de los hombros, le hizo dar una vuelta y asintió, satisfecha.
—¿De verdad crees que enviará a alguien a buscarme?
—El lord canciller es un hombre de la Iglesia, jamás permitiría que uno de sus servidores ronde a mujeres casadas. Sir Miles lo intentará todo para que su señor no se entere de nada. —Aelfgiva alzó la mirada y remató su explicación con un movimiento del pulgar, que segó su cuello con la uña—. No tienes que darte a conocer ante absolutamente nadie, ¿me oyes? —Había reunido unas cuantas cosas útiles y las había atado en su mejor pañuelo. Se lo puso a Ellen en las manos y la empujó hacia la puerta—. Y ahora será mejor que te vayas; conmigo no estás a salvo.
La niña corrió por el bosque en dirección al camino principal, tal como le había aconsejado Aelfgiva, y pronto estuvo más lejos de Orford que nunca. El sol empezó a ponerse y sumergió todo el bosque en una luz tenue, entre rojiza y amarillenta. Ellen satisfizo sus necesidades detrás de un gran arbusto y se lavó las manos, la cara y el cuello en un pequeño arroyo, siempre con cuidado de coger agua sólo de los lugares claros. El agua oscura, sobre la que caían las sombras —según le había explicado Aelfgiva una vez—, podía estar poseída por demonios y ser peligrosa. Abrió el fardo que le había preparado la anciana. La buena mujer había pensado en todo, la verdad, y había anudado en su pañuelo de lana un trozo de queso de cabra hecho por ella misma, un poco de tocino, tres cebollas, una manzana y media hogaza de pan. Ellen cerró los ojos y olió el suave tejido. Estaba impregnado de aromas de humo y hierbas, igual que la partera. Tragó saliva. ¿Cuándo volvería a verla?
Lenta y comedidamente fue dando cuenta de su valiosa cena. Si era lo bastante precavida, tendría comida para dos días. Sólo Dios sabía qué vendría después. De todas formas, hasta ese momento el Señor no había escuchado sus oraciones ni una sola vez, y sus santos tampoco habían resultado ser muy cumplidores.
Cuando Leofrun y Aedith viajaron a Ipswich a ver a su abuelo, Ellen había rezado a san Cristóbal, patrón de los viajeros, para rogarle que posara su mano protectora sobre personas mejores que ellas dos. Pero de nada había servido; ambas habían regresado sanas y salvas. ¿La protegería también a ella? Se arrodilló y se puso a rezar, aunque no encontró en ello ningún consuelo. Tenía por delante la primera noche sola a la intemperie; habría que buscar algún refugio.
Con el sol desaparecieron también las mariposas y las abejas. Sólo los mosquitos perseveraron, e incluso se hicieron más numerosos y molestos. Los árboles parecían crecer en aquella oscuridad cada vez más penetrante, se alzaban sombríos y tenebrosos. En el cielo se arremolinaban gruesas nubes. Ellen miró en derredor con preocupación y descubrió, no muy lejos, una cornisa de piedra que sobresalía de la roca. Allí podría esconderse bien. Ladrones, bandidos y proscritos, pero también duendes y elfos cometían sus excesos en los bosques y raptaban o mataban a los viajeros dormidos. Además, había que pensar en los osos y los jabalíes.
Sintiéndose pequeña y desamparada se tumbó bajo el saliente de piedra, llorosa, colocó el fardo bajo su cabeza y aguzó el oído. Todos los ruidos que llegaban desde la oscuridad del bosque le daban miedo. El aire era denso y sofocante; se preparaba una tormenta de calor. Un rayo resplandeciente atravesó la oscura noche y la hizo brillar por un momento como si fuera de día. Después siguió el estallido de un trueno. Cuando rompió a llover, la temperatura bajó un poco y el suelo del bosque empezó a oler a hierba y tierra mojada.
Ellen se apretó contra la reconfortante pared de roca, cerró los ojos con fuerza y escuchó el repiqueteo de la lluvia al caer hasta que se quedó dormida.
En mitad de la noche, de pronto, oyó voces y abrió los ojos. Todo estaba negro como boca de lobo. Primero fueron sólo unos tenues susurros, después algo semejante a una risa. Apenas se atrevía a respirar y permaneció tumbada, inmóvil.
—No vale nada. ¡Mátala! Es la única culpable de todas mis desdichas —oyó que siseaba una voz parecida a la de Leofrun—. Además es fea y tonta —dijo una segunda voz.
Ellen estaba muerta de miedo.
—Deberíamos hacerla pedazos y dársela de comer a las bestias. Nadie la echará en falta.
—¡Sácala de ahí! —dijo la primera voz.
Ellen se debatió desesperadamente y se golpeó una muñeca contra la roca.
El dolor hizo que despertara sobresaltada. A su alrededor reinaban la oscuridad y silencio. Sólo se oía la llamada de un mochuelo.
—¿Hay alguien ahí? —exclamó con voz trémula—. ¿Madre? ¿Aedith?
No obtuvo respuesta. Tardó un rato en tranquilizarse y comprender que sólo había sido un mal sueño.
Entrada la mañana del día siguiente, encontró por el camino a un grupo de personas de aspecto afable. Su cabecilla, un hombre fuerte con una barba rubia y revuelta, viajaba acompañado por dos jóvenes, su mujer y sus tres hijos. Ellen preguntó con suma cortesía si podía unirse a ellos durante parte del trayecto, y la gruesa mujer asintió con condescendencia. En su rostro redondo ya se veían perlas de sudor pese al frescor de la mañana.
Después de varios indicios inequívocos y de varios kilómetros de camino compartido, Ellen comprendió que la mujer estaba en estado de buena esperanza, y se puso roja de vergüenza por haber sido tan lenta de entendederas.
Los demás se morían de risa.
—No te lo tomes a mal, muchacho. Todavía no tienes experiencia con las mujeres, pero ya te llegará y, como quiera que sea, cuando una se ponga así de redonda, será ya demasiado tarde para cualquier precaución —comentó el marido con una risa sarcástica y un guiño, y le dio una palmada en el hombro con una sonora carcajada.
¡Había dicho «muchacho»! ¡Ellen había olvidado que iba disfrazada!
Los hombres explicaron que eran carpinteros de obra y que iban de camino a Framlingham, donde el Señor había querido que se erigiera un nuevo castillo.
—¿Necesitarán allí a un ayudante de herrero?
—Claro, ¿por qué no? ¿Tienes conocimientos de forja? —El carpintero miró a Ellen con curiosidad.
—Mi padre… Mmm, sí, he trabajado en una herrería.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.
—Ellen —repuso ella sin pensar, y un instante después se quedó paralizada de miedo.
¡Había vuelto a olvidar que se suponía que era un chico! Se quedó parada, plantada en el suelo, deseando que se la tragara la tierra. ¡Ni siquiera había pensado en buscarse un nombre adecuado!
La mujer del carpintero iba justo detrás y tropezó con ella.
—Chiquillo, ve con más cuidado. ¡No puedes parar de esa manera! —rezongó de mala gana.
El carpintero se volvió, se acercó a ella riendo y le tendió una mano.
—Encantado de conocerte, Alan. Estos son mis hermanos pequeños, Oswin y Albert. Yo soy Curt, y esta bruta oronda es mi queridísima mujer, Bertha. —Rio con ganas.
Bertha masculló una maldición incomprensible, pero luego esbozó una sonrisa.
Ellen sintió un grandísimo alivio. ¡El carpintero había entendido «Alan»!
—¿A ti qué te parece, Bertha, cielo? ¿Nos quedamos con el chaval?
Berta escudriñó a Ellen con una mirada penetrante.
—No estoy muy segura. A lo mejor es un delincuente, un ladrón o puede que un asesino.
Con los ojos muy abiertos por el susto, Ellen negó con la cabeza.
—¡Déjalo tranquilo, Bertha, cielo! El muchacho no le haría daño a una mosca, créeme, se le ve. Si quieres, puedes venir con nosotros a Framlingham, Alan. Voy a pedirle trabajo al maestro constructor; acaso también haya algo para ti.
—Os lo agradezco, maese Curt —repuso Ellen con cortesía—. Señora.
Asintió en dirección a Bertha con la esperanza de conseguir así su clemencia y, con una oración silenciosa, dio gracias al Señor por no tener que pasar sola ni una noche más.
Framlingham bullía de actividad. Picapedreros y constructores de andamios, ayudantes, mujeres, niños, aves de corral y animales de bellota corrían por entre los carruajes y las cabañas de los trabajadores. Ellen se quedó asombrada ante el estruendo ensordecedor del picar de la piedra y los demás oficios.
Mientras Curt iba a ver al maestro constructor, los demás se sentaron en un prado a descansar un rato.
—¡Con gusto contratarán a buenos carpinteros como nosotros! —exclamó Curt, aún desde lejos, al regresar—. Mis hermanos recibirán cuatro peniques cada jornada; yo, seis. También dan una comida caliente a mediodía. El maestro constructor, además, es amigo de Albert de Colchester. Cuando se ha enterado de que habíamos trabajado para él, me ha adjudicado un cobertizo al este de la obra para que podamos alojarnos. Se trabaja como en todas partes, desde que el sol sale hasta que se pone, salvo los festivos y el día del Señor. Si dejamos contento al maestro constructor, tendremos trabajo al menos para tres años, tal vez más.
Bertha sonrió, resplandeciente.
—¿Tres años? Eres el mejor marido que pueda desear una mujer. ¡Ven aquí y déjame que te dé un beso! —y se acarició con regocijo el vientre abultado.
—¡Bueno, pues venga aquí ese arrumaco!
Curt se acercó a su mujer y dejó que le plantara un largo beso en los labios.
Ellen recordó lo que había visto en la choza y se sonrojó. Los hermanos de Curt percibieron su rubor y le dieron unos codazos sin dejar de sonreír.
—¡Ah, sí, Alan! —Curt se mesó la rubia barba como si quisiera limpiarse el beso de Bertha—. También he hablado con el herrero. Tienes que ir a verlo enseguida, quiere ver si sirves para algo.
—¡Vaya, gracias, Curt!
Ellen se alegró de no tener que estar sentada por ahí sin hacer nada; se puso en pie de un salto y echó a correr.
—¡Lo encontrarás justo tras la puerta de la ciudad, a la derecha, junto a la muralla! —gritó el carpintero.
El entusiasmo de Ellen se vino abajo al ver al herrero, un hombre de aspecto gruñón y con unas manos como tapas de barril. Estaba segura de que al ver su cuerpecillo esmirriado se echaría a reír. Hubiera preferido dar media vuelta en aquel mismo instante, pero el hombre ya la había visto y le indicó que se acercara.
—Tú eres el muchacho de quien me ha hablado el carpintero, ¿verdad? —De su cabeza sobresalían unas greñas rubias, sucias y despeinadas, y cuando se rascó el mentón, la niña vio que le faltaba la punta del dedo corazón de la mano izquierda—. ¿Has trabajado alguna vez en una herrería?
—Sí, maestro. —No se atrevió a ser más concreta.
—¿Golpeando piezas?
—No, maestro, sólo como tenacero. Aún no soy lo bastante fuerte para golpear con el macho.
Ellen estaba segura de que su sinceridad había acabado con sus posibilidades de trabajar para él, pero el herrero se limitó a asentir.
Cogió una barra de hierro y la metió en la fragua.
—Está claro que no eres muy fuerte, ya lo veo. Pero con un poco de trabajo eso puede cambiar. Seguro que aún tienes que crecer. ¿Cuántos años tienes?
—Doce, creo —respondió ella a media voz.
—Buena edad para aprender —dijo el herrero—. Quiero ver lo que sabes hacer. Cuando el hierro alcance la temperatura adecuada, sácalo de ahí y fórjame una punta de cuatro filos. —Señaló en dirección a la fragua—. Por cierto, me llamo Llewyn, pero también me llaman El Irlandés.
Se enjugó con la manga las gotas de sudor que le caían desde las sienes hasta las mejillas.
—Yo me llamo Alan. —Y, tras un breve silencio, añadió con curiosidad—: Pensaba que los irlandeses también eran pelirrojos como yo.
Llewyn le ofreció una amplia sonrisa y Ellen descubrió que tenía un aspecto muy simpático cuando no adoptaba esa expresión tan gruñona.
—No estoy acostumbrado a trabajar a la luz —masculló como disculpa la muchacha cuando las chispas del fuego indicaron que el hierro se había calentado demasiado.
Sacó la barra de la fragua y la dejó sobre el yunque. Osmond se ponía hecho una furia cuando doblaba una punta hacia uno u otro lado, por eso había practicado muchísimo, hasta hacerla siempre bien. Para forjar una punta normal de cuatro filos había que mover la barra un cuarto de circunferencia entre golpes, primero hacia delante y luego otra vez hacia atrás, y así se conseguía, en primer lugar, la simetría. Cuando el hierro se hubo enfriado, volvió a meterlo en el fuego.
—Se ve que lo has hecho más de una vez —afirmó el herrero, satisfecho—. Espero que sepas trabajar duro, pues harás algo más que limpiar las herramientas y atender el fuelle. Aprenderás a dejarte la piel en algo de provecho, pero por ello te pagaré un penique y medio al día, aunque tendrás que buscarte tú mismo dónde dormir.
Ellen se marchó de allí henchida de alegría. Poco después acordó con Bertha disponer de cena y un lugar en el cobertizo a cambio de un poco de ayuda y medio penique al día. ¡Qué sencillo era apañárselas siendo un muchacho! Ellen recordó a Osmond con nostalgia. ¡Seguro que se habría sentido orgulloso de ella!
Durante las primeras semanas, la niña soportó el dolor más grande que jamás había sentido en los músculos. A veces los hombros le dolían tanto que apenas podía sostener el martillo pero, obstinada, intentaba que no se notara y aguantaba con valentía. Llewyn parecía tomarla por un muchacho esmirriado que lo único que necesitaba era trabajar duro para hacerse más recio, de modo que no la mimaba precisamente. Los primeros meses acabó con las manos llenas de ampollas que, a causa del roce con el mango de madera, no hacían más que reventar y sangrar de continuo. A veces le caían lágrimas del dolor, pero Llewyn fingía no darse cuenta. Por las noches salía de la herrería destrozada, con una honda sensación de desaliento, desesperanza y un miedo constante a no conseguir soportar el día siguiente. A menudo el agotamiento era tal que no lograba tragar ni un bocado, se arrastraba hasta su saca de paja y caía llorosa en un sueño negro y sin ensoñaciones.
Cuando llegó octubre y el fuerte viento empezó a hacer caer las coloridas hojas de los árboles, Bertha trajo un niño al mundo.
A Ellen le pareció flacucho y feo, pero Bertha y Curt estaban encantados de haber sido bendecidos con un segundo varón.
—Los hijos son la riqueza del hombre sencillo, —le gustaba decir al carpintero.
Ellen le daba la razón y envidiaba al niño por su afortunado nacimiento. Ella era una muchacha, y lo seguiría siendo.
Nunca le cambiaría la voz y tampoco le saldría una sombra de barba en el rostro. Así pues, se cuidaba muy mucho de levantar sospechas con comportamientos femeninos y aprovechaba todo el tiempo que pasaba con los carpinteros para hacer suyos los gestos y las expresiones más masculinos. Lo cierto es que a veces incluso le divertía tomarles el pelo a los demás, hasta aquel domingo de noviembre en que casi la descubren…
Thomas, el hijo del maestro constructor, y sus amigos habían encontrado entre la hojarasca otoñal unas enormes arañas marrones y estaban jugando a ponérselas en los brazos, e incluso en la cara, como prueba de valentía. Les divertía que las chiquillas, fascinadas por su valor, se los quedaran mirando fijamente y al instante se volvieran con agudos grititos, pues los peludos animalejos les parecían repugnantes.
—Toma, aquí tienes una —dijo Thomas con displicencia, y puso en la mano de Ellen uno de esos monstruos de ocho patas.
La niña sintió tal asco que lanzó la araña bien lejos. Cuando los muchachos empezaron a desternillarse de risa y a burlarse de ella, Ellen vio claro que tenía que pensar algo, y enseguida. Alzó la nariz y se arrancó una flema con todo el escándalo que pudo para escupirla con tino. Había practicado muchas veces, de manera que se sentía lo bastante segura de su habilidad para hacer aterrizar el gargajo de lleno sobre la araña.
—¡Acerté! —Con una resplandeciente expresión de triunfo, alzó en alto el puño derecho y se hizo aclamar convenientemente por su puntería—. ¡Toma, criatura del demonio! —añadió aún con desdén, pues los improperios eran también una cosa muy masculina.
Después de haber salido bien parada de ese asunto, sin embargo, se anduvo con muchísimo cuidado para comportarse siempre como un muchacho: maldecía a menudo, comía con la boca abierta y soltaba fuertes eructos cuando bebía cerveza. Caminaba con las piernas muy separadas y se tiraba de los pantalones al andar, como hacían siempre los hombres. Sólo se abstenía de participar cuando los muchachos iban a orinar y organizaban competiciones, aunque le habría encantado hacerlo. ¿Por qué no había querido el Señor que viniera al mundo siendo varón?
Tras un otoño muy húmedo y tempestuoso llegó un invierno temprano y gélido que paralizó en gran parte los trabajos de construcción. No obstante, los herreros siguieron forjando, y al aire libre, porque los costes de la obra ya habían superado en mucho los cálculos iniciales y no se habían podido construir los prometidos talleres de piedra. Para no congelarse, habían protegido con tablones de madera como habían podido los costados de su recinto, pero el frío seguía entrando por la parte delantera, que estaba abierta. Para que la madera no prendiera a causa de las chispas que salían volando, Ellen rociaba todos los días las paredes con agua, que las bajas temperaturas congelaban en bonitas formas florales, y que le enrojecía y le agrietaba las manos. Temblaba de frío mientras trabajaba, e incluso Llewyn, a quien el clima no parecía afectarle tanto, pateaba incesantemente con los pies en el suelo. La fragua sólo caldeaba la barriga y el rostro del que se colocaba justo delante, pero siempre tenían los pies fríos y enseguida se les entumecían tanto que apenas sentían los dedos. Si no estaban en constante movimiento, corrían peligro de que se les congelara un dedo del pie. Sólo cuando el frío arreciaba de verdad dejaban de forjar, apagaban la fragua y se iban al Chivo Rojo, la única posada de todo Framlingham que ofrecía cerveza bebible y comida decente a un precio sensato. Mientras pasaban allí toda la tarde, a veces en silencio, Ellen pensaba en su casa. Cada día añoraba más a Osmond, Mildred y Kenny, y naturalmente también a Simon y Aelfgiva. Incluso la ira que sentía hacia Leofrun se había aplacado un tanto, y casi echaba de menos a Aedith también. Hablar con Llewyn sobre la añoranza que sentía habría tenido poco sentido. Él no tenía mujer ni hijos, y tampoco era amigo de muchas palabras. Sólo se dirigía a ella en el trabajo, aunque entonces se pasaba de la raya, para el gusto de Ellen. Con sus explicaciones siempre repetitivas sobre todos los procesos acababa por exasperada, pues ella era capaz de aprender un procedimiento sólo con haberlo contemplado una vez y repetido más adelante ella sola. No importaba cuántos pasos conllevara ni lo complicado que fuera cada uno de ellos; todo tenía un sentido, y eso le bastaba como explicación en sí misma. Lo que necesitaba no eran clases teóricas, ¡sino práctica y experiencia propia!
Cuando los primeros lirios de los valles se estiraron hacia el sol de la primavera, cuando todos tuvieron de nuevo las manos ocupadas y los días volvieron a ser más agradables, de pronto faltó más de medio chelín del bote de barro de Ellen. La muchacha ahorraba con gran disciplina y casi cada día se alegraba al ver cómo crecía la cantidad de monedas que guardaba, pero de repente el corazón empezó a latirle con fuerza. ¿Se habría equivocado al contar? Empezó otra vez desde el principio, pero obtuvo el mismo resultado: faltaban siete peniques y medio. El dinero sólo podía habérselo robado alguien de la familia de carpinteros, puesto que Bertha se encargaba de que el cobertizo no quedara nunca sin vigilancia para que ningún ladrón pudiera colarse dentro. Con lágrimas en los ojos, Ellen volvió a meter en el bote las monedas que le quedaban y, desilusionada, lo escondió bajo la saca de paja que le hacía las veces de cama.
Pasaron unos días sin que sucediera nada, y la muchacha ya estaba a punto de dejarlo correr cuando vio a alguien acercarse a los jergones. Era Jane, la hija mayor de Curt.
Ellen arremetió contra ella:
—¡Ladrona miserable!
La niña se echó a gritar como si la estuvieran matando, y Bertha, que limpiaba verduras frente a la puerta, entró corriendo.
—¡Ha sido Alan quien ha robado, acabo de verlo! —exclamó Jane con una voz aguda y el bote de Ellen en la mano—. Mira cuántas monedas tiene. ¿Cómo puede haber ahorrado tanto? —La voz de Jane sonaba casi crispada—. Lo habéis acogido como a un hijo y ¿cómo os lo agradece? ¡Robándoos! —Jane miró a Ellen con ojos furibundos y sacó varios peniques del bote antes de bajar con habilidad la escalera hasta el piso de abajo, donde le alcanzó a su madre las monedas—. ¡Toma, madre, tu dinero!
—¡Esto traerá consecuencias, jovencito! —increpó Bertha con un tono amenazante, e hizo desaparecer el dinero en su mandil—. Curt decidirá esta noche qué hacer contigo. Si de mí dependiera, la cosa llegaría ante el juez. Según he oído, lord Bigod tiene especial inquina por los ladrones y los castiga con dureza.
Bertha se volvió llena de furia y regresó a su trabajo. Jane sonrió con triunfalismo, corriendo tras su madre.
Ellen se quedó allí de pie, como paralizada. ¡Jane no sólo debía de haberle robado a ella, sino también a sus propios padres!
—¡Al diablo! —siseó, y dio una patada furiosa contra una bala de paja.
Se puso a sudar y empezaron a caerle lágrimas de los ojos. Si la enviaban al calabozo, sólo sería cuestión de tiempo que descubrieran que no era un muchacho… y no se atrevía a imaginar siquiera qué sería entonces de ella. Tomó una decisión y echó a correr hacia la herrería todo lo deprisa que pudo.
—Me marcho de Framlingham —le dijo a Llewyn, sin aliento, en cuanto lo tuvo delante.
—Comprendo que te marches. A fin de cuentas, aquí ya no puedes aprender nada más de mí. —Llewyn estaba a todas luces decepcionado.
Ellen lo miró con espanto; ¡no había sido su intención herirlo!
—Nada tiene que ver contigo ni con la herrería. Es que… —Se interrumpió a media explicación, mirándose la punta de los pies.
—Déjalo, no tienes que explicarme nada. Eres un hombre libre. ¿Sabes ya adónde quieres ir? —preguntó el herrero sin mirada.
—A Ipswich, creo. —En realidad no tenía ni idea de adónde iría, pero eso no quería decirlo.
—Ipswich. —Llewyn asintió con satisfacción—. Eso está bien. ¿Qué quieres hacer allí?
—Forjar, ¿qué, si no? No sé hacer otra cosa.
—Tú puedes hacer mucho más que eso. Sólo conozco a una persona que tenga un talento tan notable para el hierro como tú. De él podrías aprender aún muchísimas cosas. Pregunta en Ipswich por maese Donovan; es el mejor forjador de espadas de Anglia Oriental. ¡Con él volverás a ser un completo principiante! —Llewyn permaneció un momento totalmente inmóvil; parecía perdido en sus recuerdos—. Era amigo de mi padre. Dile que te envío con mis mejores recomendaciones. Yo no fui lo bastante bueno… —masculló—, pero tú sí lo serás. —Y, en voz más alta, añadió—: ¡No dejes que te diga lo contrario!, ¿me oyes? Donovan es un viejo cascarrabias, pero debes hacer cuanto haga falta para que te acepte. ¡Prométemelo!
—Sí, maestro —dijo Ellen con voz compungida.
Como despedida, Llewyn le puso su martillo en la mano.
—A mí me lo dio mi maestro; guárdalo con reverencia —dijo con sequedad; luego se aclaró la garganta y le dio unas palmadas de ánimo en el hombro—. ¡Que te vaya bien, muchacho!
—Gracias, Llewyn —murmuró ella con voz ahogada.
Y no logró decir más.
Después entró a hurtadillas en el cobertizo, recogió su dinero y sus cosas y salió de Framlingham como un ladrón.
Ellen entró en Ipswich por la puerta norte de la ciudad y se detuvo un instante, indecisa. Precisamente aquella mañana, el resplandeciente sol primaveral de los últimos días empezaba a esconderse tras espesas nubes. Una gota de lluvia le cayó en la punta de la nariz y la hizo mirar al cielo con inquietud. Sólo se veía una minúscula mancha de azul. Estaba visto que no tardaría en ponerse a llover.
Al contrario que ella, la mayoría de los viajeros que acababan de entrar por la puerta norte parecían saber muy bien adónde dirigirse, y se apresuraban sin mirar en derredor. Ellen echó a andar hacia el sur con paso lento. Nadie la esperaba, de manera que tenía todo el tiempo del mundo para recorrer la ciudad con tranquilidad.
Se detuvo en el primer cruce y miró hacia todas partes. Al sur se divisaban mástiles de barcos; allí, pues, debía de quedar el puerto. A izquierda y derecha se extendía una calle repleta de casas apiñadas. Ellen se frotó la sien con el índice y miró alternativamente en ambas direcciones sin poder decidir cuál de los dos caminos tomar. Oprimida por la duda, se sentó en un pequeño muro, dejó colgar las piernas y se bebió el último trago de agua que quedaba en el odre. «Tengo que volver a llenarlo», pensó mientras percibía el cacareo exaltado de unas jóvenes. La curiosidad hizo que se volviera.
Las muchachas no estaban muy lejos y hablaban con gran agitación. Se reían en voz muy alta y se comportaban de una forma harto llamativa a fin de atraer las miradas de todo el que andaba cerca. Una joven entrada en carnes se pasó la mano por la larga melena oscura, reclamando atención. Reía con gran algarabía. A todas luces se veía que disfrutaba de la franca admiración de los hombres y de la envidia de sus amigas, que de pronto rieron con más fuerza y alboroto, para que se fijaran también en ellas.
—Ea, venid ya, ¿a qué estáis esperando? ¡Vayamos de una vez! —apremió con impaciencia una chica delgada y de manos rojas, que agarró del brazo a una de sus amigas y tiró de ella en dirección a la plaza.
—¿Acaso no puedes esperar ni un momento para ir a la feria anual? —La de la melena oscura torció la boca con malicia y le hizo un guiño a una de las otras—. ¡Le tiene echado el ojo al sacamuelas! —explicó, y le dio un codazo a la que estaba a su lado.
La más delgada se ruborizó y miró al suelo, avergonzada.
¡Había feria en Ipswich! ¡Por eso había encontrado incluso a músicos en el camino! El corazón de Ellen latió de alegría. Aedith le había explicado una vez cómo era una feria, y casi le había costado respirar de la emoción al contarle todo cuanto había que ver allí.
Una feria anual era un acontecimiento extraordinario. Sólo las ciudades de mayor relevancia podían permitírselo, puesto que, a fin de cuentas, tenía que organizarse con el beneplácito del rey, y el soberano hacía pagar cara la concesión de ese privilegio. Muchos mercaderes llegaban de remotos lugares para ofrecer especias, valiosos tejidos y aperos de toda clase. Sin embargo, las ferias anuales que se daban a conocer con suficiente antelación atraían también a predicadores, charlatanes, bufones y músicos que entretenían al público y se ganaban así el sustento.
Cuando las muchachas empezaron a moverse sin dejar de reír, Ellen se dejó caer del muro y las siguió con entusiasmo. Las calles estaban más concurridas cuanto más avanzaban, y la chiquilla se dio cuenta enseguida de que toda la gente parecía confluir en una misma dirección. Las callejas se iban estrechando y las casas parecían alzarse cada vez más cerca unas frente a otras. Las nubes, entretanto, se habían tragado también el último pedazo de azul, de modo que el cielo se desdibujaba y se confundía con los tejados; gris sobre gris. Aunque no era ni siquiera mediodía, parecía estar anocheciendo.
Ellen no había avanzado mucho cuando, de repente, empezaron a caer con fuerza unos enormes goterones que en pocos instantes convirtieron el suelo polvoriento de la calle en un viscoso barrizal. Como todos los demás, se acercó corriendo a las casas para conservar los pies secos al menos un rato. Sin embargo, la lluvia remitió igual de deprisa que había llegado. La tierra absorbió la humedad con avidez y, al cabo de poco, sólo un par de charcos recordaban el pequeño chaparrón. Incluso algún que otro rayo de sol logró abrirse paso hasta la estrecha calleja. También los cerdos, que durante la lluvia habían echado a correr, volvían a deambular entre la muchedumbre y surcaban la tierra húmeda gruñendo en busca de algo que comer.
Los zapatos de Ellen estaban casi secos y, para que así siguiera siendo, tuvo cuidado de que no la empujaran a ningún charco mientras avanzaba con el gentío.
En los escalones de la iglesia de Cornhill, emplazamiento del mercado de cereales, un mendigo le llamó la atención. Su vestimenta, aunque consistía en prendas sucias y ajadas, parecía haber vivido días mejores. Estaba allí sentado, desplomado, sin moverse. Toda su pierna derecha era una herida comida por los gusanos; sin duda debía de dolerle horrores. Mantenía el rostro oculto, probablemente a causa de la vergüenza por su existencia lamentable, y Ellen se preguntó qué debía de haber hecho aquel hombre para que Dios lo castigara así. Del todo impasibles ante esa imagen, avezados en la pobreza y en la suciedad, unos cuantos niños jugaban en el barro con palos y piedras a pocos pasos del mendigo. Tres chicas algo mayores, a buen seguro hermanas que tenían que cuidar de los pequeños, aguardaban susurrando en una esquina. Estaban tan absortas en sus cuchicheos que ni siquiera vieron a la atrevida rata que se acercaba a uno de los niños e intentaba morderlo. Dos chiquillos de unos diez años que estaban algo más allá empezaron a pelearse y a darse empellones.
Ellen se los quedó mirando, pues uno era igual que el otro. Había oído hablar de los gemelos, pero nunca había visto a ninguno. Se quedó un momento quieta contra la pared de una casa y se preguntó cómo sería tener una hermana que fuera idéntica a ella. Aquella idea le resultó reconfortante, aunque estaba claro que tampoco los gemelos coincidían siempre en todas sus opiniones. Los dos niños se peleaban cada vez con más ganas y empezaron a darse puñetazos, pero la muchedumbre empujó a Ellen y la alejó en dirección a la feria, de modo que los perdió de vista.
Cuanto más se acercaba a la plaza del mercado, más llenas estaban las calles. Ellen no hacía más que detenerse a cada paso. Al otro lado de la vía, a poca distancia por delante, un hombre le llamó la atención. No podía quitarle los ojos de encima. De pronto vio cómo le cortaba el monedero del cinto a un viajero bien vestido sin que este se diera cuenta. Ellen tomó aire. La víctima aún no había comprendido qué había sucedido cuando el ladrón puso pies en polvorosa y corrió directo hacia ella. Al verlo pasar por su lado como una exhalación reparó en que no era un hombre, sino un muchacho apenas mayor que ella y sólo un poco más alto. El pelo fino y sucio se le pegaba en la frente, llena de espinillas, y su mirada fría pasó por encima de Ellen sin verla.
La muchacha sintió un escalofrío en la espalda. Estaba indignada por lo que había visto, pero cuando el chico pasó tan cerca sintió ante todo aversión, y miedo de que pudiera robarle el dinero a ella también. Enseguida se llevó una mano a la barriga. Su temor era infundado; la escarcela seguía colgando en su sitio, bajo la camisa. Cuando miró en derredor, ya no vio al ladrón por ningún lado.
—¡Pastelitos frescos de pescado! —exclamó una chica de grandes ojos adornados por unas profundas ojeras.
Su voz llegaba sorprendentemente lejos, teniendo en cuenta que tenía un cuerpecillo frágil, casi enjuto, mal abrigado por un ajado vestido de lino gris oscuro. El aroma a eneldo y clavo con que estaban condimentados los pastelitos llegó hasta Ellen, que se abrió camino hasta la muchacha como pudo.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó, y señaló una de las apetitosas tartaletas que la chiquilla llevaba en una cesta colgada del brazo.
—Tres farthings.
Un farthing era un cuarto de penique. Tres farthings por un solo pastelito era un precio considerable.
Ellen decidió, con todo, deleitarse con una de esas tartaletas de tan delicioso aroma. Todavía no había comido nada y tenía un hambre de lobo. Con ruidos en el estómago no podía presentarse ante ningún herrero. Rescató su escarcela de debajo de la camisa y sacó las monedas necesarias. La muchacha agachó la mirada con pudor cuando Ellen le hizo un gesto pidiendo el pastelito. Después la miró, sonrió y se sonrojó. Dos profundos hoyuelos se le dibujaron en las mejillas. Escogió un pastelito dorado, más grande que los demás, y se lo dio con una encantadora caída de ojos.
—¡Tiene una pinta deliciosa! —agradeció Ellen con cortesía. La chica se ruborizó una vez más hasta las orejas.
Ellen sonrió con satisfacción, pues estaba claro que la había tomado por un muchacho bien parecido.
—Mmm. —Puso los ojos en blanco con fruición—. ¡Está riquísimo! —Se lamió los labios con avidez y la muchacha sonrió, contenta.
—Compro el pescado por la mañana, a la salida del sol, y los vendo recién hechos todos los días. —La chiquilla le ofreció otra sonrisa resplandeciente.
—¿No sabrás, por casualidad, dónde puedo encontrar a Donovan, el forjador? —preguntó Ellen, masticando aún.
La muchacha sacudió la cabeza con pesar.
Ellen se encogió de hombros.
—No pasa nada, ya daré con él.
Se disponía a marchar cuando un pequeño grupo de hombres armados se acercó a la vendedora.
—Eh, tú, pequeña, ¿cuánto pides por toda esa cesta de pastelitos? —exclamó uno de ellos a voz en grito.
La muchacha se encogió de hombros sin atreverse apenas a mirar en la dirección de la que procedía la pregunta.
Un caballero descomunal, ya mayor y con una profunda cicatriz en la mejilla izquierda, se acercó a ellas. Llevaba un jubón de cuero pespunteado, casi nuevo, y unas espuelas en las botas que resonaban a cada paso que daba. Por su acento, Ellen creyó distinguir que era normando. Sus acompañantes aguardaban algo más apartados, contemplando a las prostitutas que había en la siguiente esquina y que les dirigían gestos incitantes.
La vendedora de pastelitos miró a Ellen en busca de ayuda, y luego a su cesto.
Probablemente intentaba contar cuántos pasteles le quedaban para calcular lo que tendría que pagarle el caballero, pero estaba tardando una eternidad y Ellen empezó a temer que el normando se impacientara, de modo que apremió a la chiquilla:
—¡Date prisa! —siseó con los dientes apretados.
Ya debía de saber lo poco que podía tardar un caballero así en volverse peligroso si se encolerizaba.
Cuando el hombre se dio cuenta del dilema en que se encontraba la niña, le ofreció una tentadora moneda de plata.
—Creo que con esto deberías darte más que por bien pagada.
Ellen entornó la mirada y contempló la moneda que cambiaba de manos ante sus ojos: tenía una efigie grabada. Desconocía su valor, pero le pareció un pago generoso, de modo que volvió a apremiar a la chiquilla.
—¡Dale el cesto, venga!
El caballero sonrió de oreja a oreja.
—Es la primera vez que pago por recibir un cesto de una chica bonita —dijo, divertido, y se echó a reír—. De modo que haz el favor de ser amable y pon fin a mi suplicio —pidió con fingido pesar. Después profirió una estruendosa carcajada.
Rauda, como si de pronto al cesto le ardiera el asa, la vendedora le ofreció la mercancía.
—Espero que os gusten, milord. —La voz le temblaba de miedo.
—Bueno, eso espero yo también, pues si no están recién hechos y jugosos vendré a recuperar mi dinero y a ti te arrancaré la cabeza —amenazó el hombre de repente, mirándola a los ojos con dureza.
La risa había desaparecido de su rostro.
La muchacha abrió los ojos con espanto, y Ellen vio en ellos miedo en estado puro.
—Yo mismo he comido uno; aún caliente, de lo recién hechos que están y, además, deliciosamente condimentado, os lo aseguro, milord —se aventuró a decir Ellen, y se sorprendió a sí misma por su enérgica actuación.
—¡Demontre, jovencito, espero que en la boca no tengas sólo esa lengua impertinente, sino también un buen paladar!
El caballero alzó las cejas con aire burlón, volvió a reír con estruendo y le dio a Ellen una palmada amistosa en la espalda con tanta fuerza que por un momento esta no pudo respirar. Sacudiendo la cabeza y sin dejar de reír con ganas, regresó junto a sus acompañantes, les alcanzó el cesto y dijo algo en un idioma extranjero. Los hombres miraron en dirección a las niñas y se echaron a reír.
Cuando al fin se marcharon, Ellen respiró con alivio. La vendedora se había quedado de piedra.
—Tendré que comprar un cesto nuevo —tartamudeó en voz baja—. Si no, ¿cómo venderé mañana los pastelitos? —No parecía precisamente contenta, aunque eso es lo que habría cabido esperar después de tan buena venta—. Esos cestos no son baratos, espero que aún me quede dinero para gastar. Cuando a mi madre le parece muy poco, hace bailar a su gato de siete colas en mi espalda.
Ellen vio las lágrimas de los grandes ojos de la chiquilla y sintió pena por ella, aunque no sabía qué era un gato de siete colas. Comoquiera que fuese, parecía algo terrible, o eso le pareció. ¿Sería acaso peor que cuando Leofrun la azotaba con sus correas de cuero?
—Seguro que esa moneda vale mucho más que el cesto y los pastelitos —le dijo a la chiquilla para animarla—. Tu madre estará muy contenta contigo, ya lo verás.
—Has sido muy valiente al decir que los pastelitos están buenos. —Miró a Ellen a los ojos—. Y muy simpático. —Después alzó la cabeza con orgullo—. Si mañana vuelves por aquí, te regalaré uno. En agradecimiento.
La vendedora le sonrió y se despidió robándole un raudo beso en la mejilla antes de desaparecer corriendo.
Esta vez fue Ellen quien se puso colorada. Echó a andar despacio hasta llegar a la plaza del mercado, donde contempló a un malabarista y bufón que, con sus chanzas, hacía ruborizar a las muchachas pudorosas y reír con malicia al resto de los espectadores. Una y otra vez se inclinaba sonriente, agradeciendo el aplauso del público así como las monedas de cobre que le lanzaban.
No muy lejos de allí actuaban un tragafuegos y un tragasables: un hombre orondo, con el pecho desnudo y velludo y el cráneo pelado, que, ante las exclamaciones de asombro de los curiosos, se metía un largo puñal por la boca y lo hacía entrar hasta lo más hondo de sus fauces. La mirada de Ellen se había quedado fascinada por la función del prestidigitador cuando un grito estremecedor atrajo su atención hacia una reunión de gente.
Se abrió camino hasta allí. Un cirujano barbero y el sacamuelas del que habían hablado las muchachas de antes compartían un gran estrado de madera en la esquina más alejada de la plaza del mercado.
Como se podía ver por su estado destartalado, la tarima no se movía en todo el año de aquel lugar. Probablemente allí arriba también celebraban juicios, azotaban a adúlteras, ponían a criminales en la picota o cortaban manos de ladrones. Puede que en aquel estrado lleno de manchas oscuras se llevaran a cabo incluso ejecuciones. En aquel momento, sin embargo, estaba ocupado por dos grandes sillones para los enfermos.
El sacamuelas había dispuesto mordazas y tenazas de diferentes tamaños en una mesita, además de hierbas y tinturas para curar rápidamente las heridas. Ellen pensó en la chica de las manos rojas y se preguntó si de veras se habría encaprichado de ese viejo de aspecto huraño que estaba colocando el instrumental. Pero al ver que subía al estrado un joven apuesto y vestido con una capa marrón rojizo, comprendió enseguida que el viejo no era más que el ayudante del sacamuelas.
Al otro lado de la concurrencia, junto a la escalera, vio a la muchacha, absorta hasta los tuétanos en la contemplación del joven. Esperó que se le ocurriera alguna otra artimaña que hacerse extraer un diente para llamar su atención.
La puesta en escena del cirujano barbero incluía una mesa más grande que la del sacamuelas. A un lado del tablón había dispuesto hierbas, medicinas y paños para escarolas y vendajes; al otro, sierras para amputaciones, pinzas, escalpelos y agujas de diferentes tamaños. También había preparado un cubo de ascuas con un hierro al rojo vivo. Para que los enfermos no pudieran ponerse en pie de un respingo a causa del miedo o del dolor y escapar corriendo, tanto el barbero como el sacamuelas habían atado gruesas correas de cuero a sus sillas.
Hasta al más pintado se le perlaba la frente de sudor cuando había que arrancarle un diente o coserle una herida. Alrededor del estrado se apiñaban enfermos en cuyos rostros se veía tanto el miedo al dolor como la esperanza de curación.
También los curiosos acudían a la tribuna con la esperanza de poder ser testigos de la extirpación de algún miembro o alguna otra visión espantosa. La multitud no quitaba ojo a las maniobras de ambos hombres, comentaba sus gestos con repugnancia y asombro, y los gritos de los torturados, con vituperios. Para muchos, el espectáculo parecía ser una novedad muy bienvenida.
Ellen no fue capaz de quedarse a mirar más rato. El nauseabundo olor del pus y la podredumbre, la sangre y la carne quemada era demasiado para su estómago. Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas y su férrea voluntad para impedir que el pastelito saliera por donde había entrado.
Al otro lado de la plaza, apiñados unos contra otros, se encontraban los tenderetes de los vendedores, en cuyos tejados de telas de colores o piel se había acumulado el agua de la lluvia. Los mercaderes empujaban desde abajo con palos para hacer caer el agua. Labriegos, monjes e innumerables mercaderes habían llevado sus productos a la ciudad. Todo cuanto uno podía necesitar se encontraba en la feria: cazos de hierro o cobre de todos los tamaños y formas, toda clase de recipientes de barro, cestos, juguetes y enseres del hogar, cuero y todo lo que se podía fabricar con él, telas y cintas, ornamentos y variopintos útiles de cuerno, hueso, madera o metal.
En un rincón había dos monjes de hábitos desgastados que ofrecían cerveza de unos enormes barriles abombados. Aunque tenían aspecto de ser muy pobres, su brebaje debía de ser especialmente bueno, pues ante su carro se había formado una larga cola de gente que quería comprar y que llevaba consigo una o varias jarras de buen tamaño.
Un poco más allá se podía comprar volatería viva, huevos, harina, hierbas, carnes en salazón, tocino ahumado, fruta, verdura y otros alimentos.
Los puestos más extraordinarios, no obstante, los que estaban siempre rodeados de mirones, eran los de especias y frutos exóticos, tales como dátiles, granadas, pimienta, jengibre, anís estrellado, canela y mostaza. Ellen inspiró con deleite sus aromas embriagadores. Al cerrar los ojos imaginaba que estaba en otro mundo.
Los mercaderes gritaban a pleno pulmón anunciando sus mercancías. En los puestos de baratijas se apiñaban sobre todo mujeres y muchachas de todas las edades, que se empujaban y apartaban unas a otras únicamente para echar un vistazo a las cosas bonitas que se exponían allí, y tal vez intentar tocarlas. Aunque durante los últimos meses Ellen había asumido por completo las formas de un mancebo, en aquel momento se quedó como el resto de las mujeres, boquiabierta y con unos ojos como platos ante las cintas de colores para el pelo y demás bonitos adornos. Los colores brillantes, los extraños aromas de la feria y el variado surtido de productos a la venta la embriagaron como una jarra de cerveza fuerte.
—¡Largo de aquí, joven, que no dejas ver a las damas! —gritó con tosquedad un pálido mercader.
Y un instante después volvió a forzar la sonrisa y siguió elogiando sus cordeles, ribetes y cintas.
Acabó ahuyentando a Ellen de allí con una mirada de pocos amigos, y aquella maravillosa sensación de felicidad se esfumó de repente. «¿Qué es más importante, boba, llevar cintas de colores en el pelo o la forja?», se reprendió Ellen, y entonces se enfadó por haberse dejado cautivar por aquellos objetos, preciosos pero inútiles. Le dio la espalda a los tenderetes con determinación. «Tendría que ponerme a buscar de una vez a ese herrero del que me habló Llewyn, y no andar mirando baratijas como si estuviera alelada», pensó, y se llevó la mano al monedero. Mientras no tuviera trabajo, sus ahorros eran cuanto poseía.
De pronto sintió un sudor frío y buscó la bolsa bajo la camisa. Nada. Ellen encontró el cordel de cuero que llevaba al cuello, pero la escarcela con su dinero había desaparecido: alguien había cortado la correa. El corazón empezó a latirle muy deprisa, la cabeza le bullía de ideas. Reflexionó febrilmente cómo y cuándo podía haber tenido lugar el hurto. ¿Acaso después de comprar el pastelito de pescado había olvidado esconder el monedero bajo la camisa? Miró en derredor con impotencia. ¿Quién podía haberle robado? ¿No habría sido la simpática vendedora de pastelitos? Le pareció que un agujero gigantesco se abría ante ella dispuesto a engullida. Le asomaron lágrimas a los ojos.
Entonces vio muy cerca de allí al cortabolsas al que ya había presenciado en plena acción. Avanzaba entre el gentío, alejándose cada vez más.
¡Él era el ladrón! Intentó desesperadamente abrirse paso también entre la masa de gente, pero la distancia que la separaba del joven se hacía cada vez más grande en lugar de más pequeña. En un momento dado, lo perdió de vista. Debía de haber torcido por alguno de los callejones laterales.
Abatida, Ellen se apoyó en la pared de una casa y miró al vacío con lágrimas en los ojos, incapaz de pensar qué hacer. No le quedaba nada más que la ropa que llevaba puesta. Sintió las gotas caer por sus mejillas. Había trabajado muy duro para ganar ese dinero, ¿qué haría ahora? Se enjugó las lágrimas con desesperanza y miró indefensa en derredor.
Se fijó entonces en un hombre mayor, muy alto. Su aspecto sorprendió tanto a Ellen que, por un momento, olvidó todas sus cuitas y se lo quedó mirando con incredulidad. Sus ropajes distinguidos y largos hasta el suelo eran de un paño noble y de color azul oscuro, y además estaban adornados con unas nobilísimas pieles marrones. Su lujosa vestimenta, el reluciente cabello gris y el bastón con empuñadura de plata en el que se apoyaba al caminar le conferían una elegancia extraordinaria.
Sin embargo, fueron sus penetrantes ojos azules y el gesto agrio de su boca los que apresaron la atención de la muchacha, pues le recordaron a su madre. Se dirigió hacia él involuntariamente, hasta que el hombre se detuvo frente a una gran casa, sacó del cinto una pesada llave de hierro y se dispuso a abrir la costosa puerta tallada en roble. Con todo, antes aun de que pudiera meter la llave en la cerradura, la puerta se abrió como por arte de magia.
En el vano apareció una joven.
Ellen se acercó un poco más a ambos para verlos mejor.
El vestido azul celeste de la muchacha era de una tela brillante y cara, con bordados de hilo de plata y perlas en el escote. La vestimenta parecía lujosa pero, a la par, era de una sencillez muy elegante. ¡Nunca había visto nada más bonito! Sin embargo, al mirar al rostro de aquella figura angelical, tuvo que coger aire. ¡Aedith! Había crecido mucho desde que Ellen la viera por última vez.
El anciano que tanto se parecía a Leofrun, pues ¡debía de ser su abuelo!
De súbito se le hizo un nudo enorme en la garganta y la añoranza que sintió por volver a estar en casa aprisionó su corazón como si fuera una tenaza de hierro. Por un momento se rindió a la fantasía de acercarse a ellos y abrazarlos. La curiosidad de Ellen por su abuelo era imperiosa, y la ira hacia su hermana parecía haberse disipado de repente.
Aedith debía de haber ido a Ipswich a casarse con el mercader de sedas al que Leofrun la había prometido hacía más de un año. ¿Estarían también Mildred y Kenny allí?
Cuando Aedith cerró la puerta tras dejar pasar a su abuelo, su mirada soberbia pasó fugazmente por encima de su hermana. Estaba claro que la había tomado por un simple muchacho de las calles, un pillastre que no era merecedor de su atención.
Ellen pensó, con decepción y amargura, que no había cambiado tanto como para que no la reconociera.
Siguió caminando, cabizbaja. De improviso volvió a ver al joven ladrón, que parecía haber escogido ya a su siguiente víctima. La rabia hacia la vergonzosa actividad a la que se dedicaba y la esperanza de poder recuperar la escarcela que le había robado le infundieron valor. No en vano se había convertido en un muchacho, ¡sabía bien cómo tratar a personajes de semejante calaña!
Se acercó a él desde atrás con gran sigilo. Cogió lo que quedaba de su cordel de cuero con las dos manos y lo tensó. El joven era un poco más alto que ella, pero también más flaco. Ellen se acercó con cautela, le aprisionó el cuello desde atrás con la cuerda y, con un fuerte impulso, tiró de él hacia un callejón lateral. El joven se tambaleó hacia atrás y se llevó las manos al cuello para aflojar el cordel, que se le estaba clavando.
—¿Dónde está el monedero que hace nada colgaba de esta cuerda? —siseó Ellen, arrastrando al chico por la estrecha y oscura calleja.
El muchacho daba inútiles boqueadas para coger aire.
—Ya no lo tengo —dijo entre estertores.
—Pues vayamos a buscarlo. ¡Ahora mismo! —le amenazó Ellen.
Dejó que tomara un poco de aire para respirar, pero se mantuvo preparada para apretar con más fuerza aún e impedir que se escapara si lo intentaba.
—Eso no podrá ser.
—¿Por qué no?
—Me molerá a palos, y a ti también.
—¿Quién?
—Gilbert el Tuerto.
—¿Y ese quién es? —gruñó Ellen con disgusto.
—Tiene un burdel allí, en Tart Lane. Si no le llevo suficientes bolsas de mis incursiones por la ciudad me muele a palos. Ellen escupió con asco.
—¿Y es ese motivo para robarle a la gente honrada un dinero que les ha costado mucho esfuerzo ganar? —espetó, nada comprensiva—. Escápate y busca un trabajo decente, aún eres joven.
Enfadada, le propinó un puñetazo en los riñones.
—No puedo. Tiene a mi hermana pequeña. Mientras robe lo suficiente, la dejará en paz. Si me escapo, o si algún día no le llevo suficientes monedas, la ofrecerá a sus clientes.
Ellen sintió lástima por un momento y dudó sobre qué hacer, pero entonces vio que el muchacho se relajaba un poco. Seguro que le había soltado un embuste.
—No puedo devolverte tu escarcela, pero podría robar a alguien para devolverte el dinero, si quieres. —Su voz adquirió una entonación esperanzada, y Ellen lo imaginó sonriendo.
Consideró la oferta con la frente arrugada. Comoquiera que fuese, el cortabolsas seguiría robando, así que ¿por qué no aceptar que compensara su pérdida? Ellen pensó en la mujer a la que el muchacho había estado acechando. Llevaba a un niño pequeño de la mano y seguro que ese dinero le hacía falta para comprar comida y demás cosas necesarias para su familia. ¿Debía pagar la mujer la deuda del muchacho? Y, si no era ella, ¿quién se convertiría en su siguiente víctima? ¿Acaso no necesitaba todo el mundo su dinero?
—Por favor, suéltame, me arde el cuello —suplicó el chico.
—¡Piérdete de vista, venga, desaparece! —le gritó Ellen con repulsión, y lo empujó toscamente lejos de sí.
El joven cayó de rodillas, se puso en pie como pudo y echó a correr.
Ellen se tiraba de los pelos. No le quedaba ni un solo penique y tenía que encontrar trabajo enseguida; si no, estaba perdida. Se llevó la mano con ilusión al martillo que colgaba de su cinto. Tenía que encontrar al maestro Donovan, como le había prometido a Llewyn. ¡Era su última esperanza! Miró en derredor: por lo visto había llegado a la calle de los pañeros. Se decidió a preguntar en uno de los puestos cómo llegar a la zona de las herrerías.
Una señora mayor que acababa de comprar un corte de lino le sonrió con afabilidad.
—Yo te enseñaré el camino si a cambio me acompañas durante un rato —le propuso, y colocó el paquete en lo alto de su cesto lleno.
Ellen se ofreció con educación a llevarle las compras, y la mujer aceptó agradecida.
—Bueno, pues vamos allá. Por cierto, me llamo Glenna, y mi marido, Donovan, es herrero.
—¡Oh! —exclamó la chiquilla ante la inesperada casualidad, y se le iluminó el rostro.
—¿Has oído hablar de él? —La pregunta de Glenna parecía más bien una afirmación.
—Sí, claro que sí. —Ellen asintió y la siguió.
Pensó febrilmente qué debía hacer. Si le exponía sus intenciones a la mujer antes que al herrero, el hombre podía creer que había querido enredarlo y tomárselo a mal. Por otro lado, también sería poco cortés no decir nada. Como esposa del maestro, a fin de cuentas, también ella era responsable de todos los que vivían en la casa, por lo que aprendices y ayudantes eran también de su incumbencia. Ellen sopesó los pros y los contras, pero no llegó a ninguna conclusión.
—Eres demasiado joven para ser oficial, pero veo en tu cinto un martillo que ha sido harto usado —comentó la mujer.
Ellen decidió aprovechar la propicia oportunidad para introducir su petición:
—Tenéis razón, todavía no soy oficial —repuso con resolución y simpatía—. Ni siquiera he sido un auténtico aprendiz, apenas ayudante de herrero. El martillo me lo ha entregado mi maestro como regalo. Se llama Llewyn, y en Framlingham también lo conocen como El Irlandés. Creo que vuestro marido sabe quién es.
—¡Llewyn! —exclamó la mujer, y en su semblante se extendió una sonrisa—. Claro que sabe quién es. ¡Pero si lo crio él! —exclamó, riendo.
Ellen miró a Glenna maravillada y enarcó las cejas.
—A mí sólo me dijo que su padre conoció muy bien al maestro Donovan.
—El padre de Llewyn fue el mejor y probablemente el único amigo de Donovan. ¡Un cabezota irlandés! Sólo alguien así podría llevarse bien con Don. —Glenna asintió con expresividad y se apartó un mechón cano de la cara—. La madre de Llewyn era una delicada galesa que no sobrevivió al parto. Unos años después, cuando también su padre falleció, el pequeño se quedó solo en este mundo. Entonces lo acogimos en casa. En aquella época tenía como mucho cuatro años. Donovan y yo acabábamos de casamos. —Se detuvo y le puso una mano en el brazo—. ¿Cómo le va a mi Llewyn?
Ellen lo imaginó ante sí. Despedirse de él le había resultado más duro de lo que había creído en un principio. Su carácter silencioso y sereno le había infundido seguridad y la sensación de estar protegida.
—Le va bien, muy bien —dijo, con ánimo de contentarla.
A Ellen la mujer le agradó enseguida, tal vez porque se le iluminaba la cara al oír hablar de Llewyn.
—¿Está casado? ¿Tiene hijos?
—No. —Ellen zarandeó la cabeza.
Glenna pareció algo decepcionada.
—¿Cuántos hijos tenéis vos? —preguntó entonces Ellen.
—No tenemos hijos propios, el Señor no nos ha bendecido con esa alegría. Por eso envió a Llewyn a nuestras vidas. —Esta vez su voz sonó triste.
No había sido esa la intención de Ellen; miró al suelo, avergonzada.
—Si Llewyn te ha dado ese martillo, debe tenerte en altísima estima. —Glenna detuvo sus pasos—. ¿Puedo? —Cogió la herramienta y la contempló unos instantes—. Ya me lo había parecido. Este martillo se lo dio Donovan después de acabar su formación. ¿Ves esta marca en el cotilla? Es el símbolo de Donovan, estoy segura.
Ellen comprendió entonces, embargada de emoción, el grandísimo apego que debía de haber sentido Llewyn por ese martillo. Recordó también la expresión melancólica de su mirada cuando le había hablado de Donovan, y se preguntó por qué no habría llegado a ser forjador de espadas como su maestro. Por mucho que quisiera, no podía imaginar que de veras no hubiera sido lo bastante bueno. A pesar de su curiosidad, decidió no preguntar a Glenna al respecto. Si acababa trabajando con Donovan, de una forma u otra terminaría por saberlo.
—Bueno, ya hemos llegado. Esta es nuestra casa, y allí está la forja —dijo Glenna, señalando hacia el taller que había unos pasos más allá.
En el patio había un gato al sol, unas gallinas que picoteaban contentas en la arena y, en una pequeña parcela de hierba que había junto a la casa, una cabra atada. Que una forja estuviese construida en piedra no era nada extraordinario; una casa de piedra, por el contrario y para sorpresa de Ellen, denotaba riqueza. Donovan debía de ser un forjador verdaderamente importante para poder permitírsela.
Ellen había crecido en una sencilla casa hecha de maderos de roble, barro y paja. La mayoría de las casas de Orford se construían así; sólo la iglesia y Orford Manar, la casa señorial, eran de piedra.
Glenna abrió la puerta.
—Entra un momento; antes que nada, seguro que tienes sed, y puede que también hambre. Siéntate a la mesa, el cesto puedes dejarlo sobre esa silla.
Le indicó que entrara y le puso delante una jarra de mosto, una pata de pollo ahumado y una rebanada de pan.
—¿Pollo ahumado? —preguntó con sorpresa Ellen, que de súbito volvía a tener apetito—. ¡Está delicioso! —exclamó mientras masticaba y lo devoraba con placer—. En Orford sólo teníamos queso ahumado… que también está muy bueno —siguió parloteando sin parar, y enseguida se enfadó consigo misma porque había sido descuidada y había delatado su procedencia.
Por suerte, Glenna estaba absorta en sus pensamientos en ese instante y no le prestaba atención. Por la expresión de su cara, debía de estar pensando en Llewyn.
—Discúlpame, haz el favor, ¿qué decías? —preguntó entonces.
—Que está muy bueno, y el mosto también —respondió Ellen con rapidez, y se dijo que en el futuro tendría que ser más cuidadosa.
—Supongo que tu intención será pedirle trabajo a Donovan.
Ellen creyó ver en sus ojos un ápice de lástima.
—Tuve que prometérselo a Llewyn. —Se esforzó porque no sonara a disculpa.
—Entonces debes ir a verlo ahora mismo. No te resultará fácil, te lo advierto. Es un hombre muy testarudo y se le ha metido en la cabeza no aceptar a ningún aprendiz más. —Glenna le dio unas palmaditas en el hombro—. Aun así, debes insistir en que te haga una prueba, ¡da igual lo mucho que reniegue o cuánto te maldiga! —Le dirigió un gesto de ánimo—. Y, ahora, ve para allá… Ah, sí, ¿cómo te llamas?
—Alan.
—Bueno, Alan, pues ve. ¡Y buena suerte!
—¡Gracias!
—No dejes que te eche del taller. ¡Recuerda lo que te he dicho! —exclamó Glenna tras ella.
Cuando Ellen entró en la forja, se sintió como si hubiese regresado a casa. El orden del interior del edificio de piedra le recordó al taller de Osmond. Aun así, no logró dejar de sentir miedo. Donovan era muy diferente a como lo había imaginado. Esperaba encontrar a un hombre grande y fuerte, como Llewyn; pero Donovan era bajito, casi frágil. Parecía más un orfebre que un forjador de espadas.
—¡Cierra esa puerta! —bramó con una voz sorprendentemente grave.
Ellen se apresuró a cerrar. Osmond tampoco podía soportar que la puerta de su herrería estuviera abierta. No obstante, como Llewyn había tenido que seguir trabajando al aire libre en primavera, Ellen, pese a la promesa del maestro constructor, había perdido la costumbre de cerrar la puerta del taller nada más entrar.
—Os saludo, maese Donovan.
Ellen esperó que no hubiese notado cómo le temblaba la voz.
—¿Qué quieres? —preguntó el hombre, malhumorado, y luego la miró de arriba abajo frunciendo el ceño.
Ellen jamás se había sentido tan insignificante como ante la despreciativa mirada de aquel hombre.
—Quiero trabajar para vos y aprender de vos, maestro.
—¿Y por qué habría de entregarte a ti mis conocimientos? ¿Tanto puedes pagarme? —preguntó Donovan con frialdad, sin dignarse mirada.
Ellen puso ojos de espanto. ¿Cómo podía cualquier maestro que se preciara formular semejante pregunta? ¿Acaso lo único que le importaba era el dinero? ¿Acaso vendía sus conocimientos como una mercancía al mejor postor, en lugar de a quien más lo mereciera?
—No, maestro, yo no puedo pagaros —dijo, casi sin voz.
—¡Ya lo imaginaba! —espetó él.
—Pero como contrapartida, puedo trabajar a cambio de vuestro saber. Trabajo muy bien.
Ellen se dio cuenta de lo respondona que se había mostrado y maldijo su falta de dominio de sí misma. «Parezco una pescadera, y no un forjador falto de experiencia», se increpó.
—No necesito ningún ayudante, ya tengo quien me ayude a martillar.
—Yo sé hacer más que martillar, ¡probadme!
—Tengo demasiado quehacer y no puedo malgastar mi tiempo. ¡Vete al cuerno, mocoso impertinente!
A pesar de que el forjador la había escuchado de mala gana y nada receptivo, Ellen creyó ver en su mirada algo semejante a la desesperanza. Donovan no le causó buena impresión a primera vista, pero si Llewyn lo tenía en tan alta estima, debía de haber motivo para ello, así que decidió seguir el consejo de Glenna y no hacer ningún caso de sus viles reniegos.
—Bueno, si tanto quehacer tenéis, no os vendrá mal que os echen una mano.
El temblor de su voz dejó paso a un frío glacial. Dejó su gastado fardo en un rincón y echó un vistazo al taller.
En una forja, el orden era de esperar. Las tenazas tenían que estar siempre en el mismo sitio, igual que los martillos y demás herramientas necesarias, para poder echar enseguida mano de ellas cuando se necesitaban. El orden de Donovan tenía muy pocas diferencias con el de Llewyn; no le costaría mucho familiarizarse con el lugar.
—¿Quién te has creído que eres? ¿Crees que puedes irrumpir así en mi taller y decirme lo que tengo que hacer? —Donovan parecía tan molesto como sorprendido.
—Me llamo Alan, hace ya algún tiempo que trabajo forjando y, con vuestro permiso, hasta hace pocos días nunca había oído hablar del forjador de espadas Donovan. —La propia Ellen quedó asombrada de lo osada que podía llegar a sonar, pero prosiguió, impertérrita—: No os conozco, por mucho que seáis verdaderamente el mejor forjador de espadas de Anglia Oriental, aunque no sé quién puede decidir algo así. He acudido a vos porque me lo ha aconsejado un herrero al que aprecio sobremanera. Él cree que vos podríais enseñarme más de lo que me ha enseñado él.
—¿Y quién es ese, si haces el favor? —Donovan no parecía dar mucho valor a la opinión de los demás herreros.
—Mi maestro se llama Llewyn. Creo que lo conocéis bien.
Cuando pronunció el nombre de Llewyn, los ojos de Donovan se convirtieron en dos pequeñas ranuras iracundas. Ellen ya temía que fuera a abalanzarse sobre ella, pero el forjador se limitó a resollar con desdén:
—¡Llewyn no lo consiguió!
—Me dijo que creía no haber sido lo bastante bueno para vos.
—Pero cree que tú sí lo eres, ¿no? —bramó Donovan.
—Sí, maestro —repuso Ellen con calma.
Donovan guardó silencio durante largo rato; Ellen aguardó. La expresión de su rostro no delataba en qué estaba pensando el hombre.
—Si quieres que te ponga a prueba, vuelve mañana poco antes del mediodía-dijo al cabo, y se volvió de espaldas a ella.
—¡Aquí estaré! —repuso la chiquilla con orgullo, agarró su fardo y, sin despedirse, cerró la puerta al salir.
Cuando Glenna y Donovan estuvieron asolas, cenando, la mujer del forjador rompió el silencio.
—Al menos deberías darle al muchacho la oportunidad de que te demuestre lo que sabe hacer. Si no, te pasarás la vida preguntándote si Llewyn llevaba razón.
—Llewyn no fue lo bastante bueno —repuso Donovan con aspereza—, ¿cómo va a juzgar él si…?
—¡Qué disparates son esos! No fue lo bastante bueno… ¡No me hagas reír! No tenía fuerza suficiente para medirse contigo, para llevarte la contraria alguna que otra vez. ¡Sabes perfectamente que podría haberlo conseguido! Pero fuiste demasiado duro, nunca le dijiste que creías en él, nunca elogiaste sus méritos. Sé cuánto lo echas de menos, no lo rechaces otra vez. Ese joven es un regalo que te hace, la señal de que te ha perdonado.
Glenna apartó unas cuantas migas de pan con un gesto decidido de la mano.
—¿Que me ha perdonado? No tengo nada de lo que sentirme culpable, siempre lo traté como a un hijo. ¿Qué tendría que perdonarme? —Donovan se levantó bruscamente de la mesa.
—También un hijo habría acabado huyendo algún día de un padre como tú. Habría llegado a ser igual que tú, pero no le dejaste tiempo para demostrártelo, fuiste demasiado impaciente. Que a ti te resulte fácil y rápido aprender no es motivo para que esperes eso mismo de todos los demás. Posees una habilidad muy especial, y no todo el mundo cuenta con ella. Él tuvo que trabajar muy duro para lograr cosas que en ti surgían con naturalidad. ¡Escúchame, por favor! Atiende al muchacho. También por ti mismo.
—¿Qué sacaré con eso? Ha ya mucho tiempo que no encuentro un solo aprendiz que no se haya marchado lloriqueando al cabo de poco. A lo mejor les exijo demasiado, pero no puedo ir más despacio, no puedo repetirlo todo una y otra vez. Así no voy a ninguna parte. —La ira de Donovan se había convertido en desesperación—. Perdí a Llewyn porque no sé tener paciencia, ¿por qué habría de quedarse a mi lado un joven desconocido?
—¿Qué tienes que perder? Si no te sirve de nada, lo echas. —Glenna lo miraba con ojos implorantes.
—Cada joven al que echo del taller es como una batalla perdida. Ya no quiero más derrotas.
Donovan se había desmoronado en la silla. Apoyó la cabeza en una mano.
—Don, por favor, piensa en lo que sucedió con Art. No quisiste aceptarlo porque era bastante hombretón. «Es bobo y grandullón», dijiste, y creíste que no podría seguirte el paso. Pero a pesar de todo, os habéis acostumbrado el uno al otro, conocéis vuestros puntos fuertes y flacos. ¿Querrías ahora renunciar a él?
—No, claro que no —rezongó Donovan—. ¡Pero tampoco es un aprendiz! —puntualizó un instante después.
—Por favor, Donovan, sé que Alan será el aprendiz indicado para ti. ¡Lo presiento!
El forjador no dijo nada durante un buen rato. Después, transigió:
—Le he dicho que venga mañana y que probaré su trabajo. Ya veremos si se atreve. En cualquier caso, no se lo voy a poner fácil sólo porque lo envíe Llewyn.
Glenna se dio por satisfecha con esa respuesta. Estaba segura de que el joven lo conseguiría. En caso de aceptarlo como aprendiz, lo trataría con especial dureza precisamente porque lo había enviado Llewyn, pero si era bueno, Donovan se daría cuenta y eso le haría feliz.
Ellen se marchó de la forja sin pasar a ver a Glenna otra vez. Aunque le hubiese gustado mucho volver a charlar con ella, Donovan no podía pensar, en caso de que las viera, que había necesitado el consuelo de nadie. La terquedad y los prejuicios del forjador la indignaban sobremanera. Más aun cuando verdaderamente era uno de los mejores forjadores de espadas de Inglaterra, ¿le daba eso derecho a tratar así a los demás? En el fondo, Ellen sabía que los maestros tenían también otros muchos derechos y que los aprendices, por el contrario, sólo tenían obligaciones. Habría que ver si conseguía, para empezar, llegar tan lejos como para convertirse en aprendiz. Antes que nada debería pasar la prueba. Al pensar en la mañana siguiente sintió un hormigueo en la barriga, una mezcla de esperanza y miedo. Intentó convencerse de que era lo bastante buena para superar el examen. ¿Le habría hecho prometer a Llewyn, de no ser así, que se esforzaría por conseguirlo? Para más seguridad, decidió ir a la iglesia. Seguro que no le haría mal pedirle al Señor su bendición.
Ellen pasó la noche en un rincón de la iglesia de San Clemente y, por la mañana, echó a andar camino de la forja. Al llegar, Donovan la saludó con una afabilidad sorprendente y Ellen se preguntó qué habría provocado ese cambio de actitud.
El forjador tenía un método muy sencillo para comprobar si un joven sabía trabajar o no. Cogió unos pedazos irregulares de hierro y se los enseñó a la muchacha.
—Supongo que hasta ahora sólo habías trabajado con hierro en lingotes o barras.
Ellen asintió.
—Esto es hierro colado tal como sale de la fundición. Es decir; que nunca ha sido forjado. Si miras bien cada fragmento, verás que todos tienen un aspecto diferente en los bordes. Por la forma del punto de fractura puedo saber cómo tendré que trabajar después el hierro y, sobre todo, para qué será adecuado: si para el alma de la hoja, basta y blanda, o para su revestimiento, más duro. Lo único que tienes que hacer es separar el hierro crudo en material adecuado para alma y para revestimiento. Una fractura granulosa y brillante indica que el hierro es duro; una fractura uniforme y de aristas suaves, hierro blando. Por la diferencia de color también se puede determinar la impureza.
Entretanto, Donovan le puso a Ellen un pedazo en la mano y después hizo un gesto con la cabeza señalando al montón de trozos de hierro colado que tenían delante. Casi parecía divertirlo. Seguramente hacía esa misma prueba a todos los jóvenes que querían aprender bajo su tutela, y seguramente la mayoría fracasaba.
Los herreros de grueso, que sólo fabricaban herramientas sencillas, herrajes y rejas con hierro maleable, utilizaban como materia prima hierro de cubilote, que había sido fundido una segunda vez y al cual podían dar forma de inmediato. Por eso para Ellen el hierro colado era algo nuevo por completo. Sin embargo, había prestado atención a las explicaciones de Donovan y había grabado todas sus palabras.
Se sentó con las piernas cruzadas en el hollado suelo de arcilla del taller y volvió a examinar con atención los fragmentos que le había enseñado el forjador. Intentó asimilar con precisión sus características más relevantes. Donovan fingió ocuparse en otra cosa, pero la observaba de reojo. Con toda tranquilidad, Ellen cogió los dos primeros pedazos de hierro colado, los sopesó en las manos y los contempló en detalle, les dio la vuelta, los olió y los palpó por todas partes. Al cabo de un rato los dejó en el suelo, uno a la derecha y otro a la izquierda, frente a sí. Después tomó el siguiente, lo examinó de la misma forma, lo tocó, lo olió y después lo dejó en uno de los lados. Cuanto más contemplaba los pedazos de hierro colado, mejor comprendía de qué se trataba. Estaba segura de que incluso Donovan tardaba lo suyo en conseguir separarlos. Aunque Ellen no sabía nada en absoluto sobre la fabricación de espadas, imaginaba que la calidad de un arma así dependía en gran medida del material con el que estaba forjada, y decidió separar otros dos montoncitos, aparte de los principales. Cuando hubo terminado, se puso en pie y se acercó a Donovan.
La expresión de su rostro era inescrutable.
—Maestro, ya he terminado.
Donovan la acompañó hasta los montones.
—Aquí está el material para la hoja, ahí el del alma, y además he separado los pedazos que me han parecido especialmente impuros.
Donovan la miró con escepticismo pero con curiosidad, y se dirigió a los dos montones más grandes. Examinó los fragmentos uno a uno, igual que había hecho Ellen, y no asintió hasta que los hubo comprobado todos.
Ellen se dio cuenta de lo satisfecho que estaba de su trabajo. Sin embargo, en cuanto la miró sus ojos volvieron a ensombrecerse. ¿En qué estaría pensando Llewyn cuando le dijo que fuera a verlo? A Ellen, Donovan le parecía soberbio y maleducado. No obstante, en el momento en que le había explicado en qué consistía la prueba había acontecido algo extraordinario.
Algo para lo que la muchacha no encontraba palabras los unía pese a todas sus diferencias. Ambos parecían haber abordado la tarea de una forma similar. Las explicaciones de Donovan habían sido de lo más sucintas, muy pertinentes y precisas; ni Llewyn ni Osmond le habían hablado nunca así.
—Voy a pensar si te acepto. Vuelve a venir esta tarde, entonces habré tomado una decisión —dijo Donovan, y volvió a mirarla con rudeza.
«Este cascarrabias no puede ni verme, pero yo tampoco a él». Cuando salió de la forja se encontró con Glenna, que estaba en el patio tendiendo la colada de un cordel.
—¡Alan, buenos días! —exclamó con alegría, y le indicó que se acercara como habría hecho una vieja amiga.
—Buenos días a vos también, señora —repuso Ellen con humildad, pero no logró ocultar la decepción en su voz.
—¿Y bien?
—He hecho lo que me ha dicho.
—¿Has sabido separar los fragmentos de hierro colado?
—Sí, y lo he hecho bien. Ha comprobado los fragmentos uno a uno y luego los ha vuelto a dejar donde yo los había puesto.
—Bueno, entonces seguramente debo felicitarte, pero ¿por qué estás tan apesadumbrado?
Glenna cogió un gran paño de lino y lo colgó en la cuerda.
—El maestro no ha decidido nada todavía, tengo que volver más tarde. Creo que no me soporta.
—Es un viejo testarudo y amargado, necesita un poco de tiempo. No es a ti a quien no soporta, sino a sí mismo. Además, aún sigue enfadado por lo sucedido con Llewyn. Pero todo saldrá bien, ¡créeme!
Glenna le sonrió para infundirle ánimo.
Mientras que Donovan hacía que Ellen se sintiera molesta y rebelde, Glenna irradiaba seguridad y afecto maternal.
—Volveré más tarde —dijo la muchacha sin ánimo, y decidió regresar a la feria.
Cuando llegó al lugar en el que el día anterior había encontrado a la vendedora de pastelitos, la niña no estaba. Era mediodía y a Ellen le rugía el estómago, de modo que buscó con atención entre todo aquel gentío; a fin de cuentas, le había prometido uno. Justo cuando se disponía a marcharse decepcionada, vio aparecer a la vendedora, que le hacía señas con alegría.
—La pieza de plata de ayer valía mucho más que los pastelitos y el cesto. El caballero podría haberse llevado tres cestos enteros por lo que me pagó y, aun así, habría sido un precio de usura. ¡Además, ya no estaba del todo lleno! —Sacó dos deliciosas tartaletas y se las dio a Ellen—. ¡Toma, para ti!
—¡Pero si son dos!
—Bah, no pasa nada —dijo, y le hizo un gesto con las mejillas sonrosadas como melocotones.
—Gracias, son los mejores pastelitos que he probado jamás. —Ellen mordió con avidez el primero—. Además, ya he encontrado al herrero por el que te pregunté ayer, aunque hasta dentro de un rato no sabré si me acepta como aprendiz.
—Vaya, ojalá tengas suerte. ¡Así podrías venir a verme más a menudo! —La vendedora de pastelitos le guiñó un ojo con picardía.
«Me considera un candidato a marido», pensó Ellen con sobresalto; le dirigió de nuevo un gesto de agradecimiento y se internó enseguida entre la gente para seguir curioseando por la feria.
Su mirada se topó entonces con un hombre majestuoso que estaba algo alejado, entre la muchedumbre. A Ellen le dio un vuelco el corazón. ¡Sir Miles! Se quedó petrificada por el miedo… hasta que el hombre se volvió un tanto y Ellen pudo verle mejor el semblante, y comprendió que se había confundido. Respiró con alivio y siguió dando vueltas hasta que oyó el escandaloso griterío de dos mujeres.
Algunos curiosos habían empezado ya a arremolinarse en torno a ambas, y Ellen se unió a ellos. Una vendedora robusta, con el pelo castaño y sucio, ofrecía toda clase de cintas de tela y ribetes, tanto de lino sencillo como de materiales más nobles, como seda o brocado, tejidos de un solo color o estampados, con ricos bordados, largos y cortos, gruesos y finos.
La estridente voz de la airada compradora no tardó en hacerse oír:
—Os he pagado trece cintas, cada una de ellas de una yarda, y ahora me pedís más dinero. ¡Estafadora! ¡Sinvergüenza!
—Me habéis pagado trece cintas sencillas, pero cinco de las que habéis escogido son de seda y con bordados, conque cuestan más. Lo mismo que las cuatro de tela de colores que os habéis llevado. Por todo eso me debéis aún medio chelín más.
—¡Que alguien vaya por el alguacil de la feria! —gritó la vendedora del puesto contiguo—. Estas jovencitas acomodadas o son muy tontas o intentan estafar a la gente de bien. No deberíais dejar que se salga con la suya.
La clienta debía de saber que tenía todas las de perder. Ante la perspectiva de que el asunto llegara ante el alguacil de la feria y tuviera que defenderse, masculló unos cuantos improperios, sacó la cantidad que le pedían y pagó. Cuando se volvió, Ellen vio quién era. No había reconocido la voz de Aedith.
—¡Dejadme pasar! —exclamó con impaciencia a la entretenida muchedumbre que la rodeaba.
Ellen sabía que no había nada en el mundo que Aedith detestara más que se rieran de ella. En adelante, las vendedoras tendrían que andarse con cuidado cuando la tuvieran cerca.
Al pasar con la cabeza bien alta junto a Ellen, Aedith le dio un codazo en las costillas y le dijo:
—¿Por qué me miras así, granuja del demonio?
Ellen se sintió bullir de rabia por dentro y, sin pensarlo dos veces, le puso a su hermana la zancadilla, como había hecho en tantísimas ocasiones. Aedith tropezó y la gente se carcajeó aún más de ella. Iracunda y desconcertada, se volvió y por un breve instante miró a Ellen a los ojos. Esta vio lágrimas en los de su hermana y, de repente, sintió lástima por ella.
—¿Ellenweore?
Se sobresaltó. Aedith alargó la mano, pero antes de que pudiera atraparla, Ellen dio media vuelta, echó a correr y desapareció entre el gentío como si la persiguiera el diablo. El corazón le latía deprisa. Se escondió tras un carro, sin aliento, y desde una distancia segura contempló a Aedith, que se abría paso entre la gente.
Obstinada como siempre, pero con la cabeza ya no tan erguida y orgullosa, se perdió por la calle de los pañeros. Aún se volvió un par de veces para buscar entre el gentío, pero no dio con su hermana.
Ellen, furiosa, se golpeó la frente con el puño. «¿Es que no puedo contenerme ni una sola vez? ¿Por qué he tenido que ponerle la zancadilla? ¿No habría sido más inteligente dejarla marchar?». Aunque Donovan la aceptara en su taller, ahora corría el riesgo de volver a encontrarse con Aedith en algún momento y que la delatara. La muchacha se vino abajo. ¿Tendría que pasar el resto de la vida huyendo? ¿Hasta dónde y hacia dónde tendría que ir, y sin dinero, además? Se quedó allí sentada, desalentada, durante una eternidad. «Aedith es mi hermana, seguro que no tengo nada que temer de ella», se dijo para intentar tranquilizarse, aunque sin conseguirlo.
Después de haberse lamentado lo suficiente, se puso en pie, irguió los hombros y alzó la terca barbilla hacia delante. Lo primero que haría sería ir a ver a Donovan para conocer su decisión.
Ante la forja encontró media docena de caballos. Sólo uno carecía de jinete, y los demás caballeros parecían estar aguardando a aquel hombre. Ellen no les prestó mayor atención, aunque pensó que a lo mejor no debería entrar. Quizás era buena cosa que Donovan, por lo que se veía, estuviera ocupado, así ella podría ir a ver a Glenna a la casa y le explicaría que había ofendido a la hija de un mercader y que por eso tenía que desaparecer de Ipswich. La anciana lo entendería, sin lugar a dudas, y Donovan estaría más que conforme con que no volviera a entrometerse en su camino.
Justo cuando iba a llamar, la puerta de la casa se abrió y de dentro salió el normando de los pastelitos de pescado.
El hombre agarró a Ellen de los hombros, pues casi se la había llevado por delante, y se echó a reír.
—¡Válgame!, pero ¿no es este nuestro joven catador?
—Milord. —Ellen prefirió mirar al suelo.
—¡No me habíais dicho que también tuvierais aprendiz, maese Donovan! —exclamó el caballero dirigiéndose hacia el interior de la casa.
El forjador apareció en el umbral.
—Se le ve un mancebo muy valiente. ¡Qué suerte! Para un viaje así, un gallina no os habría servido de mucho.
—Pero es que… —Ellen quería explicar que no era el aprendiz de nadie, pero el normando no la oyó y siguió hablando con Donovan:
—Zarparemos un día después de Pentecostés. Sin animales. Traed vuestras herramientas y no demasiados bultos. En Tancarville se os proporcionará todo cuanto hayáis menester. Presentaos en el puerto al alba para que no tengamos que esperar por vos. El capitán del puerto conoce nuestros barcos y os indicará el camino. Hasta entonces, no os iría mal aprender algo de francés —dijo, y soltó una estruendosa carcajada.
Donovan masculló algo incomprensible.
Tal vez Ellen debiera haber dicho algo para aclarar el malentendido, pero guardó silencio. ¿Qué mal había en ello? ¡El normando la había tomado precisamente por quien más deseaba ser! No había comprendido lo mucho que anhelaba convertirse en aprendiz de Donovan hasta que ya casi lo había dado por perdido. ¿Qué clase de viaje sería ese del que hablaba el caballero?
Los hombres se habían marchado ya, pero Donovan seguía sin dignarse mirarla.
Ellen continuaba allí de pie, plantada y sin saber qué hacer. Entonces salió Glenna de la casa, completamente aturdida.
—¡Explícamelo, Don, no logro entenderlo! ¿Qué rencor te guarda el rey, que te envía tan lejos de aquí?
Donovan acarició con amor las mejillas de su mujer:
—El rey no me guarda ningún rencor, cielo, eso es justamente lo más descabellado. William de Tancarville es un hombre de confianza muy cercano al rey. Que haya enviado a FitzHamlin para que me lleve a Normandía a forjar para él es un gran honor. ¡Un honor como sólo recibe un forjador de espadas de veras excepcional!
—Entonces es verdad que quieres ir —sentenció Glenna—. Tenemos que ir. Rechazar esa invitación sería como un insulto a mi rey. He podido poner alguna condición, nada más.
Donovan había hablado primero con FitzHamlin a solas y no había llamado a Glenna hasta algo después.
—¿Qué clase de condiciones? —preguntó con recelo.
—Le he dicho que, naturalmente, necesitaremos una casa como Dios manda, y que alguien tendrá que administrar nuestro hogar de aquí hasta nuestro regreso. Además, me he negado a tener que vivir allí más de diez años.
—¿Diez años? —El rostro de Glenna se tornó ceniciento—. ¡Quién sabe si viviremos tanto!
—Acaso sean sólo tres o cuatro —dijo Donovan para intentar tranquilizarla, aunque él mismo no parecía demasiado convencido.
—¿Podremos llevamos al menos a Art y al chiquillo con nosotros? —preguntó su mujer con voz ahogada.
El forjador asintió sin dudarlo siquiera.
Ellen no sabía qué sacar en claro, pero si por fuerza tenía que abandonar Ipswich, ¿por qué no partir hacia Normandía? El corazón empezó a latirle desbocado ante la idea de vivir la aventura de un viaje así. Por otro lado, una vez más, no había podido decidir su futuro por sí misma. Nadie le había preguntado siquiera cuál era su opinión. Vio que Donovan se dirigía a la forja y quiso ir tras él, pero Glenna la retuvo suavemente del hombro.
—Déjale algo de tiempo, mañana será otro día. —Empujó a Ellen al interior de la casa—. Ven, te enseñaré dónde vas a dormir. —Suspiró en voz baja—. ¡Seguro que será duro, pero lo conseguirás!
A Ellen le pareció que Glenna se estaba infundiendo más ánimo a sí misma que a ella, pero asintió.
Aunque le hubiera gustado explicarle lo de su nueva aventura a la vendedora de pastelitos, que la estaría esperando, Ellen no se atrevió a volver a la feria por miedo a encontrarse con Aedith. Sin embargo, los días que pasaron hasta la partida fueron los más emocionantes que había vivido jamás. El primer día se levantó ya antes de que saliera el sol, se vistió deprisa y ni siquiera comió nada para presentarse puntual ante Donovan en el taller. Se grabó en la memoria dónde guardaba exactamente todas las herramientas para poder alcanzárselas en cuanto las necesitara y devolver cada una de ellas a su sitio una vez acabado el trabajo. Llenó la artesa de agua y limpió la campana de la fragua, como haría todas las mañanas a partir de entonces, y ya se sintió lista para empezar a trabajar con el maestro forjador.
Desde el primer momento, Donovan se comportó con ella como si siempre hubiese sido su aprendiz. Le daba un par de instrucciones sucintas para el día y después se ponía a trabajar para poder terminar antes de la partida los encargos que tenía empezados. Algunos días estaba tan inmerso en su trabajo que se olvidaba de comer. Cada una de sus maniobras estaba bien pensada, no desperdiciaba ni un segundo.
Ellen creyó comprender entonces por qué Llewyn le había dicho que no había sido lo bastante bueno. Llewyn era un buen herrero, pero para él la forja era una profesión; para Donovan, en cambio, era una vocación.
Rara vez se tomaba la molestia de explicarle nada, pero Ellen comprendía todas las operaciones, presentía, intuía, adivinaba todo lo que hacía, cómo y por qué. Ni siquiera le molestó verse condenada a la inactividad y dedicarse sólo a observar. Contemplaba con gran concentración el trabajo de Donovan, y cada día aprendía más de lo que habría podido aprender en semanas en cualquier otro lugar. Por la noche le dolían los ojos y caía en la cama como si hubiera realizado un esfuerzo físico extenuante, aunque no hubiera levantado el martillo siquiera.
Donovan hablaba poco con ella, pero cada día la miraba con algo más de simpatía que el anterior.
La mañana de la partida Ellen se levantó especialmente temprano, pues de todas formas la emoción apenas la había dejado dormir. Glenna le había dado algo de ropa interior, dos camisas de lino y un jubón que debían de haber sido de Llewyn, y ella lo empaquetó todo en el pañuelo de Aelfgiva junto con las pocas pertenencias que poseía. Hacía tiempo que el tejido había dejado de oler como la partera, pero a Ellen aún se le saltaban las lágrimas cada vez que hacía un fardo con él.
Glenna también se había levantado antes del alba. Hacía días que dormía mal, por lo que estaba de bastante mal humor. Le inquietaba la cuestión de qué llevarse al extranjero y qué dejar en casa. Le habría gustado cargarlo todo, pero tenía que limitarse a las cosas por las que sentía más apego. Los muebles y los enseres cotidianos de más bulto tendría que dejarlos atrás. No hacía más que cambiar de opinión, y abría y cerraba una y otra vez los dos grandes baúles que tenían que llevarse. Ropa, paños, candelabros, mantas y parte de los utensilios domésticos quedaron finalmente almacenados allí dentro junto con los documentos que, tal como habían acordado, les había llevado un jinete de FitzHamlin.
A medida que el día iba clareando, Donovan y Art se despertaron también. Desayunaron en silencio hasta que llegaron vecinos y amigos a desearles todo lo mejor y despedirse con unas palmadas en el hombro. Puesto que Ellen casi no conocía a ninguno de ellos, se retiró un momento a la parte de atrás de la forja, sacó el pequeño rosario de madera que le había regalado el cura de San Clemente tras la última misa del domingo y se arrodilló con devoción. Fue pasando las agradables cuentas de madera mientras decía sus oraciones e incluyó en sus rezos a las personas a quienes quería y a quienes no sabía si volvería a ver jamás. Después de eso, se sintió dispuesta para emprender el viaje.
—Y cuidad de la cabra, no la sacrifiquéis aunque ya no dé más leche, ¿me oís? —les dijo Glenna, entre sollozos, a los vecinos que atenderían la casa.
A esas alturas tenía los nervios destrozados.
—Déjalo ya, la cabra no importa —rezongó Donovan, más arisco que de costumbre.
—¡Forjaremos muchas espadas para jóvenes y nobles caballeros! —exclamó Art, alegre y exultante. Su buen ánimo había sido el único con el que se podía contar aquellos últimos días. Donovan, molesto, le dio un codazo.
—Basta ya de una vez, Art. ¡Tenemos que irnos!
Cuando se pusieron en camino, Glenna sollozaba. No hacía más que volverse a mirar la casa, hasta que una curva del camino le impidió verla más.
Ellen no había ido nunca a los muelles, por lo que estaba muy emocionada. Aunque también Orford era una ciudad portuaria de bastante peso, la muchacha no había pisado jamás un barco de verdad, tan sólo una sencilla barca de pescadores. Miraba en derredor con ojos curiosos. Por todas partes había toneles, cajones, balas y sacas apiladas, y junto a una humilde cabaña de madera que daba la sensación de que iba a venirse abajo en cualquier momento, vio a unos hombres de aspecto famélico y vestidos con ropas gastadas. Eran jornaleros que esperaban que el capitán del puerto les diera trabajo. La faena era muy penosa (había que cargar y descargar las enormes cajas, los toneles y las balas), estaba mal pagada y además era peligrosa. A veces morían aplastados por una carga que se desplomaba, o ahogados, si caían al agua y nadie llegaba a tiempo de rescatarlos.
En los muelles había carros de bueyes para entregar y recoger mercancías. Los carreteros proferían fuertes lamentos y causaban un gran alboroto decidiendo el orden de la fila.
Por todas partes pululaban viajeros. Unos peregrinos se habían reunido en un rincón e intercambiaban apasionados consejos y experiencias sobre los caminos más cómodos y más seguros. Los comerciantes zumbaban como moscardas por entre los futuros viajeros, con la esperanza de poder venderles aún alguna baratija de mayor o menor utilidad. Ante un lujoso barco pintado de colores había unos altos eclesiásticos. Nuncios del Papa, tal vez, pensó Ellen al ver sus ricas vestimentas de color escarlata y púrpura. Los monjes y sacerdotes que había a su alrededor parecían pobres ratones de campo con sus sencillos hábitos de lana. Eruditos, médicos y jóvenes de la nobleza rodeaban con curiosidad a los representantes de la Iglesia.
En Ipswich también se hacían a la mar mercaderes y aventureros, facetas estas que algunos aunaban en una sola persona. Todos ellos aguardaban ociosos, sentados en salientes de muros, balas de paja, cajas o arcones. Ninguno quería apresurarse a subir a bordo, preferían quedarse en tierra firme hasta que la partida de su barco fuera inminente. Así no tendrían que pasar más tiempo del estrictamente necesario sobre esos tablones oscilantes.
Cuando Donovan y los demás, después de mucho buscar entre todo el pandemónium, encontraron por fin al capitán del puerto, el hombre, que hedía a alcohol y a pescado podrido, los envió sin ninguna cortesía a un imponente velero de dos palos. Ellen reparó en que era el barco más grande de cuantos había allí atracados.
Por una plancha de madera, innumerables estibadores acarreaban provisiones, agua potable y mercaderías al interior del barco en grandes toneles y cajones. Se cargaban sobre las espaldas gigantescas balas que casi los hacían desaparecer bajo su peso.
Un oficial normando de edad avanzada repartía instrucciones precisas sobre dónde había que dejar cada cosa. Parecía conocer a la perfección hasta el último rincón del barco. Siguiendo sus órdenes, los hombres amarraban la carga con grandes maromas para que el vaivén de las olas no las convirtiera en peligrosos proyectiles. Las monturas de los caballeros también encontraron un sitio, así como algunas ovejas y cestos con aves de corral. El desbarajuste de cubierta era cada vez más caótico, pero el oficial tenía los ojos en todo y permanecía tranquilo.
—¡Eh, tú, lleva esas lanzas a la bodega! En el rincón derecho de la parte de atrás aún queda sitio. Colócalas en pie y átalas con las puntas hacia arriba, ¿queda claro?
El escudero asintió y se apresuró a hacer lo que le habían encomendado.
—Las cajas de las cotas de malla y las de los escudos van ahí. ¡Venga, aprisa!
Ellen miró a su alrededor. En una esquina había un par de personas sencillas que, igual que Donovan y su mujer, no eran ni caballeros ni soldados de a pie, y que también contemplaban cómo cargaban el barco.
—¿Serán otros artesanos que viajan a Tancarville? —Le dio un golpecito a Glenna y señaló con la barbilla en dirección al pequeño grupo.
—Ah, sí —repuso esta, y se volvió hacia su marido—. ¡Mira, allí está Edsel, el orfebre, con su mujer y sus dos hijos! —le susurró.
Se acercó a ellos con alegría y tiró de Ellen consigo.
Los normandos habían reunido a ingleses de lo más variopinto. Fletcher, el fabricante de flechas, e Ives, el fabricante de arcos, aguardaban uno junto al otro. Eran hermanos y, según le susurró Glenna a Ellen mientras Edsel se les acercaba, jamás habían separado sus caminos. El orfebre llevaba de la mano a un niño pequeño que a Ellen le recordó a Kenny. Suspiró y le sonrió con melancolía. El pequeño le sacó la lengua, y la muchacha tomó aire con indignación.
—Aquellos de allí son los Webster, una pareja de tejedores de Norwich que también viene con nosotros —explicó Edsel.
No dijo nada de las dos prostitutas que llamaban la atención por sus chales amarillos y sus labios y mejillas de estridente maquillaje.
—¿Y quién es aquella joven? —preguntó Glenna.
—No lo sé. Creo que cocina pastelitos —respondió Edsel con desprecio, y se encogió de hombros.
También Ellen vio entonces a la muchacha y, sorprendida, corrió hacia ella.
—¿Qué haces tú aquí?
—Bueno, el caballero, ya sabes. Dice que mis pastelitos son los mejores que ha probado jamás. Por lo que se ve, su señor es un gran amante del pescado. Me ha ofrecido un buen dinero y trabajo seguro. Nunca me había atrevido a imaginar que una vez viajaría tan lejos de casa.
—¿Y tu madre ha estado conforme? —preguntó Ellen con incredulidad.
—No sabe nada. Me he ido sin más, como todas las mañanas. Cuando se dé cuenta, ya estaré surcando los mares, ¡libre!, ¿y tú? Querías trabajar para un herrero, ¿no lo has conseguido?
—¡Sí, por eso estoy aquí! ¡Es una larga historia!
Ellen sonrió. Le alegraba conocer a alguien más en el barco aparte del forjador, Glenna y Art.
—Por cierto, me llamo Rose. —La muchacha se limpió la mano en el delantal y se la tendió.
—Alan —repuso Ellen, sucinta, y se esforzó por ofrecer un apretón masculino sin aplastar demasiado la mano de la niña.
Rose se la quedó mirando con franca admiración y le dedicó una seductora caída de ojos.
Aquello a Ellen no le gustó ni un pelo. «Está convencida de que le haré la corte si pestañea con suficiente ímpetu», pensó con desconcierto.
Tardaron bastante en terminar de cargar toda la bodega del barco y pedir a los pasajeros que subieran a bordo, pero entonces el capitán empezó a apremiar a todo el mundo. Entre la carga apenas quedaba espacio, y cada cual tuvo que colocar sus cajas o sus fardos como mejor pudo para intentar acomodarse en aquellas estrecheces. Cuando el barco zarpó, Ellen se sentó con la espalda apoyada en un tonel bien amarrado que olía a roble y un poco a vino.
—¡Espero que no haya ratas a bordo! —clamó Glenna, y miró en derredor con recelo antes de sentarse.
—Eso sí que me sorprendería. No existe, creo yo, ningún barco sin ratas. Además, unos cuantos bichos de esos podrían venirnos muy bien; ¿no dicen, a fin de cuentas, que las ratas son las primeras en abandonar un barco cuando se está hundiendo? Si se arrojan a las olas, al menos sabremos que estamos a punto de zozobrar —dijo Donovan, y torció las comisuras de los labios hacia arriba en una gran sonrisa.
Glenna se lo quedó mirando sin salir de su asombro.
—¡Si intentabas ser ingenioso o divertido, has fallado pero bien! —bramó, y le volvió la espalda a su marido.
Donovan se encogió de hombros y buscó la compañía de los demás artesanos ingleses, que estaban departiendo en cubierta.
Los caballeros de a bordo se habían puesto a jugar a los dados nada más zarpar.
Únicamente un hombre de elegantes vestiduras, con el pelo largo hasta los hombros y un tanto enmarañado, aguardaba apoyado solo en la borda. Por una de las prostitutas supieron que se llamaba Walter Map y que era sirviente del rey. En su último viaje a Inglaterra había caído enfermo y no había podido regresar a Normandía. Por eso FitzHamlin se había mostrado dispuesto a ampararlo y llevado de vuelta junto a su señor tras la recuperación.
Walter Map había crecido en París, sabía leer y escribir, cosa que hacía también para el rey, y dominaba el latín y la gramática. Sin embargo, no sólo era un erudito, sino también una persona afable. Y con todo el mundo, además. Trataba a todas las mujeres de a bordo como a damas e intentaba hacer reír con pequeñas chanzas a los viajeros más nerviosos. Cuando el oleaje arreció y se levantó un fuerte viento, se aferró a la borda como casi todos los demás, tembloroso y verde, a vaciar el estómago revuelto.
Aparte de los marineros, Ellen y Rose parecían ser las únicas que se encontraban más o menos bien. Sólo el olor a vómitos les resultaba cada vez más insoportable. Cuando Ellen se levantó para ir a ver qué tal le iba a Walter, que hacía ya un buen rato que colgaba de la barandilla, la camisa se le subió un poco por la espalda y Rose vio entonces una mancha rojiza y marronosa en sus pantalones. La agarró del brazo:
—Espera, debes de haberte hecho daño. Mira, tienes sangre en los calzones. —Un simple arañazo causado por un clavo oxidado podía poner una vida en peligro. Rose rebuscó en los tablones sobre los que se había sentado Ellen, pero no vio nada—. Aquí no hay nada con lo que puedas haberte lastimado. Acaso la mancha sea de antes.
Ellen no se explicaba de dónde había salido esa sangre. Salvo por los insidiosos retortijones que la torturaban desde hacía un rato, y que había tomado por las primeras señales de mareo, no había sentido ningún dolor. Se retiró a un rincón apartado, donde nadie la viera, se bajó los pantalones y comprobó que la sangre procedía de su sexo. Sintió miedo. Recordaba vagamente que también su madre había sangrado —solía decir entonces que estaba «impura»—, pero por qué sangraba, cuánto duraba y qué debía hacerse, Ellen no lo sabía. Se sintió del todo indefensa. ¿Qué sucedería cuando lo viera Glenna? Se lo contaría a Donovan y su viaje acabaría antes aún de que hubiera comenzado de verdad. Se le arrasaron los ojos en lágrimas. A lo mejor incluso la castigaban y la encarcelaban, o la abandonaban en Normandía. Además de los retortijones, empezó a sentir sofocos.
De pronto vio a Rose frente a ella mirándole la entrepierna, que seguía descubierta. Allí donde los hombres estaban bien provistos, faltaba algo. Sólo un poco de vello ralo cubría su sexo.
—No eres un muchacho —afirmó—. ¿Es la primera vez que sangras? —preguntó con interés.
Ellen asintió sin decir nada; la vergüenza le impedía mirar a Rose a los ojos.
—Iré a ver a Hazel, seguro que las putas saben de eso.
—¡Por favor, no me delates! —susurró Ellen, y la miró con súplica.
—No lo haré, debes de tener tus motivos para hacer creer que eres un mancebo. Le diré que he empezado a sangrar yo, no te preocupes. ¿Te duele? —Rose parecía saber más que Ellen sobre esas hemorragias.
—La tripa.
Se quedó esperando acuclillada en un rincón y se subió los pantalones por el momento.
Cuando Rose regresó, había conseguido información suficiente para tranquilizada.
—Hazel me ha dado un par de paños y me ha enseñado cómo se colocan. Las mujeres cuidan de no sentarse sobre la falda para que no se les manche, pero tú llevas calzones y medias, conque tendrás que asegurarte de que el jubón te tape siempre bien, pero no te sientes encima de él. Además, también tienes que cambiar y lavar los paños a menudo. Si no, huelen. —Le dio los trapos—. Y esto es artemisa, ponte un par de hojas bajo la lengua. Dicen que va bien para los dolores. ¿Tienes otros calzones?
Ellen asintió.
—En mi fardo.
Era incapaz de hacer nada y se sintió muy agradecida de que Rose se ocupara de todo.
—Toma, póntelos y dame los manchados. Ya los lavaré yo, y también los paños de lino. Así no llamarás la atención. No te preocupes, nadie notará nada —dijo Rose después de haber ido por el fardo y haber sacado los pantalones limpios.
—Me has ayudado mucho, gracias —masculló Ellen mientras se colocaba un paño doblado entre las piernas.
Para que no se moviera, Rose le anudó un trapo más grande alrededor de las caderas, tal como le había enseñado Hazel. Ellen se puso los calzones limpios encima. «Si Llewyn supiera…», pensó. Con gran esfuerzo consiguió reprimir una risita histérica que la asaltó de repente.
Rose adoptó por completo el papel de protectora y guardiana del secreto de Ellen, y esta se sintió más agradecida que nunca de contar con su amistad.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó más tarde Hazel a Rose, que al principio no sabía de qué le estaba hablando.
—¿Yo? ¡Mejor que nunca!
—A mí la artemisa también me va muy bien, pero a Tyra… —Hazel señaló con la cabeza a su amiga—, a Tyra no le sirve de nada. Cada una es diferente.
Entonces Rose comprendió de qué le hablaba.
—Te estoy de veras muy agradecida. Los dolores eran horribles, pero ya me encuentro muy bien —mintió sin sonrojarse.
—Si te vuelve a doler, ven a verme, tengo más.
—Te lo agradezco —murmuró Rose.
—Me vuelvo para allá antes de que los hombres empiecen a formarse ideas raras —dijo la prostituta en tono conspirativo—. Cada vez que pasan junto a Tyra y a mí, silban, se relamen con placer o nos hacen comentarios indecorosos. Tú eres una muchacha decente, a ti no tienen por qué tratarte así.
—¿Por qué lo haces, entonces? —quiso saber Rose.
—Nunca aprendí a hacer ninguna otra cosa. —Hazel se encogió de hombros con indiferencia—. Mi madre y mi abuela también fueron putas, yo nací en el burdel y no conozco nada más. No tuve elección.
—¿Son todos los hombres así?
—Casi —respondió Hazel, y miró en dirección a la borda—. Los únicos que no nos miran con esos ojos voraces son ese tal Walter Map y el joven Alan. Me parecen simpáticos. ¡Creo que al muchacho le gustas!
—¡Somos amigos, nada más!
—¡Ay, chiquilla, no te rindas tan pronto, seguro que lo consigues! —exclamo Hazel, que creyó percibir una nota de decepción en la voz de Rase, y le dio unos golpecitos de ánimo en el hombro.
El cuarto día de travesía, poco después del alba, Ellen estaba con Walter junto a la borda. Le gustaban su refinado sentido del humor y sus maneras reservadas.
—¿Has reparado en cómo te mira Rose? —Walter asió a Ellen de los hombros y acercó mucho su rostro al de ella.
—¿Qué quieres decir? —Ellen no comprendía cuál era su insinuación.
—Va tras de ti como el diablo tras las almas simples, mi querido Alan. Vigila con celo cada uno de tus movimientos —le susurró al oído—. Ya la tienes ahí detrás, contemplándote.
Ellen se echó a reír. Rose era su única amiga, la mitad de la noche se la habían pasado cuchicheando.
—¡Oh, Map, tienes una fantasía desbordante!
Walter enarcó las cejas.
—Si te interesa mi bienintencionado consejo, en caso de que no quieras nada con esa muchacha, guárdate de ella. ¡Del amor no correspondido surge el odio más peligroso! Créeme, y no olvides mis palabras.
—No es lo que tú crees. En serio. Lo único que nos une es la amistad —repuso Ellen, segura de su postura.
—Lo que tú digas.
Walter contemplaba el mar. Parecía algo ofendido, pero de pronto miró a lo lejos con entusiasmo.
—¡Allá! Allá está la costa de Normandía, ¿ves la desembocadura del río? Allí el Sena se vacía en el mar. Lo remontaremos hasta llegar a Tancarville —explicó.
Ellen se llevó las manos a la frente para protegerse del sol y miró hacia el este. A pesar de que el viento era favorable, el trayecto hasta la desembocadura del Sena duró más de lo que esperaba. La chiquilla oteaba con nerviosismo hacia la costa, de la que ya estaban muy cerca. Un viejo marinero normando se acercó entonces corriendo desde el otro lado de la cubierta y se asomó por la borda.
—¿Acaso también él se ha mareado? —Ellen enarcó las cejas con incredulidad y miró a Walter en actitud interrogante.
El hombre era el único inglés que hablaba también francés, por lo que siempre estaba al tanto de cuanto sucedía a bordo.
Map zarandeó la cabeza y se echó a reír.
Justo en ese momento, el marinero de curtido rostro sin afeitar se volvió, se llevó las manos a la boca para hacer bocina y le gritó al timonel algo que no comprendieron. Después regresó corriendo al otro lado del barco y también allí se inclinó sobre la borda.
—En el nombre de Dios, ¿qué está haciendo?
—Los marinos dicen que en el Sena hay más bajíos que ostras en Honfleur. —Walter sonrió—. Si deja de prestar atención un solo instante, nuestro viaje habrá llegado su fin antes de alcanzar Tancarville. —Por la expresión de Ellen, Map vio que con esa respuesta no bastaba—. Se asoma tanto por encima de la borda para poder ver mejor. Un hombre como él debe de tener muchos años de experiencia y sabrá cómo hacer para que el navío no embarranque. ¿Ves a ese joven marinero de ahí detrás?
—Claro, tengo ojos en la cara —dijo Ellen, y se preguntó porqué había sonado tan molesta.
—Seguramente el viejo empezó igual que él, y debió de aprender mucho observando por encima del hombro de un marino más experimentado. En las tabernuchas de los puertos no sólo se bebe, la gente de mar también intercambia experiencias. Así, gracias a otros marineros y a viajes anteriores, ha recopilado conocimientos sobre los bajíos. Los reconoce por el paisaje y por la forma en que sobresalen las rocas del Sena. El color de las aguas también le dice dónde puede haber bancos, por eso lo mira todo con tanta atención.
—Dime, ¿cómo es que sabes todo eso? —preguntó Ellen, impresionada.
Map sonrió con picardía.
—No todo el mundo es tan callado como tú. Debes de ser el único que no me ha hablado de lo que le gusta hacer.
Ellen no dijo más y contempló pensativamente el país extranjero que se extendía a izquierda y derecha del Sena. La tierra era húmeda y de un marrón oscuro, y en la reluciente hierba verde y jugosa de los pastos había una infinidad de flores primaverales de muchísimos colores. Esa imagen despertó en Ellen el imperioso deseo de volver a poner pie en tierra firme de una vez.
—¡Dios santo, cómo detesto este vaivén! —rezongó.
Walter la miró con asombro.
—¿No me digas que vas a ponerte malo tan cerca del final? ¡Si casi no hay marejada…!
—Tonterías, estoy muy bien. Es sólo que tengo ganas de andar otra vez por fin en línea recta —replicó ella con aspereza.
En la orilla había vacas marrones y blancas, bien alimentadas, que miraban con grandes ojos al barco que pasaba.
—¡Allá atrás, mira, hay ovejas! ¡Y corderos! —exclamó Ellen, sorprendida, señalando hacia otro pasto.
—Sopla, Alan, empiezo a preocuparme seriamente por tu salud mental. La mitad de Inglaterra está devorada por las ovejas, por el amor de Dios, ¿por qué enloqueces ante la visión de esos cuadrúpedos balantes?
—Es que, como habían cargado ovejas a bordo —dijo ella, medio gruñendo—, pensaba que en Normandía no habría.
—Ah, claro. —Walter asintió y le sonrió.
Ellen estaba molesta por saber tan poco acerca de Normandía.
—Las ovejas inglesas dan mejor lana y en mayor cantidad, más que otros animales, por eso los normandos piden nuestros especímenes para introducirlos en sus tierras. Pero por algún extraño motivo, las mejores siguen siendo las ovejas de Inglaterra. Yo creo que es por lo que comen en nuestros pastos. —Map se perdió unos instantes en sus pensamientos—. O por el clima inglés…
No había terminado aún ninguna de sus reflexiones cuando el tejedor, que ya se había unido a ellos hacía un rato, dijo la suya:
—Es por el esquileo, un arte que los ganaderos ingleses dominan mejor. Además, rezan a menudo a sus santos patrones. ¡Y con eso quiero decir que la ayuda del Señor no es nada desdeñable! —aclaró Webster con fanfarronería.
Walter asintió, pensativo, y Ellen se alegró de que dejara de mirarla con burla. Alzó la vista un instante al cielo gris del mediodía y contempló después la tierra llana y extensa que tenía ante sí. Amplios bosques caducifolios y de coníferas se alternaban con pastos y campos, y entre ellos había miles y miles de preciosos manzanos. El viento de la primavera los despojaba de sus hojas marchitas de color rosa palo y las hacía volar como si fueran ráfagas de copos de nieve. «Aquí debe de vivirse bien», pensó Ellen con optimismo.
—¡Mirad, allí delante! ¡Tancarville! —exclamó alguien.
Ellen se estiró con curiosidad.
A lo lejos, un castillo magnífico se alzaba sobre un abrupto triángulo de roca que se adentraba un buen trecho en el Sena. El agua bañaba por dos de sus lados la base del montículo que presidía la fortificación, de manera que la protegía de los atacantes. Las piedras claras y bien talladas de la torre del homenaje relucían con tonos plateados en el sol de la tarde. Una infinidad de cabañas inclinadas por el viento se apiñaban alrededor del promontorio, como si quisieran tomarlo por asalto y, aun así, aquella imagen transmitía una sensación de paz. Dos grandes navíos de comerciantes y varias barcas de pescadores cabeceaban en una pequeña bahía que había bajo el castillo. En ese punto, las dos orillas del Sena estaban ocupadas por espesos bosques. Seguro que estos estarían repletos de caza y serían zona predilecta para las cacerías del señor de Tancarville y sus hombres.
Todos los viajeros, entretanto, se habían reunido en cubierta, curiosos por contemplar su nuevo hogar. Cada uno de ellos llevaba consigo sus propios miedos y esperanzas. Allí y en aquel instante, sin embargo, sólo vieron la belleza de Tancarville y quedaron cautivados por ella.
Al oeste, el sol poniente inundó el horizonte de una tenue luz. Nubes de color rosado recorrían como ovejas pintadas un cielo azul grisáceo. El sol no tardaría en hundirse en el horizonte entre un mar de colores. Sólo al norte se veía el cielo de un gris negruzco y amenazador, como si se estuviera preparando una tormenta.