En casa de la bruja
Y ahora, claro está, querrás saber qué le había sucedido a Edmund. Éste había comido su parte de la cena, pero no había saboreado realmente la comida porque no dejaba de pensar en las delicias turcas; y no existe nada que arruine tanto el sabor de la buena comida cotidiana como el recuerdo de la mala comida mágica. También había oído la conversación, y tampoco había disfrutado demasiado con ella, porque no dejaba de pensar que los otros no le prestaban la menor atención e intentaban dejarlo de lado. Eso no era así, sólo eran imaginaciones suyas. Y luego había escuchado hasta que el señor Castor les habló de Aslan y de todo el plan de reunirse con él en la Mesa de Piedra. Fue entonces cuando, sin hacer ningún ruido, empezó a deslizarse con cautela bajo la cortina que colgaba sobre la puerta; pues la mención de Aslan le provocó una sensación horrible y misteriosa, del mismo modo que a los otros les provocó una que resultaba agradable y también misteriosa.
En el mismo instante en que el señor Castor recitaba el verso sobre «el Hijo de Adán en carne y hueso», Edmund había empezado a girar en silencio la manecilla de la puerta; y justo antes de que su anfitrión hubiera empezado a contarles que la Bruja Blanca no era realmente humana sino mitad genio maléfico y mitad una gigante, el niño había salido al exterior en plena nevada y cerrado con sumo sigilo la puerta a su espalda.
No hay que pensar que Edmund fuera tan malo que realmente deseara que convirtieran en estatua de piedra a sus hermanos. Lo que en realidad deseaba eran las delicias turcas y convertirse en príncipe —y más adelante en rey— y también vengarse de Peter por llamarlo alimaña ponzoñosa. En cuanto a lo que la bruja pudiera hacer con los otros, no deseaba que ésta fuera especialmente amable con ellos —desde luego no que los colocara al mismo nivel que él—, pero se las arregló para creer, u obligarse a creer, que no les haría nada del todo malo. «Porque —se dijo a sí mismo— los que dicen cosas desagradables sobre ella son sus enemigos y probablemente la mitad de todo ello no sea cierto. Se mostró de lo más amable conmigo, desde luego mucho más amable que ellos. Supongo que es la reina legítima, en realidad. ¡En cualquier caso, será mejor que ese horrible Aslan!». Al menos aquélla fue la excusa que forjó en su mente para lo que estaba haciendo. No era una buena excusa, sin embargo, ya que en lo más profundo de su ser sabía realmente que la Bruja Blanca era mala y cruel.
De lo primero que se dio cuenta cuando estuvo en el exterior y descubrió que nevaba copiosamente a su alrededor, fue de que había dejado el abrigo en la cabaña de los castores. Y sin duda no existía la menor posibilidad de volver a por él en aquellos momentos. Lo siguiente que advirtió fue que casi había oscurecido por completo, pues eran cerca de las tres cuando se sentaron a comer, y los días de invierno eran cortos. No había contado con aquello, pero tendría que arreglárselas como pudiera. Así pues, se subió el cuello de la camisa y avanzó arrastrando los pies por la parte superior del dique que, afortunadamente, no resultaba tan resbaladiza debido a la nieve que había caído, hasta la otra orilla del río.
La situación no pintaba nada bien cuando llegó al otro lado. Oscurecía por momentos, y entre aquello y los copos de nieve que se arremolinaban a su alrededor apenas podía ver a un metro de distancia. Y además, tampoco había sendero alguno. Cada dos por tres caía por profundos ventisqueros, resbalaba sobre charcos helados, tropezaba con troncos caídos, rodaba por empinados terraplenes y se despellejaba las piernas contra rocas, y al final acabó mojado, helado y magullado de la cabeza a los pies. El silencio y la soledad eran espantosos. De hecho, realmente creo que habría abandonado todo el plan, regresado, confesado y hecho las paces con los otros, si no se le hubiera ocurrido decirse a sí mismo: «Cuando sea rey de Narnia lo primero que haré será construir unas cuantas carreteras decentes». Y, claro está, aquello hizo que se pusiera a pensar en ser rey y en todas las otras cosas que haría, y eso lo animó una barbaridad. Acababa de decidir mentalmente qué clase de palacio tendría, cuántos coches, todo lo referente a su cine particular, por dónde discurrirían las principales vías férreas, y qué leyes promulgaría contra castores y diques, y estaba dando los últimos toques a algunas estratagemas para mantener a Peter en su lugar, cuando el tiempo cambió. Primero dejó de nevar. Luego empezó a soplar un viento fuerte y la temperatura se tornó gélida. Finalmente, las nubes se alejaron y salió la luna. Era una luna llena y, al brillar sobre aquella nieve, hizo que todo quedara tan iluminado como si fuera de día; aunque las sombras resultaban algo desconcertantes.
Jamás habría encontrado el camino si la luna no hubiera salido ya cuando alcanzó el otro río; no hay que olvidar que había visto —al llegar por primera vez a la casa de los castores— un riachuelo que desembocaba en el río más grande, algo más abajo. Llegó hasta éste y giró para seguir su curso; pero el pequeño valle por el que discurría era mucho más empinado y rocoso que el que acababa de abandonar y estaba totalmente plagado de matorrales, de modo que no lo habría conseguido en la oscuridad. Aun con la luz de la luna, acabó calado hasta los huesos ya que se veía obligado a agacharse para pasar bajo algunas ramas, y enormes montones de nieve iban a parar a su espalda. Cada vez que aquello sucedía pensaba más y más en lo mucho que odiaba a Peter; como si todo aquello fuera culpa de su hermano.
Pero por fin llegó a un punto que era más llano y el valle se desplegó ante él. Y allí, al otro lado del río, bastante cerca de él, en medio de una pequeña llanura entre dos colinas, vio lo que sin duda era la Casa de la Bruja Blanca. Y la luna brillaba en aquellos momentos con más fuerza que nunca. Más que una casa era un castillo. El edificio parecía un conjunto de torreones; torreones pequeños rematados por altos y puntiagudos chapiteles, afilados como agujas. Parecían enormes capirotes o gorros de hechiceros. Refulgían bajo la luz de la luna y sus largas sombras tenían un aspecto extraño sobre la nieve. Edmund empezó a sentir miedo de la casa.
Sin embargo ya era muy tarde para pensar en dar media vuelta. Cruzó la helada superficie del río y avanzó hasta el edificio. No se movía nada; no se oía el menor sonido por ninguna parte. Ni siquiera sus pies hacían ruido sobre la espesa capa de nieve recién caída. Caminó y caminó, dejando atrás una esquina tras otra de la casa, y también un torreón tras otro en busca de la puerta. Tuvo que dar toda la vuelta hasta llegar al otro extremo antes de localizarla. Era una arcada inmensa, pero las enormes rejas de hierro estaban abiertas de par en par.
Edmund se acercó sigilosamente a la arcada y miró al interior en dirección al patio, y allí vio algo que casi hizo que le diera un vuelco el corazón. Justo pasada la puerta, con la luz de la luna brillando sobre él, había un enorme león, agazapado como si estuviera a punto de saltar. El niño se quedó bajo la sombra del arco, temeroso de avanzar y también de retroceder, con las rodillas entrechocando temblorosas. Permaneció allí tanto tiempo que los dientes habrían empezado a castañetearle de frío si no hubieran estado haciéndolo ya debido al miedo. ¿Cuánto tiempo duró aquello?, no lo sé, pero a Edmund le pareció que duraba horas.
Luego, por fin, empezó a preguntarse por qué el león permanecía tan quieto, pues no se había movido ni un centímetro desde que posó los ojos en él. Se aventuró entonces algo más cerca, manteniéndose todavía bajo la sombra del arco en la medida de lo posible, y se dio cuenta de que por el modo en que estaba colocado el león, éste no podía estar mirándolo a él. «Pero ¿y si vuelve la cabeza?», pensó. En realidad el animal contemplaba otra cosa, concretamente un enanito colocado de espaldas a él a algo más de un metro de distancia. «¡Ajá! —pensó Edmund—. Cuando salte sobre el enano será mi oportunidad de escapar». Sin embargo, el león siguió sin moverse, y tampoco se movió el enano. Entonces Edmund por fin recordó que los demás habían dicho que la Bruja Blanca convertía a la gente en piedra. A lo mejor aquello no era más que un león de piedra; y en cuanto lo pensó se dio cuenta de que el lomo del animal y la parte superior de la cabeza estaban cubiertos de nieve. ¡Claro que debía de ser simplemente una estatua! Ningún animal vivo dejaría que lo cubriera la nieve. A continuación, muy despacio y con el corazón latiendo como si le fuera a estallar, Edmund se decidió a acercarse al león. Incluso entonces apenas se atrevía a tocarlo, pero por fin alargó la mano, muy de prisa, y lo hizo; era piedra helada. ¡Se había asustado de una simple estatua!
La sensación de alivio que experimentó fue tan grande que a pesar del frío se sintió repentinamente embargado por una oleada de calor que lo cubrió de la cabeza a los pies, y al mismo tiempo se le ocurrió lo que parecía una idea deliciosa. «Probablemente —pensó— éste sea el gran león Aslan del que hablaban. Ya lo ha capturado y lo ha convertido en piedra. ¡Así han acabado todas las bonitas ideas sobre él! ¡Bah! ¿Quién teme a Aslan?».
Se quedó allí experimentando una satisfacción maligna mientras contemplaba el león de piedra, y finalmente hizo algo muy estúpido e infantil. Sacó un pequeño lápiz del bolsillo y garabateó un bigote en el labio superior del león y luego un par de lentes sobre los ojos. Al acabar exclamó:
—¡Ja! ¡El estúpido y viejo Aslan! ¿Te gusta ser de piedra? Creías que eras magnífico, ¿no es cierto?
No obstante, a pesar de los garabatos, el rostro de la poderosa bestia seguía resultando tan aterrador, triste y noble, con la vista alzada bajo la luz de la luna, que, a decir verdad, Edmund no se divirtió en absoluto burlándose de él. Dio media vuelta y empezó a cruzar el patio.
Al llegar a su parte central vio que había docenas de estatuas por todas partes; de pie aquí y allá más o menos como están colocadas las piezas de un tablero de ajedrez en mitad de la partida. Había sátiros de piedra, lobos de piedra, y osos, zorros y leopardos de piedra. Había preciosas figuras de piedra que parecían mujeres pero que eran en realidad los espíritus de los árboles. Estaba la enorme figura de un centauro y de un caballo alado y una criatura alargada y grácil que Edmund supuso que era un dragón. Todos tenían un aspecto tan extraño allí de pie, naturales y al mismo tiempo inmóviles, bajo la fría y radiante luz de la luna, que resultaba horripilante atravesar el patio. Justo en la parte central se erguía una figura enorme parecida a un hombre, pero tan alta como un árbol, con un rostro feroz, una barba enmarañada y un enorme garrote en la mano derecha. A pesar de que sabía que se trataba de un gigante de piedra y no de uno vivo, al niño no le gustaba nada tener que pasar por su lado.
Descubrió entonces que una luz tenue surgía de una entrada situada en el otro extremo del patio. Fue hacia allí; había un tramo de escalera que ascendía hasta la puerta abierta, y Edmund subió los peldaños. Atravesado en el umbral yacía un lobo enorme.
—Todo va bien, todo va bien —se repitió para sí una y otra vez—. No es más que un lobo de piedra. No puede hacerme daño.
Alzó la pierna para pasar por encima y, al instante, la enorme criatura se puso en pie, con todos los pelos del lomo bien erizados, abrió las enormes fauces y dijo con voz gutural:
—¿Quién anda ahí? ¿Quién anda ahí? No te muevas, extranjero, y dime quién eres.
—Con su permiso, señor —contestó Edmund, temblando de tal modo que apenas conseguía hablar—, mi nombre es Edmund, soy el Hijo de Adán que su majestad encontró en el bosque el otro día, y he venido a traerle la noticia de que mis hermanos se encuentran ahora en Narnia; muy cerca, en la casa de los castores. Ella… ella deseaba verlos.
—Se lo diré a su majestad —respondió el lobo—. Entretanto, quédate aquí quieto en el umbral, si valoras tu vida. —Dicho aquello desapareció en el edificio.
Edmund permaneció allí de pie y aguardó, con los dedos doloridos por el frío y el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, y al cabo, el enorme lobo, Maugrim, jefe de la policía secreta de la bruja, regresó dando saltos y anunció:
—¡Entra! ¡Entra!, afortunado favorito de la reina, o tal vez no tan afortunado.
Y Edmund entró, teniendo buen cuidado de no pisar las garras del lobo.
Se encontró en un vestíbulo grande y lóbrego con muchas columnas, lleno, igual que el patio, de estatuas. La situada más cerca de la puerta era un pequeño fauno con una expresión muy triste en el rostro, y Edmund no pudo menos que preguntarse si no sería el amigo de Lucy. La única luz provenía de una solitaria lámpara y cerca de ella se sentaba la Bruja Blanca.
—He venido, majestad —dijo Edmund, avanzando apresuradamente, lleno de ansiedad.
—¿Cómo te atreves a venir solo? —tronó la bruja con una voz terrible—. ¿No te dije que trajeras a tus hermanos contigo?
—Por favor, majestad. He hecho todo lo que he podido. Los he traído bastante cerca. Están en una casita en lo alto del dique justo río arriba, con el señor y la señora Castor.
Una lenta y cruel sonrisa asomó al rostro de la bruja.
—¿Es esto todo lo que tienes que decir? —inquirió.
—No, majestad —respondió él, y procedió a contarle todo lo que había escuchado antes de abandonar la casa de los castores.
—¡Qué! ¿Aslan? —exclamó la reina—. ¡Aslan! ¿Es eso cierto? Si descubro que me has mentido…
—Por favor, no hago más que repetir lo que dijeron —tartamudeó Edmund.
Pero la reina, que ya no le prestaba atención, dio una palmada. Al instante, hizo acto de presencia el mismo enano que Edmund había visto con ella la otra vez.
—Prepara nuestro trineo —ordenó la bruja—, y usa arneses sin cascabeles.