La primera batalla de Peter
Mientras el enano y la bruja mantenían esa conversación, a kilómetros de distancia, los castores y los tres niños seguían andando en medio de lo que parecía un sueño encantador. Hacía mucho rato que habían abandonado los abrigos, y para entonces ya habían dejado de decirse unos a otros: «¡Mira! Ahí hay un martín pescador», o «¡Ahí va, son campanillas!», o «¿Qué era ese olor tan delicioso? », o «¡Escucha ese tordo!». Andaban en silencio empapándose de todo lo que los rodeaba, atravesando zonas de cálida luz solar para penetrar en frescos y verdes bosquecillos y luego volver a salir a amplios claros cubiertos de musgo donde altos olmos elevaban el frondoso techo muy por encima de sus cabezas, y a continuación pasar al interior de espesas masas de groselleros en flor y por entre matas de espinos de embriagador olor dulzón.
Se habían sentido tan sorprendidos como Edmund al ver que el invierno se desvanecía y todo el bosque pasaba en unas pocas horas de enero a mayo. A diferencia de la bruja, los niños ignoraban que eso sería lo que sucedería cuando Aslan llegara a Narnia; pero todos sabían que eran los hechizos de la reina los que habían dado origen al interminable invierno; y por lo tanto todos supieron, en cuanto apareció aquella primavera mágica, que algo había fallado, y de un modo estrepitoso, en los planes de la bruja. Además, después de que el deshielo hubiera proseguido durante cierto tiempo, todos comprendieron que la bruja ya no podría usar el trineo, y ya no se apresuraron tanto y se permitieron más descansos y cada vez más largos. Estaban muy cansados ya, como era natural; pero no lo que yo denominaría exhaustos; simplemente se movían con más lentitud y se sentían soñolientos y tranquilos por dentro, como le sucede a uno cuando se acerca al final de un largo día al aire libre. Susan tenía una pequeña ampolla en el talón.
Habían abandonado el curso del gran río hacía cierto tiempo, pues había que girar un poco a la derecha —lo que significaba dirigirse un poco al sur— para llegar al lugar donde estaba la Mesa de Piedra. De todos modos, aunque aquél no hubiera sido el camino más apropiado, no podrían haber proseguido por el valle del río una vez iniciado el deshielo, pues con toda aquella nieve fundida el río no tardó en crecer —una maravillosa y rugiente inundación amarillenta— y su sendero habría quedado sumergido.
Y entonces el sol empezó a descender, la luz se tornó más roja, las sombras se alargaron y las flores empezaron a cerrarse.
—No falta mucho ya —dijo el señor Castor.
Empezó a conducirlos colina arriba por entre un espeso y mullido musgo, que producía una sensación muy agradable a sus cansados pies cuando lo pisaban, en un lugar donde sólo crecían árboles altos, muy separados entre sí. La ascensión, al tener lugar al final de un largo día, hizo que todos jadearan y resoplaran. Y justo en el momento en que Lucy se preguntaba si realmente conseguiría llegar a lo alto sin tener que detenerse un buen rato a descansar, de improviso se encontraron en la cima. Una vez allí, esto fue lo que vieron.
Se hallaban en un enorme y despejado espacio verde desde el que se podía contemplar cómo el bosque se extendía hasta donde alcanzaba la vista en todas direcciones; excepto delante de ellos. Allí, muy al este, había algo que centelleaba y se movía.
—¡Caray! —susurró Peter a Susan—. ¡El mar!
En el centro justo de aquella cima despejada se encontraba la Mesa de Piedra. Era una enorme y lúgubre losa de piedra gris sostenida por cuatro piedras verticales. Parecía muy antigua; y toda ella estaba esculpida con extrañas líneas y figuras que podían ser las letras de un idioma desconocido. Su contemplación producía una sensación curiosa. Lo siguiente que vieron fue un pabellón montado a un lado del espacio abierto. Era un pabellón estupendo —en especial entonces, con la luz del sol que se ponía cayendo sobre él— con laterales que parecían de seda amarilla, cuerdas carmesí y estacas de marfil; y en lo alto, sujeto a un asta, un estandarte que lucía un león de color rojo rampante ondeando en la brisa que les azotaba el rostro desde el lejano mar. Mientras lo contemplaban, oyeron una música a su derecha; y volviéndose en aquella dirección vieron lo que habían ido a buscar.
Aslan estaba en el centro de una multitud de criaturas que se habían agrupado a su alrededor en forma de media luna. Había mujeres de los árboles y mujeres de los pozos —dríades y náyades, como acostumbran a llamarlas en nuestro mundo— que sostenían instrumentos de cuerda; eran ellas quienes hacían sonar la música. Había cuatro grandes centauros, cuya parte de caballo era igual que la de los enormes caballos de granja ingleses y su parte humana se parecía al torso de unos gigantes severos pero apuestos. También estaban presentes un unicornio, un toro con cabeza humana, un pelícano, un águila y un perro enorme. Y junto a Aslan se encontraban dos leopardos, uno de los cuales sostenía su corona y el otro, su estandarte.
Pero en lo referente al propio Aslan, ni los castores ni los niños supieron qué hacer o decir cuando lo vieron. La gente que no ha estado en Narnia a veces piensa que una cosa no puede ser buena y terrible al mismo tiempo, pero si los niños compartían esa opinión, dejaron de hacerlo inmediatamente en aquel momento. Pues cuando intentaron mirar el rostro de Aslan sólo vislumbraron la dorada melena y los enormes, regios, solemnes y sobrecogedores ojos; y a continuación descubrieron que no podían mirarlo sin dejar de temblar.
—Adelante —susurró el señor Castor.
—No —musitó Peter—, ustedes primero.
—No, los Hijos de Adán antes que los animales —volvió a susurrarle el señor Castor.
—Susan —murmuró Peter—. ¿Por qué no tú? Las damas primero.
—No, tú eres el mayor —contestó ella, también en un susurro.
Como era natural, cuanto más tiempo seguían con aquello, más incómodos se sentían. Entonces, finalmente, Peter comprendió que le correspondía hacerlo a él, así que desenvainó la espada y la alzó en un gesto de saludo mientras se apresuraba a indicar a los otros:
—Vamos, tranquilizaos.
Luego avanzó hacia el león y dijo:
—Hemos venido, Aslan.
—Bienvenido, Peter, Hijo de Adán —saludó éste—. Bienvenidas, Susan y Lucy, Hijas de Eva. Bienvenidos señor y señora Castor.
Su voz era profunda y sonora, y de algún modo consiguió hacer desaparecer la agitación de los recién llegados, que, a partir de aquel momento, se sintieron satisfechos y tranquilos y a quienes dejó de parecerles embarazoso permanecer allí de pie sin decir nada.
—Pero ¿dónde está el cuarto? —preguntó el león.
—Ha intentado traicionarlos y se ha unido a la Bruja Blanca, oh, Aslan —explicó el señor Castor.
En aquel momento, algo impulsó a Peter a añadir:
—Eso fue en parte culpa mía, Aslan. Estaba enfadado con él y creo que eso ayudó a que actuara de un modo equivocado.
Y Aslan no dijo nada ni para excusar a Peter ni para culparlo, sino que se limitó a contemplarlo con sus enormes e inmutables ojos. Y a todos les pareció que no había nada que decir.
—Por favor… Aslan —intervino Lucy—, ¿puede hacerse algo para salvar a Edmund?
—Se hará todo lo necesario —respondió él—; pero puede resultar más arduo de lo que pensáis.
Luego volvió a quedarse en silencio durante un tiempo. Hasta aquel momento Lucy había estado pensando en lo regio, poderoso y pacífico que parecía su rostro; pero entonces se le ocurrió que también parecía triste. Sin embargo, al siguiente minuto aquella expresión había desaparecido. El león agitó la melena y dio una palmada con las zarpas («¡Zarpas terribles —pensó Lucy—, si él no supiera como almohadillarlas!») y anunció:
—Entretanto, preparemos el banquete. Señoras, acompañad a estas Hijas de Eva al pabellón y ocupaos de ellas.
Cuando las niñas se hubieron marchado, Aslan posó la zarpa, que, aunque estaba almohadillada, era muy pesada, en el hombro de Peter y dijo:
—Ven, Hijo de Adán, y te mostraré una lejana visión del castillo en el que has de ser rey.
Y Peter, con la espada todavía desenvainada en la mano, se marchó con el león hasta el borde oriental de la cima de la colina. Allí sus ojos descubrieron un hermoso espectáculo. El sol se ponía a sus espaldas, y ello significaba que todo el territorio situado a sus pies quedaba bañado por la luz de la tarde; bosques, colinas, valles y, alejándose zigzagueante como una serpiente plateada, la parte inferior del gran río. Y más allá de todo ello, a kilómetros de distancia, estaba el mar, y más allá del mar, el cielo, lleno de nubes que empezaban a adquirir un tono rosado por el reflejo de la puesta de sol. Sin embargo, justo en el punto en que el territorio de Narnia se unía al mar —de hecho, en la desembocadura del gran río— había algo sobre una pequeña colina, que relucía. Relucía porque se trataba de un castillo y la luz del sol se reflejaba desde todas las ventanas que miraban en dirección a Peter y la puesta de sol; pero a Peter le pareció una estrella enorme posada sobre la orilla del mar.
—Querido Hijo de Adán, aquello es Cair Paravel, el de los cuatro tronos, en uno de los cuales debes sentarte tú como rey. Te lo muestro porque tú eres el primogénito y serás Sumo Monarca sobre todos los demás —dijo muy serio Aslan.
Peter permaneció callado, pues en aquel momento un extraño ruido despertó repentinamente el silencio. Fue parecido a un toque de clarín, pero más sonoro.
—Es el cuerno de tu hermana —indicó Aslan a Peter en voz baja; tan baja que sonó casi como un ronroneo, si no resulta irrespetuoso decir que un león ronronea.
Por un momento Peter no comprendió. Luego, al ver que todas las otras criaturas se lanzaban al frente y oír que Aslan decía con un movimiento de su zarpa: «¡Atrás! Dejad que el príncipe dé pruebas de sus aptitudes», comprendió, y salió corriendo tan de prisa como pudo en dirección al pabellón; una vez allí contempló un espectáculo horrible.
Las náyades y dríades se dispersaban en todas direcciones, y Lucy corría hacia él a toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas, con el rostro blanco como el papel. Entonces vio que Susan huía precipitadamente en dirección a un árbol y se encaramaba a él de un salto, seguida por una enorme bestia gris. En un principio Peter creyó que se trataba de un oso; luego vio que tenía aspecto de alsaciano, aunque era excesivamente grande para ser un perro. Comprendió entonces que se trataba de un lobo; un lobo erguido sobre las patas traseras, con las patas delanteras apoyadas sobre el tronco del árbol, que lanzaba mordiscos y gruñidos, y con todo el pelaje del lomo erizado. Susan no había conseguido subir más arriba de la segunda rama grande, y una de sus piernas colgaba de modo que el pie quedaba apenas a unos centímetros de los chasqueantes dientes. Peter se preguntó cómo era que no subía más o al menos se sujetaba mejor; entonces comprendió que estaba a punto de desmayarse y que si lo hacía, caería al suelo.
Peter no se consideraba valiente; en realidad, en aquella situación sintió como si estuviera a punto de marearse. Pero no podía permitir que eso afectara a lo que debía hacer. Se abalanzó hacia el monstruo y se dispuso a asestarle una cuchillada en el costado. El golpe jamás tocó al lobo que, veloz como un rayo, giró con ojos llameantes, y las fauces abiertas de par en par en un aullido de rabia. De no haber estado tan enfurecido que se limitaba a aullar, habría atrapado al niño por la garganta al instante. Sin embargo, lo que ocurrió —aunque todo sucedió con demasiada rapidez para que Peter pudiera pensar— fue que el muchacho tuvo tiempo para agacharse y hundir la espada, con todas sus fuerzas, por entre las patas delanteras de la bestia, en su corazón. A continuación se produjo un horrible momento de confusión, como si se tratara de una pesadilla. Él tiraba y estiraba y el lobo no parecía ni vivo ni muerto, y sus colmillos desnudos chocaron contra la frente del niño, y todo fue un revoltijo de sangre, calor y pelo. Al cabo de un instante descubrió que el monstruo yacía muerto, que él había extraído la espada del cuerpo, que se estaba incorporando y que se limpiaba el sudor del rostro y los ojos. Se sentía totalmente agotado.
Luego, transcurrido un tiempo, Susan descendió del árbol. Tanto ella como Peter estaban temblorosos cuando se reunieron y no diré que no hubiera besos y llantos por ambas partes; pero en Narnia nadie habla mal de uno por eso.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritó la voz de Aslan—. ¡Centauros! ¡Águilas! Veo otro lobo en los matorrales. Ahí, detrás de vosotros. Acaba de salir huyendo. Tras él, todos. Irá a ver a su señora. Ésta es nuestra oportunidad de encontrar a la bruja y rescatar al cuarto Hijo de Adán.
Y al instante, en medio de un tronar de cascos y un batir de alas, más o menos una docena de las criaturas más veloces desapareció en la creciente oscuridad.
Peter, todavía sin aliento, se volvió y vio a Aslan muy cerca de él.
—Has olvidado limpiar la espada —indicó éste.
Era cierto. El niño se sonrojó cuando contempló la reluciente hoja y vio que estaba toda manchada con el pelaje y la sangre del lobo. Se inclinó y la limpió con la hierba, y a continuación la secó con la chaqueta.
—Dámela y arrodíllate, Hijo de Adán —dijo Aslan; y cuando Peter lo hubo hecho le dio unos golpecitos con la hoja plana del arma y anunció—: Levanta, sir Peter, Pesadilla de los Lobos. Y, suceda lo que suceda, jamás olvides limpiar tu espada.