Aslan está cada vez más cerca
Edmund, entretanto, se estaba llevando una terrible decepción. Cuando el enano se marchó a preparar el trineo esperaba que la bruja empezara a ser amable con él, como lo había sido en su último encuentro. Sin embargo, la mujer no abrió la boca, y cuando por fin Edmund reunió valor suficiente para decir:
—Por favor, majestad, ¿podría comer unas cuantas delicias turcas? Usted dijo… usted dijo…
Ella le respondió:
—¡Silencio, estúpido!
Aunque luego pareció cambiar de idea y añadió, como si hablara consigo misma:
—Claro que, bien pensado, no serviría de nada que el mocoso se desmayara durante el viaje.
Y de nuevo dio unas palmadas, y otro enano hizo su aparición.
—Dale a la criatura humana comida y bebida —ordenó.
El enano se marchó y regresó en seguida con un cuenco de hierro con un poco de agua en ella y un plato de hierro con un pedazo de pan duro. Sonrió de un modo repulsivo mientras lo depositaba todo en el suelo junto a Edmund y dijo:
—Delicias turcas para el principito. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Llévatelo —repuso Edmund, malhumorado—. No quiero pan seco.
Pero la reina se volvió repentinamente hacia él con una expresión tan aterradora en el rostro que el niño se disculpó y empezó a mordisquear el pan, aunque estaba tan rancio que apenas podía tragarlo.
—Alégrate de poder comer esto porque puede que tardes en volver a probar el pan —dijo la bruja.
Mientras seguía mascando aún, el primer enano regresó y anunció que el trineo estaba listo. La Bruja Blanca se levantó y salió, ordenando a Edmund que fuera con ella. La nieve volvía a caer cuando salieron al patio, pero ella no le prestó la menor atención e hizo que el niño se sentara a su lado en el trineo. Antes de partir llamó a Maugrim y éste acudió saltando como un perro enorme junto al vehículo.
—Lleva contigo al más veloz de tus lobos y marchad inmediatamente a la casa de los castores —indicó la bruja—, y matad todo lo que encontréis allí. Si ya se han ido, entonces id a toda velocidad a la Mesa de Piedra, pero no os dejéis ver. Esperadme escondidos. Entretanto, yo debo recorrer muchos kilómetros hacia el oeste antes de poder encontrar un lugar por el cual cruzar el río. Tal vez alcancéis a esos humanos antes de que lleguen a la Mesa de Piedra. ¡Sabréis qué hacer si los encontráis!
—Sus deseos son órdenes para mí, mi reina —gruñó el lobo, e inmediatamente salió disparado en medio de la nieve y la oscuridad, a la misma velocidad a la que galopa un caballo.
En unos minutos ya había llamado a otro lobo y ambos se hallaban en el dique olisqueando alrededor de la casa de los castores. Aunque, claro está, la encontraron vacía. Habría sido terrible para los castores y los niños si la noche se hubiera mantenido despejada, ya que los lobos habrían podido seguir su rastro, y diez a uno a que los habrían alcanzado antes de que llegaran a la cueva. Sin embargo, ahora que había empezado a nevar otra vez, el olor era débil y las pisadas habían quedado tapadas.
Mientras, el enano fustigó a los renos, y con la bruja y Edmund cruzaron bajo la arcada y se perdieron en la oscuridad y el frío. Fue un viaje terrible para el niño, que carecía de abrigo, pues antes de que llevaran ni un cuarto de hora de marcha ya tenía toda la parte delantera cubierta de nieve; el pequeño no tardó en dejar de intentar sacudírsela de encima porque, con la misma rapidez con que se la quitaba, otra capa volvía a acumularse, y estaba muy cansado. No tardó en quedar empapado. Además ¡se sentía tan desdichado! Ahora ya no parecía que la reina tuviera la intención de convertirlo en rey. Todas las cosas que se había dicho a sí mismo para obligarse a creer que era buena y amable y que su bando era el bando correcto le resultaron de pronto una estupidez. Habría dado cualquier cosa por reunirse con los demás en aquellos momentos; ¡incluso con Peter! El único modo que tenía de consolarse era creer que todo aquello era un sueño y que despertaría en cualquier momento. Y a medida que viajaban, una hora tras otra, realmente llegó a parecer un sueño.
Aquello duró mucho más de lo que puedo describir, incluso aunque escribiera páginas y más páginas. Sin embargo, saltaremos hasta llegar al momento en que dejó de nevar y se hizo de día, y corrían bajo la luz del sol. Y siguieron viajando y viajando, sin más ruido que el perpetuo susurro de la nieve y el chasquear de los arneses de los renos. Finalmente, llegó un momento en que la reina dijo: «¿Qué tenemos aquí? ¡Deteneos!». Y lo hicieron.
¡Cómo deseaba Edmund que la reina dijera algo sobre el desayuno! Pero su acompañante se había detenido por otro motivo. No muy lejos, al pie de un árbol, estaba reunido un grupo que parecía divertirse: una ardilla con su esposa e hijos, dos sátiros, un enano y un viejo zorro, todos sentados en taburetes alrededor de una mesa. Edmund no consiguió distinguir qué comían, pero olía de maravilla y parecía haber adornos de acebo y creyó haber visto algo que parecía pudín de pasas.
Justo cuando el trineo se detuvo, el zorro, que evidentemente era el ser de más edad entre los comensales, acababa de ponerse en pie, sosteniendo una copa en la pata derecha como si fuera a decir algo; pero cuando el grupo vio que el trineo se paraba y quién iba en él, toda la alegría desapareció de sus rostros. El padre ardilla se detuvo con el tenedor a mitad de camino de la boca, uno de los sátiros quedó congelado con el tenedor ya dentro de la suya y las ardillas bebés chillaron aterrorizadas.
—¿Qué significa todo esto? —exigió la reina bruja, pero nadie contestó.
—¡Responded, sabandijas! —insistió—. ¿O queréis que mi enano os encuentre la lengua con su látigo? ¿Qué significa toda esta glotonería, este desperdicio, esta autocomplacencia? ¿De dónde habéis sacado todas estas cosas?
—Por favor, majestad —dijo el zorro—, nos las han dado. Y si se me permite la audacia de beber a la muy buena salud de su majestad…
—¿Quién os las dio? —inquirió ella.
—P… P… P… Papá Noel —tartamudeó el zorro.
—¿Qué? —rugió la bruja, saltando del trineo y dando unas cuantas zancadas para acercarse un poco más a los aterrados animales—. ¡Decidme que no ha estado aquí! ¡No puede haber estado aquí! Cómo os atrevéis… pero no. Decid que habéis mentido y se os perdonará la vida.
En aquel momento una de las ardillas pequeñas perdió los nervios.
—¡Ha sido él… ha sido él… ha sido él! —chilló, golpeando con su cucharita sobre la mesa.
Edmund vio cómo la bruja se mordía los labios con tal fuerza que una gota de sangre apareció en su blanca mejilla, y a continuación alzó su varita.
—No lo haga, no lo haga, por favor, no lo haga —gritó Edmund.
Pero mientras él gritaba, ella ya había agitado la mano y, al instante, en el lugar donde había estado el alegre grupo, había sólo estatuas de criaturas —una de ellas con el tenedor detenido para siempre a mitad de camino de su boca de piedra— sentadas alrededor de una mesa de piedra sobre la que había platos de piedra y un pudín de pasas de piedra.
—En cuanto a ti —dijo la bruja, asestando a Edmund un fuerte bofetón en el rostro mientras volvía a subir al trineo—, que eso te enseñe a pedir clemencia para espías y traidores. ¡Sigue adelante!
Y Edmund, por vez primera en esta historia, sintió pena por alguien que no fuera él. Resultaba muy triste pensar en aquellas figuritas de piedra sentadas allí durante todos los silenciosos días y las oscuras noches, año tras año, hasta que el moho creciera sobre ellas y finalmente incluso sus rostros se deshicieran.
Volvían a correr veloces ya, y Edmund no tardó en advertir que la nieve que los salpicaba mientras avanzaban era mucho más húmeda que la de la noche anterior. Al mismo tiempo se dio cuenta de que sentía menos frío, y también de que el ambiente se tornaba brumoso y más cálido; además, el trineo no corría ni mucho menos tan bien como lo había hecho hasta aquel momento. En un principio pensó que se debía a que los renos estaban cansados, pero pronto comprendió que no podía ser ésa la auténtica razón. El trineo dio una sacudida, patinó y siguió dando saltos como si chocara con piedras, y por mucho que el enano fustigara a los pobres renos, el trineo avanzaba cada vez más despacio. También parecía existir un sonido curioso a su alrededor, pero el ruido del trineo al resbalar y saltar y los gritos del enano a los renos impidieron que Edmund oyera de qué se trataba hasta que el vehículo se atascó con tal fuerza que no hubo forma de moverlo. Cuando eso sucedió se produjo un instante de silencio, y en aquel silencio el niño pudo escuchar el otro ruido debidamente. Era un extraño sonido suave, susurrante, gorjeante —y sin embargo no resultaba tan extraño, porque ya lo había oído antes— ¡si al menos consiguiera recordar dónde! Entonces, de improviso, lo recordó. Era el sonido del agua al correr. A su alrededor aunque fuera de su vista, había innumerables ríos, que gorjeaban, murmuraban, borboteaban, chapoteaban e incluso —a lo lejos— rugían. Y su corazón dio un vuelco —aunque sin saber por qué— cuando comprendió que la helada había finalizado. Mucho más cerca se oía el constante gotear de las ramas de los árboles, y entonces, al mirar un árbol vio que un enorme montón de nieve resbalaba de él y por primera vez desde que había entrado en Narnia contempló el color verde oscuro de un abeto. Sin embargo, no tuvo tiempo para escuchar u observar más, pues la bruja dijo:
—¡No te quedes ahí mirando como un estúpido! Baja y ayuda.
Y desde luego tuvo que obedecer. Saltó a la nieve —pero en realidad ésta era ya sólo aguanieve— y se puso a ayudar al enano a sacar el trineo del agujero fangoso en el que se había metido. Consiguieron extraerlo por fin, y mediante un comportamiento muy cruel con los renos, el enano hizo que volvieran a ponerse en marcha, y así recorrieron un corto trecho. La nieve se derretía a marchas forzadas y empezaban a aparecer trozos de hierba verde en todas direcciones. A menos que hubieras estado contemplando un mundo nevado durante tanto tiempo como lo había hecho Edmund, no podrías imaginar qué sensación de alivio producían aquellas manchas verdes tras un interminable color blanco. Entonces el trineo volvió a detenerse.
—No sirve de nada, majestad —dijo el enano—. No podemos ir en trineo con este deshielo.
—En ese caso debemos andar —repuso ella.
—No los alcanzaremos jamás andando —refunfuñó el enano—. No con la ventaja que nos llevan.
—¿Eres mi consejero o mi esclavo? —inquirió la bruja—. Haz lo que se te dice. Ata las manos de la criatura humana a su espalda y sujeta el extremo de la cuerda. No olvides tu látigo y corta los arneses de los renos; sabrán encontrar el camino de vuelta a casa.
El enano obedeció, y en unos pocos minutos Edmund se vio obligado a andar tan de prisa como pudo con las manos atadas a la espalda. No dejaba de resbalar en el aguanieve, el barro y la hierba húmeda, y cada vez que resbalaba, el enano lanzaba una maldición y en ocasiones también le asestaba un golpecito con el látigo. La bruja andaba detrás del enano y repetía sin cesar:
—¡Más rápido! ¡Más rápido!
Las zonas de color verde aumentaban de tamaño y las de nieve disminuían a toda velocidad. A cada momento más y más árboles se sacudían sus mantos de nieve. Muy pronto, a derecha e izquierda, en lugar de formas blancas se veía el verde oscuro de los abetos o la negras ramas espinosas de robles desnudos, hayas y olmos. Luego la neblina pasó de blanco a dorado y finalmente se disolvió por completo. Rayos de deliciosa luz solar cayeron sobre el suelo del bosque y en lo alto se podía ver un cielo totalmente azul por entre las copas de los árboles.
No tardaron en ocurrir cosas más maravillosas. Al doblar repentinamente un recodo y penetrar en un claro lleno de abedules, Edmund vio que el suelo estaba cubierto en toda su extensión por pequeñas flores amarillas: celidonias. El sonido del agua aumentó en intensidad, y al poco rato cruzaron un arroyo de verdad. En la otra orilla descubrieron que habían brotado campanillas de invierno.
—¡Ocúpate de tus asuntos! —gritó el enano al ver que Edmund había vuelto la cabeza para mirarlas; y dio un violento tirón a la cuerda.
Aunque, desde luego, aquello no impidió que Edmund siguiera contemplando cosas. Apenas cinco minutos más tarde observó una docena de azafranes que crecían alrededor de la base de un viejo árbol: dorados, morados y blancos. A continuación se oyó un sonido más delicioso aún que el del agua. Desde un punto situado muy cerca del sendero que seguían, un pájaro trinó repentinamente desde la rama de un árbol; le contestó el cloqueo de otra ave situada algo más lejos. Entonces, como si hubiera sido una señal, se oyeron trinos y gorjeos por todas partes, luego un instante de una melodía completa, y en cuestión de cinco minutos todo el bosque resonó con el canto de las aves, y dondequiera que pusiera los ojos, el niño veía pájaros que se posaban en ramas, o que se elevaban hacia lo alto, o que se perseguían entre sí y discutían, o incluso que se limpiaban las plumas con el pico.
—¡Más rápido! ¡Más rápido! —ordenó con furia la bruja.
Ya no había ni rastro de la niebla. El cielo se volvió cada vez más azul, y en seguida aparecieron nubes blancas que lo recorrían veloces a intervalos. Los amplios claros estaban llenos de prímulas. Se alzó también una leve brisa que desperdigaba gotas de humedad desde las balanceantes ramas y transportaba frescos y deliciosos aromas hasta los rostros de los viajeros. Los árboles empezaron a renacer. Los alerces y abedules estaban cubiertos de verde; los laburnos, de dorado, y en las hayas no tardaron en brotar sus delicadas hojas transparentes. Mientras los viajeros pasaban bajo ellos la luz también se tornó verde. Una abeja zumbó en su camino.
—Esto no es deshielo —dijo el enano, deteniéndose de repente—. Esto es la primavera. ¿Qué vamos a hacer? Han destruido vuestro invierno, ¡fijaos! Esto es cosa de Aslan.
—Si alguno de vosotros menciona ese nombre otra vez —respondió la bruja—, morirá al instante.