DON
HISTORIA DE UN GRAN PERRO

Don era en parte un sabueso; así era por lo menos cómo Buffalo Jones, el hombre de la frontera, le describía. Pero parecía ser más inteligente y estar mejor enseñado que cualquiera otro de los perros, sin filiación conocida, de la jauría que Jones había recogido para ayudarle a cazar pumas en el Gran Cañón.

Éste es el verdadero relato de la excursión que mi padre efectuó acompañado por Jones, al extremo norte del Gran Cañón, en donde tenían que llevar a cabo su cacería.

Don parecía ser más cauteloso y reservado que los otros perros, pero mi padre se hizo pronto amigo de él. Se descubrió después que la inteligencia y la valentía de Don fueron lo que le permitió un día salvar su propia vida.

Me llevó varios años el darme cuenta de la grandeza de un perro y, a menudo, cuando he narrado la historia de Don, su amor a la libertad y su animadversión para con los hombres, cómo salvó su vida y cómo salvó al mismo tiempo la mía, nunca lo he contado, tal como lo siento hoy.

Vi a Don por primera vez en Flagstaff, Arizona, en donde se hicieron los preparativos para que yo pudiera cruzar el desierto con Buffalo Jones y una caravana de mormones que se dirigía al desembarcadero de Lee, en el río Colorado. Jones había traído consigo un indescriptible conjunto de perros. Nuestro propósito era cruzar el río, bordear los Riscos Bermejos y, finalmente, atravesar el bosque Buckskin para subir al extremo norte del Gran Cañón, en donde Jones confiaba poder atrapar algún puma, cazándolo con lazo. La parte más importante de nuestro equipo era, por supuesto, la jauría de sabuesos. No había visto nunca tan abigarrada agrupación de canes. Para no tener, no tenían ni tan siquiera nombres. Jones me proporcionó el privilegio de ponerles los que más me acomodaran.

Había entre ellos un sabueso que por su soberbia figura, parecía ser un fuera de serie. Su pelaje era lustroso, oscuro y suave; su cabeza ancha y noble, y sus grandes ojos, negros. Tenía las orejas extraordinariamente largas, surcadas por gruesas venas y ligeramente amarronadas. Era, en resumen, un perro que me pareció ser de pura raza. Mis amistosas insinuaciones para trabar amistad con él, fueron ignoradas desdeñosamente.

Jones me dijo que era, en parte, un sabueso y que había pertenecido a un distinguido anciano mejicano que se estableció al sur de California. Por ello, le llamé Don. Estuvimos durante diez días cruzando el desierto Pintado, y las prolongadas marchas a caballo eran entonces algo tan nuevo y peligroso para mí que no me sentía excesivamente entusiasmado para intentar hacerme amigo de los perros. Sin embargo, no me olvidaba de ellos y, a menudo, me daba lástima verlos correr cojeando, atados con tintineantes cadenas, detrás de los carromatos. Inclusive en aquellos momentos, tenía el presentimiento de que tanto los caballos como los perros iban a tener una gran importancia en mi excursión al Oeste.

Al llegar al embarcadero de Lee, cruzamos el Colorado y nos internamos en el hechizado y salvaje cañón, con sus fantásticos valles de dorados matices y purpúreas profundidades. Al llegar allí, nos despedimos de la caravana y proseguimos nuestra ruta con Jones y sus dos batidores Jim y Emmet, que cuidaban de nuestro equipo en aquella maravillosa región, cuya belleza nunca había imaginado. Acampamos durante varios días en la amplia pradera en donde Jones dejó su rebaño de búfalos en libertad.

Un día, los batidores me pusieron a horcajadas de un potro mesteño blanco que, aparentemente, se sentía satisfecho de llevar sobre sus hombros a un inexperto. Pero en aquellos momentos yo no sabía lo que muy pronto aprendí: que los búfalos iban siempre persiguiendo en la pradera a aquel potro mesteño. Cuando empecé a cabalgar cerca del rebaño, quedé primero asombrado y seguidamente aterrorizado, al ver que los búfalos se lanzaban contra mí… Pero me estoy apartando del asunto, porque ésta es una narración sobre un perro.

Cuando hubimos atravesado el río, Jones desencadenó a los perros y los dejó que corrieran libremente delante de nosotros o que nos siguieran lentamente. Muchos de ellos se rezagaron. Don, sin embargo, era uno de los canes que no tenía sus patas dañadas. Más allá de la pradera en donde habían quedado los búfalos, penetramos en el matorral que estaba lleno de maleza y de arbustos espinosos, y aquí fue donde Jones empezó a adiestrar a los perros seriamente. Llevaba sobre su silla un viejo trabuco, con respecto a la utilidad del cual me había estado haciendo yo numerosas conjeturas. Había supuesto, por ejemplo, que tal vez pensaba utilizarlo para matar pequeñas piezas de caza.

Moze, nuestro perro de pelaje blanco con manchas negras, el más feo de la colección, cazó un conejo.

—¡Aquí, Moze, ven acá! —gritó Jones con voz estentórea.

Pero Moze no le hizo ningún caso. Jorres, entonces, sacó rápidamente el trabuco de la funda en la que lo llevaba colgado de la silla, y antes de que yo pudiera formular ninguna protesta, ya había disparado. La distancia a la que se hallaba el perro era bastante larga —algo más de veinticinco metros—pero Moze empezó a dar agudos gañidos y vino cojeando hacia donde nos encontrábamos. Resultaba asombroso ver cómo se arrastró a los pies de Jorres.

—¡Así! ¡Eso te enseñará a no entretenerte cazando conejos! ¡Eres un cazador de pumas! ¡No lo olvides! —le gritaba el viejo llanero al perro, como si le estuviera hablando a un ser humano.

Al principio, estaba yo tan asombrado y furioso que no pude hablar; pero, por fin, expresé mis sentimientos.

—Bueno, esto parece peor de lo que es en realidad —dijo Jorres fijando en mí la penetrante mirada de sus ojos grises—. Cargo el trabuco con sólo unos cuantos perdigones muy pequeños, con los que apenas si podría matarse, tocándolo bien, un pájaro. Así que no puedo hacerles más daño del que les causaría un simple pinchazo. Comprenderá que no dispongo de tiempo suficiente para perderlo enseñando a estos perros. Es por lo tanto preciso hacerles ver rápidamente que no han de seguir el rastro del primer animal que encuentren, ni dedicarse a la caza de roedores, sino de pumas.

No me quedó otro remedio que contenerme, aunque me pareció que Jim y Emmet compartían mi indignación. Sin embargo, formularon excusas en favor del viejo llanero, para que yo disimulara su actuación.

—Acabará consiguiendo que los animales hagan lo que él desea. Pero no he visto nunca que un perro o un caballo le tuviera ningún aprecio.

Cabalgábamos a través de los arbustos que presentaban bellísimos matices purpúreos. Ascendíamos gradualmente hacia una línea que, en el horizonte, aparecía como un borde negruzco; era el bosque Buckskin. El matorral estaba apestado de conejos, liebres, coyotes, zorros, perritos de la pradera y ratas de monte que atraían la atención de nuestros perros. Todos ellos, excepto Don, fueron víctimas de los trabucazos de Jones e inclusive el tozudo Moze recibió por segunda vez las poco agradables caricias de los menudos perdigones, en esta ocasión, desde un poco más cerca. Después me sentí aliviado al ver que los perros, ni tan siquiera Moze, se atrevían a desobedecer las órdenes de Jones, cuyo sistema era ciertamente cruel, pero tenía que reconocerse que daba resultado. Desde su niñez se había dedicado a la caza de animales salvajes y al adiestramiento de perros para tal ocupación. En realidad, se sentía traído por tales tareas, pero no participaba sentimiento alguno en su realización.

—El cuidadoso Don es demasiado listo para dejarse sorprender con tus trabucazos —le hizo observar Jim a nuestro guía en cierta ocasión.

—No sé…, no sé… —contestó Jones dubitativamente—. Tal vez no le gusta cazar en este terreno. Pero espera hasta que aparezca algún venado. Entonces veremos lo que sucede. Hay en él sangre de sabueso y apuesto cualquier cosa a que se lanzará tras el ciervo. Todos los sabuesos lo hacen así, inclusive los especialmente entrenados para la caza del oso o del puma.

Poco después de haber penetrado en un maravilloso bosque de pinos, se presentó la ocasión que, con respecto a Don, había mencionado Jones. Varios venados salieron de unos espesos matorrales y cruzaron, a lo lejos, el sendero por el que ascendíamos, desapareciendo inmediatamente por entre los verdes arbustos.

—¡Ahora veremos lo que sucede! —exclamó Jone sacando deliberadamente el viejo trabuco de su funda.

Los sabuesos corrían a los lados de nuestros caballos, ignorantes del peligro con el que iban a enfrentarse. Llegamos pronto al sitio en el que los ciervos habían cruzado el sendero. Todos los sabuesos dieron muestras de gran excitación. Don dio un seco ladrido y se lanzó como un rayo tras las huellas.

—¡Don, ven acá! —gritó Jones al mismo tiempo que levantaba el trabuco.

Don no pareció haber oído la orden. Entonces, Jones disparó contra él. Vi perfectamente la nubecilla de polvo y las agujas de pino que se levantaron alrededor de Don, que cayó y rodó por tierra. Temí que pudiera haber sido herido gravemente. Pero se levantó en seguida y regresó a nuestro lado. Parecía extraño que no lanzara ningún quejido. Jones condujo a su caballo a un pequeño claro y dispuso que nos detuviéramos.

—¡Don, ven aquí! —ordenó con voz seca y autoritaria.

El sabueso obedeció sin mostrarse halagado ni rastrero. Tampoco se acercó con la cola entre las patas, pero estaba evidentemente asustado y bastante herido. Cuando estuvo a nuestro lado, vi que estaba tembloroso y que por sus largas orejas resbalaban algunas gotas de sangre. ¡Cuánto descontento y tristeza había en su mirada!

—¡Así! ¡Así se hace! —rezongó Jones—. Ya sabía que eras un buen cazador de ciervos. Pues bien; ahora eres un cazador de pumas.

Más tarde, aquel mismo día, cuando me hube calmado suficientemente de mi enfado, hablé con Jones sobre aquel procedimiento de entrenar los perros disparando sobre ellos. Deseaba saber cómo esperaba conseguir que los perros aprendieran lo que quería que hicieran.

—Pues… eso es muy sencillo —replicó lacónicamente—. Cuando hallemos las huellas de un puma, les pondré sobre la pista… y que la sigan. Lo aprenderán pronto.

Parecía que fuera verosímil, pero yo estaba tan exasperado que no podía acallar mis dudas con respecto a que aquellos perros pudieran llegar a cazar algo, y tomé la determinación de que si Jones volvía a disparar contra Don otra vez, me impondría y daría por terminada la cacería, a menos de que se me asegurara formalmente que no se repetiría aquel bárbaro sistema de entrenamiento.

Poco después de este incidente, acampamos al borde de un pequeño barranco en una de cuyas laderas había una conchesta todavía helada y un pequeño arroyo formado por su licuación, que discurría hacia el fondo del barranco. Mientras estábamos instalando el campamento, llegó a mis oídos el ruido producido por los cascos de una manada de caballos salvajes que se acercaban, cosa que me causó una gran impresión. Fue la primera vez que vi caballos salvajes. Me convencí de que nunca olvidaría a aquel magnífico garañón, el jefe de la manada, corriendo bajo los árboles y mirando hacia atrás para vernos por encima de su espalda, mientras se alejaban.

Durante la acampada intenté nuevamente trabar amistad con Don. Había sido encadenado separado de los demás perros. Comió lo que le llevé, pero se mantuvo alejado. Su dignidad y desconfianza eran de tal magnitud que no me arriesgué entonces a tenderle la manos para acariciarle, pero me propuse ganar su confianza, por poco que me fuera posible. Su trágica mirada me subyugaba. Se reflejaba en sus ojos el recuerdo de un pasado que yo no podía descifrar. Parecía estar siempre mirando a la lejanía. En aquel momento llegué a la conclusión de que aquel perro odiaba a Jones.

A medida que avanzábamos atravesando el bosque, éste se hacía más espeso y salvaje, pero también más hermoso. En los claros que, de vez en cuando, hallábamos, la alta hierba que en ellos crecía era de un verde pálido y se balanceaba impulsada por las ráfagas de viento, mientras las campanillas parecían dedicarnos débiles sonrisas.

El bosque estaba densamente poblado por manadas de venados y de caballos salvajes y, por lo tanto, teníamos casi continuamente ante nuestra vista alguno de estos animales. De vez en cuando echaba a volar un urogallo, de plumaje pardusco jaspeado de gris. Pero el habitante del bosque que más sorpresa y fascinación me produjo fue una magnífica ardilla negra con larga y peluda cola blanca, que parecía llevar sendos plumeros en sus orejas y una raya roja hacia abajo, en sus lustrosos costados.

Estuvimos cabalgando durante varios días por entre esta encantadora selvatiquez ascendiendo gradualmente hasta que, una tarde, llegamos de repente ante una tremenda cortadura del bosque. Habíamos llegado al extremo norte del Gran Cañón. Me quedé asombrado y me esforcé en retener en mi imaginación la gran impresión que me causó la vista de aquella hendidura, demasiado fantástica y, al mismo tiempo aterradora. El efecto de aquel instante debió ser tremendo, ya que nunca más he olvidado la impresión que me produjo el encuentro con aquella maravilla.

Aun actualmente, lo que más me fascina es mirar desde una gran altura, precipicio, promontorio o picacho, el misterioso colorido de las profundidades.

Nuestro destino era la altiplanicie de Powell, que formaba un espacio sobresaliente, cual si fuera un promontorio, sobre el amplio cañón. Jones me lo mostró desde larga distancia. Su negro contorno aparecía ribeteado con destellos dorados a la puesta del sol y daba la sensación de ser inaccesible.

La única vereda que conducía a la altiplanicie era un tortuoso sendero abierto por el paso de los caballos salvajes, raramente utilizado por las personas y extremadamente peligroso. Estuvimos dos días caminando por este sendero para llegar a La Silla, un estrecho cerro que comunica con la altiplanicie. Acampamos al pie de una extensa muralla de roca que lanzaba dorados destellos a la luz de la hoguera y era tan maravillosa aquella visión que me mantuve contemplándola durante mucho rato.

Aquella noche, los pumas visitaron nuestro campamento. Los sabuesos se pasaron varias horas ladrando. Ésta fue la primera ocasión que tuve de oír los ladridos de Don; eran profundos, sonoros y salvajes, como si fueran los de un lobo al frente de su manada.

A la mañana siguiente ascendimos a La Silla, desde la cual pude contemplar, mirando hacia abajo, la quebrada todavía dormida envuelta en sombras purpúreas. Continuamos luego la marcha y por un estrecho sendero abierto por el paso de los venados, subimos a la cima de la altiplanicie. Aquí se hallaba verdaderamente el espacio inmenso, aislado y salvaje de mis sueños. Estaba yo entonces en plena euforia aventurera. Deseaba acampar allí mismo, en el borde, pero Jones se rio de mí. Seguimos por lo tanto la marcha a través de la llanura formada por magníficos bosques de pinos y descendimos luego hasta llegar a un riachuelo, en la parte norte del cual había un gran ventisquero. Esto era muy necesario, porque en la altiplanicie no había agua. Jones montó a caballo y salió a explorar los alrededores, mientras el resto de nosotros instalábamos el campamento.

Antes de tener terminadas nuestras tareas, apareció a la orilla del riachuelo una manada de ciervos que, deteniéndose, se quedaron mirándonos. Había allí venados grandes y pequeños, de un pelaje azul grisáceo, delgados y graciosos. Eran tan mansos que me pareció que hubiera sido una verdadera brutalidad disparar contra ellos.

Don fue el único de nuestros perros que se quedó mirando lo que hacían los ciervos, pero no lanzó un solo ladrido ni mostró ningún deseo de salir en su persecución para cazarlos. Me pareció, sin embargo, ver brillar en sus oscuros ojos un extraño destello de ternura. No descuidé nunca la ocasión de acercarme a Don, cualquiera que fuera la oportunidad que permitiera continuar mis insinuaciones amistosas.

Pero en esta ocasión, al igual que en las anteriores, Don se alejó de mí. Me demostraba frialdad y tenía aspecto sombrío. No le había visto nunca menear la cola ni ladrar alegremente, como era costumbre habitual entre los demás perros.

Jones regresó al campamento jubiloso y excitado en tan algo grado como era posible que pudiera estarlo aquel viejo llanero acostumbrado a la vida selvática. Había encontrado huellas y el rastro de los pumas, y estaba absolutamente convencido de que obtendríamos una magnífica cacería.

La altiplanicie tenía una forma parecida a la de una hoja de trébol y tendría sobre poco más o menos unos diez kilómetros de largo por unos cinco o seis de anchura. La parte central estaba cubierta por frondosos pinos y en los lados, que presentaban un desnivel hacia el cañón, crecían cedros y espesos arbustos. Esta parte más baja, con sus numerosas cañadas, torrenteras y gargantas, dirigiéndose todas ellas hacia las quebradas, despeñaderos y precipicios del Gran Cañón, constituía un magnífico paraíso para los venados y, desde luego, para los pumas.

Encontramos muchos rastros de puma que se dirigían hacia abajo, desde los mellados bordes cubiertos de cedros a los declives llenos de arbustos de amarillentas y rojizas tonalidades. Estos declives constituían, en realidad, una gran región muy especial, que terminaba en precipicios verticales de una altura de más de un centenar de metros.

Había muchos venados y eran tan mansos como el ganado que se halla en las praderas. Pacían con nuestros caballos y era corriente que formaran hatos de poco más de una docena de cabezas. En una ocasión pude ver un rebaño bastante grande. En la parte baja, en el prado que crecía debajo de los cedros y en las cañadas, encontramos numerosos restos de los ciervos. Jones dijo que eran las reliquias de las víctimas de los pumas, y nos manifestó con toda claridad que el número de venados que aquellas fieras mataban anualmente en la altiplanicie era muy superior al que podía ser imaginado por cualquiera que no hubiera visto los restos que hallábamos en nuestras excursiones.

Al cabo de dos días habíamos ya atrapado tres pumas, que teníamos cautivos amarrados al tronco de pequeños pinos, cerca de nuestro campamento. Eran animales de unos dos años. Don y yo habíamos descubierto al primer puma, encaramado en un árbol; yo había sacado fotografías de Jones enlazándolo y había saltado desde un pronunciado declive a las ramas de un cedro para esquivar los zarpazos de otro; había ayudado a Jones a atar al tercero; tenía arañazos de las garras de un puma en mis chaparreras, y… Pero estoy olvidando que ésta no es una narración relacionada con mis aventuras con los pumas. Siempre que anteriormente me he referido a estos asuntos, he olvidado dedicarle a Don la atención que merece y que me he propuesto poner de manifiesto en esta narración.

Cuando hacía ya algo más de una semana que habíamos establecido nuestro campamento, estábamos una noche sentados alrededor de la llameante hoguera y hablábamos de la cacería del día, teniendo todos nosotros algo que contar.

Jones y yo habíamos encontrado el lugar en donde un puma había saltado sobre un ciervo. Jones me mostro las huellas dejadas por el ciervo al brincar y correr vacilante con el puma sobre su espalda y el lugar en donde, a un centenar de pasos más allá, el puma había derribado a su presa y la había matado. Se comprendía claramente que se había desarrollado una terrible lucha. Luego, el puma, que por su actuación dedujo Jones que tenía que ser forzosamente una hembra, había arrastrado al ciervo ya muerto por un declive, a través de los matorrales, hasta un cedro debajo del cual estaban esperando sus cuatro cachorros que debían ya de tener unos dos años aproximadamente.

Todo lo que encontramos del ciervo fue su piel destrozada, algunos pelos, huesos rotos y dos largas orejas que estaban todavía tibias.

Aprovechamos la contingencia; pusimos a los sabuesos sobre este rastro y, poco después, descubrieron a los pumas. Yo encontré una roca saliente más abajo del borde y me senté allí. Estuve vigilando y escuchando durante varias horas. Jones cabalgaba por los alrededores de donde yo me hallaba; iba de un lado a otro y, por fin, desmontó y bajó por el declive para reunirse con los otros hombres. Los sabuesos acorralaron a un puma y éste se subió a un árbol.

¡Cómo sonaban los gritos de los hombres y los ladridos o gruñidos y gañidos de los perros en aquella barranca! ¡Lo recordaré mientras viva! Jones consiguió enlazar al puma. Luego, los sabuesos continuaron rastreando por el fragoso declive, dirigiéndose hacia donde yo me encontraba. Parecía que lo estuviera haciendo en mi honor para que yo me· divirtiera. En algún lugar, cerca de mi sitio de observación, algún puma había estado agazapado junto a un cedro o escondido entre los arbustos, y yo me esforzaba por descubrirlo.

Logré por fin localizar a un puma que estaba agazapado sobre un risco aislado, más abajo de donde yo me encontraba. Los sabuesos, con Don y otro perro llamado Ranger en cabeza, seguían la pista adecuada. Yo gritaba desaforadamente y los hombres se acercaron. Entonces, el puma se levantó. Era grande, delgado y de pelaje amarillento leonado, y volvió la cabeza como para mirarme, abriendo furioso su espumosa boca. Seguidamente saltó del risco hacia el declive que se hallaba a una profundidad de casi veinte metros y corrió hacia abajo, en dirección al lugar por donde habían venido los hombres. Los sabuesos emprendieron el acoso, gruñendo y ladrando. Jones les gritaba a ellos, llamándolos para que abandonaran la persecución, pero yo no acertaba a comprender por qué lo haría. Sin embargo, pronto lo supe. Los sabuesos encontraron al puma que Jones había capturado y que dejó tendido cuidadosamente atado debajo de un árbol, y lo mataron. Luego, prosiguieron el acoso de otro puma. Consiguieron acorralarle y que buscara refugio subiéndose a un árbol, situado mucho más abajo, después de haberle perseguido incansablemente por entre rocas y arbustos.

Uno tras otro, fuimos llegando aquella noche al campamento, terriblemente fatigados. Jim fue el último en llegar y nos contó más tarde lo que había sucedido. No hay que resaltar cuál fue mi asombro y mi temor, al enterarme de que durante aquellas tres horas largas que había estado sentado en el peñasco que me sirvió de sitio de observación, un puma estuvo agazapado en un borde que se hallaba por encima de mí. Jim lo había visto al subir por el declive, y luego localizó y siguió su rastro hasta casi donde yo me encontraba.

Recordé entonces que mientras estuve vigilando, había oído una tenue respiración agitada, que procedía de algún lugar cercano que no pude localizar, por lo que decidí considerar que aquello no eran otra cosa más que imaginaciones mías, debidas a mi excitación, y resolví no fiarme de mis oídos.

—Bien —dijo Jones extendiendo hacia el fuego las palmas de sus manos, para calentarse—. Hemos tenido un día desafortunado. Si hubiéramos tenido a Don atado, el resultado habría sido muy distinto. Nunca he tenido confianza en ese perro. También tiene defectos. Es demasiado rápido. Corre mucho más que cualquier otro sabueso, y esto le va a costar la vida. Algún día se encontrará solo ante un puma viejo o ante una hembra con cachorros, y aquélla será su última carrera. Otro de sus defectos es que no ladra casi nunca. Esto es un grave inconveniente, porque no se puede confiar en su aviso. Tiene un potente ladrido, es cierto; pero parece querer ahorrar su respiración. Lo que Don desea es seguir un rastro y entablar una lucha en solitario. Tiene mucha más energía que cualquier otro sabueso de los que yo he adiestrado. Es demasiado bueno, desde lo que podríamos denominar su punto de vista, y eso será su perdición.

Como puede comprenderse, yo creía ciegamente todo cuanto Buffalo Jones decía con respecto a perros, pumas, caballos y todos sus demás comentarios relacionados con el Oeste, y lo admitía sin el menor reparo. Observé, sin embargo, que los otros dos batidores, especialmente Jim, no estaban siempre de acuerdo con las manifestaciones de nuestro guía cuando hacía referencia a los sabuesos. Un poco más tarde, cuando Jones se apartó de la hoguera, Jim habló con su lento acento tejano:

—Bien; ¿qué es lo que él sabe con respecto a perros? Se lo voy a decir claramente. Si no hubiera disparado contra Don, éste sería el mejor sabueso que habría metido sus narices para seguir un rastro. Don es un perro semisalvaje, es un sabueso bastante extraño, es cierto; es tal vez como una especie de lobo solitario, pero se ve claramente que ha sido maltratado por los hombres y Jones lo ha hecho volver todavía más desconfiado.

Emmet estuvo de acuerdo con las manifestaciones de Jim y yo le tenía un gran respeto a este mormón gigantesco, que era famoso en el desierto por su bondadoso comportamiento tanto para con los hombres como para los animales. Su rancho, situado cerca del embarcadero de Lee, estaba lleno de perros, gatos, potros mesteños, burros, ovejas y animales salvajes domesticados a quienes él había socorrido.

—Sí; Don le tiene odio a Jones y diría que también nos lo tiene a todos nosotros —añadió Emmet—. Don no es viejo, pero está ya demasiado crecido para cambiar. No obstante, no se puede decir nunca lo que harán los animales. Me gustaría poder llevarme a Don a mi casa, para ver cómo se portaría. Pero Jones tiene razón. A ese sabueso le matarán cualquier día.

—Tal vez cree que volverán a disparar contra él —me aventuré a decir.

—Si alguna vez se marcha, yo diría que no lo hará aquí, en la selva —prosiguió diciendo Emmet—. Me parece que Don es bastante más inteligente que cualquier otro perro. La gente ha de vivir en solitario, sólo con la compañía de perros, antes de comprenderlos. Estoy convencido de que yo comprendo a Don. A mi modo de ver, ha tenido antes un amo a quien quiso mucho y lo perdió, o bien ha odiado siempre a todos los hombres, sin distinción alguna.

—Ya… Eso, claro, puede ser una opinión —manifestó Jim dubitativamente—. ¿Crees realmente que un perro puede tener esos sentimientos?

—Jim. Vi en cierta ocasión un pequeño perro pastor e indio, que se tendió sobre la sepultura de su amo y allí se murió —replicó el mormón con vehemencia.

—Bueno, pero no te enfades conmigo, hombre –dijo Jim, indicando que estaba convencido.

Una mañana, Jim venía galopando hacia el campamento, trayendo a los caballos en completo desorden. Cualquier variación en la ordenada forma con que el tejano solía hacer siempre las cosas, hacía surgir en nosotros una momentánea y viva expectación.

—Ensillad a toda prisa —dijo Jim—. Me imagino que tenemos caza al alcance de la mano. He visto a un puma de pelo rojizo allá. Debe de haber bajado del árbol en el que coloqué la comida la pasada noche. Esta noche última colgué allí un anca de venado y ha desaparecido… Es un animal magnífico.

Antes de haber transcurrido un minuto, estábamos ya montados a caballo en dirección al riachuelo, con los impacientes sabuesos olfateando al aire. Dejándome llevar por mi ansiedad y excitación, me adelanté y cabalgaba delante de mis compañeros. Los sabuesos trotaban a mi lado. La distancia a recorrer para llegar al árbol en el que Jim había colgado la comida no llegaba a medio kilómetro. Sabía perfectamente en dónde se hallaba aquel árbol y daba por descontado que el rastro sería fresco y de fácil seguimiento. Se me presentaba, además, una buena oportunidad para examinar cuál sería el comportamiento de Don.

Todos los demás sabuesos parecían estar conformes en considerar a Don como jefe del grupo. Cuando estuvimos cerca del árbol, que era un roble de ramas bajas, sombreado por grandes abetos plateados, Don levantó su cabeza olisqueando el aire. Había olfateado la pista aun a aquella distancia. Jones había ya manifestado en muchas ocasiones que Don tenía un magnífico olfato. Los otros sabuesos, excitados por el comportamiento de Don, empezaron a gruñir y a ladrar; corrían zarceando de un lado a otro y husmeaban el suelo.

A mí me interesaba solamente la forma como Don se comportaría y el examen de sus reacciones. El pelo de su cuello se erizó y, de repente, soltó un ladrido profundo y salvaje, y echó a correr velozmente. Se separó del resto de los perros y, rápido como un rayo, pasó por el lado del roble y siguió su carrera con la cabeza levantada. Los demás sabuesos le siguieron y pronto se llenó el bosque de ensordecedores ladridos, que se multiplicaban por el eco.

Mi caballo, llamado Black Bolly, conocía perfectamente el significado de toda aquella baraúnda y no tuve, por tanto, necesidad de obligarle a forzar la marcha. Emprendió una veloz carrera y me transportó afuera de la hondonada y, a través de un estrecho pasaje poblado de pinos, salimos del bosque, en dirección al cañón.

Cabalgaba yo a lo largo de la orilla de una profunda hendidura que bordeaba la altiplanicie. Los sabuesos estaban ladrando directamente debajo de donde yo me encontraba, en la base de un farallón. Habían localizado al puma. No podía verles, pero no era necesario. Estaban corriendo velozmente hacia la salida del estrecho pasadizo formado por el risco y la pared de la altiplanicie y yo, por mi parte, tenía que vigilar por dónde caminaba Black Bolly, para sortear el riesgo que representaba el paso por aquella rocosa orilla.

De repente, mi caballo se detuvo y retrocedió. Yo creo que será mejor que diga que me caí de la silla, pues no desmonté voluntariamente, pero tuve la suerte de no soltar las bridas. Saqué entonces el rifle de la funda que colgaba de la silla de mi montura. Corrí hacia el borde y oí los gritos de mis compañeros que se acercaban. En aquel mismísimo instante me asusté y me detuve alarmado ante la vista de algo rojizo y peludo que, como si fuera un rayo, saltaba a un árbol, justamente delante de mí. Era el puma. Los perros le habían acorralado haciéndole subir a un pino cuyas ramas centrales quedaban al mismo nivel de la orilla por la que yo pasaba.

La piel se me puso tirante; sentí frío y los latidos de mi corazón eran desordenados. Me pareció que el puma era enorme, pero todo aquello era debido a que estaba tan cerca de mí. Con toda seguridad habría podido tocarlo con una caña de pescar que hubiera sido un poco larga. Me quedé inmóvil durante un momento, sin poder dominar el temblor de todos mis nervios, pero dándome cuenta, al mismo tiempo, de la belleza de aquella fiera furiosa.

El puma no me vio. Los perros, con sus ladridos, acaparaban toda su atención. Pero cuando yo lancé un grito involuntario que no pude contener, volvió con rapidez la cabeza y se quedó mirándome fijamente. Empecé a temblar de nuevo. ¡Cómo relampagueaban aquellos amarillentos ojos y qué colmillos tenía! Lanzó un bufido. En dos brincos habría podido saltar desde el pino a la orilla y sobre mí. Sin embargo, tuve la suerte de que se lanzara a un pequeño relieve que había debajo del borde y, deslizándose a lo largo del mismo, desapareció.

Corrí hacia delante tan aprisa como pude y, haciendo grandes esfuerzos, pude subir a un saliente del borde, desde el cual pude dominar la situación. Jones y los otros cabalgaban y gritaban desaforadamente detrás de donde yo había dejado mi caballo. Les llamé a voces para que vinieran.

Los sabuesos estaban ladrando a lo largo del borde del risco. No me cabía duda alguna de que habían visto al puma saltando del ·árbol. Examinaba con mi mirada por todas partes tratando de descubrir adónde se había metido la fiera. De pronto, me pareció ver algo que se movía en el declive opuesto al lugar en donde yo me encontraba. Era algo voluminoso, rojizo y alargado. ¡No me cabía duda! ¡Era el puma! Grité con todas mis fuerzas. La fiera corría remontando el declive y, al llegar a la base del despeñadero, se volvió hacia la derecha. En aquel momento, apareció Jones dando largas zancadas sobre las ásperas rocas del promontorio, dirigiéndose a mi encuentro.

—¿Dónde está ese gato? —preguntó con excitación. Sus ojos grises relampagueaban y yo me apresuré a indicarle el lugar en donde había visto al puma—. ¡Ah! Ya veo… No le gusta el sitio en donde se ha metido… No puede huir por la pared del precipicio; es demasiado lisa y no le queda otro remedio que volver atrás.

El viejo cazador se había dado cuenta rápidamente de todo cuanto había escapado a mi inspección. El puma no podía hallar ningún fallo en aquella alisada muralla y, evidentemente, tenía que buscar la huida descendiendo a la base del risco. Dio por tanto la vuelta y llegó a un lugar en el que había un liso declive de piedra pizarrosa menos pronunciado. Se dejó deslizar por él y volvió la cabeza para mirar a través de la barranca. Ahora, contra aquel fondo roquizo, podría verse claramente su figura.

Se dejó oír entonces desde la loma que estaba a nuestra izquierda, el profundo ladrido de Don. Le vi que corría pendiente abajo con impetuosidad, dando grandes brincos. Los otros perros le oyeron y se lanzaron hacia la fragosa pendiente. Al poco rato percibieron el olor de la caza e iniciaron su persecución.

Cuando ellos empezaron a descender, salió Don de entre los sauces y cedros que crecían con el fondo de la garganta y saltó hacia la cuesta opuesta. Estaba a menos de quinientos metros delante de los otros sabuesos y trataba de subir apresuradamente por el declive, en dirección hacia el puma.

Jones me cogió del brazo con su férrea mano.

—Mire —gritó—. ¡Mire ese perro! ¡Se ha vuelto loco! Está corriendo cuesta arriba para enfrentarse con ese puma él solo. Esa fiera no huirá. Está acorralada, se encontrará frente al sabueso y le matará… ¡Péguele un tiro a ese puma! ¡Dispare!

En realidad, no necesitaba que Jones me excitara para que intentara salvar a Don, pero lo cierto era que la aguda voz de aquel viejo llanero me hacía temblar. Puse la rodilla en tierra y levanté mi rifle. El color rojizo del puma resaltaba perfectamente sobre el tono grisáceo, era un blanco excelente. Ahora se deslizaba cuesta abajo, cada vez más despacio. Con toda seguridad, vio o bien oyó a Don. El punto de mira de mi rifle se balanceaba; no podía, en forma alguna, fijar la puntería. Sin embargo, tenía que apresurarme. Disparé. El proyectil fue a dar unos dos metros por debajo de la fiera y levantó una pequeña columna de polvo. El puma se detuvo. La bala de mi segundo disparo fue a chocar detrás del animal. Jones chillaba justamente al lado de mi oído. Yo podía ver a Don por el rabillo del ojo… Volví a disparar, esta vez demasiado alto. Pero el puma dio un gran salto y, al caer, se detuvo en la pendiente, afianzándose con sus garras. Daba latigazos con su cola. ¡Qué fotografía más soberbia podría haberse obtenido! Me esforcé en dominar cada uno de mis nervios y apreté nuevamente el gatillo. El impacto del proyectil se produjo exactamente debajo del hocico del puma, y el polvo y los fragmentos de la piedra fueron a parar a sus narices. Saltó la fiera unos cuantos metros hacia delante, se dejó caer al fondo de la garganta y, una vez allí, se subió a un cedro.

Don, que se había dado cuenta del salto del puma, suspendió su ascensión y poco después volvió a oírse su profundo ladrido desde debajo del cedro al que se había subido aquel furioso animal.

—¡Se ha encaramado a un árbol! —chilló Jones alegremente, apuñeándose en el costado—. ¡Ha salvado la vida de ese perro loco! Con toda seguridad, esa fiera le hubiera matado. Bien; ahora pronto estarán allí los otros perros y lo que nosotros tendremos que hacer es tratar de enlazarlo. Pero, como le digo, Don ha estado a punto de que le mataran.

Aquella noche, en el campamento, el comportamiento de Don fue igualmente triste y sombrío, como los días anteriores. No pareció darse cuenta de la amistad que yo le demostraba, ni de la protección que le dispensaba mientras comía lo que le llevé, parte de lo cual procedía de mi propio plato. Mi interés y simpatía por él se transformaban en cariño.

La actitud de Don con respecto a los pumas que habíamos capturado y que teníamos encadenados, no cesaba de ser para mí un continuado asombro y distracción. Todos los demás perros estaban excitadísimos ante la presencia de aquellas fieras. Moze, Sounder, Tige y Ranger, habrían entablado una lucha contra aquellos animales encadenados. Don, en cambio, no. Parecía que, para él, hubieran dejado de existir. A veces, pasaba a menos de dos metros de uno de aquellos pumas que le dirigían un bufido y no daba señal alguna de haber reparado en su existencia. Nunca se unía a los coros de ladridos que organizaban los otros perros. Se iba a echar y dormía cerca de donde aquellas fieras hacían rechinar sus cadenas, arañaban los árboles a los que estaban atados, rugían o daban bufidos.

Algunos días después de los incidentes con el puma del pelo rojizo, tuvimos una larga y fatigosa cacería a través del fragoso bosque de cedros situado en el ala izquierda de la altiplanicie. Hice bien en mantener a los perros al alcance de mi oído. Cuando llegué al final de aquella correría, estaba derrengado, tiznado por el polvo, mojado de sudor y terriblemente acalorado. Jones, con el lazo en la mano, estaba dando vueltas alrededor de un gran cedro debajo del cual los perros estaban ladrando ton gran excitación. Jim y Emmet se mantenían sentados sobre una piedra, secándose con el pañuelo el sudor de sus enrojecidos rostros.

—Bien; creo que será mejor echarle el lazo, antes de que descanse —declaró Jones.

—Espera un poco hasta que yo haya podido recuperar el aliento —dijo Emmet jadeando.

—Nos hemos estado matando, corriendo tras ese animal—gruñó Jim.

Desmonté y desaté mi máquina fotográfica que llevaba sujeta a la silla de montar, y empecé entonces a atisbar hacia arriba, por entre las espesas ramas de aquel cedro.

—Es un puma precioso —manifestó Jones—. No es muy grande, pero parece bastante desarrollado. Diría, sin embargo, que no hay para tanto.

—¡Claro! ¡Es un gatito! —exclamó Jim con sarcasmo.

La permanente impavidez del viejo cazador me atacaba los nervios en algunas ocasiones.

Me encaramé al cedro contiguo al que se había refugiado el puma. Desde una de las ramas más altas, mirando hacia uno y otro lado, me preparé para fotografiar a la fiera. Era un animal de un tamaño bastante regular, de color tostado, con la cara un poco grisácea y una reluciente mirada. Como que la distancia que nos separaba no era mucha, mi situación era tan incómoda como peligrosa. El puma, al darse cuenta de mi presencia, me lanzó un furioso bufido. Estaba yo ya casi a punto de abandonar mi balanceante posición, cuando la fiera dejó de mirarme y dedicó toda su atención a mirar hacia abajo, por entre las ramas.

Jones estaba subiendo al cedro. El puma gruñó profundamente. Jones llevaba en una de sus manos una larga vara, uno de cuyos extremos estaba rematado por una pequeña horquilla, de la cual colgaba el nudo de un lazo.

Había ya alcanzado Jones una altura suficiente para poder atrapar al puma. Por regla general, se acercaba bastante para enlazar a las fieras, pero era evidente que en esta ocasión, la bestia era muy peligrosa. Trató de deslizar el lazo por encima de la cabeza del puma. Éste, de un zarpazo, apartó la vara y el lazo, haciéndolos caer como si volaran. Jones volvió pacientemente a preparar el lazo y probó de nuevo, con resultado similar. Probó suerte muchas veces. Su paciencia y perseverancia eran algo increíble. Las características de su habilidad para capturar y domesticar animales salvajes, se estaban poniendo de manifiesto en esta ocasión. Llegó finalmente un momento en el que el puma se descuidó o estaba ya cansado; en aquel preciso instante, Jones deslizó el lazo por encima de su cabeza.

Manteniendo la cuerda tirante, lanzó el otro extremo por encima de una gruesa rama, para que pudieran tirar de ella los hombres que estaban debajo, izar al animal de esta manera y conseguir hacerle descender seguidamente del árbol.

—Esperad un momento —gritó Jones, y bajó rápidamente del cedro. Los perros estaban saltando con ansiedad.

—Tirad ahora para hacerle salir de ese cruce de ramas y dejadlo caer poco a poco, para que yo pueda enlazar una de sus patas.

Se puso en evidencia, sin embargo, que era muy difícil conseguir que el puma se soltara. Desde el árbol en que yo estaba encaramado, podía ver cómo los músculos de la fiera se hinchaban y deshinchaban durante sus esfuerzos para no soltarse. Crujieron las ramas y se balanceó la copa del árbol. Jones empezó a gritar con enfado. Sus gritos parecían rugidos. Los otros hombres replicaban con enronquecidas voces, tirando de la cuerda. Vi finalmente al puma soltarse de la rama y cómo, tratando de clavar sus garras en otras ramas, se retorcía convulsivamente, hasta que desapareció de mi vista.

Siguió luego un estallido. La rama sobre la cual había hecho pasar Jones la cuerda para levantar a la fiera, se había roto. Llegaron a mis oídos terribles gritos, gruñidos y ladridos que me ensordecían. Debajo del árbol se estaba desarrollando un verdadero pandemónium. Yo descendí, mejor dicho, me caí del árbol al que me había subido.

Al levantarme, vi a los hombres que trataban de apartarse del alcance de una enorme bola peluda. Diez sabuesos y un puma formaban aquella especie de esfera amarronada que daba rápidas y continuadas vueltas. De repente, se separó de aquella gigantesca pelota un perro que vino gimiendo y tambaleándose, a arrojarse a mis pies.

Era Don. Estaba herido en el cuello y me miraba con ojos entristecidos. No olvidaré nunca aquella mirada. No sabía qué hacer y pensaba que el perro moriría ante mí, si yo no podía hacer nada para curarle.

—¡Oh! ¡Don! ¿Qué puedo hacer? —dije como si me hubiera dirigido a una persona.

Olvidándome de la lucha que se desarrollaba allí cerca, me senté al lado de Don. Entonces, al apoyarme en el suelo, mi mano se puso en contacto con la nieve que, a parches, lo cubría, por haber nevado aquella mañana, y se conservaba todavía en algunos lugares sombreados.

Me desaté seguidamente el pañuelo de seda que llevaba en mi cuello y lo arrollé alrededor del de Don. Luego, cogí cuanta nieve pude abarcar con mis manos y sacándome del bolsillo mi gran pañuelo, envolví con él la nieve y lo coloqué, atándolo convenientemente, sobre la herida del cuello del perro. No podía hacer otra cosa más. Perdí mis esperanzas y no tuve el coraje suficiente para quedarme allí sentado hasta que el pobre animal muriera.

Mientras tanto, lo que sucedía bajo el árbol parecía una escena que se representara en una casa de locos. Cuando miré hacia allí, vi un espectáculo de caza verdaderamente sorprendente. Jones, gritando cuanto podía con su enorme vozarrón, cogía a los sabuesos uno tras otro por las patas traseras y, tirando de ellos, los apartaba del puma y los lanzaba a un lado. Jim y Emmet trataban de ayudarle y procuraban, al mismo tiempo, no ponerse al alcance de las garras de aquella peligrosa fiera. Por fin, consiguieron apartar a todos los perros del lado del puma y dominar a éste. Jones se irguió y sacudió su melenuda cabeza. Luego, me miró y su endurecido rostro mostró alarma.

—¡Cómo! ¿Qué le ha sucedido? ¡Está ensangrentado! —exclamó preocupado y como recriminándose, por considerar que había sido excesivamente descuidado.

Le expliqué seguidamente con brevedad lo referente a Don. Entonces, Jim y Emmet se acercaron y nos quedamos contemplando al perro, que estaba tendido al suelo y que tenía completamente ensangrentados los pañuelos que yo había atado a su cuello, al igual que la nieve del suelo.

—Bien; creo que se va a morir —dijo Jones respirando profundamente—. Lo siento, pero ya había pronosticado lo que tarde o temprano iba a sucederle.

—Parece muy fuerte, como el puma con el que ha luchado —añadió Jim.

Emmet se arrodilló junto a Don y examinó los pañuelos atados alrededor del cuello del perro.

—Está todavía sangrando —dijo pensativamente—Ha hecho usted todo cuanto ha podido. Está gravemente herido y… creo que lo mejor que podemos hacer es dejarlo aquí tendido, sin moverlo.

No me atrevía a poner obstáculos a aquella determinación, pero, sin embargo, me resistía a dar mi conformidad. Pensé, no obstante, que si lo movíamos, lo más probable era que aumentara la hemorragia de la herida, lo cual sería fatal para el pobre animal. Por otra parte, librarlo de su sufrimiento, sacrificándolo, era algo imposible para mí. Recapacitando, llegué a convencerme que lo mejor era hacer caso del refrán, según el cual, «mientras hay vida, hay esperanza» y, amontonando una buena cantidad de nieve, la coloqué junto a los hocicos de Don, para que pudiera lamerla, si así quería hacerlo. Di seguidamente media vuelta y me aparté de allí, sin atreverme a volver a mirarlo; pero me propuse que al día siguiente o al otro trataría de acercarme de nuevo a este lugar.

El accidente de Don y lo que parecía ser su inevitable desenlace, representaba una pesada carga para mi mente. La mirada de Don me había cautivado. Temía mucho que fuera yo el culpable de su desgraciado fin. Durante el día siguiente, el tiempo estuvo amenazando tempestad y como que, además, los perros estaban muy cansados, decidimos quedarnos en el campamento dedicando el tiempo a otras tareas que nos eran también necesarias.

Pensé por lo menos un centenar de veces en Don; me lo imaginaba allí tendido, solo entre los helechos y sufriendo frío. Tal vez la muerte, piadosamente, le había ya librado de sus sufrimientos. Procuraría llegar allí el día siguiente y, con toda seguridad, lo encontraría muerto.

Pero al día siguiente, el infatigable Jones decidió ir de caza en otra dirección y, debido a que yo no tenía ninguna seguridad de poder encontrar el camino y hallar el lugar en donde había quedado Don, no me quedó otra solución más que aplazar la realización de mi deseo. Tuvimos un mal día; fatigoso y lleno de peligros y, además, sin suerte. Yo, por una vez, me decidí a dar por terminada la cacería, antes de su terminación.

Regresé al campamento abatido, muy desanimado y sin poder apartar a Don de mis pensamientos. El que en otras ocasiones era siempre para mí un agradable campamento, no me parecía que fuera ahora el mismo lugar. Por primera vez, los bufidos, el rechinar de las cadenas y el menear de las colas de los pumas que habíamos atrapado, me causaron irritación y despertaron en mi interior una especie de resentimiento. ¿Qué representaba la captura de unas cuantas fieras salvajes y rencorosas, en comparación con la vida de un perro en el que todo era nobleza? Le quité la montura a Black Bolly, mi caballo, y dejé que se moviera en completa libertad.

Luego, me imaginé estar viendo a un hermoso perro negro de grandes orejas, acercándose al campamento. Me froté los ojos. Verdaderamente, era cierto; se acercaba un sabueso.

—¡Don! —grité con alegría, pero también temeroso. Corriendo, cual si fuera un muchacho, me precipité a su encuentro y me arrodillé a su lado, diciéndole palabras incoherentes, que no recuerdo. Don movía la cola y me lamió la mano. Estas acciones me parecieron tan maravillosas como su llegada. Daba la sensación de estar enfermo y agotado, pero, en realidad, se encontraba bien. Tenía todavía en el cuello el primer pañuelo de seda que le até encima de la herida.

Más tarde, Emmet examinó a Don y dijo que nos habíamos equivocado al considerar que moriría por creer que tenía seccionada la yugular.

La herida de Don había sido, ciertamente, muy grave. Sin embargo, la rápida ayuda que yo, por suerte, le había proporcionado, evitó que muriera desangrado.

—He de reconocer que todavía no le ha llegado a Don su hora —dijo Jones mirando al perro con fijeza—; espero que esta aventura le enseñará a tener más cuidado.

Fueron realmente necesarios dos días más para que Don se recuperara y, al siguiente, volvía a estar de nuevo dirigiendo a los otros sabuesos.

Se había producido una sutil variación en sus relaciones para conmigo y, aunque yo entonces no podía comprenderlas claramente, después, al recordar su comportamiento, tuve que convencerme de su realidad. Había un resplandor en su mirada cuando la dirigía a mí, que no había yo observado nunca con anterioridad.

Un día, Jones y yo, habíamos conseguido que tres pumas buscaran su supuesta seguridad encaramándose en un árbol. El mayor de aquellos animales saltó y corrió por la cañada, tratando de huir. Los sabuesos salieron en su persecución y Jones se lanzó tras ellos, dejándome a mí allí, únicamente con mi máquina fotográfica para enfrentarme con aquellos dos pumas que quedaron subidos al árbol. Había dejado mi caballo y el rifle bastante lejos, en el declive, y protesté, gritando, al marcharse Jones.

—¿Qué voy a hacer si saltan del árbol?

Se volvió Jones para mirarme. Una amplia sonrisa apareció en su cara reluciente a la luz del sol.

—Coja un palo y hágalos encaramar de nuevo —replicó bromeando.

Así fue cómo me quedé solo, con dos feroces pumas encaramados en un pino, a menos de diez metros de altura por encima de donde yo estaba. Mientras estas fieras estuvieron oyendo los ladridos de los sabuesos, no se fijaron en mi presencia, pero cuando se apagaron aquellos ladridos, empezaron a mirarme, a mi entender, con muy malas intenciones. Entonces, amedrentado, me escondí tras un arbusto y empecé a ladrar como si fuera un perro. De momento, dio muy buen resultado. Los pumas se mantuvieron quietos. Por lo tanto, proseguí ladrando, aullando y gruñendo, hasta que enronquecí. Al perder facultades, los pumas volvieron a mostrarme su fiereza y a dar bufidos. Por fin, pareció que se decidían a descender del árbol; entonces yo tomé también una determinación y, con palos y piedras, pude conseguir que suspendieran su descenso. Pero pronto me fatigué de tal forma, que creí que me iba a dar un soponcio. Cuando estaba ya dispuesto a salir huyendo aterrorizado, me pareció oír a lo lejos el profundo ladrido de Don. Los pumas lo habían oído sin duda alguna antes que yo, cosa que demostraron encogiéndose, y pude observar, al mismo tiempo, el latido de sus corazones, por el agitado movimiento de sus costados.

También a mí el corazón me dio un vuelco, esperanzado, al darme cuenta de que los ladridos de Don se oían más claramente y más cerca. No cabía duda de que venía en mi ayuda. Con toda seguridad, Jones le había ordenado que siguiera a la inversa el rastro dejado por el puma que había saltado del árbol.

Los ladridos se oían por momentos más profundos y cercanos. ¡Qué extraño que Don hubiera variado su costumbre de ladrar muy raramente! Había algo inexplicable en este cambio. No tardé mucho en ver al sabueso a lo lejos, al fondo del rocoso declive, subiéndolo velozmente. Parecía que yo tendría que esperarme todavía durante bastante rato, pero puedo afirmar que ya no sentía miedo, porque seguía oyendo sus fieros ladridos que, sin duda alguna, debieron helar la sangre de aquel par de pumas.

Don, con sus ladridos, parecía ser el heraldo del conjunto de sabuesos.

Don me vio mucho antes de llegar al pino en el que estaban encaramados los pumas. Pasó por el lado de aquel árbol sin detenerse y vino hacia mí con gran impetuosidad. Dio un brinco al alcanzarme y puso sus patas delanteras sobre mi pecho. No pude resistir su acometida y me caí. Entonces, el perro, excitado y al mismo tiempo aturdido como si estuviera asustado, empezó a lamerme la cara. Acaricié con mi mano su cabeza y entonces dio media vuelta y se dirigió hacia el árbol de los pumas, bajo el cual empezó a ladrar con fiereza.

Me senté para descansar y llegó a mis oídos el familiar coro de los ladridos de los restantes sabuesos que subía del fondo de la cañada. Como siempre sucedía, la jauría se había quedado muy rezagada, pero seguía a Don, su jefe.

Otro día me encontré solo al borde de una concavidad que se hallaba en una de las paredes del desfiladero principal. Estábamos siempre perdiéndonos unos a otros; con los perros, sucedía lo mismo. Había tantos rastros de pumas que los perros se dividían; yendo unos hacia un lado y siguiendo otros distintas pistas, daba a veces la impresión de que cada perro tenía un puma para él solo.

Era un día espléndido. Se oía a lo lejos el apagado y suave, al mismo tiempo que extraño y siniestro, rugido del río Colorado. Podía verle serpentear rojizo y sombrío, a través de la quebrada. El deseo de aventura cesó de existir para mí. Me quedé extasiado ante la grandeza y esplendor de aquel magnífico espectáculo de la naturaleza, cuya belleza quedaba incrementada por la desolación y soledad de aquel lugar.

Entonces, mientras estaba yo allí absorto y como encadenado, el encantamiento que aquella visión me había producido se rompió ante la presencia de Don. Se acercó adonde yo estaba. Sus hocicos estaban cubiertos de espuma. Yo sabía muy bien lo que aquello significaba. Me levanté y desaté la cantimplora que colgaba de la silla de mi caballo; puse agua en la copa de mi sombrero y lo acerqué a Don. El perro, sediento, empezó a beber y, mientras lo hacía, vi un profundo y sangriento arañazo en su nariz.

—¡Ah, vamos! Resulta que esta mañana te has dejado acariciar por un puma, ¿eh? —dije—. Don, temo que vas a tener cualquier día un serio percance.

Se echó Don a descansar a mi lado mientras yo, de nuevo, me extasiaba contemplando aquel magnífico cañón. ¡Qué importantes eran las horas pasadas en aquellas solitarias alturas! Contemplaba aquel panorama como si estuviera embelesado.

Cuando pude reponerme de mi encantamiento, monté a caballo y me encaminé al campamento. Don seguía trotando tras de mí. Al llegar a una resquebrajadura del terreno, el sabueso dejó oír su profundo ladrido y se lanzó por el pronunciado declive. Desmonté y le llamé. Obtuve por respuesta otro profundo ladrido. No había duda alguna; Don había olido un puma o habíamos cruzado el rastro dejado por alguna de aquellas fieras.

De repente, oí varios agudos ladridos que venían de abajo, al mismo tiempo que el chasquido de ramas y maleza, junto con el rodar de piedras. Me quité tan de prisa como pude el sombrero, la chaqueta y las chaparreras. Luego, con la máquina fotográfica y con el revólver en la cintura, empecé a descender por la resquebrajadura. Mis zapatos eran resistentes y tenían clavos de herradura en su suela. Los días de ejercicio en aquellas rocosas barrancas me habían proporcionado un cierto entrenamiento y seguridad para moverme por aquellas torrenteras.

En mi descenso, se precipitaban algunas piedras por la pendiente; tenía que cogerme a los arbustos que hallaba a mi paso, esquivar los troncos de los árboles, saltar por entre las rocas y procurar no resbalar por ningún precipicio. Llegué al cauce seco de un torrente y allí, en la arena, pude descubrir las huellas de un puma grande y, entre ellas, otras huellas más pequeñas, que correspondían a las dejadas por Don. Apresuré mi marcha y mientras corría, gritaba con toda la fuerza de mis pulmones, esperando con ello poder ayudar al perro, a hacer que el puma se encaramara a algún árbol. De lo que tenía más miedo era que la fiera pudiera esperar a Don, echársele encima y matarlo.

El violento ejercicio que estaba ejecutando, me obligaba a descansar de vez en cuando para tomar aliento y entonces escuchaba con atención, esperando volver a oír los ladridos de Don. Los oí en dos ocasiones y la última de ellas me pareció que sonaban como si Don hubiera ya conseguido que la fiera se hubiera subido a un árbol.

Reanudé mi descenso, saltos y acrobacias, no faltándome ya mucho para llegar al fondo de aquella cañada. Me guiaba por medio de mi vista y de mi oído y llegué a un espacio abierto, cercano a un gran precipicio, en el que desembocaba la cañada. Vi entonces la leonada figura de un gran puma que se hallaba entre las ramas de un cedro cercano a la rocosa pared de aquel precipicio. Se balancearon las ramas y, desde ellas, saltó el puma a una repisa de aquella pared y, desde allí, a otra, desvaneciéndose después tras una esquina de aquella rocosa muralla.

No podía Don seguir al puma en su descenso por aquel precipicio pasando por el mismo camino que el puma, ni tampoco podía hacerlo yo. Estábamos el perro y yo buscando un sendero para llegar a la esquina por donde había desaparecido el puma. Habíamos llegado ya muy cerca de aquel abismo. De pronto, me pareció percibir una sensación de vacío.

Conseguí por fin poder salir de la umbría de aquellas rocas y árboles y, pasando trabajosamente por un abrupto saliente de la muralla, me encontré en un espacio de unos pocos palmos de un rocoso borde que había entre el lugar en que me hallaba y el espantoso precipicio, azulado e insondable.

A pesar de mi atrevimiento en salir en persecución de un puma, me encontraba de repente poseído por un sentimiento de inexplicable temor.

Entonces, vino Don a mi encuentro. Tenía erizado el pelo de su cuello y apareció por la derecha. Venía de la esquina de la muralla por donde giraba el borde en el que me hallaba, que era, con toda seguridad, el lugar por el que el puma había huido. Reaccioné y se regularizó la circulación de mi sangre. Pensé en seguida en perseguir a la fiera hasta su cubil, fotografiarla si me era posible y matarla a continuación.

Con tales ideas, avancé tomando grandes precauciones por aquel borde, hasta llegar al rincón de la muralla. Descubrí al poco rato las recientes huellas dejadas por el paso de un puma; eran claramente visibles y hacia el frente vi que aquella especie de repisa, que se había ensanchado ligeramente, se extendía en dirección a otro rincón.

Don, entonces, actuó en forma bastante rara. Me seguía pegado a mis talones; dio un gemido y gruñó seguidamente. No me detuve para averiguar a qué era debido aquel comportamiento, pero creo que lo que deseaba era que diéramos media vuelta y volviéramos hacia atrás.

Pero el impulso juvenil y el espíritu de aventura se habían apoderado de mí y no sentía ya miedo alguno, no tomaba ninguna precaución.

Sin embargo, mis sentidos estaban muy alerta y por ello, cuando Don avanzó para ponerse delante de mí, pensé que realmente estaba sucediendo algo y seguí entonces caminando muy lentamente. De todas formas, pronto me habría visto obligado a hacerlo, porque el saliente por el que caminaba se hacía cada vez más estrecho. Más adelante volvió a ensancharse hasta formar un gran bancal con altas y cavernosas murallas que se levantaban sobre el mismo. Pasé este espacio en el que, aparentemente, no existía ningún peligro y me encontré de nuevo en un estrecho y escabroso saliente que desaparecía en otra esquina. Cuando llegué allí, tuve que pegarme a la muralla y avanzar con gran peligro.

De nuevo mi camino pareció ser más fácil, pero… ¿qué era lo que motivaba que Don se comportara tan cautamente? Oí sus gruñidos, pero no podía verle. Tuve el presentimiento de que aquella persecución se estaba ya terminando. A la siguiente esquina me vi obligado a detenerme de repente, temblando.

El reborde terminaba allí y… también allí, estaba tendido sobre el suelo el puma, lamiéndose una pata ensangrentada.

Me sentía poseído por tumultuosas emociones aunque, no obstante, no tenía verdadero miedo. Jones me había repetido en numerosas ocasiones que, en momentos de peligro, no apartara nunca mi mirada del puma. En aquel momento, sin embargo, con la excitación que me producía la probabilidad de poder obtener una incomparable fotografía, me olvidé de aquel peligroso aviso. Perdí unos preciosos segundos en la preparación de los focos de mi máquina.

Oí entonces el persistente ruido de las piedras y los enfurecidos gruñidos de Don. Sobrecogido, me erguí rápidamente y vi que el puma se estaba acercando con relucientes ojos que relampagueaban con purpúreos destellos. Daba la sensación de que la fiera me estaba hipnotizando; no obstante, empecé a retroceder por aquel peligroso saliente. Saqué el revólver de la funda y traté de prepararlo para disparar, pero mis nervios estaban alterados y no lograba ponerlo en condiciones. Luego, apunté hacia la fiera, pero el revólver se balanceaba en mi mano y no me atreví a disparar, ya que pensaba que si solamente hería al puma, se lanzaría sobre mí y, en aquel estrecho saliente, era seguro que me caería por el precipicio.

Proseguí, por lo tanto, retrocediendo paso a paso. Don hacía lo mismo. Estaba entre mí y el puma. Aquella actuación era lo que caracterizaba, precisamente, la grandeza de aquel animal. ¡Tan fácil como le hubiera sido olvidarse de mí y salir huyendo por el estrecho borde! Pero no lo hizo.

Se me presentó una magnífica oportunidad cuando llegué a la parte más ancha del bancal; he de reconocerlo, pero me di cuenta demasiado tarde, al tocar la muralla con el hombro, o sea cuando estaba ya en la parte más estrecha. No había habido ninguna otra razón, más que el terror que sentía, que me impidiera dar media vuelta y echar a correr. Tal vez hubiera sido la mejor manera de salir del grave apuro en que me encontraba.

Tuve que seguir, por lo tanto, retrocediendo por aquella escabrosa franja que apenas si tenía treinta centímetros de anchura, a un lado de la cual había la rocosa muralla y al otro, el terrible precipicio. Cualquier paso en falso significaba, para mí, una muerte cierta. Había perdido el control de mis nervios y el fatal desenlace parecía inevitable. Llevaba en una mano la máquina fotográfica y en la otra el revólver.

Aquella fiera de relucientes ojos purpúreos no se detuvo. Mi trastornada imaginación me hacía ver en ella mil formas e intenciones malignas; desesperados pensamientos cruzaban mi mente. Jones había dicho que los pumas eran unas bestias cobardes, excepto cuando estaban acorraladas y no tenían posibilidad alguna de poder huir.

Entonces, las ancas de Don tocaron mis rodillas. No me atreví a mirar hacia abajo, por no apartar mi mirada del puma, pero sentía la presión del sabueso contra mis piernas. El perro estaba temblando; sin embargo, gruñía y ladraba con fiereza. El sentir a Don allí y la comprensión de su forzada valentía, reavivaron la circulación de mi sangre y me hicieron reaccionar. Tenía la seguridad de que el perro muy pronto se lanzaría contra el puma para entablar una lucha con él. Aquello significaba la muerte de los dos animales, porque ambos caerían por el precipicio.

Tenía que proteger a Don. Aquel pensamiento fue mi salvación. Físicamente, el perro no podía salvarnos, pero su gran corazón y fidelidad me impulsaron a actuar.

Apoyándome contra la muralla, levanté el revólver y me sostuve el brazo derecho con la mano izquierda, en la que tenía todavía la máquina fotográfica. Apunté a la cabeza del puma, entre aquellos ojos purpúreos. El segundo que duró aquella operación, me pareció una eternidad.

Apreté el gatillo y desapareció el brillo de uno de aquellos ojos.

El puma dio un brinco terrible, tratando de subirse por la lisa muralla e intentando inútilmente clavar sus garras en la piedra. Luego, pareció querer retroceder y, al dar la vuelta, se lanzó por el precipicio. Vi una especie de bola leonada que se desvanecía en las azuladas profundidades.

Don lanzó un gañido. Miré hacia el abismo y, poco a poco, me sentí liberado del terror que me había estado atenazando. Caminé entonces unos cuantos pasos al frente, hacia el bancal más ancho y, al llegar allí, me senté, porque me sentía incapaz de poder permanecer en pie durante más rato. Don se acercó y posó su cabeza sobre mis rodillas.

Escuché y agucé mis oídos, esperando oír la caída del puma. Por fin, me pareció percibir un rugido procedente de la hondonada, que se desvanecía a lo lejos. Luego, me sentí envuelto en el terrorífico silencio del cañón.

En aquel preciso instante se levantó Don y miró hacia la profundidad del cañón. Me causó una gran extrañeza verle mirar hacia abajo. Luego volvió su oscura y bien formada cabeza y me miró. ¿Qué vi a través de la tristeza de sus sombríos ojos? Gimió y lamió mi mano. Me pareció que Don y yo éramos algo más que un simple perro y un hombre.

Seguidamente, el perro dio media vuelta y se encaminó hacia la franja estrecha, y yo tuve que hacer acopio de energías para seguirle. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo al volverme de espaldas a aquel siniestro precipicio y retuve el aliento al pasar por el lugar más peligroso tan pegado a la pared como pude. Hasta que estuve a salvo, fuera de aquella estrecha franja, no me atreví a respirar profundamente. Luego, remonté penosamente el áspero declive, hasta alcanzar el borde de la meseta. Don estaba ya allí esperándome, junto a mi caballo.

Desaté la cantimplora que llevaba prendida de la silla del caballo y entre Don y yo nos bebimos el agua que quedaba en ella. Era ya completamente de noche cuando llegamos al campamento, en donde una brillante hoguera y una cena excelente hicieron que se extinguiera el desaliento que de mí se había apoderado. Al explicar mi aventura a aquellos bregados montañeros, quedaron sorprendidos y admirados por el comportamiento de Don, que permanecía acurrucado a mi lado y que luego me siguió, por su propia voluntad, a mi tienda. Aquella noche durmió a los pies de mi litera.

Una mañana fría, en la que al salir el sol empezaron a teñirse de doradas tonalidades y matices las rocosas murallas, había un puma correteando por el borde de la meseta, amparándose en la brumosa oscuridad que surgía de las profundidades del cañón.

Salieron en su persecución los sabuesos a través de la salvia, de los cedros y de los gigantescos helechos que crecían en la parte norte de la altiplanicie. Aquel puma debía ser parecido al que días atrás habíamos enlazado y denominado Tom, porque se apresuró a descender por los declives.

Al especial rincón en el que fue a refugiarse no era posible que pudiera llegar ningún hombre. Los sabuesos le perseguían sin tregua alguna, pero uno tras otro salían de aquel escondrijo agotados y sedientos; salieron todos, excepto Don. Éste no salió.

Jorres le llamó forzando su vozarrón, pero lo único que consiguió como respuesta fue el profundo eco que burlescamente, devolvía su llamada. Don no compareció al mediodía. Jorres y los batidores salieron del campamento con los sabuesos.

Yo me quedé de vigilancia allí, en lo alto del borde, desde donde podía contemplar las amarillentas y verdosas tonalidades del declive y, más allá, las siniestras profundidades. Era un día muy silencioso. Aquella quietud era opresiva.

De pronto, me sorprendió oír el profundo ladrido de caza de Don, que salía de aquellas aterradoras honduras. Volví a oír aquel ladrido a largos intervalos, cada vez más débil, más lejano; luego, se desvaneció y no le oí más.

Sin embargo, me quedé allí, vigilante y escuchando. Transcurrió la tarde. Mi caballo, que había quedado debajo de los cedros, un poco apartado de donde yo estaba, relinchó agudamente.

El sol poniente empezó a esconderse tras los cerros Pink Cliffs de Utah, iluminando todavía por unos momentos con sus rojos resplandores la inmensa hendidura que yo contemplaba como si estuviera hechizado por su magnificencia. ¡Qué soledad! ¡Qué terrible y formidable resquebrajadura en la tierra! Ni el perro ni el puma tenían miedo; pero el hombre, ser inteligente y con sentimientos, estaba amedrentado.

¿Qué significación tenían este cañón fantásticamente coloreado y al mismo tiempo monstruoso, el sol poniente, la selvatiquez de un puma, el temperamento de un perro y la interrogante tristeza de un hombre?

Regresé pensativo al campamento, sin Don. A medianoche estaba tendido en mi litera, todavía despierto y aguardando esperanzado. Pero Don no regresó al amanecer, ni durante el día. Nunca más volví a verle.