En el campamento

¿Cómo nos las compondríamos para llevar a nuestros cautivos al campamento? Ésta era la nueva tarea con la que teníamos que enfrentamos seguidamente. Mandamos a Ken a que fuera en busca de los caballos de carga. Estuvo ausente durante un largo rato y cuando, al fin, apareció ante nuestra vista en la planicie de salvia, nos dimos cuenta con toda claridad de que se hallaba en apuros.

Marc, el garañón bayo, estaba terriblemente excitado y no se dejaba dominar.

—¿Por qué no le habrá pedido al indio que le ayudara? —gruñó Hiram, que se enfadaba sólo cuando las cosas no marchaban correctamente con los caballos—. Desplegaos y procurad calmarle.

Rodeamos al garañón; Hiram consiguió ponerle un cabestro. El rostro de Ken estaba enrojecido; su pelo chorreaba sudor y parecía que había estado por lo menos un par de horas tratando de cumplir lo que se le había ordenado.

—No me gusta ese caballo —explicó el muchacho—. Pero no podía traer los otros y dejar a M are. ¿Qué creen que sucedió? Cuando le dije al indio que habíamos cazado dos pumas, salió huyendo y se metió en el bosque. Dirán ustedes, tal vez, que no tenía que preocuparme por ese caballo. Creo que lo mejor que podré hacer en otra ocasión, será montar sobre él, porque esa será la única forma de dominarlo.

—Bueno, lo primero que voy a hacer en cuanto lleguemos al campamento, es quitarle el cuero cabelludo a ese piel roja —dijo Jim.

—Muchacho, no te avergüences tanto –manifestó Hiram tratando de consolarle—. Reconozco que hiciste muy bien en no dejar a Marc allí.

Mientras hablaban, estaban de pie sobre la pelada cumbre del pequeño cerro, a la entrada del espeso bosque de cedros. Los dos pumas estaban tendidos a la sombra. Hiram y Jim, utilizando un largo tronco, habían traído al primero de nuestros cautivos, al que llamábamos Tom, desde el cañón hasta el lugar en donde habíamos dejado atada a la hembra.

Ken, tal como se le había indicado, trajo una albarda y dos grandes sacos. Cuando Hiram trató de acercar el caballo que lo traía al lugar en donde se hallaban los pumas, la bestia empezó a temblar y a retroceder.

—Que alguien deshaga los rizos de las correas –dijo Hiram.

Fue una suerte que yo le hubiera quitado ya la albarda y los sacos al caballo, porque éste se encabritó, dio unos cuantos brincos, logró soltarse de Hiram y echó a correr por la llanura.

—Parece que pertenezca a la manada de caballos salvajes ——comentó Jim.

Acerqué yo otro caballo y traté de mantenerlo quieto para que Hiram y Jim pudieran ponerle la albarda, pero habría sido necesario que los tres nos hubiéramos dedicado a sostenerle, para conseguir que no huyera.

—Huelen a los pumas —dijo Hiram—. Me temía que sucedería esto. ¡Maldita suerte! Nunca dejará que le carguemos los pumas encima. Tendría que ser un caballo viejo y sordo.

—Probemos el alazán —sugerí—. Parece más manso. Por primera vez en su vida, según dijo Hiram, el caballo alazán se negó a obedecer y empezó a cocear, cual si fuera una mula salvaje.

—Me parece que tiene miedo —dijo Jim—. Marc no parece tenerlo. ¿Por qué no probamos con él?

Hiram se quedó mirando a Jim, como si no comprendiera bien lo que éste había dicho.

—¡Pues, claro, Hiram! Probemos con el garañón —añadí yo—. Me gusta la forma como mira.

—¿Cargar pumas sobre ese caballo? —exclamó Hiram, aterrado.

—¡Desde luego! —replicó Jim.

El gran caballo garañón parecía el jefe de una manada de caballos, justamente lo que hubiera llegado a ser si Purcell no lo hubiera cazado cuando no era más que un potrilla correteando por el desierto, con sus hermanos de la manada. Olía a los pumas, pero mantenía con orgullo la cabeza levantada, las orejas erectas, y sus grandes y negros ojos brillaban como si fueran dos ascuas.

—Intentaré traerle y le dejaremos ver a los pumas. No podemos engañarle —dijo Hiram.

El caballo no mostró desconfianza de clase alguna, ni nada que pudiéramos haber previsto. Se mantuvo firme ante los pumas y se quedó mirándolos como si deseara luchar contra ellos.

—Me parece que se los podremos cargar –declaró Jim.

Le pusimos la albarda al caballo. Mientras yo sostenía al garañón, Hiram y Jim pusieron los pumas en los sacos y los ataron uno a cada uno de los lados de la albarda. Tom, el puma macho, a la izquierda. Pero creo que no ha existido ningún otro puma más rabioso que él. Costó mucho trabajo enlazarlo y no menos el poder atarle las patas, como hizo resaltar Jim; pero el ser metido en un saco y cargado sobre un caballo, era algo que ningún puma podía permitir que le hicieran. Por ello, Tom, ya que otra cosa no podía hacer, sacaba rabiosamente espuma por la boca y producía una especie de silbido, cual si fuera un torpedo en marcha a punto de explotar. Poner a la hembra dentro del otro saco, costó todavía más trabajo, porque era más larga que el macho y su cabeza colgaba fuera del saco.

—Mucho me temo que voy a ver cómo Marc salta por el precipicio —dijo Hiram—. ¡Y pensar que le prometí a Purcell que cuidaría con todo cariño a este caballo!

La ansiedad de Hiram no fue más allá de este pensamiento, ya que se equivocó en sus temores. Marc condujo a los pumas al campamento sin ningún otro problema y, como dijo Jim, sin la menor vacilación. Al llegar, vimos que el indio nos miraba asustado, sacando la cabeza por detrás del tronco de un pino muy grande.

—Ven acá, Navvy —dije llamándole.

Hiram y Jim vociferaban dirigiéndole risibles calificativos, debido a lo cual la ennegrecida cabeza se desvaneció para no volver a aparecer. Luego, desataron uno de los sacos y sacaron del mismo al puma hembra. Hiram ató la cadena que la sujetaba al tronco de un pino pequeño y, como la fiera yacía indefensa, sacó de la boca del animal el trozo de tronco que le había colocado detrás de los colmillos. Esto hizo que cayera el alambre que actuaba como bozal. La fiera, tal vez para celebrar aquel inicio de libertad, lanzó un rugido. Hiram llevó a cabo con gran destreza la tarea de librarla de los lazos que la sujetaban. El cazador hizo resbalar el lazo que ataba una de las garras, lo que le permitió aflojar la cuerda y, en un instante, consiguió dejar en libertad la otra garra. La fiera dio un salto con la boca abierta, las orejas aplanadas y los ojos muy brillantes.

Antes de que el cazador bajara de la albarda a Tom, como llamábamos al puma macho, me acerqué a él y puse mi rostro a unos quince centímetros de sus narices. Como si la bestia escupiera sobre mí, al dar un bufido me llenó la cara de espuma. Deseaba ver de cerca los ojos de un puma enfurecido. Eran hermosísimos. Las grandes pupilas tenían un color ambarino tostado, estaban entreveradas con finas rayas negras y rodeadas de un rojo purpúreo.

—Venid, muchachos —grité dirigiéndome a Hal y a Ken—. No os dejéis perder esta oportunidad. Acercaos y mirad de cerca los ojos del puma.

Los dos muchachos se apartaron dando un salto hacia atrás al lanzar Tom un bufido, pero seguidamente se repusieron y se acercaron bastante.

—Mira, allí… ¿Qué ves?

—Imágenes. Es como si fueran espejos mágicos —manifestó Ken.

—Me gustaría que lo dejaran en libertad –replicó Hal al instante.

Me gustó mucho que los dos hermanos vieran en los ojos del puma mucho de lo que yo mismo había estado admirando.

Era cierto; cual si fueran espejos mágicos, se distinguían en aquellos ojos imágenes de la altiplanicie cubierta de árboles, los oscuros pinos y los sombríos cañones, los amarillentos riscos y despeñaderos… Profundamente, en aquellas pupilas vivientes, variando rápidamente con innumerables vibraciones, parecía distinguirse la esencia de la vida salvaje de aquella bestia indomable que estaba ahora incapacitada, que había perdido la libertad, pero que conservaba todavía sus instintos de selvático furor y de lucha.

Hiram llevó a cabo con Tom operaciones parecidas a las realizadas con respecto al otro puma, dejándolo encadenado al tronco de un pino. Una vez allí atado, la bestia se agazapó y se quedó como si descansara, después de unos momentos de inútil pugna por liberarse.

—Mira, Dick. Allí viene Jim con Navvy —dijo Ken.

Vi que Jim traía al campamento al indio, quien parecía querer resistirse. Lo sentí por Navvy, y estaba convencido de que su miedo era tal vez más de carácter moral que de temor físico. El puma representaba a uno de los dioses de los pobres e ignorantes indios navajos y era para ellos un objeto reverencial.

Forzado por Jim, el indio se hacía el remolón, arrastraba los pies y volvía el rostro de lado. Jim prácticamente lo arrastró durante unos cinco metros y lo mantuvo cogido mientras Hiram trataba de demostrarle al pobre hombre que los pumas no podían hacerle ningún daño. Navvy se quedó inmóvil y refunfuñando para consigo mismo. Jim parecía estar tramando alguna diablura, ya que le hizo acercar un poco más. Pero justamente en aquel momento, Hiram señaló hacia los caballos y le dijo al indio la palabra «chineago», que en el idioma del pueblo de los navajos, significaba «comida».

Pero tan pronto como Jim soltó al indio, éste se escabulló y los gritos que le dirigimos no sirvieron para otra cosa más que para hacerle correr todavía más deprisa.

—Ya volverá cuando el hambre le apriete —dijo Hiram—. Ken, lleva a los caballos abajo, a la hondonada, pues allí encontrarán buena hierba.

Dando un salto con gran agilidad, Ken trató de montar sobre el ancho lomo del garañón.

—¡Cuidado, muchacho, que te vas a matar! –Exclamó Hiram—. ¡Que me aspen si lo entiendo!

En efecto. Parecía que nuestro magnífico garañón había dejado a un lado su noble comportamiento de los últimos momentos y que volvía de nuevo a las andadas, ya que antes de que Ken pudiera ponerse a horcajadas, Marc bajó la cabeza y arqueó el lomo; puso sus patas juntas y empezó a dar brincos. Me pareció que el garañón ponía en práctica las más selváticas tretas de los caballos salvajes que corrían por el desierto. El caballo era excepcionalmente robusto y pesado pero, al mismo tiempo, muy ágil. En otras ocasiones le había visto dar tres vueltas cada vez sobre sí mismo, tendido en el suelo, y eso era algo que no había conseguido ver que lo hiciera nunca ningún otro caballo.

Ken empezó a saltar, pero se cogió fuertemente con sus manos a la larga crin del animal enrollándola entre sus dedos, consiguiendo mantenerse montado sobre el lomo del caballo. Era evidente que Ken no quería darse por vencido y que se sentiría avergonzado si se caía. Veíamos todos nosotros que no había posible salvación para el muchacho y que dentro de muy poco rato no podría ya seguir montado sobre el garañón, razón por la cual empezamos todos a gritar y a aplaudirle para animarle.

—¡Magnífico! ¡Lo estás haciendo muy bien! —chilló Jim.

Sin embargo, me imaginé que Jim no estaba absolutamente nada convencido de que Ken lo estuviera haciendo bien.

El afecto que Hiram sentía por el muchacho lo puso alegremente de manifiesto por lo que estaba viendo y se puso a gritar. Era tan divertido contemplar a Hal como estar viendo a Ken esforzándose en sus equilibrios. Hal, el más joven de los dos hermanos, estaba fuera de sí por la excitación y la alegría que sentía. Daba vueltas alrededor del caballo, vociferando desaforadamente.

—¡Agárrate fuerte, Ken…! ¡Cógete…! ¡Aprieta las piernas…! —iba diciendo Hal, intentando darle instrucciones a su hermano.

Entonces, el garañón pareció estar endemoniado. Empezó a encabritarse y a dar botes de carnero levantando el cuarto trasero y dando coces al mismo tiempo, tratando de tirar al muchacho. Hacía cabriolas y daba increíbles brincos, consiguiendo que el muchacho se despegara. Pero Ken tenía fuerza y no soltaba la crin, y caía de nuevo sobre el garañón. Sin embargo, en una de aquellas piruetas, al alzarse el caballo de manos y dar al mismo tiempo un formidable salto, lanzó al muchacho más arriba de la longitud de sus brazos y entonces le resbaló la crin en la que estaba agarrado, rebotó sobre la cruz del garañón y cayó al suelo. La gruesa capa de secas agujas de pino que cubría el terreno evitó que se lesionara al venirse abajo; al momento se sentó sobre el suelo.

—Jim —exclamó el muchacho—. Comprendo ahora perfectamente que el indio no quiera montarlo.

Cuando estuvimos completamente convencidos de que Ken no había sufrido ningún daño y después que conseguimos frenar nuestra natural alegría, Jim dijo, arrastrando las palabras:

—Ken; ésta ha sido la más formidable actuación de un caballo para librarse de su jinete que he visto en mi vida. Estoy convencido de que Marc sería capaz de quitarse de encima una silla de montar, por muy bien cinchada que estuviera.

—Muchacho, reconozco que tienes derecho al desquite, pero creo que por ahora será mejor que montes tu propio caballo —dijo Hiram.

—No se preocupe —contestó Ken—. Sé perfectamente cuándo tengo bastante.

Montó seguidamente sobre su potro mesteño y llevó a Marc y a los otros caballos a la hondonada. Cuando regresó, vimos que tras él venía el indio como escondiéndose. Navvy se detuvo, ya en el campamento, junto a un pino; pero al ver que nadie le hacía caso y que parecía que no nos habíamos dado cuenta de su presencia, se acercó más, como si nada hubiera sucedido.

Estábamos todos ocupados en las tareas del campamento y yo ayudé a Ken a darle la comida a los sabuesos. La forma corriente es tirarles unos cuantos huesos. Nuestros perros, sin embargo, no eran perros corrientes. Fue preciso emplear mucho tiempo y una gran cantidad de comida. Habíamos traído entre nuestras provisiones mucha carne de caballo salvaje que había sido cortada en pequeños trozos y colgada de las ramas de un roble achaparrado.

Pero a Prince tuvimos que darle la comida individualmente y podría decirse que a mano. Oí que Hiram decía que aquel sabueso se habría muerto de hambre antes de comer nada que hubiera sido tirado a la jauría sin hacer distinciones. Curley puso en evidencia sus derechos y reclamaba preferentemente grandes trozos de una vez. Queen pedía la comida con mirada suplicante y, por la gentileza de su comportamiento, conseguía que se le diera más comida de la que realmente le correspondía. Tan tenía que ser vigilado, y a Ringer, debido al imperfecto desarrollo de sus dientes, tenía que dársele su porción cortada en pedazos muy pequeños. En cuanto a Mux-Mux, bueno, los grandes perros tienen también sus faltas: nunca tenía suficiente carne. Estaba dispuesto a pelearse con la pobre Queen e inclusive era capaz de robarle la comida a los pequeños cachorros y, cuando se había ya terminado todo lo que Ken le había dado y, además, todo lo que había robado, se apartaba contoneando sus abultados costados, como si remedara a un obeso marino holandés.

—Y nuestros pumas, ¿no van a comer nada? —preguntó Hal.

—Estarán unos cuantos días sin comer —contestó Hiram—. Tal vez dentro de una semana o cosa así, podremos intentar darles algún conejo recién cazado. No obstante, esta misma noche beberán.

Efectuamos una sencilla y alegre comida y después, Hiram, Ken y yo, nos fuimos a través de los bosques, en dirección al borde de la altiplanicie.

Queríamos explorar un enorme promontorio situado a poniente y, después de dar un rodeo de casi un kilómetro, llegamos al lugar deseado. Los bordes de aquel precipicio de gran profundidad, me atraían de forma irresistible. La vista, desde aquella altura, era de un sorprendente esplendor. La rocosa muralla del precipicio se extendía hacia poniente y, en aquel momento, daba la sensación de que llegaba hasta el sol, que iniciaba entonces su puesta. Los dorados destellos que surgían de los millones de facetas que parecían cinceladas en las rocas, proporcionaban a la contemplación de los hombres el brillo de unos magníficos e intensos coloridos. El mirar hacia la gran profundidad de aquel precipicio, producía una sensación que podría ser comparada únicamente a la que se experimentaría si pudieran ser contempladas las azules, plácidas e insondables profundidades oceánicas.

—Venid; ayudadme a empujar esta piedra —dije.

Unimos nuestras fuerzas para tratar de hacer rodar una gran piedra redondeada y, después de varios esfuerzos, tuvimos la alegría de ver que se movía. Afortunadamente, teníamos a nuestro favor un pequeño declive. La roca produjo un rechino, se balanceó y empezó seguidamente a deslizarse. Justamente cuando dobló el borde de precipicio, le di una mirada al segundero de mi reloj. Luego, mirando por encima del borde, esperamos. Predominaba el silencio del cañón, intensificado por el contraste con el ruido producido por nuestra respiración. Transcurrían los segundos, que daban ahora la sensación de ser largos espacios de tiempo y no se oía ningún otro ruido. Creí que la distancia a recorrer por la piedra debía ser demasiado larga para que el ruido de su caída llegara hasta nosotros. Pasaron quince segundos…, diecisiete…, dieciocho.

Se levantó entonces un soplo de aire portador de un estrepitoso estruendo. Parecía irse ampliando, haciéndose por momentos más ensordecedor y retumbante. Luego, lentamente, se fue alejando el eco como si fuera rebotando por aquellas montañas, valles, cañones y llanuras, hasta perderse en la lejanía de los desfiladeros.

—Es una hondonada muy profunda —comentó Hiram.

El atardecer fue extendiéndose perezosamente sobre nosotros en silencio, mientras permanecíamos extasiados contemplando la desaparición del brillo solar tras los picos montañosos. El colorido de la vegetación que nos rodeaba fue oscureciéndose como tratando de fundirse con la negrura de la noche, que parecía emerger, como azabachada marea, de las profundidades del cañón.

Al regresar al campamento tratamos de pasar por un atajo que nos condujo a una profunda barranca con rocosas laderas. Hubiera sido mejor dar un rodeo, pero la torrentera era bastante larga y, entonces, decidimos cruzarla. Habíamos descendido ya un poco cuando, de repente, el viejo cazador me detuvo y me hizo retroceder un poco.

—Escucha —musitó.

Había silencio en la espesura; sólo se oía el leve roce de las hojas de los pinos que se movían impulsados por una ligera brisa. El hechizo de la grisácea oscuridad parecía acercarse a nosotros rastreando, por debajo de los árboles.

Oí entonces el rápido y tenue pateo de duras pezuñas sobre las rocas de las laderas.

—¿Venados? —pregunté en voz baja.

—Sí; mira —me dijo, señalando con uno de sus dedos índice, hacia el frente—. Precisamente debajo de aquellas rocas, allá a la derecha, a este mismo lado; están bajando.

Pude distinguir figuras grisáceas, del mismo color que las rocas, que se movían descendiendo, cual si fueran sombras.

—¿Han olido nuestra presencia?

—Creería que no; la brisa sopla contra nosotros. Podría ser, sin embargo, que hubieran oído el ruido que pudiera haberse producido al romperse alguna rama a nuestro paso. Se han detenido, pero no miran en nuestra dirección. Estoy pensando que…

De repente, oímos el chocar de algunas piedras pequeñas al caer rodando por la pendiente, seguido por el inconfundible ruido producido por el impacto de cuerpos blandos pero pesados y luego el ruido de lucha en el fondo de la barranca.

—Un puma ha saltado sobre un venado —gritó Hiram—. Precisamente ante nuestros ojos. Venid. Ken, carga tu revólver. Vayamos hacia allí.

Hiram bajó corriendo el declive dando gritos durante todo el trayecto, y yo me mantuve a su lado. Al llegar al fondo del barranco, la espesura nos impidió seguir avanzando. Por ello tuvimos que entretenernos para abrirnos paso. Ken se había adelantado; lanzó un grito y seguidamente oímos, uno tras otro, los seis disparos de su revólver. Vi una figura gris que saltaba velozmente y que me pareció que era demasiado larga y demasiado baja para ser un ciervo. Me apresuré a sacar mi revólver de la funda y disparé con tanta rapidez como me fue posible. Hiram estaba también disparando y el ruido de los disparos se mezclaba y repetía retumbando en las laderas del barranco. Sin embargo, a pesar de nuestros disparos, el puma huyó.

—¡Vengan!… ¡Por aquí!… ¡Apresúrense! –gritaba Ken.

Hiram y yo pudimos atravesar los arbustos y poco después estábamos inclinados sobre un cuerpo gris que estaba tendido a los pies de Ken. Era un ciervo dando boqueadas para poder respirar.

—Es una hembra de poco más de un año —dijo Hiram—. Mirad aquí debajo, en el cuello; lo tiene casi completamente destrozado. Ken, dispárale un tiro y remátala para que no sufra.

Pero ni Ken, ni ninguno de nosotros tenían cartuchos. Tampoco Hiram había llevado consigo su cuchillo de monte y, por ello, teníamos que estar allí, viendo cómo sufría el pobre animal, esperando la muerte.

Oímos entonces un agudo grito, arriba.

—Ése es Jim —dijo Hiram—. No le costará mucho encontramos.

Contestamos su llamada y al poco rato se oyó el crujido de las ramas de los arbustos al romperse a su paso y apareció Jim, saliendo de la espesura. Llevaba un rifle en cada mano, se movía con tanta seguridad y tenía un aspecto tan formidable en la creciente oscuridad que no pude dejar de pensar el gran esfuerzo que hubiera representado su llegada, en caso de existir un verdadero peligro.

—Jim; he visto sucesos muy raros durante mi ya larga vida —dijo Hiram—, pero ésta ha sido la primera vez que he visto saltar un puma sobre un ciervo. Es extraordinario.

—Al oír tantos disparos me apresuré a venir, pensando que pudiera sucederos algo —replicó Jim.

—Llegaremos pronto al campamento. Podríamos por tanto llevarnos parte de este ciervo —sugerí, y así lo hicimos, enriqueciendo nuestras provisiones con una gran cantidad de carne fresca de venado.

Hal estaba sentado cerca de la hoguera; su semblante era un poco pálido. Observé que tenía el rifle entre sus manos y no pronunció palabra alguna hasta que Ken contó nuestra pequeña aventura.

—Precisamente antes de oír los gritos y los disparos, estuve mirando atentamente a Prince —dijo Hal—. Estaba inquieto; no quería permanecer echado; husmeaba el viento y gruñía. Pensé que debía de haber un puma rondando por las cercanías del campamento.

—Bien; me habría gustado mucho que Ken hubiera podido abatirlo —dijo Jim.

Estaba convencido de que los deseos de Jim eran compartidos por todos los demás. Por otra parte, Hiram y Ken expresaban su disgusto por la muerte del pobre ciervo y no hay que decir que me sentía identificado con sus sentimientos. La tragedia que habíamos interrumpido a medias con nuestra presencia, se producía cada noche y también, a menudo, durante el día y muy probablemente en varios sitios al mismo tiempo.

Hiram nos contó que había encontrado catorce montones de huesos blanquecinos y pelo arrancado entre los espinosos arbustos, en un radio de poco menos de dos kilómetros del lugar en el que nos encontrábamos acampados.

—Tendremos que atar a esas malditas bestias, o de lo contrario, tendremos que matarlas. Bien, parece que está refrescando mucho —dijo Hiram—. ¡Eh, tú; Navvy! «Coco. Coco».

El indio dejó cuidadosamente a un lado el cigarro que estaba fumando, hurgó la lumbre y echó más leña en la hoguera.

Mientras seguía nuestra conversación sobre escenas selváticas, la oscuridad fue aumentando. Vi después cómo iban desapareciendo las estrellas, porque el viento, soplando ahora del norte, arrastraba espesas nubes, al mismo tiempo que crecía el frío y traía presagios de nieve.

Me encantaba el viento del norte; desde luego, siempre que estuviera arropado bajo mis calientes mantas y arrullado por el silbido que producía al pasar por entre las hojas de los pinos.

Cubierto con las mantas, me removí para envolverme con ellas y permanecí cómodamente echado oyendo durante largo rato soplar el viento, hasta que me quedé adormecido. De vez en cuando, me parecía que aumentaba el ruido, como si se estuviera desencadenando una tempestad, pero el sonido que oía era principalmente un bajo e incesante gemido que creía impetuoso y que luego, de repente, no era más que un susurro que invitaba a dormir.