Dos pumas

Hiram y Jim se lanzaron prácticamente rodando por el declive, haciendo que las piedras se desmoronaran en su descenso. Yo llamé gritando a los muchachos para que se acercaran. Hal estaba como petrificado, sin mover uno solo de sus músculos, y Ken parecía que estuviera encadenado. Hiram se volvió y se dio cuenta de todo esto.

—¡Eh, muchachos! ¿Es que tenéis miedo? —gritó.

—Sí; pero voy a acercarme —confesó Ken con valentía; dando muestras, sin embargo, de estar todavía vacilando.

Por fin, vencido por la vergüenza y por la irritación, echó a correr por el declive y no se paró hasta que estuvo precisamente debajo del cedro en el que estaba gruñendo el puma.

—¡Atrás, Ken! ¡Apártate! Estás demasiado cerca –le avisó Hiram a voz en grito—. Puede saltar. Si lo hace, no corras. Déjate caer boca abajo y no te muevas. Es un macho de dos años y está asustado.

—No se preocupe de si salta o no —braveó Ken jadeando, pero dio un salto de costado—. Ya estoy curado de estos…

Fuere lo que fuere de lo que Ken estaba curado, no llegó a decirlo. Pero no tuve ninguna clase de duda de que lo que realmente tenía Ken era miedo. Yo mismo no me sentía completamente tranquilo ni mucho menos. Los llameantes ojos del puma, su boca abierta mostrando los blancos colmillos, sus persistentes e irritados gruñidos, la posición de sus patas traseras recogidas bajo el cuerpo como si estuviera preparado para lanzarse sobre el sabueso, eran cosas que, ciertamente, no estimulaban para estar tranquilo.

—Miren lo que está haciendo Mux-Mux —gritó Ken. El sabueso había ya empezado a subir por el árbol y estaba a un tercio de la distancia que había desde el suelo al puma.

—¡Aquí, Mux! ¡Maldito bribón idiota…! —le gritaba Hiram—. ¡Baja de ahí!

Le tiró piedras y troncos al perro, pero éste no hizo ningún caso y prosiguió con sus furiosos ladridos y con su persistencia en trepar por el cedro.

—Tendré que sacarle de ahí o, de lo contrario, dentro de muy poco tiempo será un perro muerto —dijo Hiram—. Vigila atentamente, Jim, y avísame si el puma se dispone a saltar, porque no me va a ser posible poderle ver a través de las ramas del cedro. Se moverá nerviosamente, justo antes de dar el salto.

Cuando Hiram empezó a subir por las primeras ramas del cedro, el puma emitió un siniestro gruñido y se encogió formando como una bola, al mismo tiempo que temblaba todo su cuerpo.

—¡Cuidado! ¡Va a saltar! —gritó Jim.

El puma, gruñendo rabiosamente, empezó a deslizarse por las ramas para bajar. Hiram, de forma cautelosa, fue descendiendo. Era aquél un difícil momento para todos nosotros, en especial para Hiram. En cuanto a mí, podría decirse que estaba mirando con un ojo al puma y vigilaba a los muchachos con el otro; tenía por tanto, suficiente trabajo.

El comportamiento de Hal era muy raro. Corría declive abajo; luego, se detenía y volvía hacia atrás; movía sus brazos haciendo aspavientos y chillaba como si fuera un indio. Su hermano, con un extraño brillo en la mirada, se movía de un lado a otro como si estuviera andando sobre ladrillos ardiendo. No había visto nunca, anteriormente, brillar de aquella manera los ojos de Ken Ward. El puma retrocedió y se encaramó un poco más arriba del cedro; Mux-Mux proseguía tenazmente su ascensión y Hiram le siguió.

—Amigos —dijo el viejo cazador—. Parece que se está burlando de nosotros. Intentaremos hacerle bajar. Coged todos troncos y acercaos corriendo al cedro, como si estuvierais dispuestos a matarle a palos.

El ruidoso movimiento y los gritos que dábamos, habrían alarmado seguramente a un león africano. El puma pareció sacudirse, abrió la boca enseñando los colmillos y continuó subiendo por el cedro hasta una altura tal que las ramas sobre las que se colocó se balancearon peligrosamente.

—Pincha a Mux-Mux con un palo para hacerle bajar —dijo Jim levantando una larga vara para dársela a Hiram.

El viejo sabueso estaba como colgado al árbol, no cejando en su lucha por subir y era difícil hacerle retroceder. Sin embargo, Hiram pudo empujarle con la vara. El perro, por fin, cayó pesadamente y, sin cesar en sus furiosos ladridos de batalla, intentó subir nuevamente al árbol.

—Tú, viejo guerrero; ven acá —dijo Hiram sujetando al perro—. ¿De qué va a servirnos un perro herido? A ver; que alguien le ate.

Cogió Jim a Mux-Mux y lo ató junto a Curley que, con anterioridad, había sido ya amarrado.

—Bien, amigos; no puedo subir tan arriba, porque las ramas del árbol no me sostendrán. Pero voy a intentar otra cosa —digo el cazador.

—Ahora pernea —gritó Jim.

Entonces me di cuenta de lo que Hiram intentaba realizar. Subió de prisa por el árbol. El ver las acrobacias que hacía, era más que suficiente para quitarle a uno el resuello; oí la entrecortada respiración de Ken. Pronto alcanzó Hiram la horcadura central del cedro. Entonces se irguió y colocó el nudo corredizo de su lazo en el extremo de la larga vara que Jim le había entregado. El puma dio un bufido y con un rabioso zarpazo desbarató la tentativa del cazador. El segundo intento dio como resultado que el puma mordiera la cuerda del lazo. Con la rapidez del rayo Hiram empujó con la vara la cuerda, levantando de esta forma el lazo por encima de las orejas del puma; soltó la vara y lanzó entonces abajo el otro extremo de la cuerda hacia donde estaba Jim.

—¡Tira! —gritó.

Jim puso rápidamente todos sus músculos en acción y dio un fuerte estirón, consiguiendo que el puma cayera. El cedro se balanceó tan violentamente que Hiram perdió pie y, tratando de agarrarse a las ramas del cedro, pero sin poder conseguirlo por entero, no se pudo sostener y cayó al suelo casi encima del puma. Se levantó entonces una gran polvareda, dando el cazador prodigiosos saltos para no ser atrapado por las garras de la fiera.

—¡Cuidado! —gritó.

Sus operaciones eran verdaderamente sorprendentes. Mientras yo corría hacia uno de los lados, el puma estuvo a punto de darle un zarpazo que Hiram esquivó milagrosamente. Luego, dando la fiera un salto como si estuviera impulsada por un muelle, cayó junto a Ken. El muchacho se lanzó rápidamente por la cuesta y fue a caer sobre un arbusto espinoso. Inmediatamente, el furioso animal se volvió para atacar a Jim que, por fortuna, pudo apartarse, pero tuvo que soltar el lazo. Hiram, que parecía estar en todas partes, cogió el extremo libre de la cuerda del lazo y la ató al tronco de un pino pequeño. Entonces, el puma desapareció de nuestra vista por quedar envuelto en la nube de polvo que levantaba en su lucha por soltarse.

—No tentemos la suerte —gritó Hiram, cogiendo el lazo de Jim—. No quena que tiraras tan fuerte, haciéndole caer del árbol. Ahora o se soltará o bien se matará.

Cuando la polvareda se aclaró un poco, descubrí que la fiera estaba completamente tendida, sacando espuma por la boca. En el momento en que Hiram se acercó haciendo voltear el otro lazo, el puma empezó a hacer toda una serie de evoluciones que le daban la apariencia de ser una rueda amarillenta de piel y polvo. Luego pareció que se había dado un golpe y se quedó inerte.

Hiram se abalanzó entonces sobre el animal y aflojó un poco el lazo que le agarrotaba el cuello.

—Mucho me temo que éste ya ha terminado de dar guerra. Pero…, tal vez no todavía. Estas bestias son muy resistentes. ¡Me parece que aún está respirando! Ayúdame, Leslie. Vamos a atarle las patas. Sobre todo, mucho cuidado.

Cuando estuve junto al puma, éste se movió y levantó la cabeza. Hiram deshizo el otro lazo y ató con la cuerda las patas traseras del animal y lo puso patas arriba. En esta posición, sin fuerzas y casi sin poder respirar, era relativamente fácil manejar a la bestia. Jim y yo cumplíamos rápida y estrictamente las indicaciones que nos iba dictando Hiram, quien cortó las afiladas uñas de las garras del puma y juntó las cuatro garras, atándolas fuertemente. A continuación quitó del cuello de la bestia el lazo y puso en su lugar un reforzado collar de cuero, al que estaba unida una cadena.

—Ahora, dejémosle respirar. Se está recuperando poco a poco —dijo Hiram—. Hemos tenido mucha suerte. Jim; no tires nunca de un puma para hacerle caer de un árbol. Trata solamente de empujarle para conseguir que quite una pata de la rama y que quede colgado mientras alguien, desde abajo, trate de atarle las garras traseras. Ésta es la mejor manera para cogerlo, pues de lo contrario, si no se le puede matar, es muy probable que alguien resulte herido.

Apareció entonces Ken, cubierto todo él de arañazos y con el vestido destrozado por su caída sobre los espinos. Al ver a nuestro cautivo empezó a llamar a gritos a Hal. El muchacho se acercó ansiosamente adonde estábamos. No se daba cuenta de que nos reíamos de su aspecto. Tenía el rostro enrojecido, las cejas humedecidas y los ojos parecían salirse de las cuencas. Cualesquiera que hubieran sido los azarosos momentos por los que tuvimos que pasar nosotros, no cabe duda alguna de que eran una nadería comparados con lo que debieron ser los que tuvo que pasar Hal.

—Bien, muchacho, ¿dónde estabas cuando este bicho saltó? —preguntó Hiram sonriendo.

—¿Han podido atarlo? ¿De verdad? —preguntó Hal quedamente.

—Sin duda alguna. Acércate y podrás convencerte. Ahora es más inofensivo que un gato casero –contestó Jim sonriendo.

El sistema utilizado por Hiram para realizar esta operación era sin duda alguna la parte más peligrosa de su trabajo. Puso un trozo de palo entre las abiertas mandíbulas del puma y cuando éste, de una dentellada, lo dejó completamente astillado, hizo la prueba con otro palo y luego con otro, y fue repitiendo la operación hasta que el animal no lo astilló. Entonces, mientras la fiera estaba mordiendo el palo, Hiram colocó un lazo de alambre por encima de la nariz de la bestia apretándolo lentamente hasta que el trozo de palo que tenía en la boca no pudiera resbalar y caerse; el palo quedó, de esta forma, retenido sobre los terribles dientes caninos del puma.

—Ya está. Éste es el primero que tenemos ya listo para llevarlo al campamento. Le dejaremos ahora aquí y nos marcharemos en busca de Prince y de Queen. Seguramente deben tener ya acorralado al otro puma. Vamos a ayudar.

Cuando Jim desató a Mux-Mux y a Curley, ninguno de los dos perros pareció tener ninguna clase de interés, ni tan siquiera curiosidad por el desamparado puma. Mux-Mux se limitó a dedicarle un gruñido y siguió presuroso a Curley, cuesta arriba. Subimos todos a la altiplanicie y montamos a caballo.

—¿Oís eso? —gritó Hiram—. Son los ladridos de Prince. ¡Vamos! Démonos prisa.

Del bosque de cedros que existía al otro lado del cerro, nos llegaba la penetrante algarabía de un coro de ladridos. Hiram espoleó a su caballo y nosotros seguimos tras él, al galope. Cuando logramos alcanzarle, Hiram estaba ya descabalgando al borde del espeso bosque de cedros y penetró en el mismo. Nosotros íbamos pisándole los talones. Pronto desapareció de mi vista y, tras él, Jim y Ken, que le seguían de cerca. Oí el crujir de las ramas muertas y de la maleza que se quebraban a su paso y, al cabo de poco rato, llegó a mis oídos un profundo y terrible gruñido acompañado de los gritos de los cazadores y los ladridos de los perros. Me esperé para atar el potro mesteño de Ken y tuve que llevar a cabo idéntica tarea con el de Hal, que no podía hacerlo porque sus manos estaban temblorosas. Sacó el muchacho el rifle de la funda.

—No, Hal; no hagas eso. Vuelve a poner el rifle en su funda. Domina tus nervios, porque con la excitación podrías herir a alguien. ¡Vamos, serénate! Puedes correr y unirte a ellos, escabullirte o acercarte pausadamente, que me parece que es lo que voy a hacer yo.

Entonces me metí con él, casi arrastrándolo, en el sombrío bosque de cedros, dirigiéndome hacia el lugar de donde venía el ruido. Lo primero que vi fue a Ken a horcajadas sobre la rama de un árbol, al que se había subido tratando de trepar velozmente todavía más arriba. Luego vi a Mux-Mux que estaba subiendo a otro árbol y, al pie del mismo, a los otros sabuesos con las cabezas levantadas, mirando hacia las ramas, y, por último, en una de las horquetas superiores pude ver a un puma negruzco.

—¡Allí! —exclamé inconscientemente.

Jim, que siempre conservaba la tranquilidad, estaba también vociferando; Ken, por su parte, chillaba cuanto podía. En cuanto a Hiram, dejó escapar de su cavernoso pecho una especie de bramido que ahogó nuestros combinados alaridos.

Ayudé a Hal a subir a las primeras ramas de un cedro y me asocié luego a las tareas del momento. Lo primero que hizo Hiram fue hacer bajar a Mux-Mux del árbol.

—Ven acá, Leslie. Cógelo y átalo, pues de lo contrario nos quedaremos sin sabueso. Tiene más fuerza que un caballo.

Si Mux-Mux hubiera sido sólo un poco más fuerte de lo que en realidad era, podría haberme arrastrado o en su caso liberarse de mí. Jim colocó una cuerda debajo del collar de cada uno de los perros; luego, con mi ayuda, trató de sacarlos de debajo del árbol en el que estaba encaramado el puma.

—Tendremos que hacer un nudo corredizo –dijo Jim mientras yo estaba atareado con la cuerda—. Hemos de atarlos de manera que si el puma salta del árbol, podamos ponerlos en libertad en seguida.

Luego, mientras Hiram subía al árbol, Jim y yo estábamos esperando. Pude ver entonces a Ken encaramado casi en la parte más alta de un cedro, al mismo nivel que el puma. Hal estaba abrazado a una rama y se esforzaba para no perder detalle de lo que se estaba haciendo y, a juzgar por la expresión de la mirada, diría que se le subía el corazón a la garganta. Se veía el sombrero gris de Hiram por entre las ramas, cada vez más alto, y luego, sus fornidos hombros. Se adivinaba la tensión de los músculos del puma que estaba completamente agazapado y dispuesto a saltar. Con sus fauces abiertas mostrando rabioso los afilados colmillos, sus ojos miraban errantes como si estuviera buscando una posibilidad de poder huir y su peluda cola se balanceaba sobre las ramas del árbol, cuyas hojas rompía al golpearlas, manifestando claramente el terror del animal.

El cazador seguía subiendo por el árbol, sosteniendo una cuerda con los dientes y llevando en una de sus manos un largo palo.

—Tened cuerdas preparadas ahí abajo —gritó Hiram dándonos instrucciones.

Mi cuerda era nueva y, por ello, difícil de dominar al ser manejada. Cuando la tuve preparada con un lazo corredizo, oí el crujido de ramas. Levanté la mirada y vi al puma luchando para librarse de una cuerda que tenía arrollada a su cuello. Jim corrió a situarse debajo del árbol con un lazo desplegado en sus manos. Entonces Hiram tiró fuertemente de la cuerda con la que tenía enlazado al puma, pero éste se sostenía con firmeza clavando sus garras en la rama. Entonces Hiram tiró la cuerda sobre mí.

—¡Cógela, Leslie! ¡Échame una mano!

Los dos, Hiram y yo, tirábamos de la cuerda con todas nuestras fuerzas, pero la fiera no se soltaba. De repente, se rompió la rama y el puma se vino abajo, pataleando furiosamente con sus cuatro patas. Jim, con gran destreza, pudo enlazar y atar fuertemente una de las patas traseras del animal, pero sólo por verdadero milagro pudo librarse de ser herido por el zarpazo de la otra pata.

—Suelta la cuerda, Leslie —me gritó Hiram.

Hice lo que me ordenaba, y la cuerda que Hiram y yo habíamos sostenido voló hacia arriba, por entre las ramas, cuando el puma cayó al suelo. Hiram saltó del árbol y casi como si volara, se lanzó sobre la cuerda; la cogió y la sostuvo fuertemente.

—Tira con fuerza, Jim —gritó Hiram— y tú, Leslie, prepárate para atarlo con otro lazo.

Nuestra actuación había sido rápida, pero resultó ser todavía demasiado lenta, para lo que entonces empezó a suceder. Resultó ser de todo punto imposible para los dos forzudos hombres, uno de ellos parecido a un gigante, poder sostener a aquella fiera que luchaba con todas sus fuerzas. Se formó una nube de polvo, empezaron a volar por los aires los trozos de ramas secas tiradas por el suelo y las piedras rebotaban contra los dedos. Jim cayó de rodillas y el corpachón de Hiram estaba inclinado por el esfuerzo que hacía. Entonces, Jim no se pudo sostener y cayó boca abajo sobre el suelo.

Me apresuré a prestarle ayuda y cogí la cuerda que ahora sostenía él con una sola mano. Pudo levantarse y unimos nuestros esfuerzos, tratando de arrastrar al animal. Aquel momento fue aprovechado rápidamente por Hiram y consiguió atar la otra cuerda de su lazo al tronco de un cedro. Luego, los tres juntos nos esforzamos para atar la cuerda que sosteníamos Jim y yo a otro árbol, teniendo así estirado al animal. Hiram, después, tras laboriosos esfuerzos, logró amarrar las patas delanteras del puma con otro lazo.

—Es una hembra y nos está dando muchísimo trabajo —dijo Hiram cuando nuestra cautiva yacía indefensa, con sus costados hinchados y sus ojos llameantes—. Tiene por lo menos dos metros y medio de largo, pero no es demasiado pesada. Las hembras, regularmente, no suelen engordar demasiado. Dadme otra cuerda.

Atada con cuatro lazos en la forma deseada por Hiram, aquella fiera no podía moverse. Entonces procedió a atarle las patas, a cortarle las uñas y a ponerle un bozal y un collar.

—Vamos a ver, ardillas; me parece que ahora ya podéis bajar —dijo Hiram con cierta seriedad, dirigiéndose a los dos hermanos—. ¿Qué sucederá si uno de estos días estamos separados y no hay nadie que me pueda ayudar más que vosotros? ¿Qué sucederá entonces, muchachos?

Tanto para Hal, como para Ken, que habían ya descendido de sus refugios, las palabras del viejo cazador eran algo al mismo tiempo espantoso y dominante.

—Me atrevería a asegurar —añadió Jim limpiándose el sudor y el polvo que cubrían su cara—, que algo va a suceder.

—Nunca me he encontrado así, como ahora —dijo Hal, prácticamente temblando—. Todo mi cuerpo estaba con los nervios en tensión y sin que pudiera dominarlos… Luego, me sentí frío y entorpecido…

Su sencilla y humilde explicación aumentaron la simpatía que todos sentíamos por el muchacho.

—¿No te dije lo que iba a suceder? —le preguntó Ken, riéndose.

Hal no contestó. Dedicaba toda su atención a los sabuesos. Jim los estaba desatando. Habían cesado de ladrar y sentía curiosidad por ver lo que iban a hacer en relación con nuestra presa.

Prince se acercó, llegando hasta una distancia de escasamente un metro de la fiera y, desdeñosamente, aparentando no darse cuenta de su presencia, se tendió en el suelo; Curley meneó la cola; Queen se entretuvo en lamerse su pata dolorida; Tan, como si estuviera aburrido, bostezó y se puso a dormir; solamente el incorregible Mux-Mux exteriorizó su antipatía por nuestra cautiva y gruñó una sola vez, baja y profundamente, y se la quedó mirando con sus ojos enrojecidos, como queriéndole recordar que era él quien la había llevado al triste estado en que se encontraba. En aquel momento apareció en el claro Ringer trotando, cojo y polvoriento por sus correrías a través del bosque; miró al puma, lanzó un resentido gruñido y se tendió al suelo.