Huellas

Al despertarme a la mañana siguiente, oí el seco ruido de los hachazos de Hiram que estaba cortando leña. El resplandor de la hoguera se reflejaba en el rostro de Ken, que estaba echado, todavía durmiendo. Vi a Mux-Mux que se levantaba y desperezaba estirando las patas. Procedente del bosque llegó a mis oídos un continuado cascabeleo, de lo que deduje que no tendríamos que esperar a los caballos.

—El indio está portándose bien —oí que decía Hiram.

—¡El desayuno está preparado! —exclamó Jim—. ¡Ken, Hal, arriba, muchachos!

Entonces, los muchachos dieron un brinco, levantándose con cara fresca y ojos brillantes, pero todavía un poco adormilados.

—¿Eh? Ken, ¿no oyes a los caballos que se están acercando? —dijo Hal—. ¿Cómo se las habrá arreglado Navvy para encontrarlos? ¡Pero si aún no es de día!

—Eso es un secreto que me imagino que cada uno de los batidores debería saber —contestó Ken.

—Me gusta ese indio; ahora mucho más que al principio —prosiguió diciendo Hal.

Nos desayunamos a la semioscuridad del amanecer, con grises sombras que iban clareando por entre los pinos. Mientras estábamos ensillando nuestras monturas, empezaba a clarear el día. Los perros iban de un lado a otro, moviéndose en la corta distancia que les permitían sus cadenas, mientras olfateaban, levantando la cabeza. Los sabuesos más viejos permanecían quietos, esperando.

—Acércate, Navvy. Vas a venir con nosotros a cazar un puma —dijo Hiram.

El indio hizo un gesto de desagrado o de temor; no sabría realmente decir lo que significaba.

—Dejémosle para que cuide del campamento —sugerí.

—Si se queda, acabará con todas nuestras provisiones —dijo Jim.

—¡A caballo, muchachos! Bien, ¿tenemos ya empaquetados todos nuestros útiles y herramientas? ¿Las cadenas, los cepos, los collares, el alambre y los bozales? Muy bien. Venga, ¡a moverse! Perros perezosos… ¡Prince, a ver cómo te portas, dirige el camino!

Empezamos a cabalgar uno al lado del otro a través del bosque y, sin esfuerzo alguno, pude ver claramente reflejado en el rostro de Ken el placer que todo esto le producía, al mismo tiempo que en el brillo de los ojos de Hal se traslucía su espíritu selvático.

Los sabuesos seguían a Prince corriendo ordenadamente, pero sin apresurarse en demasía. Salimos del bosque de pinos aproximadamente a las cinco y media de la mañana. Flotaba una espesa neblina que nos impedía ver el extremo inferior de la altiplanicie, pero empezó a sobresalir por encima del suave color grisáceo de la salvia el verdoso colorido de los cedros. La mañana era bastante fría, si bien no había escarcha sobre la hierba. Avanzando a un trote corto, habíamos ya cruzado el Cañón Central y nos estábamos acercando a los oscuros límites del bosque de cedros cuando Hiram, que llevaba la dirección del grupo, levantó su brazo para indicar que prestáramos atención.

—¡Oh, Ken! ¡Mira lo que está haciendo Prince! –le dijo Hal a su hermano.

El sabueso se detuvo con todos sus músculos en tensión; la cabeza levantada, olfateando el aire y con los pelos de su espinazo erizados. Todos los demás perros gemían como quejándose y se apretujaron contra él.

Prince ha olido un rastro —dijo Hiram—. Esto parece indicar que hay un puma por estos alrededores. Todavía no he visto nunca que Prince se equivocara. La fragancia flota en el aire. ¡Búscalo, Prince! ¡Búscalo! ¡Apartaos, perros, no estorbéis!

La jauría empezó a husmear e investigar hacia atrás y hacia el frente a lo largo de la loma. Nosotros íbamos vigilantes detrás de los perros. Nos acercamos a una hondonada en donde Prince ladraba ávidamente. Curley contestó los ladridos y Queen hizo lo propio al poco rato. Un breve gruñido de Mux-Mux, seguido de un irritado guau, guau, indicó que él estaba también preparado.

Ringer se ha marchado —gritó Jim—. Iba bastante más adelante. Tal vez ha descubierto el rastro de ese animal.

—Es muy probable que así sea —replicó Hiram—. Pero Ringer no ladra… El que trabaja más de todos es Prince. Observad atentamente, muchachos, y estad preparados para efectuar una larga carrera… Estamos ya cerca…

Los sabuesos estaban metiéndose por entre la maleza, buscando cada vez con más avidez, ladrando, contestándose unos a otros e introduciéndose más y más en la hondonada. De pronto, Prince empezó a regañir. Se lanzó como un dardo por entre los cedros corriendo hacia el frente. Curley dejó oír un profundo aullido y dirigió al resto de los perros hacia la parte superior del declive, produciendo entre todos un irritado y prolongado coro de ladridos.

—¡La caza está en marcha! —gritó Hiram espoleando a su caballo.

—¡No te apartes de mí lado! —le gritó Jim a Hal por encima del hombro.

El caballo pinto sobre el que montaba el muchacho dio un brinco y le siguió. Los demás estuvieron un momento fuera de mi vista. Oí a Ken cerca, detrás de mí, y le grité indicándole que siguiera avanzando y que no me perdiera de vista. Hacia el frente se oían chasquidos por entre los cedros; esto y el ruido que producían los caballos al patear, junto con los gritos de los batidores y los ladridos de los perros, me indicaba la dirección que tenía que seguir. La fiereza de los ladridos y aullidos de los sabuesos me sorprendió. Tal sistema de caza era para mí algo tan completamente desconocido como lo era para los muchachos, y por el hormigueo que me producía la sangre al circular por mis venas, empecé a darme cuenta de que estaba precisamente excitado. Recordé que Jim había dicho que Hiram y su caballo podrían mantenerse a la vista de los perros, pero que al resto de nosotros no nos sería posible seguirlos.

Mi caballo me llevaba a buen paso sobre el sendero abierto por alguien y parecía saber perfectamente que el mantenerse por aquella trocha sin perder el rastro constituía una buena parte del trabajo necesario para pasar por entre la maleza. Oí detrás de mí el ruido que producía el caballo de Ken.

Las ásperas ramas de los cedros me flagelaban y pinchaban, y oía que golpeaban también al muchacho. Subimos a una loma y vimos que los cedros, al otro lado, crecían menos espesos y que había de vez en cuando espacios de terreno descampado. Al dirigimos hacia un declive cubierto de salvia, vi a Hiram montado en su formidable caballo.

—Corre ahora, muchacho —le gritó a Ken.

—Le estoy alcanzando. Siga la marcha —me contestó también gritando.

Saltábamos por encima de grandes matorrales de salvia; pasábamos sobre espesos arbustos y rocas y atravesábamos barrancos a una velocidad increíble y con evidente peligro de rompernos la cabeza. No oía otra cosa más que el viento que soplaba en mis oídos. El rastro de Hiram se distinguía claramente sobre el amarillento suelo y me mostraba, sin posibilidad de pérdida, el camino a seguir. Al entrar de nuevo en la espesura de cedros, lo perdimos. Detuve mi caballo y esperé a Ken. Entonces, grité. Oí el ladrido de los perros, pero ninguna contestación a mi llamada.

—¿Es que nos hemos perdido? —preguntó Ken.

—Prosigamos. Los perros están cerca —contesté.

Pasamos por entre arbustos espinosos, atravesamos bosques de cedros y galopamos sobre terrenos llanos cubiertos de artemisa y de salvia, hasta que un grito de aviso que sonó a nuestra derecha nos hizo volver. Contesté y un intercambio de avisos nos condujo a un espacio abierto, en donde encontramos a Hiram, a Jim y a Hal, pero no había con ellos ningún perro.

—Bien, ya nos hemos reunido —dijo Hiram—. Ahora detengámonos unos momentos y escuchemos a ver si oímos los ladridos de los sabuesos.

Con el ruidoso respirar de los fatigados caballos llenando nuestros oídos, no podíamos percibir ningún otro sonido. Desmonté y me aparté a un lado un poco separado del grupo, y alargué el cuello hacia el lado de donde venía la brisa.

Agucé el oído.

—Oigo a Prince —grité casi al instante.

—¿Hacia dónde? —preguntaron los dos hombres al unísono.

—Hacia poniente.

—Es raro —dijo Hiram.

—¿Quieres decir que los sabuesos no se habrán separado? —preguntó Jim.

—¿Abandonó Prince aquel rastro fresco? —pregunté.

—No mucho. Sin embargo, esta mañana se ha estado portando de una forma un poco rara.

—¡Allí! ¡Escuchad! —dije—. Aseguraría que es Prince y también me parece oír el ladrido de otro sabueso.

—Ese otro de ladrido más profundo es Curley. Ahora estoy oyéndolos. Están corriendo a nuestro encuentro y parecen excitados. Es muy posible que podamos ver a un puma dentro de poco. Mantened tensas las riendas de vuestras monturas, muchachos, para poder dominar a los caballos. Pensad que un puma les puede asustar terriblemente.

Los ladridos se oían más cerca por entonces. Nuestros caballos enderezaron las orejas. El caballo que montaba Hal se movió nervioso y lanzó un resoplido. El muchacho supo dominarlo muy bien. Luego, Jim dio un grito de aviso y vimos a Prince cruzar por el extremo más bajo de la altiplanicie.

No hubo necesidad de espolear a nuestros caballos. Bastó con soltar un poco las bridas y emprendimos una veloz carrera. Prince desapareció de nuestra vista en un abrir y cerrar de ojos; luego salieron del bosque de cedros Curley, Mux-Mux y Queen ladrando desaforadamente. Ellos se perdieron también pronto de vista de nosotros.

—Los perros corren de forma alocada; parece que están como enloquecidos —dijo Hiram gritando.

La furia del cazador y de su caballo suscitó en mí un sentimiento de temor que refrenó mi admiración. Vi cómo las verdes ramas de un pequeño cedro se movían e inclinaban para permitir el paso del enorme caballo, con su jinete doblado sobre la silla y con su cabeza tocando al cuello del animal. Llegó luego a mis oídos el ruido producido por el chasquido de los arbustos al romperse y por los cascos del caballo al galopar en dirección hacia el lugar por donde habían pasado los sabuesos hacía un momento.

Nos apresuramos a seguir la senda que Hiram había abierto, inclinándonos sobre el cuello del caballo y agarrándonos a la perilla de la silla para no resbalar y, aunque teníamos la trocha que él había señalado y seguíamos su rastro a menos de la mitad de la velocidad que él llevaba, los arañazos y los golpes de las ramas de los cedros eran verdaderamente casi insoportables. Pero seguíamos adelante.

A poco más de medio kilómetro en el interior del bosque, nos encontramos inesperadamente junto a Hiram. Había desmontado y estaba escudriñando el suelo. Mux-Mux y Curley estaban a su lado por haber perdido, al parecer, la pista que seguían. De repente, Mux-Mux abandonó el pequeño claro y con un hosco y rápido ladrido, desapareció bajo los árboles. Curley se sentó sobre sus ancas y lanzó un gañido.

—Tengo la impresión de que hay algo que no marcha del todo bien —dijo Jim descabalgando—. Hiram, veo las huellas de un puma.

—Aquí, amigos, veo huellas y no es donde estáis mirando —añadí yo.

—¿Qué creéis que estoy examinando si no son huellas? —preguntó Hiram—. Aquí existen las señales de haber pasado un puma y allí, las de otro. Apeaos, muchachos, y contemplad detenidamente. Estas huellas corresponden al rastro que venimos siguiendo y estas otras a otra pista. Fijaos; se cruzan formando ángulos rectos y las dos son recientes. Han sido hechas hace sólo unos pocos momentos. Prince y Queen han seguido la dirección de uno de los rastros y Mux-Mux el otro. Curley, inteligente y viejo sabueso, ha preferido no tomar iniciativas y ha decidido esperarme. Pero ¿dónde diablos se habrá metido Ringer? Sería muy raro que se hubiera perdido en esta ocasión, pero también lo es que no se haya dejado ver.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Jim volviendo a montar.

—Haré que Curley siga las huellas más recientes —contestó Hiram—, y vosotros tendréis que procurar no perderle de vista o, por lo menos, no dejar de oírle… ¡Aquí, Curley, busca!

Curley se lanzó tras la pista que Mux-Mux había seguido. Comenzó entonces un pesado trayecto para nosotros.

Hal y su caballo pintojo iban delante de mí y vi que el muchacho consideraba aquella operación como la más importante de todas las que había hecho durante su vida. Algunas veces podía evitar el roce violento contra las ramas de los cedros, pero no siempre era suficientemente rápido. Había momentos en los que yo creía que no podría sostenerse en la silla, pero se cogía fuertemente y se mantenía firme, aun cuando su caballo parecía a veces que iba a caerse por encontrar hoyos entre la maleza. En más de una ocasión perdió Rallos estribos. Cuantas veces miraba yo lo que hacía y me volvía para ver si Ken tenía algún problema, recibía el sosquín de alguna rama de los cedros. Pero me daba solamente cuenta de los trastazos más severos.

De vez en cuando, Hiram voceaba. Nosotros procurábamos mantenemos a la escucha de Curley y al cabo de un rato llegamos a un cañón, que a juzgar por su profundidad, imaginaba que tendría que ser el Cañón Central. Aquel lugar representaba una seria barrera para nuestro avance, pero afortunadamente Curley no emprendió el ascenso del declive opuesto. Gracias a ello, seguimos nosotros cabalgando junto al borde y pudimos seguir desde allí el avance del sabueso. Momentos después vimos a Mux-Mux. Curley le alcanzó y siguieron avanzando juntos. Llegamos a un lugar en donde el cañón era muy profundo y ancho y el declive de sus laderas menos escabroso. Curley ladraba incesantemente, Mux-Mux lanzaba irritados gruñidos y ambos sabuesos, a plena vista por nuestra parte, empezaron a rastrear el terreno siguiendo un imaginario círculo. Hiram refrenó su caballo y se apeó, mientras nosotros nos deteníamos.

—Descabalgad, muchachos —dijo con aspereza.

—Atad los caballos fuertemente. El puma está escondido por aquí, en algún sitio. Recorred a lo largo del declive y mirad cuidadosamente cada cedro, cada pino y cada una de las grietas de la escarpa.

Hal se apeó, pero no ató a su caballo; estaba pálido, muy excitado y jadeaba muy fuertemente. Ken dejó a su potro y corrió a lo largo del borde delante de mí. A cada pocos pasos se detenía y miraba atentamente a su alrededor. Luego, de repente, como si hubiera sido golpeado por algo invisible, se irguió sorprendido y empezó a gritar:

—¡El puma! ¡El puma! ¡Está aquí! ¡Le he visto! Corre, Hal…

Me apresuré a acercarme a Ken, pero no pude divisar al puma por parte alguna. Luego me detuve para ver lo que hacía Mux-Mux. Corrió el perro hasta el extremo de una rocosa pared que cruzaba la barranca; miró hacia arriba y se puso a ladrar con fiereza. Cuando luego vi que se deslizaba hacia un declive escarpado que se hallaba al fondo de aquel muro y que daba saltos en dirección a las ramas de un cedro, supe hacia dónde tenía que mirar para descubrir al puma. Entonces miré con suma atención y logré ver una especie de bola amarillenta astutamente agazapada en un entrelazamiento de ramas.

Probablemente el puma se había lanzado a las ramas del cedro desde la rocosa pared.

—¡En el árbol! ¡Está entre las ramas! —grité—. Mux-Mux lo ha descubierto.

Apareció Hiram, bajando atropelladamente por un pronunciado declive.

—¡Atención! ¡Mucho cuidado todos! —gritó—. Tenemos que bajar y hacer mucho ruido. Nos interesa que no salte.