A la mañana siguiente, Hiram nos hizo iniciar la marcha antes del amanecer. Había bullicio en el campamento. Cuando estábamos acondicionando los enseres y teníamos ya los caballos ensillados para montar y emprender la ascensión a la meseta, los bosques y las rocas estaban todavía rodeados por la grisácea iluminación precursora de la aurora. Hiram nos condujo por un sendero que aparecía cubierto de matorrales. Al poco rato, estábamos empezando a subir por una escarpada cuesta, tan pronunciada que teníamos que cogernos a la perilla de la silla para no resbalar.
Teníamos que remontar la empinada ladera del cerro denominado La Silla, para poder subir a la meseta. El sendero zigzagueaba por entre los precipicios. A la derecha de nuestra marcha, un profundo despeñadero permitía entrever un amplio espacio en el que se distinguía la silueta de picachos y planicies. A la izquierda estaba el formidable abismo en el que flotaba una compacta neblina. No era posible poder distinguir nada de lo que pudiera haber en aquellas profundidades y me sentía como sobrecogido ante la presencia del gran desfiladero. La ascensión era un duro trabajo para los caballos, puesto que aquel sendero había sido abierto únicamente por el paso de venados, pero en poco más de una hora habíamos logrado alcanzar la meseta.
En aquel momento lució el sol, mostrándose a través de las aberturas que se producían por entre las nubes de la espesa neblina. Entonces pudimos divisar la larga y escarpada silueta de los oscuros montes de la cordillera Buckskin.
Hiram nos dirigió directamente desde el borde hacia un magnífico bosque de pinos. Cabalgamos por entre ellos dando un rodeo de unos tres kilómetros. Parecía que el viejo cazador buscaba un determinado lugar. Por fin, se detuvo en un hermoso claro, en uno de cuyos extremos había una hondonada en la que se conservaba todavía una gran cantidad de nieve acumulada, procedente de las nevadas invernales. Sobre los declives, la hierba era todavía menuda; pero en casi toda la superficie del claro, era espesa y crecida. Aquí, con la nieve y la hierba, estaba resuelto nuestro problema, tanto en cuanto al agua como a la comida para nuestros caballos.
—Nos vamos a quedar aquí —dijo Hiram alegremente—. Estableceremos nuestro campamento en este claro, manteniéndonos apartados de los pinos del extremo del noroeste, para evitar que el fuerte viento que sopla de esa dirección haga caer alguna piña sobre nuestras cabezas.
Estábamos todos enfrascados descargando y ordenando los enseres del campamento para proceder a su montaje, cuando nos vimos sorprendidos al oír el continuado golpear de numerosos cascos de animales sobre el césped.
—¡Coged los caballos! —gritó Hiram apresuradamente—. ¡Que cada uno retenga un caballo!
Nos dimos todos una gran prisa corriendo hacia nuestros caballos, metiéndonos entre ellos y cogiéndolos por las bridas o ronzales, pues empezaban ya a dar resoplidos y algunos de ellos a encabritarse intentando huir.
—¡Muchachos, abrid mucho los ojos y mirad con atención! ¡No os perdáis nada de este espectáculo! ¡Esto es una vista excepcional! —exclamaba Hiram.
El sordo ruido del repiquetear de los cascos parecía dirigirse directamente hacia nuestro campamento. Vi una fila de caballos salvajes corriendo. Los dirigía un garañón de pelo negro que, mientras corría dando largas y rítmicas zancadas, iba volviendo hacia atrás su magnífica cabeza para mirarnos y lanzaba salvajes relinchos de desafío. Pronto se perdió el garañón y su manada por entre el bosque.
—Es la escena más soberbia que he visto en mi vida —manifestó Ken—. Hal, ¿no era esto sencillamente grandioso?
—Nada importa lo que pueda suceder en adelante; me siento ya pagado por cuantas molestias he sufrido para llegar hasta aquí —contestó Hal.
Pocos minutos más tarde, el indio dio pruebas de excitación y señaló hacia la hondonada. Un pequeño rebaño de grandes venados de blancas colas venía trotando hacia nosotros y se paró a una distancia de un centenar de metros de donde nos encontrábamos. Permanecieron inmóviles, levantando sus orejas.
—¡Disparen! ¡Disparen! —exclamó Navvy, el indio.
—¡Que nadie dispare, Navvy! —ordenó Hiram.
El indio parecía estar confuso y dirigió la vista hacia los rifles; luego, hacia nosotros y, finalmente, en dirección a los venados.
—¡Oh! —exclamó Hal—. Son venados mansos. Qué hermosos animales. No podría disparar contra ellos, aun cuando me lo ordenaran.
—No, muchacho. No son ciervos mansos. Son salvajes, y no tienen miedo porque nadie ha disparado contra ellos anteriormente. Mirad ese que está allí, es una hembra y parece que pronto aumentará el rebaño. Lo digo por su tamaño. Decidme, ¿no es todo esto magnífico?
Los sabuesos, al ver a los venados empezaron a ladrar excitados. Esto asustó a los ciervos y huyeron dando los grandes saltos característicos de estos animales, cual si fueran impulsados por muelles invisibles.
—¡Mira! ¡Saltan como si fueran de goma! –comentó Hal, asombrado.
—Vamos; ahora, ¡todos a montar el campamento! Instalaremos en primer lugar mi tienda. Hemos de procurar que esa tienda esté siempre en condiciones, porque nos será de gran utilidad si tenemos alguna tempestad que, en estas alturas de algo más de los dos mil quinientos metros, es muy probable que se produzcan. Puede resultar, inclusive, que cualquier día tengamos una nevada.
Poco después teníamos ya instalado un confortable y atractivo campamento. En el extremo más alejado del claro había un pequeño grupo de pinos jóvenes. Ken, al verlos, dijo que practicaría un poco sus conocimientos de selvicultura. Los pinos eran pequeños y tenían solamente hojas en la parte superior de sus copas. Ken dijo que aclararía un poco aquel bosquecillo.
—Es una buena idea —aprobó Hiram—. Córtalos; deja solamente alrededor de una docena de pinos, procurando que quede un espacio de tres o cuatro metros entre cada uno de ellos. Servirán para encadenar a nuestros pumas, una vez los hayamos capturado.
Al oír esto, la expresión del rostro de los muchachos era digna de estudio. Especialmente Hal, parecía que estuviera soñando en una aventura extraordinaria.
Cuando el trabajo se hubo terminado, los muchachos se tendieron sobre la mullida capa de las secas hojas de pino que cubría el suelo y descansaron durante un rato.
—¡Arriba, muchachos! ¡A ensillar los caballos! —gritó Hiram—. Es decir, a menos que estéis demasiado cansados para venir con nosotros.
Los muchachos se levantaron de un salto y se mostraron tan animados como lo permitían sus doloridos músculos.
—Leslie; deja que el indio se quede en el campamento para vigilar todo esto y nosotros iremos a explorar el terreno.
—Va a echarlo todo a perder; se comerá todo lo que encuentre y nos quedaremos sin casa —gruñó Jim Williams—. Todavía no me explico por qué le hemos ido a buscar para que viniera con nosotros.
Estuvimos cabalgando por la meseta durante toda la tarde. Estábamos completamente asombrados, al mismo tiempo que sorprendidos, ante la imprevista abundancia de caballos salvajes, potros mesteños, ciervos, coyotes, zorros, pavos silvestres y pájaros que íbamos descubriendo a nuestro paso, y tuvimos la gran satisfacción de hallar innumerables huellas dejadas por los pumas que por allí habían pasado. Cuando regresamos al campamento, dibujé un tosco mapa del espacio examinado. Hiram extendió el plano sobre el suelo y nos llamó a todos para que nos reuniéramos a su alrededor.
—Ahora, muchachos —dijo con gravedad—, estrujemos nuestros cerebros para llegar a conclusiones comunes.
El croquis que yo había dibujado tenía una forma un poco parecida a un trébol. El centro y las alas de los lados eran altas y cubiertas de bosques y corpulentos pinos; la hoja del medio era más larga, hacía pendiente hacia poniente y no crecían pinos en ella, sino una densa arboleda de cedros. Numerosos cerros y desfiladeros surcaban esta hoja central. El Cañón Central, era el más largo y profundo; dividía en dos partes casi iguales la meseta, estaba orientado en dirección a nuestro campamento y transcurría paralelamente a otros dos cañones más pequeños que, para distinguirlos, los denominamos con los nombres de Cañón de la Derecha y Cañón de la Izquierda. Estos tres cañones eran los caminos por los que pasaban los pumas, y una plena prueba de ello la proporcionaban los centenares de esqueletos de venados que se encontraban por entre los espesos matorrales.
La Cañada del Norte era la única depresión del terreno así como la única senda en el borde del noroeste. Hacia la parte oriental de la meseta existía un promontorio y a la izquierda del mismo había un profundo desfiladero, partiendo del cual se iniciaban tres importantes cañones. El borde de la parte sur era regular; pero resultaba absolutamente imposible poder subir a la meseta por aquel sitio, porque sus paredes formaban un continuado precipicio cortado a pico, hasta llegar al estrecho cerro llamado La Silla, en el que existía el único sendero por el que tenía comunicación.
—Veamos las ventajas que podemos obtener de la situación y condiciones del terreno —manifestó Hiram como exordio, para pasar seguidamente a exponernos sus opiniones—. La meseta me parece que tiene unos veinte kilómetros de largo, por aproximadamente unos diez en su parte más ancha. Por lo tanto, no podemos perdernos durante mucho tiempo. Ésta es una gran ventaja a nuestro favor. Sabemos por dónde suben los pumas y me parece que conseguiremos desviarlos efectuando cortas persecuciones, lo cual creo que es un nuevo sistema que vamos a ensayar para esta caza del puma. Hemos de considerar que, si subimos a la cima de La Silla, los pumas no podrán remontar la segunda pared de roca. He de deciros que el primer reborde tiene una profundidad tal vez de trescientos metros, con rajaduras de vez en cuando. Luego viene un resbaladizo declive cubierto de cedros y pinos piñoneros que tiene escarpadas rupturas y despeñaderos y, finalmente, sigue la segunda pared. Pasemos ahora a examinar la situación de los pumas. Bien; apenas si me atrevo a dar crédito a lo que he visto con mis propios ojos. La meseta es un terreno virgen. Hemos venido a parar al lugar en donde se crían numerosos pumas.
Golpeó Hiram la palma de su mano con el puño cerrado. Nos miró a Jim y a mí, y luego a los muchachos. No era preciso ser una persona muy perspicaz para darse perfecta cuenta de que el viejo cazador de osos estaba excitado en aquel momento. Jim levantó su mano y se rascó la cabeza. Era éste un gesto que inconscientemente realizaba siempre que su mente trabajaba a un ritmo más intenso del que tenía por costumbre.
—Los tenemos acorralados; es tan cierto esto como que en este momento te estoy viendo.
El brillo de los claros ojos de Hiram cambió de intensidad, demostrando que ahora sentía ansiedad, y dirigió su mirada a Ken y luego a Hal y, finalmente, a los caballos.
—Estoy de acuerdo con lo que estás diciendo, y por ello tendremos que ocuparnos de la seguridad de los muchachos —manifestó—; pero no podremos evitar que algunos caballos sean heridos, al igual que algunos perros, o tal vez que sean muertos.
Más que ninguna otra cosa, esta observación, por haber sido expuesta por aquel hombre, me causó una gran impresión. El cazador sentía un gran cariño tanto por los perros como para los caballos y veía un serio peligro ante ellos.
—Muchachos, escuchad con atención —prosiguió, hablando con mucha seriedad—. Estamos aquí para cazar algunos pumas. Quiero que penséis primeramente y ante todo, en vuestro propio riesgo y seguridad y luego, en los caballos sobre los que cabalguéis. No os expongáis inútilmente. Mantened el control de vuestros actos. Dejad que vuestros caballos escojan el camino por donde han de pasar. Mirad con gran atención la corteza y las protuberancias de las ramas de los árboles, las falsas rocas y, muy cuidadosamente, el terreno. Ken, mantente siempre detrás y tan cerca como puedas de Leslie, y tú, Hal, no te separes del lado de Jim. Por supuesto, nos alejaremos unos de otros y de los perros, y es fácil que nos perdamos; en este caso, tendremos más o menos trabajo para volver a reunirnos. Pero lo principal es que obréis siempre con frialdad y que vayáis despacio cuando no tengáis la absoluta seguridad de que no existe ningún peligro en ir de prisa.
Durante la cena estuvimos hablando largo y tendido y, después, continuamos la conversación alrededor de la hoguera del campamento. Hal era el único que se mantenía en silencio y estaba demasiado absorto por lo que oía, razón por la cual se mantenía callado por completo. Al cabo de un rato, sin embargo, preguntó de repente en un momento de calma de la conversación:
—Desearía saber por qué nuestros caballos se excitaron tanto esta mañana cuando aquel garañón pasó corriendo con su manada en dirección a los bosques.
—Es muy sencillo, Hal —le dije—. Deseaban quedar en libertad para marcharse galopando con los caballos salvajes. Volverán a intentarlo antes de que nos marchemos de aquí. Nosotros, los batidores, tenemos muchas veces problemas para retener a nuestros caballos. La montaña está llena de potros mesteños y de manadas salvajes como la que has visto esta mañana. Y has de tener presente que si se nos escapa un caballo, nos va a ser imposible el poder atraparlo de nuevo.
Empezaba a anochecer; se extendían lentamente las sombras por debajo de los pinos y el viento nocturno empezaba a dejar oír sus quejidos.
—Diría que se percibe una fragancia especial en el viento —dijo Jim encendiendo su pipa con un ascua de la hoguera—. Observad qué inquieto está Prince.
El sabueso levantaba su oscura cabeza apuntando su nariz hacia la brisa que soplaba, e iba de un lado a otro como si estuviera en guardia, vigilando. Mux-Mux afilaba sus dientes royendo un hueso y le gruñía a uno de los cachorros. Curley dormía. Ringer miraba a Prince, como si estuviera sospechando algo. Los otros perros estaban tendidos frente al fuego.
—Bueno, Prince —dijo Hiram dirigiéndose al perro con voz suave—. No vamos a salir esta noche en busca de ningún rastro. Ken, será parte de tu trabajo de campamento ayudarme en el cuidado de la jauría. Ahora, átalos y nos iremos a dormir.