EL CAZADOR DE PUMAS

Ward era solamente un niño cuando efectuó su primer viaje hacia el Oeste. En esta ocasión era un muchacho, transformado casi ya en un hombre, pero su resistencia y su coraje estaban a prueba al tener que enfrentarse su naturaleza humana a los selváticos pumas en los agrestes desfiladeros junto con sus amigos, los batidores Jim y Leslie.

Se sabe que hombres fornidos, cuando se han hallado de repente ante el espectáculo del Gran Cañón, no han podido dominar sus sentimientos y han estallado en llanto, exteriorizando de esta forma su temor; se han postrado de rodillas inclinándose emocionados, o se han quedado silenciosos e inmóviles, como petrificados.

Se sabe que hombres serios no han podido contener una inmoderada y extemporánea risa.

La vista del cañón no afecta igualmente a dos personas, pero no existe nadie a quien no le impresione poderosamente. Yo mismo tuve que pagar durante unos momentos mi tributo de emocionada adoración; luego, dirigí la mirada hacia los muchachos.

Ken miraba aturdido, como si hubiera recibido un fuerte golpe; su rostro había perdido el color y respiraba anhelosamente exteriorizando, de esta forma, su emoción.

El rostro de Hal resplandecía con una radiante manifestación de salvaje alegría y, durante unos instantes, tartamudeó al hablar. Luego, cuando Ken lanzó una exclamación, Hal se quedó silencioso y paralizado.

—¡Es maravilloso! ¡Es magnífico! ¡Es…! –aquello fue todo lo que Ken pudo decir.

—Lo es… —fue lo único que pudo añadir Jim.

Luego, les expliqué a los muchachos que el Gran Cañón de Arizona tenía más de trescientos kilómetros de largo, entre los doce y los treinta de anchura y cerca de dos y medio de profundidad. Era un desfiladero gigantesco, cuyas montañas, altiplanicies, rajaduras y riscos presentaban algo sorprendente y misterioso envuelto en una neblina purpúrea, que sobrecogía el corazón humano en una forma que no era posible que se produjera en cualquier otro lugar. Tenía el extraño poder de conseguir hacerle aparecer a uno humilde y desatar en él al mismo tiempo vehementes deseos de atrevimiento y de aventura en su espíritu.

—¡La tierra está resquebrajada! —exclamó Hal—. ¿Cuál fue la causa de que esto sucediera? ¿Cómo se produjo este agujero?

—Ya hablaremos de todo esto y lo examinaremos después de que hayáis visto algo de sus alturas y de sus grandes profundidades —repliqué.

A nuestros pies se abría una sima azulada con débiles indicios de declives poblados de cedros y brillantes riscos visibles a través de la neblina del mediodía. Más allá, se extendía, hasta desvanecerse en la lejanía, un oscuro desfiladero de irregulares escabrosidades y de tonalidades purpúreas. Todavía más a lo lejos, se elevaban desnudas cumbres, picachos y llanos, que parecían sestear bajo la luz solar. Por encima de todo esto descollaba una gigantesca meseta, escarpada y bravía, que parecía estar sostenida por murallas de granito que, a los rayos del sol, despedían dorados destellos. Los bosques que cubrían aquella enorme meseta semejaban grandes retazos guarnecidos con oscuros flecos, y se mantenía como apartada de las escarpaduras y acantilados formados por un mundo de rocas, que producían una sensación de aislamiento y de montaraces promesas.

—Muchachos; allí está la meseta en donde viven los pumas —dije—. ¿Veis allá abajo, hacia la izquierda, bajo aquella muralla en donde una depresión del terreno se une con la otra colina por medio de aquel cerro? Aquello es La Silla. Al pie del mismo es donde nos está esperando Hiram Bent con sus sabuesos.

—¿Cómo vamos a poder llegar hasta allí? —preguntó Ken.

—Hay dos senderos. Uno de ellos por allí abajo, bordeando aquel risco; el otro, dando la vuelta a través del bosque. Pero nosotros pasaremos por el sendero que atraviesa el bosque, porque el de abajo no lo considero suficiente seguro para vosotros, en tanto no hayáis crecido un poco más y estéis entrenados. Ahora, pongámonos en marcha y podremos llegar a La Silla antes de que oscurezca, si nos apresuramos un poco.

Dicho esto, nos metimos en el bosque y, atareado en la busca del sendero, en su seguimiento y en mantener a los caballos de carga en debida formación, no tuve ocasión de examinar las reacciones de los muchachos, ni pude darme cuenta de lo que hacían. Sabía que se sentían fatigados por la prolongada cabalgada, pero estaban sin embargo gozando grandemente y bromeando entre ellos. Tenía que ser recorrido un largo camino para llegar a La Silla. El sendero bordeaba, subía y bajaba los numerosos cerros y algunos de ellos eran tan escarpados que teníamos que ir dando vueltas y revueltas hacia uno y otro lado.

Además, las grandes aliagas, los zarzales, los enebros, las encinas achaparradas y otros arbustos espinosos eran molestos obstáculos que nos impedían acelerar la marcha. Lo que entonces descubrí fue que el garañón Marc era el mejor caballo que había visto siguiendo un sendero. Era incapaz de seguir formando en fila india, pero en cambio, nos descubría el sendero y nos abría el camino para que pudiéramos pasar a través de los espinos.

El sol estaba todavía a una hora por encima del borde del sudoeste cuando alcanzamos la parte superior de la cañada en donde el sendero torcía para dirigirse hacia La Silla. La barranca por la que transcurría el sendero, que con sus laderas cubiertas de hierba y de maleza empezaba siendo muy poco profunda, se iba hundiendo progresivamente y ensanchando, hasta que se transformaba en un verdadero cañón, entre roquizas murallas amarillentas cada vez más elevadas.

Más adelante, el sendero giraba hacia la izquierda y desembocaba en un amplio espacio abierto situado junto a las grandiosas paredes que parecían sostener la meseta. Al llegar allí, percibí el olor a humo y seguidamente vi el resplandor de una hoguera, a continuación una columna de humo azulado y, finalmente, distinguí una tienda de campaña. Inmediatamente llegó a mis oídos el corto y seco ladrido de un sabueso. Me detuve y esperé a que Ken llegara a mi lado. Venía a pie, cojeando y tirando de las riendas de su potro mesteño.

—¡Ánimo, Ken! —dije—. Ya casi hemos llegado.

—Estoy muy animado, Leslie. Me siento muy feliz, pero un poco cansado. En cuanto a Hal, Jim y yo le hemos tenido que ayudar a volver a montar en su caballo más veces de las que puedo recordar. Y dime, Leslie: ¿qué es lo que vas a hacer con nosotros?

—Vais a pasar unos días magníficos. Deseo ya estar en el terreno apropiado. Ahí está Hal. ¡Vamos, Hal, acércate! ¿Qué tal? ¿Cómo te encuentras? Falta ya poco. Casi hemos llegado.

—Dick; oí un ladrido —dijo Ken, alegremente—. ¡Apresúrate! También allí hay humo… ¡Ah! ¡Estoy viendo a Hiram!

El ver por primera vez al viejo cazador de osos dando de comer a sus perros debajo de un árbol, le causó a Ken Ward una gran alegría. Me di perfecta cuenta de ello al ver los relucientes destellos de su mirada y al oír sus regocijadas expresiones. Cabalgamos muy pronto a través de los últimos obstáculos de espinosos arbustos y penetramos en el campamento. Los perros empezaron a ladrar furiosamente y no cesaron de hacerlo hasta que Hiram los tranquilizó.

Ken, a pesar de su cojera, se acercó presuroso al cazador y se saludaron calurosamente.

—¡Alabado sea Dios, muchachos! Hace muchos años que no había tenido una alegría tan grande como la que siento ahora, al veros a vosotros… Bueno; veo que habéis crecido mucho.

Hal siguió avanzando con la misma mirada inquisitiva con que había estado observando al indio navajo que nos acompañaba. En esta ocasión, sin embargo, el muchacho no sufrió ninguna desilusión. Cualquier muchacho habría quedado fascinado ante la espléndida figura del viejo cazador, y Hal estaba más que deslumbrado. Era evidente que la gran estatura de Hiram, sus brillantes ojos grises y la austera cara tostada por el sol y el viento, acompañado todo ello con el aspecto que le proporcionaba la chaqueta de piel de ante, las botas montañeras y demás indumentaria, correspondían a la idea que el muchacho se había formado del cazador y de cómo tenía que ser, en sus pensamientos juveniles.

—Bueno, los perros han arruinado los flecos y botones de mi chaqueta ——dijo Hiram al ver la atención con que le miraba Hal, y le ofreció su manaza para saludarle—. Eres hermano de Ken, ¿verdad? He oído hablar de ti antes de ahora y siento un gran placer al tenerte aquí conmigo y conocerte personalmente.

La sombra que proyectaba fue deslizándose a nuestro encuentro y ensombreció, pronto, el campamento. Se estaba poniendo el sol. Estábamos a un nivel de poco más de trescientos metros por debajo del borde de la altiplanicie, por lo que mirábamos hacia arriba, hacia los cerros y hacia las escarpadas y altas colinas que se levantaban en dirección al este. Estaban estas últimas como encapuchadas con brillantes caperuzas doradas y enrojecidas, y sus matices cambiaban a cada instante. Mientras yo estaba descargando los caballos, oí que Hiram le preguntaba a Jim de dónde diablos habíamos sacado aquel «descolorido piel roja» que llevábamos con nosotros. La respuesta de Jim no dejó duda alguna de sus ideas con respecto a los indios. Tanto Hiram como Jim, llevaban en alguna parte de sus anatomías señales de balas de plomo que, en ocasiones, les recordaban dolorosamente que tenían algún resentimiento contra los indios.

Después de haberse puesto el sol, la oscuridad se extendía con rapidez por la parte baja de los bordes del desfiladero, y era ya de noche antes de que tuviéramos la cena preparada. Siguió después la apacible y placentera conversación alrededor de la hoguera del campamento. Había ya previsto de antemano que sería tanto para Ken como para Hal una sucesión de arrobadoras emociones.

No parecía que Hiram tuviera mucha prisa en hablar de los pumas, pero se mostró especialmente interesado en la forma que había transcurrido el curso escolar de Ken y principalmente, en su actuación en el equipo de béisbol de la Universidad. Efectuó innumerables preguntas y se mostró encantado al enterarse de los éxitos que Ken había obtenido y de que fue elegido capitán del equipo. Luego, empezó a recordar las aventuras de Ken en Penetier, durante el verano anterior. Finalmente, cuando quedó satisfecha su curiosidad, llamó a sus perros y, gozoso, aunque con gran seriedad, los fue presentando a los muchachos.

—Éste es Prince, el mejor perro cazador de pumas que he tenido; nunca ladra. Su olfato es perfecto; es rápido y fiero y, si pudiera decirse que había un perro con entendimiento, éste sería Prince.

El gran sabueso parecía confirmar las manifestaciones que sobre él había estado efectuando Hiram. Tenía un aspecto de poder y fuerza, ijares flacos y patas largas; su pelo era leonado y tenía una cabeza grande que levantaba con nobleza. Sus ojos eran oscuros.

—Este otro es Curley. Es un rastreador lento y siempre ladra para avisar. Son éstas dos magníficas condiciones para un sabueso. Prince va demasiado deprisa y ahorra su aliento; pero, desde luego, no tiene él ninguna culpa si no puedo mantenerme siempre a su lado durante la caza.

Hizo Hiram una pausa mientras acariciaba la cabeza de Curley.

—Aquí está Mux-Mux, que no tiene nada digno de alabanza.

El feo sabueso de pelaje blanco con manchas negras así calificado se acercó moviendo su recortada cola y poniendo las patas delanteras sobre las rodillas de su dueño, como queriendo hacer resaltar que no era tan detestable como se deducía de la información dada sobre él.

—Bueno, bueno, Mux-Mux, retiro un poco de lo dicho. Eres un buen comilón y, además, no he visto todavía a ningún puma que te haya atemorizado. Pero esto último no es ninguna alabanza, sino todo lo contrario, porque pueden matarte cualquier día.

Dándole unas cariñosas palmadas, le mandó que se retirara de allí.

—La madre de los cachorros es ésta. Se llama Queen y es digna de confianza, aunque muy lenta, debido a su cojera. Este otro que espera su tumo de presentación es Tan y es un buen perro; el que le sigue, ese negro, es Ringer. Será algún día un gran sabueso, tan bueno como Prince, si es que puedo lograr salvarle de los peligros en que se mete.

Hiram encadenó a cada uno de los perros al tronco de un pino joven; luego, llenó de tabaco su pipa y encendiéndola con una pequeña astilla de la hoguera, se arregló un asiento confortable a su vera.

—Bien, muchachos; es una gran satisfacción veros aquí sentados, junto a mi fuego. Mañana nos trasladaremos a la altiplanicie y estableceremos allí nuestro campamento permanente. Hay allí hierba y nieve en los cerros, venados, caballos salvajes y potros mesteños.

—¿Y hay también pumas? —preguntó Ken, sumamente interesado.

—Iba a hablaros de eso. Bien; no había visto nunca en mi vida, en ninguna otra parte, tal encrucijada de huellas de pumas como en esta meseta. He de añadir que sólo he estado ahí en una ocasión y recuerdo perfectamente que en su parte superior existe la mayor madriguera de pumas de todo el Oeste. Cabe observar que en esa meseta no ha cazado nunca nadie más que los indios navajos, y éstos no matarían por nada del mundo a un puma, porque este animal es para ellos la representación de uno de sus dioses. Bien; tal como os estaba diciendo, es muy probable que podamos cazar a toda una camada allá arriba. ¡Ah, muchachos! ¿Qué os parecería si pudiéramos cazarlos vivos?

—¡Sería magnífico! —exclamó Ken.

Hiram dirigió su interrogadora mirada hacia Hal Los grandes ojos del muchacho estaban brillantes y miraban encendidos y sin pestañear.

—¿Cómo? —preguntó, y su voz parecía el sonoro tañido de una campana.

—Pues… cogiéndolos con el lazo y atándolos luego —replicó Hiram.

Ni el menor engaño, ni ninguna broma, podían tener cabida en la expresión de su clara y bondadosa mirada.

—¡Así, pues, después de todo, Ken no me había mentido! —manifestó Hal de súbito, expresando de esta forma el barullo de sus pensamientos.

—Mi hermano no quiso creer que yo le ayudé a usted a coger con lazo a un oso, y que habíamos intentado hacer lo mismo con los jaguares —aclaró Ken.

—Es muy cierto, muchacho —añadió Hiram—. Bien; ¿qué os parece? ¿Queréis que lo intentemos? A la mayoría de los muchachos les gusta disparar y matar animales. Tal vez a vosotros os parecerá divertido descubrir a los pumas encaramados en las ramas de los árboles y entonces abatirlos a tiros; pero creo que es mucho más divertido y excitante cogerlos con el lazo y tirar de ellos. Además, de esta forma, se le conserva la vida a un animal que puede después seguir moviéndose. Entonces, pues, ¿qué es lo que os parece mejor?, ¿dispararles o enlazarlos?

—Me gustaría mucho más cogerlos vivos –contestó Hal con voz muy baja.

—¡Magnífico! ¡Me complace muchísimo que penséis así! Como podéis comprender, no es la excitación de la caza lo que ando buscando, aunque, a decir verdad, no es que no me guste lanzarles el lazo a animales vivientes. Pero lo cierto es que me pagan diez dólares por cada piel de puma y, en cambio, me dan trescientos por cada puma vivo. Por lo tanto, muchachos, vosotros os divertiréis y yo ganaré dinero y, al mismo tiempo, limpiaremos de animales dañinos la Reserva Coconina. Vayamos ahora a envolvernos en nuestras mantas, porque me imagino que debéis de estar fatigados y mañana tendremos que levantarnos muy temprano.