EL CAPITÁN JOHN BOWEN

No estoy seguro de la fecha exacta de la salida de este personaje. Le encuentro navegando por la costa de Malabar en el año 1700, mandando un barco llamado Speaker, cuya tripulación la formaban hombres de todas las naciones, y sus piraterías fueron cometidas sobre barcos de todas las naciones igualmente. Los piratas no encontraban aquí ninguna clase de obstáculo para llevar a cabo sus propósitos, pues se hacía tanto comercio que los mercaderes de una ciudad jamás manifestaban el más mínimo escrúpulo en comprar mercancías quitadas a otro, aunque sólo fuese a diez millas de distancia, en venta pública, facilitando a los ladrones, al mismo tiempo, todas las necesidades, incluso embarcaciones, cuando tenían ocasión de proseguir cualquier expedición, que ellos mismos les aconsejaban muchas veces.

Entre otros, cayó en manos de esta tripulación un buque inglés de las Antillas, mandado por el capitán Coneway de Bengala, al que apresaron cerca de Callequilon; lo llevaron a puerto y lo pusieron en venta, dividiendo el barco y el cargamento en tres lotes: uno fue vendido a un mercader, nativo del citado Callequilon; otro a un mercader de Porca y el tercero a un agente holandés.

Cargado con los despojos de este y varios otros barcos de la región abandonaron la costa y pusieron rumbo a Madagascar, pero al encontrarse con vientos adversos en el viaje y ser descuidados en el gobierno, fueron arrojados sobre el arrecife de Santo Tomás, en la isla de Mauricio, donde perdieron el barco; sin embargo, Bowen y la mayor parte de la tripulación pudieron llegar a tierra a salvo.

Aquí encontraron toda la cortesía y amable tratamiento imaginables. Bowen fue obsequiado de manera especial por el gobernador y espléndidamente acogido en su casa; los enfermos fueron trasladados, con gran cuidado, al fuerte, y curados por su médico, no faltándoles a los demás ninguna clase de suministro. Pasaron aquí tres meses, pero tras decidir establecerse en Madagascar, compraron una balandra, que ellos aparejaron de bergantín, y, a mediados de marzo de 1701, partieron, despidiéndose solemnemente primero del gobernador, ofreciéndole un presente de 2500 piezas de a ocho y dejándole, además, los despojos del barco, con los cañones, pertrechos y todas las demás cosas que se habían salvado. El gobernador, por su parte, les proporcionó lo necesario para el viaje, que era muy corto, y les hizo una amable invitación a que hiciesen de aquella isla un lugar de refrigerio en el curso de sus futuras aventuras, prometiéndoles que nada de lo que el gobernador pudiese facilitarles les faltaría.

A su llegada a Madagascar arribaron a una plaza de la costa este, llamada Maritan, dejaron la nave y se establecieron en la costa, en una llanura fértil junto a un río. Se construyeron un fuerte en la desembocadura del río en el mar y otro pequeño al otro lado que daba hacia el campo; el primero para prevenir una sorpresa naval y el otro como medida de seguridad frente a los nativos, muchos de los cuales trabajaron en la construcción. Construyeron también un poblado para su habitación, lo que les ocupó el resto del año 1701.

Cuando hubieron terminado esto se sintieron a disgusto con su nuevo estado y añoraron su antigua ocupación; así que resolvieron aparejar el bergantín que habían obtenido de los holandeses en Mauricio y que habían dejado en una ensenada cerca de la colonia; pero un accidente, que ellos propiciaron, les proveyó de un medio mejor y les ahorró gran cantidad de problemas.

Ocurrió que a primeros del año 1702, un barco llamado Speedy Return, perteneciente a la compañía Afro escocesa y de las Indias Orientales, mandado por el capitán Drummond, llegó al puerto de Maritan, en Madagascar, con un bergantín, el Content, perteneciente a dicho barco. Habían cogido negros en St. Mary, una pequeña isla próxima a la gran isla de Madagascar, y los transportaban a Mascarenas, hacia donde se dirigían desde este puerto con la misma carga.

A la llegada del barco, el capitán Drummond, con Andrew Wilky, su cirujano, y varios otros de la tripulación bajaron a tierra; entretanto, John Bowen, con cuatro más de sus consortes, salió a bordo de un bote pequeño, con el pretexto de comprar alguna mercancía suya traída de Europa y, viendo una buena oportunidad, dado que en la cubierta estaban tan sólo el primer piloto, el contramaestre y un hombre o dos más, mientras el resto trabajaba en la bodega, dejaron todo disimulo, sacaron cada uno una pistola y un gancho y les dijeron que eran hombres muertos si no se retiraban en ese momento al camarote. La sorpresa fue repentina, y creyeron necesario obedecer; uno de los piratas se situó en el centro de la puerta, con sus armas en las manos, y el resto se colocó inmediatamente junto a las escotillas, y luego hicieron una seña a sus compañeros de la playa, como habían convenido; a lo cual subieron a bordo unos cuarenta o cincuenta y tranquilamente tomaron posesión del barco, y después del bergantín, sin derramar una gota de sangre ni descargar un solo golpe.

Bowen fue nombrado, o más bien se nombró a sí mismo, naturalmente, capitán; encerró a la antigua tripulación, o la mayor parte de ella, incendió el bergantín, ya que no les servía para nada, limpió y aprestó el barco, tomó agua, provisiones y cuantas necesidades le hacían falta y se dispuso a emprender nuevas aventuras.

Les dejaremos de momento para relatar la desventurada historia de un digno y honrado caballero, que sufrió la irreflexión de una gente testaruda que le acusó de apresar piratescamente y matar al capitán y la tripulación de este mismo barco, que Bowen y su cuadrilla habían secuestrado.

Un buque angloindio llamado Worcester, mandado por el capitán Thomas Green, fue arrastrado, en su viaje de regreso a Inglaterra, por vientos meridionales hacia Escocia, en el mes de julio de 1704, y ancló en la ensenada de Leith. Al desembarcar el capitán y varios componentes de la compañía del barco en busca de vituallas, la gente del pueblo, que tenía amigos y conocidos en el barco del capitán Drummond, enterada de que el Worcester venía de las Indias Orientales, insistió con preguntas sobre este barco, y al repetirles ellos que no habían oído hablar de tal barco en la India, los inquisidores aparentaron sorprenderse muchísimo. En resumen, les entró la sospecha de que el Worcester no se había conducido limpiamente con el barco escocés, del que no sabían nada desde el día de su partida.

Así que informaron a los magistrados que algunos de la tripulación habían dejado caer ciertas palabras que aludían claramente al supuesto robo y matanza de sus compatriotas. Tras lo cual fueron interrogados secretamente varios hombres. Unas veces se les amenazaba con la horca, y otras se les hacían grandes promesas, con el fin de animarles a revelar la supuesta fechoría; hasta que, por último, un muchacho indio fue inducido a confesar todo el asunto bajo juramento, según creían ellos. Entonces, el capitán, el piloto y la tripulación fueron detenidos y enviados a prisión; descargaron el barco y casi lo desguazaron pieza a pieza, en busca de artículos, escritos, etcétera, que confirmasen la deposición del indio, pero no hallaron nada. Por tanto se vieron obligados a juzgarles, y los juzgaron sobre esta prueba y algunos pequeños detalles testificados por el cirujano, Charles May, que indujeron a interpretaciones muy poco verosímiles; dichas deposiciones fueron las siguientes: el indio, que se llamaba Antonio Ferdinando, declaró que, en la costa de Malabar, embarcó en la chalupa que acompañaba al Worcester, y que más tarde presenció un combate entre dicha chalupa, el Worcester y otro barco gobernado por hombres blancos que hablaban inglés y enarbolaban los colores ingleses. Que combatieron al citado barco durante tres días, y al tercero dicho barco fue abordado por los de la balandra, que encerraron a su tripulación bajo la cubierta, la pasaron a cuchillo y la arrojaron por la borda.

Charles May sólo depuso que al saltar a tierra en Callequilon, oyó cañonazos en la mar, y al preguntar a alguien con quien se topó en el muelle qué significaba este cañoneo, le contestaron que era el Worcester que había salido y que estaba luchando en la mar con otro barco. Que a la mañana siguiente vio el Worcester fondeado en el mismo sitio del día anterior, y a otro barco fondeado a su popa. Que al llegar a tierra la lancha del Worcester y preguntarles a los hombres que traía a tierra contestaron que les habían enviado por agua, dado que se habían desfondado las cubas y derramado el agua, y que habían estado muy ajetreados toda la noche. Que este testigo subió a bordo cinco o seis días después, y vio el barco cargado de mercancías, y se le informó que el que se encontraba fondeado a popa del Worcester había sido vendido a Cogo Comodo, mercader de Callequilon. Que Antonio Ferdinando estaba herido, así como algunos otros; y cuando preguntó a los pacientes cómo se habían hecho aquellas heridas, Mr. Madder, el segundo, les prohibió contestar. Que todo acaeció entre los meses de enero y febrero de 1703.

En cuanto a la deposición de Antonio, parecía ser toda invención, y que no había nada de cierto en ella; y el montón de insidiosas insinuaciones de Charles May fueron sacadas de un hecho conocido, que era este: al zarpar el Worcester de Callequilon hacia Carnipole, fue arrastrado por el mal tiempo desde las proximidades de la ensenada de Callequilon a Anjango, donde al acercarse al Aureng Zeb, buque indio, lo saludó con cinco cañones, que fueron los que oyó el cirujano; y el Aureng Zeb acompañó al Worcester, y luego ancló a su popa, que fue el barco que él observó. El ajetreo de la noche a que se había referido sólo fue que barloventeó con el fin de entrar en Callequilon, dado que tenía el viento en contra. El Worcester había cedido su agua al Aureng Zeb, lo que le obligó a enviar por más, y en cuanto a los heridos, se demostró no haber habido más que tres en el viaje; uno al caerse en la bodega, otro por una disputa con cuchillos suscitada entre dos holandeses y otro al cortar madera.

Hay que consignar igualmente que la prueba de May, que se adujo para apoyar la de Antonio, se contradecía en varias partes; pues Antonio declaró que el hecho se había cometido entre Calicut y Tellecherry (donde, a propósito, nunca estuvo el barco, como confesó el cirujano, y probaron los diarios del capitán y otros), y May oyó los cañones en Callequilon, que no podía estar a menos de ciento cuarenta millas de distancia. Antonio da al supuesto combate una duración de tres días; según May, el Worcester estuvo ajetreado sólo una noche; todo el resto de la prueba se basa en: «Según estaba informado él. Como le habían dicho», etc. Y lo chocante del tal May es que estuvo dieciocho meses después de esto en dicho barco, y confesó en el juicio que no había oído en todo ese tiempo una sola palabra de ningún combate con otro barco, ni de que cogiesen ninguna presa, ni nada relacionado con tal acción, cosa que debía haber resultado extraña de ser cierto el asunto.

En resumen, el capitán Green y el resto de la tripulación fueron declarados culpables, y recibieron sentencia por los supuestos crímenes de la manera siguiente: Green, Madder, Sympson, Keigle y Raines, a ser ahorcados el martes 4 de abril; Taylor, Gleen, Kitchen y Robertson, el martes 11 de abril; y Brown, Bruckley, Wilcocks, Ballantyne y Linsey, el martes 18 de abril.

No puedo por menos de consignar aquí (aunque con mucha inquietud) que debido a la condena de estos desdichados, hubo regocijo universal en la ciudad y alrededores; fue tema único de conversación durante algunos días, y cada hombre se consideró interesado en ello; y algunos no podían reprimir el deseo de expresar abiertamente en palabras su brutal alegría:

«Ahora —decían—, les daremos un Darien;[2] así verán que nosotros sabemos hacernos justicia», etc.

Tras la sentencia, los prisioneros pidieron que no se les molestase en sus momentos de agonía, que ellos podrían así aprovecharlos mejor; pero ahora no sólo eran insultados con los más injuriosos improperios por quienes podían acercarse a ellos, sino que les atormentaban continuamente los pastores religiosos, lanzándoles las más negras amenazas, y diciéndoles que nada alcanzarían sino la ira de Dios y los tormentos eternos con todos sus horrores si morían obstinados (como ellos decían), o sea, sin declararse culpables; todo esto expresado con la peculiar pasión de esa secta de amargados. Es más, estaban tan inquietos, que aun ahora, después de la condena, separaron a algunos a quienes vieron más aterrados por sus cantos, y les aseguraron la vida si sinceramente reconocían los crímenes por los que eran condenados, y, finalmente, tanto trabajaron sobre Haines y Linsey que les indujeron a confesar casi todo lo que quisieron. El primero, tras concedérsele el perdón, hizo un relato sobrecogedor de todas las piraterías y homicidios efectuados sobre el barco de Drummond, y procuró en lo que pudo, aproximarse al testimonio de Ferdinando, aunque de cuando en cuando se apartaba en detalles muy importantes, como les ocurre siempre a los hombres cuando refieren cosas que no son verdad. Añadió gran número de circunstancias sangrientas para dar color a la historia, como el juramento que hicieron cuando empezaron la carrera de piratas (muy semejante a las ridículas ceremonias celebradas por las brujas), el cual, dijo, fue así: Se hicieron un corte, y mezclaron su sangre, y después de beber una parte cada hombre, juraron todos guardar secreto, etc., con abundancia de pormenores de este género. Linsey, hombre de mejor sentido, se contentó con decir lo menos posible, lo que era excusable, ya que estuvo en tierra durante el supuesto combate, así que casi todo lo que dijo consistió en rumores de los indios, etc. De este modo, estos pobres desdichados se protegieron del golpe fatal, en detrimento de la verdad y la buena conciencia, y para disfrutar de una vida penosa, quizá durante unos pocos años.

Tan pronto como se hicieron públicas sus confesiones, la gente acomodada, así como la chusma, se abandonó a sus sentimientos de furor, y los pobres desdichados fueron denigrados y ultrajados de manera vergonzosa; y tan violento fue el torrente de su ira, que alcanzó a los miembros del tribunal, quienes se vieron obligados, por su propia seguridad, a abandonar la ciudad.

En medio de esta confusión, regresaron en la galera Raper dos hombres que se sabía habían formado parte de la tripulación de Drummond, e hicieron declaraciones sobre la pérdida de dicho barco a manos de los piratas, como he contado antes; tras esto, su majestad y el consejo aplazaron la ejecución, primero durante ocho días, y después la suspendieron hasta oír las decisiones de arriba.

El pueblo que aguardaba con creciente expectación, por el tiempo transcurrido, que se cumpliesen las ejecuciones, empezó a impacientarse y a soltar injurias contra el aplazamiento; y el Consejo se reunió la mañana del 11 de abril, para deliberar lo que debía hacerse; al enterarse el populacho, creyó que era para un nuevo aplazamiento o el perdón; cerraron inmediatamente todas las tiendas, y las calles se llenaron de un increíble número de hombres, mujeres y niños reclamando justicia para aquellos asesinos ingleses. Pasaba casualmente el coche del lord canciller Seafield y lo detuvieron, rompieron las portezuelas, lo sacaron a rastras, y le obligaron a prometer, antes de que pudiese zafarse de ellos, que la ejecución se llevaría a cabo rápidamente.

De acuerdo con la promesa del magistrado, poco después, ese mismo día, miércoles, fueron sacados el capitán Green, Madder y Sympson, y conducidos a la ejecución, que era en la playa de Leith Road, y todo el camino fueron vitoreados como si se tratase de un triunfo, e insultados con los más ásperos y amargos improperios.

Así, estos desdichados eran un sacrificio grato a la malicia de los malvados.

En cuanto a las palabras del capitán Green, al tener noticias de los crímenes por los que debía morir, después de haber puesto por testigos a todos los presentes de que se les culpaba, a él y a la tripulación, de toda injusticia desde que habían llegado, siguió haciendo una relación de su fe, su vida y muerte en la iglesia de Inglaterra, de su manera de vivir en el extranjero, su observancia de los deberes religiosos y el sentido que tenía de la imposibilidad de la salvación, si moría con la falsedad en su boca. Luego prosiguió:

—Conforme a eso, yo, en presencia de Dios Todopoderoso, declaro a este pueblo que soy inocente en deseo o acción, y estoy libre de los crímenes por los que soy condenado. Que, según mi conocimiento, nunca en toda mi vida he dañado a un hombre en su persona o sus bienes, ni he dado mi consentimiento para ello. Que doy gracias a Dios de no conocer las costumbres de los piratas: pero entiendo que mis acusadores y perseguidores os harán creer que yo considero innecesario confesarme ante los hombres. Tomad lo que digo como deben tomarlo los buenos cristianos; si no tenéis caridad, os haréis daño a vosotros mismos, no a mí.

»Me han dicho que algunos de mi tripulación han confesado los crímenes, y nos han cargado la culpa; eso lo han hecho después de la sentencia, y con la esperanza de salvarse. Cosa que yo deseo que se haga por medios legales, y no accediendo a un derramamiento de sangre inocente. Yo soy un moribundo, y estos tienen todavía esperanzas de vivir; elegid a quién de nosotros creer, etc.

Volviendo al capitán Bowen, que prácticamente era el que poseía el barco y el bergantín del capitán Drummond, como he dicho antes, al ser informado por la tripulación de que cuando salieron de Mascarenas, había un barco llamado galera Rook, mandado por el capitán Honeycomb, fondeado en aquella bahía, decidió con los demás piratas dirigirse hacia allá, pero como tardaron siete días en hacer aguada ambas embarcaciones y en arreglar sus asuntos personales, no llegaron a la isla hasta después de la partida de la citada galera, que de este modo escapó felizmente de la malvada trampa de sus no provocados enemigos.

La noche siguiente a la salida de los piratas de Maritan, el bergantín se metió en un arrecife frente a la costa occidental de la isla de Madagascar y, no habiéndose percatado el barco, entró Bowen sin él en Mascarenas, sin saber qué había sido de su consorte.

Aquí el capitán Bowen permaneció ocho o diez días, en cuyo tiempo pertrechó el barco de provisiones y, juzgando que la galera Rook había ido a alguna otra isla, zarpó rumbo a Mauricio en su busca; pero al ver los piratas cuatro o cinco barcos en el puerto noroeste, se consideraron demasiado débiles para intentar nada, así que pusieron inmediatamente proa a Madagascar otra vez y llegaron a salvo, primero a Port Dauphin y luego a la bahía de Agustín. A los pocos días, el bergantín Content, que ellos consideraban o perdido o que se había rebelado contra este honorable servicio, entró en la misma bahía e informó a sus hermanos del percance que había tenido. Los piratas se alegraron, ciertamente, al verse otra vez, y reuniéndose en consejo, no encontraron al bergantín en condiciones, ni mucho menos, para el negocio, ya que hacía mucha agua, así que lo sacaron a tierra y lo quemaron, y la tripulación se unió, embarcando todos en el Speedy Return.

En esta plaza, los negros pusieron al corriente a los piratas sobre las aventuras de otra banda que se había establecido hacía algún tiempo cerca de dicho puerto y tenía por capitán a un tal Howard. Fue la desgracia de un barco indio llamado Prosperous el entrar en la bahía en un momento en que estos bribones andaban buscando ocupación; los cuales, so pretexto de comerciar (casi de la misma manera como Bowen y su banda habían apresado el Speedy Return) se adueñaron de él, y zarparon con dicho barco hacia New Mathelage. Bowen y los suyos, después de deliberar sobre el asunto, concluyeron que les interesaba más aliarse con esta nueva compañía que actuar separados, puesto que eran demasiado débiles para acometer ninguna empresa de envergadura, recordando cómo se habían visto obligados a huir de la isla Mauricio cuando iban en busca de la galera Rook, a la que podían haber apresado, con varios otros barcos, de haber tenido en ese momento un consorte de igual fuerza que ellos.

En consecuencia, salieron de la bahía y entraron en New Mathelage, pero no encontraron allí ningún barco, aunque, tras algunas averiguaciones, se enteraron de que el pirata que buscaban había estado en la plaza, pero se había ido; de modo que tras una corta estancia, prosiguieron hacia Johanna, pero como tampoco estaba allí el Prosperous, pusieron rumbo a Mayotta, donde lo encontraron fondeado; esto fue en las navidades de 1702.

Aquí pactaron estas dos fuerzas una alianza; siendo las propuestas del agrado de Howard, aceptó este encantado, y las dos compañías ratificaron el tratado. Permanecieron más de dos meses en esta isla, considerándola, quizá, lugar idóneo para encontrarse con alguna presa que se cruzase frente a ella, como así sucedió; pues a primeros de marzo, al entrar el Pembroke, perteneciente a nuestra compañía indooriental, a hacer aguada, fue abordado por los botes de estos piratas y apresado, con la pérdida del segundo y otro hombre, que murieron en la refriega.

Los dos barcos piratas levaron anclas y salieron a mar abierto con su presa, y ese día y el siguiente lo despojaron de la mejor parte de su cargamento, provisiones y pertrechos, y luego, reteniendo al capitán y al carpintero, dejaron que el Pembroke fuese adonde el resto de la tripulación gustase, y se dirigieron con sus barcos a New Mathelage. Aquí deliberaron los dos capitanes y trazaron un plan para efectuar un crucero a la India, por cuyo motivo habían retenido al capitán Wooley, del recientemente apresado Pembroke, con el fin de que les sirviese de piloto en esos mares; pero se suscitó una disputa muy enconada entre las dos compañías, sobre en qué barco debía ir; y hasta tal punto llegó la cosa que determinaron, si no se encontraba una fórmula que dejara satisfechas a ambas partes, de forma que ninguna aventajase a la otra por la habilidad y conocimiento del capitán de la costa india, darle al pobre hombre un golpe en la cabeza y matarle; pero, finalmente, por la autoridad de Bowen, el capitán Wooley escapó de la amenaza, al persuadir a su compañía para que consintiera en que permaneciese este a bordo del Prosperous, donde estaba entonces.

Como el Speedy Return se encontraba sano y necesitado de una pequeña reparación, se juzgó conveniente regresar a la bahía Agustín y limpiarlo; en el entretanto, el Prosperous debía limpiar los costados, cargar agua y provisiones y luego reunirse otra vez con su consorte en Mayotta, la isla acordada para la cita.

El Prosperous entró en Mayotta según lo convenido, y esperó allí algún tiempo al barco de Bowen; al no verle, ni oír noticia alguna de él, fue a Johanna, pero no encontrándose allí supusieron que le habría ocurrido algún accidente, así que abandonaron la plaza y emprendieron la expedición ellos solos. En cuanto al Speedy Return, llegó sin novedad a la bahía San Agustín, de Madagascar, donde lo limpiaron e hicieron aprovisionamiento; pero se demoraron demasiado, y tuvieron vientos contrarios, por lo que no pudieron de ningún modo arribar a Mayotta, así que se dirigieron a Johanna, donde, al oír que sus amigos se habían marchado hacía poco de la isla, pusieron rumbo al mar Rojo; pero no siendo el viento favorable a este propósito, se dirigieron a las tierras altas de St. John, próximas a Surat, donde una vez más entraron en contacto con sus hermanos del Prosperous.

Navegaron juntos, como habían acordado al principio, y algún tiempo después avistaron cuatro barcos, a los que dieron caza; pero al separarse estos, dirigiéndose dos hacia el norte, y los otros dos hacia el sur, los piratas se separaron igualmente, Bowen detrás de los que se habían desviado hacia el sur, y Howard, de los otros. Bowen alcanzó el más pesado de los dos, que resultó ser un barco moro de 700 toneladas que iba del golfo de Mocha a Surat. Los piratas llevaron la presa a Rajapora, en la costa de la India, donde la expoliaron; la mercancía la vendieron a los nativos, pero encontraron a bordo una pequeña suma de oro acuñado que ascendía a veintidós mil libras en moneda inglesa, la cual se embolsaron. Dos días más tarde entró el Prosperous, pero sin presa; sin embargo, informaron inmediatamente a sus amigos que no habían conseguido menos que ellos, pues alcanzaron a su caza en la desembocadura del río Surat, de donde habían zarpado los cuatro barcos; y con una andanada, uno de ellos se rindió, pero el otro logró entrar en la bahía. Navegaron hacia la costa con la presa, hasta que la hubieron despojado de lo mejor de su cargamento, del que lo más valioso fueron ochenta y cuatro mil cequíes, piezas que equivalían a diez chelines cada una, y luego la dejaron a merced de las olas, sin ancla ni cable, frente a Daman.

Mientras estaban anclados en Rajapora, efectuaron un reconocimiento de los dos buques, y encontrando los suyos propios menos servibles que la presa, acordaron incendiarlos, y acto seguido aprestaron el barco de Surat; trasladaron a bordo de él las dos compañías, y luego prendieron fuego al Prosperous y al Speedy Return. Pasaron revista en este lugar a ciento sesenta y cuatro hombres de lucha, siendo ingleses sólo cuarenta y tres, la mayoría franceses, y el resto, daneses, suecos y holandeses; tomaron a bordo a setenta indios para las faenas más penosas, y montaron cincuenta y seis cañones; finalmente, le pusieron el nombre de Defiance, y zarparon de Rajapora, a últimos de octubre del año 1703, para realizar un crucero frente a la costa de Malabar.

Pero al no toparse con ninguna presa en este primer crucero, fondearon unas tres leguas al norte de Cochin, esperando que acudiesen algunos botes con vituallas, para cuyo fin dispararon varios cañonazos, a modo de señal; pero viendo que no acudía ninguno, enviaron al cabo de mar en la pinaza, para que parlamentase con la gente, lo que hizo con cierta cautela, manteniendo la embarcación con los remos dispuestos y apartada de la orilla. En resumen, se entendieron muy bien, prometieron a los piratas llevarles cuantas necesidades pedían y el bote regresó a bordo.

Al día siguiente salió un bote del pueblo, con cerdos, cabras, vino, etc., con una sugerencia secreta de Malpa, el agente holandés, viejo amigo de los piratas, de que había un barco de este país llamado Rimae que se encontraba anclado en Mudbay, a no muchas leguas de allí, y que si salían y lo apresaban, él les compraría el cargamento; y les prometió darles alquitrán, brea y todas las demás necesidades que pudiesen interesarles; pues la gente de la factoría acudía a bordo a cada hora, y comerciaba con ellos, como en un mercado libre, comprando toda suerte de mercancías, vituallas, joyas y plata, por las que pagaban cofres de moneda, etc., de gran valor.

Aceptaron el consejo del barco muy cortésmente, pero juzgando los piratas que el suyo era demasiado grande para acercarse a la bahía, consultaron al amigo sobre qué medios podían emplear para apresarlo, y este acordó en seguida venderles uno de menos calado, que a la sazón estaba amarrado en el puerto; pero al decirle Malpa a un ayudante de la factoría que lo sacase, este no sólo se negó a participar en semejante villanía, sino que censuró a Malpa el que anclase en tratos con los piratas, y le dijo que si se hacía culpable de tan baja acción, no debía mirar nunca más a la cara a ninguno de sus compatriotas; lo que hizo que el honrado agente cambiase de actitud y de propósito.

En esta plaza, el capitán Wooley, a quien habían retenido como su piloto en la costa india, encontrándose muy enfermo y débil, suplicó fervientemente se le dispensase del severo confinamiento entre ellos, y se le desembarcase, y al día siguiente zarparon los piratas y recorrieron la costa de Malabar, en busca de más botín. En su camino se toparon por segunda vez con el Pembroke, y le quitaron azúcar y algunas cosas más de poca importancia, y lo dejaron marchar otra vez. De la costa regresaron a la isla Mauricio, donde estuvieron fondeados durante algún tiempo y viviendo a su habitual manera despilfarradora.

En Mauricio, dos de la tripulación, a saber, Israel Phipeny y Peter Freeland dejaron a los piratas y se ocultaron en la isla hasta que zarpó el barco. Estos dos hombres formaban parte de la tripulación de Drummond, y hallaron ocasión de venir a Inglaterra poco después a bordo de la galera Raper, llegando a Porstmouth en marzo de 1705. Cuando se supo de esta llegada, Mr. John Green, hermano del capitán Green, entonces bajo sentencia, fue allá y obtuvo una declaración jurada de dichos Phipeny y Freeland, hechas ante el alcalde de Porstmouth, en las que se contenían algunas cuestiones por las que fueron enviadas inmediatamente a Londres y, por la secretaría de Estado, transferidas inmediatamente a Escocia, llegando allí unas horas antes de que el capitán Green fuese ejecutado.