ROBERT CROWTHER, el corredor de bienes raíces de Bryant & Crowther, abrió la puerta con un floreo y anunció:
—Y aquí está la terraza. Desde aquí se puede contemplar Coit Tower.
Observó cómo el joven matrimonio salía y se acercaba a la balaustrada. Desde allí la vista era magnífica: la ciudad de San Francisco se desplegaba allá abajo en un panorama espectacular. Robert Crowther vio que la pareja intercambiaba una mirada y una sonrisa disimulada, y eso lo divirtió. Trataban de ocultar su entusiasmo. Siempre sucedía lo mismo: los futuros compradores creían que si demostraban demasiado interés, el precio subiría.
Para este penthouse en dúplex, pensó Crowther, el precio ya es suficientemente alto. Le preocupaba la posibilidad de que la pareja no pudiera pagarlo. El hombre era abogado y los jóvenes abogados no suelen ganar tanto.
Formaban una pareja atractiva y era obvio que estaban muy enamorados. David Singer tenía poco más de treinta años, era rubio y de aspecto inteligente y su actitud tenía algo de adolescente. Su esposa Sandra era preciosa y cálida.
Robert Crowther había notado el tamaño de su vientre Y había dicho:
—El segundo dormitorio de huéspedes sería perfecto como cuarto de los niños. A una cuadra de aquí hay una plaza para juegos y en el vecindario hay dos escuelas. —Y había vuelto a verlos intercambiar esa sonrisa cómplice.
El penthouse en dúplex consistía en un dormitorio principal con baño y un cuarto de huéspedes en el piso superior. El piso de abajo constaba de living amplio, comedor, estudio y cocina, un segundo cuarto de huéspedes y dos baños. Casi todas las habitaciones tenían una buena vista de la ciudad.
Robert observó a los dos recorrer de nuevo el departamento, detenerse en un rincón y ponerse a cuchichear.
—Me encanta —le estaba diciendo Sandra a David—. Y sería fantástico para el bebé. Pero, querido, ¿podemos pagarlo? ¡Cuesta seiscientos mil dólares!
—Además de los gastos de mantenimiento —agregó David—. La mala noticia es que hoy no podríamos comprarlo. La buena noticia es que a partir del lunes podremos hacerlo. Un genio brotará de su botella mágica y en nuestras vidas se operará un cambio radical.
—Ya lo sé —dijo ella, muy contenta—. ¿No es maravilloso?
—¿Entonces crees que debemos seguir adelante con la operación?
Sandra hizo una inspiración profunda.
—Sí, hagámoslo.
David sonrió, movió una mano y dijo:
—Bienvenida a casa, señora Singer.
Tomados del brazo, se acercaron al lugar donde Robert Crowther los esperaba.
—Lo compraremos —le dijo David.
—Felicitaciones. Es una de las mejores residencias de San Francisco. Serán muy felices aquí.
—Estoy seguro de que sí.
David vaciló un momento.
—Imagino que el precio es inamovible, ¿no?
—Lo es, y vale cada centavo, señor Singer. Es usted muy afortunado. Debo decirle que hay otras personas muy interesadas.
—¿Cuánto pago a cuenta quiere?
—Un depósito de diez mil dólares ahora bastará. Haré preparar los papeles. Cuando usted firme le pediremos otros sesenta mil dólares. Su Banco puede preparar un plan de pagos mensuales sobre una hipoteca a veinte o treinta años.
David miró a Sandra.
—De acuerdo.
—Haré preparar los papeles.
—¿Podemos recorrerlo una vez más? —preguntó Sandra con ansiedad.
Crowther sonrió con benevolencia.
—Tómese todo el tiempo que quiera, señora Singer. El departamento es suyo.
—Parece un sueño maravilloso, David. No puedo creer que realmente esté sucediendo.
—Sí, está sucediendo. —David la abrazó—. Quiero hacer realidad todos tus sueños.
—Ya lo haces, mi amor.
Habían estado viviendo en un departamento pequeño de dos dormitorios en el Marina District, pero con la llegada del bebé les quedaría chico. Hasta ese momento no podrían haber estado en condiciones de comprar el dúplex de Nob Hill, pero el lunes era el Día de Elección de Nuevos Socios en el estudio jurídico Kincaid, Turner, Rose & Ripley, donde David trabajaba. Entre veinticinco candidatos se elegirían seis para ingresar como socios de la firma, y todos estaban de acuerdo en que David sería uno de los seleccionados. Kincaid, Turner, Rose & Ripley, con oficinas en San Francisco, Nueva York, Londres, París y Tokio, era una de las firmas legales más prestigiosas del mundo y era también la meta de los graduados de las principales facultades de derecho.
La firma solía emplear la vieja técnica de la vara y la zanahoria en sus nuevos asociados. Los socios antiguos se aprovechaban cruelmente de ellos, no respetaban sus horarios ni sus enfermedades y les encomendaban los trabajos pesados que ellos no querían tomar. Implicaba una gran presión y trabajar veinticuatro horas diarias. Esa era la vara. Los que perseveraban lo hacían por la zanahoria. La zanahoria era la promesa de convertirlos en socios de la firma. Llegar a ser socio significaba un mayor sueldo, un trozo de la enorme torta de ganancias de la corporación, una oficina amplia con buena vista, cuarto de baño privado, trabajos en el extranjero y una media docena de ventajas más.
David trabajaba con Kincaid, Turner, Rose & Ripley desde hacía seis años, y en parte había sido una bendición. Los horarios eran horrorosos y el estrés, enorme, pero David no aflojó e hizo un trabajo brillante, decidido a llegar a ser socio de la firma. Y ahora, faltaba poco para ese día.
Cuando David y Sandra se despidieron del agente de bienes raíces, fueron de compras. Compraron una cuna, una silla alta, un andador, un corralito y ropa para el bebé.
—Comprémosle algunos juguetes —dijo David.
—Ya habrá tiempo más que suficiente para eso —dijo Sandra riendo—. Todavía faltan cuatro meses para el nacimiento de Jeffrey. —Por la ecografía sabían que era varón.
Después de las compras deambularon por la ciudad: caminaron por la zona del puerto frente a Ghirardelli Square, pasaron por Cannery hasta el Muelle de los Pescadores. Almorzaron en el American Bistro.
Era sábado, un día perfecto en San Francisco para maletines de cuero con iniciales, corbatas finas, trajes oscuros y camisas con monogramas; un día para almuerzos en los que se libran batallas de poder y penthouses. En suma: un día para abogados.
David y Sandra se habían conocido tres años antes en una cena. David había asistido a la reunión con la hija de un cliente de la firma. Sandra era asistente jurídica y trabajaba para una firma rival. Durante la cena, Sandra y David se habían trenzado en una discusión sobre una decisión que había terminado en un caso político en Washington. Mientras los demás comensales los observaban, la discusión entre ambos se volvió cada vez más apasionada. Y, en medio de ella, David y Sandra se dieron cuenta de que a ninguno de los dos le importaba la decisión de la Corte. Lo que hacían era lucirse para el otro, entrar en una suerte de danza verbal de apareamiento.
David llamó por teléfono a Sandra al día siguiente.
—Me gustaría terminar de discutir esa decisión —dijo—. Creo que es importante.
—A mí me ocurre lo mismo —convino Sandra.
—¿Qué te parece si lo hacemos esta noche durante la cena?
Sandra dudó un poco. Ya tenía otro compromiso esa noche.
—Sí —dijo—. Me parece bien.
A partir de esa noche no dejaron de estar juntos. Y un año después de conocerse, se casaron.
Joseph Kincaid, el socio más antiguo de la firma, le dio a David el fin de semana libre.
El sueldo de David en Kincaid, Ibrner, Rose & Ripley era de cuarenta y cinco mil dólares al año. Sandra mantenía su trabajo de asistente jurídica. Pero ahora, con la llegada del bebé, los gastos aumentarían.
—Dentro de algunos meses tendré que dejar mi trabajo —dijo Sandra—. No quiero que una niñera cuide a nuestro bebé, querido. Quiero estar aquí para él.
—Vamos a poder manejarlo —le aseguró David. El hecho de ser socio de la firma transformaría la vida de ambos.
David había empezado a trabajar más horas. Quería estar seguro de que el Día de Elección de Nuevos Socios no lo pasaran por alto.
El jueves por la mañana, mientras se vestía, David miraba el informativo por televisión.
El conductor decía en ese momento:
—Tenemos una historia increíble… Ashley Patterson, la hija del famoso médico de San Francisco Steven Patterson, ha sido arrestada como principal sospechosa de los homicidios en serie que la policía y el FBI han estado investigando.
David quedó petrificado.
—… anoche, el sheriff Matt Dowling, del Condado de Santa Clara, anunció el arresto de Ashley Patterson como autora de una serie de asesinatos que incluían sangrientas castraciones. El sheriff Dowling les dijo a los reporteros: «No cabe ninguna duda de que tenemos a la persona correcta. Las pruebas son concluyentes».
El doctor Steven Patterson. David comenzó a recordar el pasado…
Tenía veintiún años y acababa de empezar la facultad de derecho. Un día, al regresar de clase a casa, encontró a su madre en el suelo del dormitorio, inconsciente. Llamó al 911 y una ambulancia llevó a su madre al San Francisco Memorial Hospital. David esperó del otro lado de la puerta de la sala de emergencias hasta que un médico salió para hablar con él.
—¿Ella… se pondrá bien?
El médico vaciló.
—Hicimos que uno de nuestros cardiólogos la examinara. Tiene un problema grave en la válvula mitral.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó David.
—Me temo que no hay nada que podamos hacer por ella. Está demasiado débil para recibir un trasplante, y la cirugía cardiovascular mínimamente invasiva es algo nuevo y demasiado riesgoso.
David se sintió de pronto débil.
—¿Cuánto… cuánto tiempo le queda…?
—Diría que algunos días, quizá una semana. Lo siento, hijo.
David permaneció allí parado, muerto de pánico.
—¿No hay alguien que pueda ayudarla?
—Me temo que no. El único que podría hacerlo es Steven Patterson, pero está muy…
—¿Quién es Steven Patterson?
—El doctor Patterson es el pionero de una técnica de cirugía cardiovascular mínimamente invasiva. Pero entre sus compromisos y su investigación, no existe ninguna posibilidad de que…
Pero David ya se había ido.
Desde un teléfono público que había en el corredor del hospital llamó al consultorio del doctor Patterson.
—Me gustaría concertar una cita con el doctor Patterson. Es para mi madre. Ella…
—Lo lamento. No aceptamos nuevas citas. De todos modos, la primera disponible sería dentro de seis meses.
—A ella no le quedan seis meses de vida —gritó David.
—Lo siento. Puedo derivarlo a…
David colgó con fuerza el tubo. A la mañana siguiente, David fue al consultorio del doctor Patterson. La sala de espera estaba repleta de gente. David se acercó a la recepcionista.
—Me gustaría concertar una cita para ver al doctor Patterson. Mi madre está muy enferma y…
Ella lo miró y dijo:
—Usted llamó ayer por teléfono, ¿no?
—Sí.
—Ya se lo dije. No tenemos nuevos turnos abiertos y en este momento no tomamos ninguno.
—Esperaré —dijo David con empecinamiento.
—No puede esperar. El doctor está…
David tomó asiento. Observó cómo las personas que estaban en la sala de espera iban siendo llamadas una por una a una oficina interior, hasta que finalmente sólo quedaba él.
A las seis de la tarde, la recepcionista dijo:
—No tiene sentido que siga esperando. El doctor Patterson se fue a su casa.
Esa tarde, David fue a visitar a su madre a Terapia Intensiva.
—Sólo puede quedarse un minuto —le advirtió una enfermera—. Ella está muy débil.
David entró en la habitación y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su madre estaba conectada a un respirador y tenía tubos en las manos y en la nariz. En un brazo tenía insertada una guía de suero. Estaba más blanca que las sábanas sobre las que estaba acostada. Tenía los ojos cerrados.
David se le acercó y le dijo:
—Soy yo, mamá. No dejaré que te pase nada. Te pondrás bien. —Por las mejillas le rodaban lágrimas—. ¿Me escuchas? Lucharemos contra esto. Nadie puede vencernos a los dos, no mientras nos mantengamos juntos. Te conseguiré el mejor médico del mundo. Espérame. Volveré mañana. —Se agachó y la besó con suavidad en la mejilla.
¿Seguirá viva mañana?
A la tarde siguiente, David fue al garaje del subsuelo del edificio donde el doctor Patterson tenía sus consultorios. Un asistente estacionaba los automóviles.
El hombre se acercó a David.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—Estoy esperando a mi esposa —dijo David—. Vino a ver al doctor Patterson.
El asistente sonrió.
—Es un gran tipo.
—Nos estuvo hablando de un automóvil maravilloso que tiene. —David hizo una pausa, como tratando de recordar—. ¿Era un Cadillac?
El asistente sacudió la cabeza.
—No. —Señaló un Rolls Royce estacionado en un rincón—. Es ese Rolls que está allá.
David dijo:
—Correcto. Creo que dijo que también tiene un Cadillac.
—No me sorprendería —dijo el asistente y salió corriendo para estacionar un auto que acababa de entrar.
David caminó distraídamente hacia el Rolls. Cuando estuvo seguro de que nadie lo veía, abrió la puerta, subió al asiento trasero y se acostó en el piso. Se quedó allí, acalambrado e incómodo, esperando a que el doctor Patterson saliera.
A las seis y cuarto David sintió un leve movimiento cuando la puerta de adelante del automóvil se abrió y alguien subió al asiento del conductor. Oyó que el motor arrancaba y que el vehículo comenzaba a moverse.
—Buenas noches, doctor Patterson.
—Buenas noches, Marco.
El auto salió del garaje y David sintió que doblaba en una esquina. Esperó dos minutos y después respiró hondo y se sentó.
El doctor Patterson lo vio por el espejo retrovisor. Dijo con mucha calma:
—Si esto es un atraco, le prevengo que no llevo efectivo.
—Doble a una calle lateral y deténgase junto al cordón de la vereda.
El doctor Patterson asintió. David lo observó mientras seguía sus instrucciones.
—Le daré el poco dinero que tengo —dijo el doctor Patterson—. Puede llevarse el auto. No hay necesidad de violencia. Si…
David se había deslizado al asiento delantero.
—Esto no es un atraco. Y no quiero el auto.
El doctor Patterson lo miró, confundido.
—¿Entonces qué quiere?
—Mi apellido es Singer. Mi madre se está muriendo. Quiero que usted la salve.
En el rostro del doctor Patterson apareció un vestigio de alivio, que enseguida fue reemplazado por una mirada de fastidio.
—Concierte una cita con mi…
—No hay tiempo de que haga una maldita cita. —David gritaba—. Ella morirá, y yo no permitiré que suceda. —Luchaba por controlarse—. Por favor. Los médicos me dijeron que usted es la única esperanza que me queda.
El doctor Patterson lo observaba, todavía con cautela.
—¿Qué problema tiene su madre?
—Tiene algo roto en la válvula mitral. Los médicos tienen miedo de operar. Dicen que usted es el único que puede salvarle la vida.
El doctor Patterson sacudió la cabeza.
—Lo lamento. Mi agenda de compromisos…
—¡Me importan un cuerno sus compromisos! Se trata de mi madre. ¡Tiene que salvarla! Es lo único que yo tengo…
Se hizo un prolongado silencio. David permaneció allí sentado, los ojos cerrados con fuerza. Oyó la voz del doctor Patterson:
—No le prometo nada, pero la veré. ¿Dónde está internada?
David giró la cabeza y lo miró.
—Está en la unidad de terapia intensiva del San Francisco Memorial Hospital.
—Encuéntrese allá conmigo mañana a las ocho de la mañana.
A David le costó encontrar su voz.
—No sé cómo…
—Recuerde que no le prometo nada. Y le prevengo que no me gusta que un jovencito me asuste. La próxima vez, intente con el teléfono.
David permaneció allí, como paralizado. El doctor Patterson lo miró.
—¿Qué pasa?
—Hay otro problema.
—¿De veras?
—Sí. Yo… yo no tengo dinero. Estudio derecho y a gatas si me alcanza para seguir en la carrera.
El doctor Patterson lo miraba fijo. David dijo, con vehemencia:
—Le juro que encontraré la manera de pagarle. Aunque me lleve toda la vida, le pagaré. Sé lo elevados que son sus honorarios, y yo…
—No creo que lo sepa, hijo.
—No tengo a nadie más a quien recurrir, doctor Patterson. Se lo estoy suplicando.
Otro silencio.
—¿Cuántos años hace que cursa en la facultad?
—Ninguno. Acabo de empezar.
—¿Pero espera poderme pagar?
—Lo juro.
—Bájese del auto.
Al llegar a su casa, David estaba convencido de que la policía lo detendría por intento de secuestro, amenaza a la integridad física y sólo Dios sabía qué más. Pero no sucedió nada de eso. La duda era si el doctor Patterson realmente se presentaría en el hospital.
Cuando David entró en la sala de terapia intensiva a la mañana siguiente, el doctor Patterson estaba allí y examinaba a su madre.
David lo miró; el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho y tenía la boca seca.
El doctor Patterson se dirigió a uno de los médicos que se encontraban allí de pie.
—Llévala al quirófano, Al. ¡Rápido!
Cuando comenzaron a deslizar a la madre de David a una camilla, David preguntó con voz ronca:
—¿Ella está…?
—Ya veremos.
Seis horas más tarde, David estaba en la sala de espera cuando el doctor Patterson se le acercó.
David se puso de pie de un salto.
—¿Cómo está…?
—Tenía miedo de terminar la pregunta.
—Se pondrá bien. Su madre es una señora fuerte.
David permaneció allí de pie, sobrecogido con una intolerable sensación de alivio. Elevó una oración silenciosa: Gracias, Dios mío.
El doctor Patterson lo observaba.
—Ni siquiera sé cuál es su primer nombre.
—David, señor.
—Bueno David, señor, ¿sabe por qué decidí hacer esto?
—No…
—Por dos razones. El problema de su madre era un desafío para mí. Me gustan los desafíos. La segunda razón era usted.
—No… no lo entiendo.
—Lo que usted hizo era la clase de cosas que yo habría hecho cuando era más joven. Usted demostró imaginación. Ahora bien… —Su tono cambió—. Dijo que pensaba pagarme.
A David se le cayó el alma a los pies.
—Así es, señor. Algún día…
—¿Qué tal si lo hace ahora?
David tragó con fuerza.
—¿Ahora?
—Haremos un trato. ¿Sabe conducir?
—Sí, señor…
—Está bien. A mí me cansa tener que manejar ese auto grande. Le propongo que me lleve al trabajo por las mañanas y me pase a buscar a las seis o siete de la tarde durante un año. Al final de ese período, daré por saldados mis honorarios…
Ese era el trato. David llevó al doctor Patterson al trabajo y lo pasó a buscar y lo llevó de vuelta todos los días y, a cambio, el doctor Patterson le salvó la vida a su madre.
A lo largo de ese año, David aprendió a reverenciar al doctor Patterson. Era el hombre más desinteresado que David había conocido en su vida. Estaba muy involucrado en trabajos de beneficencia y donaba su tiempo libre a las clínicas gratuitas. Durante esos viajes al hospital o al consultorio, él y David mantenían conversaciones prolongadas.
—¿Qué rama del derecho has elegido, David?
—Derecho penal.
—¿Por qué? ¿Para poder ayudar a esos bribones a quedar libres?
—No, señor. Son muchas las personas honestas que están atrapadas en las redes de la ley y que necesitan ayuda. Y yo deseo ayudarlas.
Cuando el año se cumplió, el doctor Patterson estrechó la mano de David y le dijo:
—Estamos a mano…
Hacía años que David no veía a Steven Patterson, pero sí leía u oía hablar de él con frecuencia. «El doctor Steven Patterson abrió una clínica gratuita para bebés con sida…». «El doctor Steven Patterson llegó hoy a Kenia para inaugurar el Centro Médico Patterson…». «Las obras del Asilo de Caridad Patterson se iniciaron hoy…».
Parecía estar en todas partes y donar su tiempo y su dinero a quienes lo necesitaban…
La voz de Sandra sacó a David de sus ensueños.
—David. ¿Te sientes bien?
Él se apartó del televisor.
—Acaban de arrestar a la hija de Steven Patterson como autora de esos homicidios en serie.
Sandra dijo:
—¡Qué espanto! Lo siento tanto, querido.
—Él le regaló a mamá siete años de vida maravillosa. Es injusto que una cosa así le suceda a un hombre como él. Es el caballero más maravilloso que he conocido, Sandra. Él no se merece esto. ¿Cómo podría tener a un monstruo así de hija? —Consultó su reloj—. ¡Maldición! Llegaré tarde.
—Todavía no desayunaste. —Estoy demasiado afligido para comer—. Miró hacia el televisor. —Eso y el hecho de que hoy se elegirán nuevos socios en la empresa…
—Te nombrarán socio. De eso no cabe la menor duda.
—Siempre existe la posibilidad de que eso no suceda. Todos los años, alguien que se supone que es un número puesto termina siendo un perdedor.
Ella lo abrazó y le dijo:
—Serán afortunados si te eligen.
Él se inclinó y la besó.
—Gracias, pequeña. No sé qué haría sin ti.
—Nunca tendrás ocasión de descubrirlo. Me llamarás tan pronto como te enteres de la noticia, ¿verdad que sí, David?
—Desde luego que sí. Saldremos y celebraremos. —Y las palabras resonaron en su mente. Años antes le había dicho a otra persona: «Saldremos y celebraremos».
Y él la había matado.
Las oficinas de Kincaid, Turner, Rose & Ripley ocupaban tres pisos del Edificio Trans America en el centro de San Francisco. Cuando David Singer transpuso las puertas, lo recibieron con sonrisas cómplices. A él le pareció que hasta en los «buenos días» había una cualidad diferente. Todos sabían que le hablaban a un futuro socio de la firma.
Camino a su pequeña oficina, David pasó por la oficina recién decorada que pertenecería a uno de los socios elegidos, y no pudo resistir la tentación de mirar hacia adentro. Era un recinto amplio y hermoso con cuarto de baño privado, un escritorio y sillas que daban a un ventanal con una magnífica vista de la bahía. Permaneció allí un minuto contemplándolo.
Cuando David entró en su oficina, su secretaria Holly dijo:
—Buenos días, señor Singer. —Había un dejo cantarino en su voz.
—Buenos días, Holly.
—Tengo un mensaje para usted.
—¿Sí?
—El señor Kincaid desea verlo en su oficina a las cinco en punto. —Y sonrió.
De modo que realmente estaba sucediendo.
—¡Estupendo!
Ella se acercó más a David y le dijo:
—Creo que también debería decirle que esta mañana tomé un café con Dorothy, la secretaria del señor Kincaid. Ella dice que usted está al tope de la lista.
David sonrió.
—Gracias, Holly.
—¿Quiere un café?
—Me encantaría.
—Ya se lo traigo, fuerte y caliente.
David se acercó a su escritorio. Estaba cubierto con carpetas y contratos.
Ese era el día. Finalmente. El señor Kincaid desea verlo en su oficina a las cinco en punto. Usted está al tope de la lista.
Estuvo tentado de llamar por teléfono a Sandra para darle la noticia, pero algo se lo impidió. Esperaré hasta que suceda, pensó.
David pasó las siguientes dos horas ocupado con el material que tenía sobre el escritorio. A las once entró Holly.
—Un tal doctor Patterson está aquí para verlo. Pero no tiene cita…
Él levantó la vista, sorprendido.
—¿El doctor Patterson está aquí?
—Sí.
David se puso de pie.
—Hazlo pasar.
Steven Patterson entró y David trató de disimular su reacción. El médico parecía viejo y cansado.
—Hola, David.
—Doctor Patterson. Por favor, tome asiento. —David lo observó sentarse con lentitud—. Vi la noticia en el informativo de la mañana. No puedo decirle lo mucho que lo lamento.
El doctor Patterson asintió.
—Sí. Ha sido un golpe tremendo. —Levantó la vista—. Necesito tu ayuda, David.
—Desde luego —dijo David con vehemencia—. Cualquier cosa que yo pueda hacer. Cualquier cosa.
—Quiero que tú representes a Ashley.
David tardó un momento en digerir esas palabras.
—Yo… yo no puedo hacerlo. No soy abogado penalista.
El doctor Patterson lo miró a los ojos y le dijo:
—Ashley no es una criminal.
—Usted no entiende, doctor Patterson. Me ocupo de defender los intereses de las empresas. Pero puedo recomendarle a un excelente…
—Ya he recibido llamados de media docena de los más importantes penalistas. Todos quieren representarla. —Se echó adelante en su silla—. Pero a ellos no les interesa mi hija, David. Este es un caso de perfil alto Y lo que buscan es la fama. Les importa un cuerno ella. Pero a mí sí. Es todo lo que tengo.
Quiero que salve la vida de mi madre. Es lo único que tengo.
David dijo:
—Realmente quisiera ayudarlo, pero…
—Cuando egresaste de la facultad de derecho entraste a trabajar en un estudio jurídico especializado en casos penales.
El corazón de David comenzó a latir más deprisa.
—Es verdad, pero…
—Y durante varios años fuiste defensor en ese fuero.
David asintió.
—Sí, pero dejé de practicar esa especialidad. Eso fue hace mucho tiempo y…
—No tanto, David. Y recuerdo que me dijiste cuánto te gustaba. ¿Qué te hizo cambiar de especialidad?
David permaneció un momento callado.
—No es importante.
El doctor Patterson sacó una carta escrita a mano y se la entregó a David. David sabía qué decía sin necesidad de leerla.
Estimado doctor Patterson: No tengo palabras para decirle lo mucho que le debo y cuánto aprecio su inmensa generosidad. Si alguna vez puedo hacer algo por usted, no tiene más que decírmelo y lo haré sin vacilar.
David miró fijo la carta sin verla.
—David, ¿hablarás con Ashley?
David asintió.
—Sí, por supuesto que hablaré con ella, pero yo…
El doctor Patterson se puso de pie.
—Gracias.
David lo vio irse.
¿Qué te hizo cambiar de especialidad? Lo hice porque cometí un error y una mujer inocente que yo amaba está muerta. Juré que nunca volvería a tomar la vida de otra persona en mis manos. Jamás.
No puedo defender a Ashley Patterson. David oprimió una tecla del intercomunicador.
—Holly, ¿puedes preguntarle al señor Kincaid si puede recibirme ahora?
—Sí, señor.
Treinta minutos después David entraba en la elegante oficina de Joseph Kincaid. Kincaid tenía alrededor de sesenta y cinco años y era un hombre de un gris monocromo, tanto física como mental y emocionalmente.
—Bueno —dijo cuando David entró—, eres un muchacho bastante ansioso, ¿no? Nuestra reunión debía ser a las cinco.
David se acercó al escritorio.
—Ya lo sé. Vine para hablar de otra cosa con usted, Joseph.
Años antes, David había cometido la equivocación de llamarlo «Joe», y al viejo casi le dio un ataque. No vuelva nunca a llamarme Joe.
—Siéntate, David.
David lo hizo.
—¿Un cigarro? Son cubanos.
—No, gracias.
—¿Qué te ocurre?
—El doctor Steven Patterson acaba de venir a verme.
Kincaid dijo:
—Sí. Lo vi en el informativo de la mañana. Una maldita vergüenza. ¿Qué quería de ti?
—Me pidió que defendiera a su hija.
Kincaid lo miró, sorprendido.
—Pero no eres penalista.
—Es lo que le dije.
—Bueno, entonces. —Kincaid permaneció un momento pensativo—. En realidad, sería ventajoso para nosotros tener de cliente al doctor Patterson. Es un hombre muy influyente. Podría traer muchos negocios a esta firma. Tiene conexiones con varias organizaciones médicas que…
—Hay más.
Kincaid miró a David, confundido:
—¿Ah, sí?
—Le prometí que hablaría con su hija.
—Entiendo. Bueno, supongo que no hay problema en eso. Habla con ella y después le buscaremos un buen abogado defensor para que la represente.
—Ese es mi plan.
—Bien. La relación con él nos resultará ventajosa. Adelante, hazlo. —Sonrió—. Te veré a las cinco.
—Correcto. Gracias, Joseph.
Camino de regreso a su oficina, se preguntó: ¿Por qué habrá insistido el doctor Patterson en que yo defendiera a su hija?