Akin durmió, y sólo supo periféricamente que Gabe entró a sentarse a su lado. Él hombre le habló por primera vez, pero él no se despertó para contestarle.
—Lo siento —dijo Gabe, cuando estuvo seguro de que Akin estaba dormido. No repitió las palabras, ni las explicó.
Aún seguía allí algún tiempo más tarde, cuando empezó el ruido fuera. No era estrepitoso ni amenazador, pero Gabe salió a ver qué estaba pasando. Akin se despertó y escuchó.
Rudra había sido encontrada, pero muerta. Sus raptores la habían golpeado y violado hasta dejarla tan malherida que los que habían ido a rescatarla ni pudieron traerla de vuelta a casa con vida. Ni tampoco habían podido capturar o matar a sus asesinos. Estaban cansados y muy airados. Habían traído el cuerpo de Rudra, para que fuera enterrada junto a su esposo. Otras dos personas perdidas. Los hombres maldijeron a todos los bandoleros y trataron de imaginar de dónde podía haber llegado aquel grupo. ¿Contra qué lugar debían dirigir su represalia?
Alguien, no Gabe, trajo a colación lo de Marte.
Otro le dijo que se callase.
Un tercero inquirió cómo estaba Akin.
—Muy bien —contestó Gabe. Había algo raro en el modo en que lo dijo, pero Akin no supo definir el qué.
Los hombres se quedaron en silencio por un tiempo.
—Vamos a echarle una mirada —dijo repentinamente uno de ellos.
—No fue él quien raptó a Rudra o mató a Mehtar —le replicó Gabe.
—¿Acaso he dicho yo que lo hiciera? Sólo quiero echarle una ojeada.
—Ahora tiene el aspecto de un oankali. Igualito que un oankali. Yori dice que, a él, eso no le gusta demasiado, pero que no hay nada que pueda hacer al respecto.
—Yo he oído que, después de su metamorfosis, podían cambiar su forma —dijo alguien—. Quiero decir como esos lagartos que antes había, los camaleones, que podían cambiar de color.
—Ellos esperaban usar algo que consiguieron de nosotros para poder hacer eso —le explicó Gabe—. Pienso que era el cáncer. Pero no he visto señal alguna de que puedan hacerlo.
No podía hacerse. Y no sería intentado hasta que la gente se sintiese más segura acerca de los construidos como Akin…, machos nacidos de humana, que era el grupo que pensaban que era más probable que causase problemas. Y no podría hacerse hasta que no existieran ooloi construidos.
—Vayamos todos a verle —dijo la voz de nuevo. El mismo hombre que antes había sugerido que deseaba ver a Akin. ¿Quién era? Akin pensó un instante, rebuscando en su memoria.
No conocía al hombre.
—Quietos —dijo Gabe—. Ésta es mi casa. ¡Y no podéis, simplemente, meteros en ella cuando os entre la puñetera gana!
—¿Qué es lo que escondes ahí dentro? ¡Todos hemos visto antes a las jodidas sanguijuelas!
—Entonces, no necesitáis ver a Akin.
—Es sólo un gusano más que ha venido a alimentarse de nosotros.
—Él salvó la vida de mi mujer —cortó Gabe—. ¿Qué infiernos has salvado tú alguna vez?
—¡Hey, yo sólo quería echarle una mirada…, asegurarme de que está bien!
—De acuerdo: lo podrás ver cuando pueda levantarse y mirarte también él a ti.
De inmediato, Akin empezó a preocuparse de que aquel hombre fuera a tratar de hallar un modo de entrar en la casa. Era obvio que los humanos se sentían fuertemente tentados a hacer las cosas que se les advertía que no debían de hacer. Y Akin era ahora más vulnerable que nunca desde su infancia. Podían atormentarlo manteniendo las distancias. Podían dispararle. Si un atacante era lo bastante persistente, Akin podía ser asesinado. Y, en este momento, estaba solo. Sin compañía, sin guardián.
Comenzó de nuevo a intentar moverse…, a intentarlo desesperadamente. Pero sólo se movían sus nuevos tentáculos sensores. Se retorcían y anudaban inermes.
Luego entró Tate. Se detuvo, contempló los múltiples tentáculos sensores en movimiento, y después se sentó en la silla que había ocupado Gabe. Sobre su regazo sostenía un largo rifle, color gris mate.
—Oíste esa basura, ¿no? —preguntó.
—Sí —susurró él.
—Temía que lo oyeses. Relájate, esa gente nos conoce. No tratarán de entrar, a menos que tengan ganas de suicidarse. —En otro tiempo, ella se había mostrado totalmente opuesta a las armas de fuego. Y, sin embargo, ahora sostenía aquella cosa en su regazo como si fuera un amigo. Y él tenía que estar contento de que así fuese, contento de su protección. Confuso, se mantuvo en silencio hasta que ella le preguntó—: ¿Estás bien?
—Temo que maten a alguien por mi culpa.
Ella no dijo nada durante un rato. Finalmente quiso saber:
—¿Cuánto falta para que puedas andar?
—Unos días. Tres o cuatro. Quizá…
—Espero que eso sea lo bastante pronto. Si te puedes mover, no te causarán problemas. Tienes todo el aspecto de un oankali.
—Cuando pueda caminar, me marcharé.
—Iremos contigo. Ya hace tiempo que debiéramos habernos ido de este lugar.
La miró, y tuvo la impresión de que sonreía.
Ella se echó a reír.
—Me preguntaba si podrías hacer eso.
Entonces, por una repentina mutación de sus sentidos, Akin se dio cuenta de que sus nuevos tentáculos sensores se habían apretado contra su cuerpo, alisándose como una segunda piel y pareciendo más pintados en ella que reales. Durante toda su vida había visto hacer esto a los oankali y a los construidos. Ahora, le parecía totalmente natural el hacerlo él mismo.
Ella le tocó.
Él vio cómo tendía el brazo, notó el calor de su mano mucho antes de que la colocase en su hombro y la pasase por sobre los alisados tentáculos. Por un segundo los consiguió mantener así, luego se aferraron a la mano. Su feminidad le atormentaba más que nunca, pero sólo podía probarla, saborearla. Incluso aunque ella hubiera estado interesada en él sexualmente, él hubiera estado inerme.
—Suéltame —dijo ella. No estaba ni aterrada ni irritada. Simplemente, esperó a que él la soltase. No tenía ni idea de lo difícil que era para él retirar sus tentáculos sensoriales, interrumpir el profundo y frustrante contacto.
—¿Qué es lo que te pasaba? —preguntó Tate cuando hubo recuperado su mano.
Él no fue lo bastante rápido como para pensar en una respuesta inocua antes de que ella se echase a reír.
—Me lo imaginaba —dijo—. Desde luego, tenemos que devolverte a casa. ¿Tienes cónyuges esperándote?
Apenado, no dijo nada.
—Lo siento, no quería avergonzarte. Ha pasado ya mucho tiempo desde que fui adolescente.
—Eso es lo que me llamaban los humanos antes de que cambiase.
—Bueno, pues entonces joven adulto.
—¿Cómo puedes mostrarte condescendiente conmigo, y aun así seguirme en lo de Marte?
Ella sonrió.
—No lo sé. Aún no he ordenado mis sentimientos hacia tu nuevo yo.
Algo en su postura era mentira. Nada de lo que decía era una mentira directa, pero algo no encajaba.
—Tate, ¿irás a Marte o te quedarás en la Tierra? —preguntó.
Ella pareció echarse atrás, sin moverse.
—Serás tan libre de marchar como de quedarte. —Ella tenía cónyuges oankali a los que alegraría sobremanera el que se quedase. Si no lo hacía, quizás ellos jamás se instalasen en la Tierra.
—Tregua —pidió Tate con voz baja.
Akin deseó que ella fuese oankali, para así poder mostrarle lo que realmente quería decir con aquellas palabras. No había querido atacarla en respuesta a su condescendencia, como claramente creía ella. A lo que había respondido era a la falsedad en su postura; pero la comunicación con los humanos era siempre incompleta.
—Maldito seas —dijo suavemente Tate.
—¿Cómo?
Ella apartó la vista de él. Se alzó, caminó hasta la ventana y miró al exterior. Se había colocado a un lado de la misma, haciendo difícil que la viese alguien del exterior. Pero no había nadie al otro lado de aquella ventana. Caminó arriba y abajo por la habitación, inquieta, hosca.
—Pensé que ya había tomado mi decisión —dijo—. Pensé que, por el momento, ya habría bastante con irse de aquí.
—Y lo hay —dijo Akin—. No hay prisas. Aún no tienes que tomar otras decisiones.
—¿Quién se está mostrando ahora condescendiente con quién? —comentó ella amargamente.
Más incomprensiones.
—Toma mis palabras de un modo literal —dijo Akin—. Supón que quiero decir exactamente lo que digo, sin segundas intenciones.
Ella le miró con desconfianza e incredulidad.
—Luego podrás decidir —insistió Akin.
Al cabo, ella suspiró.
—No —dijo—, no puedo.
Él no lo entendía, así que no dijo nada.
—En realidad, ése es mi problema —continuó ella—. Ya no tengo elección. Debo ir.
—No es cierto.
Tate agitó la cabeza.
—Hice mi elección hace ya mucho…, del mismo modo que Lilith hizo la suya. Elegí a Gabe y a Fénix y a la Humanidad. A veces, mi propio pueblo me pone enferma, pero sigue siendo mi pueblo. Tengo que ir con ellos.
—¿Tú crees?
—Sí.
Al cabo de un rato se sentó de nuevo, se puso el arma en el regazo y cerró los ojos.
—¿Tate? —dijo él, cuando le pareció que se había calmado.
Abrió los ojos pero no dijo nada.
—¿Te molesta el aspecto que tengo ahora?
Al principio, la pregunta pareció irritarla. Luego se alzó de hombros.
—Si alguien me hubiese preguntado cómo me sentiría si cambiases de un modo tan completo, le hubiera dicho que, por lo menos, me desazonaría. No es así. Ni creo que tampoco les moleste a los otros…, todos te hemos visto ir cambiando.
—¿Y qué hay de los que no me han visto?
—Creo que, para ellos, serás un oankali más.
Suspiró.
—Por culpa mía, habrá menos emigrantes.
—Por culpa nuestra —corrigió ella.
Por culpa de Gabe, quería decir.
—Pensó que yo estaba muerta, Akin. Se dejó llevar por el pánico.
—Lo sé.
—He hablado con él. Te ayudaremos a reunir a la gente. Iremos a los poblados…, solos, contigo o con otros construidos. Sólo tienes que decirnos qué es lo que quieres que hagamos.
Sus tentáculos se alisaron de nuevo por el placer.
—¿Me dejaréis que mejore vuestra habilidad para sobrevivir a las heridas y curaros? —le preguntó—. ¿Dejarás que alguien corrija genéticamente tu enfermedad de Huntington?
Ella dudó.
—¿La Huntington?
—No querrás pasarle eso a tus hijos…
—Pero los cambios genéticos…, eso significa pasar un tiempo con un ooloi. Mucho tiempo.
—Tate, la enfermedad se ha convertido en activa. Lo era cuando te curé. Pensé que quizá… te hubieras dado cuenta ya.
—¿Quieres decir que me va a afectar? ¿Que me voy a volver loca?
—No. La paré de nuevo. Pero es un apaño temporal: la desactivación por un tiempo de un gen que debería de haber sido reemplazado hace ya mucho.
—Yo…, no podría haber soportado todo eso.
—Quizá la enfermedad fuera el motivo de que te cayeses.
—¡Oh, Dios mío! —susurró ella—. Eso es lo que le pasó a mi madre: se caía una y otra vez. Tuvo… cambios de personalidad. Y leí entonces que la enfermedad causa daños en el cerebro…, cambios irreversibles…
—Un ooloi puede revertirlos. De todos modos, en ti aún no es tan grave.
—¡Cualquier daño al cerebro es grave!
—Puede ser reparado.
Ella le miró, deseando claramente creerle.
—No puedes llevar esa maldición a la colonia de Marte. Sabes que no puedes. En unas pocas generaciones, se extendería por toda la población.
—Lo sé.
—Entonces, ¿dejarás que te lo corrijan?
—Sí. —La palabra apenas si era más que un movimiento de sus labios, pero Akin lo vio y la creyó.
Tranquilizado y sorprendentemente cansado, se hundió en el sueño. Con su ayuda y la de otros pobladores de Fénix, tenía una posibilidad de hacer que la colonia de Marte funcionase.