La metamorfosis de Akin seguía y seguía. Estuvo en silencio e inmóvil durante meses, mientras su cuerpo se reestructuraba, por dentro y por fuera. Oyó, y automáticamente quedó en su memoria, discusión tras discusión sobre su misión, su derecho a estar en Fénix, el derecho de la Humanidad sobre la Tierra. No había una resolución; había maldiciones, gritos, amenazas, luchas, pero no una resolución. Luego, un día, el silencio terminó: hubo una incursión. Hubo disparos. Un hombre resultó muerto. Se llevaron a una mujer.
Akin escuchó el estrépito, pero no supo lo que estaba sucediendo. Pilar Leal estaba con él. Se quedó con él hasta que el tiroteo hubo terminado. Entonces, lo dejó por unos momentos para asegurarse de que su esposo estaba bien. Cuando regresó, él estaba tratando, desesperadamente, de hablar.
Pilar lanzó un breve chillido de susto, y él supo que debía de estar haciendo algo que ella podía ver. Él podía verla a ella, olerla, pero, de algún modo, estaba como distanciado de sí mismo. No tenía una imagen propia, así que no estaba seguro de si estaba haciendo que alguna parte de su cuerpo se moviera. La reacción de Pilar le decía que así era.
Consiguió emitir un sonido, y saber que era él quien lo había emitido. No era más que un graznido ronco, pero lo había causado deliberadamente.
Pilar se acercó lentamente hacia él y lo miró.
—¿Estás despierto? —preguntó en español.
—Sí —dijo él, y jadeó y tosió. No tenía fuerzas: se podía oír a sí mismo, pero aún se sentía distanciado de su propio cuerpo. Trató de enderezarse y no pudo.
—¿Te duele? —preguntó ella.
—No. Débil. Débil.
—¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo traerte?
Durante varios segundos no pudo contestar.
—Tiros —dijo por fin—. ¿Por qué?
—Bandoleros. ¡Bastardos malnacidos! Se llevaron a Rudra. Mataron a su esposo. Nosotros matamos a dos de ellos.
Akin deseó hundirse de nuevo en el refugio de la inconsciencia. No se estaban matando los unos a los otros a causa de la decisión sobre Marte, pero seguían matándose los unos a los otros. Siempre parecía haber una razón para que los humanos se matasen los unos a los otros. Él iba a darles un nuevo mundo…, un mundo duro que les exigiría cooperación e inteligencia. Si no tenían ambas cosas, era seguro que Marte los aniquilaría. ¿Sería bastante reto como para distraerlos el tiempo suficiente para que pudieran salir, no ellos pero sí las generaciones sucesivas, de su Contradicción?
Se notó más fuerte, y trató de hablarle otra vez a Pilar. Descubrió que se había ido. Ahora era Yori quien estaba con él; debía de haberse quedado dormido. Sí, tenía guardado un recuerdo de Yori entrando, de Pilar informándola de que había hablado y luego marchándose. De Yori hablándole, hasta que al fin se había dado cuenta de que estaba dormido.
—¿Yori?
Ella se sobresaltó, y él se dio cuenta de que también se había quedado dormida.
—Así que estás despierto —comentó.
Él inspiró profundamente.
—Aún no se ha acabado. Todavía no puedo moverme mucho.
—¿Deberías intentarlo?
Él trató de sonreír.
—Lo estoy intentando. —Y, un momento más tarde—: ¿Lograron rescatar a Rudra?
No conocía a esa mujer, aunque recordaba haberla visto durante su estancia en Fénix: era pequeña y morena, con un liso cabello negro que le hubiese llegado hasta el suelo si no lo llevase recogido. Ella y su esposo eran asiáticos, procedentes de un lugar llamado Sudáfrica.
—Han ido algunos hombres tras ella. No creo que hayan regresado todavía.
—¿Hay muchas incursiones?
—Demasiadas. Cada vez más.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, pues porque estamos tarados. Eso es lo que dijo tu gente.
Nunca antes la había escuchado hablar con tanta amargura.
—Antes no había tantos ataques de los merodeadores.
—Cuando tú eras niño la gente aún tenía esperanzas. Y nosotros éramos más poderosos. Además…, entonces nuestra gente no había empezado a hacer sus propias incursiones.
—¿La gente de Fénix haciendo de bandoleros?
—La Humanidad extinguiéndose a sí misma en el aburrimiento, la desesperanza, la amargura…, me sorprende que hayamos durado tanto.
—¿Irás a Marte, Yori?
Ella se le quedó mirando durante varios segundos.
—¿Es eso cierto?
—Sí. Yo tengo que preparar el camino. Después de hacerlo, la Humanidad tendrá un lugar propio.
—Me pregunto qué haremos con él.
—Trabajar duro para impedir que os mate. Podréis vivir allí cuando yo lo haya preparado, pero vuestras vidas no serán fáciles. Si sois descuidados o no podéis trabajar unidos, moriréis.
—¿Podremos tener niños?
—Puedo solucionar eso, pero tendréis que dejar que os ayude un ooloi.
—¡Pero ¿lo haréis?!
—Sí.
Ella sonrió.
—Entonces sí voy. —Lo estudió un momento—. ¿Cuándo?
—Dentro de unos años. Sin embargo, algunos de vosotros iréis pronto. Algunos de vosotros debéis ver lo que yo haga, y comprenderlo, para que así comprendáis, desde el principio, cómo funciona vuestro nuevo mundo.
Ella se quedó sentada, contemplándole en silencio.
—Y necesitaré que me ayudéis con los otros resistentes —le dijo. Luchó por un instante, tratando de alzar una mano, tratando de desanudar su cuerpo. Era como si se hubiese olvidado de cómo moverse. Y, no obstante, esto no le preocupaba: sabía que, simplemente, estaba tratando de apresurar cosas que no podían ser apresuradas. Podía hablar, y esto debía serle suficiente.
—Probablemente tengo un aspecto mucho menos humano del que tenía antes —continuó—. Ya no podré entrar en contacto con gente que me conocía: no me gusta que me disparen, ni tener que amenazar a la gente. Necesito a humanos que vayan a hablar con los otros humanos, para reunirlos y traerlos.
—Te equivocas.
—¿Cómo?
—Para eso necesitarás sobre todo a los oankali. O a construidos adultos.
—Pero…
—Necesitas emisarios a los que no les peguen un tiro nada más verlos. La gente cuerda sólo les dispara a los oankali por accidente. Necesitas como mensajeros a personas que no sean tomadas prisioneras y se ignore todo lo que digan. Los seres humanos, ahora, son así: disparan a los hombres y roban las mujeres…, ¡si no tienes nada mejor que hacer, monta una incursión contra tus vecinos!
—¿Así de mal están las cosas?
—Peor.
Suspiró.
—¿Me ayudarás, Yori?
—¿Qué es lo que debo hacer?
—Aconsejarme. Necesito consejeros humanos.
—Por lo que he oído, tu madre debería ser uno de ellos.
Trató de leer en el inmóvil rostro de ella.
—No me había dado cuenta de que sabías quién era mi madre.
—La gente me cuenta cosas.
—Entonces, he elegido una buena consejera.
—No sé. No creo que pueda salir de Fénix, si no es con el grupo que se vaya a Marte. He entrenado a otros, pero yo soy la única doctora con unos estudios formales. Aunque, en realidad, todo esto es un chiste: en realidad yo era psiquiatra. Pero, al menos, estudié en la Facultad.
—¿Qué es una psiquiatra?
—Una doctora que se especializaba en el tratamiento de las enfermedades mentales. —Lanzó una amarga carcajada—. Los oankali dicen que la gente como yo se enfrentaba con muchas más enfermedades físicas de las que eran capaces de reconocer.
Akin no dijo nada. Necesitaba a alguien como Yori, que conociese a los resistentes y que no pareciese tenerles miedo a los oankali. Pero ella tenía que autoconvencerse. Debía ver que ayudar a la Humanidad a trasladarse a su nuevo mundo era mucho más importante que el arreglar huesos rotos o curar heridas de bala. Probablemente ya lo sabía, pero le llevaría un tiempo aceptarlo. Cambió de tema.
—¿Qué aspecto tengo, Yori? ¿Cuánto he cambiado?
—Totalmente.
—¿Cómo?
—Pareces un oankali. No hablas como uno de ellos pero, si no supiese quién eres, supondría que eras un oankali bajito, tal vez un niño.
—¡Mierda!
—¿Cambiarás más?
—No. —Cerró los ojos—. Mis sentidos no son tan agudos como serán más adelante, pero la forma que tengo es la que tendré.
—¿Realmente te importa?
—¡Claro que me importa! ¡Oh, Dios…! ¿Cuántos resistentes se fiarán ahora de mí? ¿Cuántos creerán siquiera que soy un construido?
—No importa. ¿Cuántos de ellos se fían unos de otros? Y saben que son humanos…
—No es así en todas partes. Hay poblados de resistentes, más cercanos a Lo, que no se meten en tantas peleas.
—Entonces, tendrás que llevártelos a ellos y olvidarte de alguna de la gente de aquí.
—No sé si podré hacer eso.
—Yo sí puedo.
La miró. Se había colocado de modo que él pudiera verla con sus ojos, aunque no pudiese moverse. Ella volvería a Lo con él. Y le aconsejaría, y vería la metamorfosis de Marte.
—¿Aún no necesitas comida? —preguntó Yori.
La idea de la comida le repugnaba.
—No. Quizá pronto, pero aún no.
—¿Necesitas algo?
—No. Pero te doy las gracias por haberte ocupado de que nunca me quedase sólo.
—Había oído decir que eso era muy importante.
—Mucho. Debería de poder empezar a moverme en unos pocos días más. Pero aún necesito tener gente a mi alrededor.
—¿Alguien en particular?
—¿Escogiste tú a la gente que me ha estado haciendo compañía…? Aparte de los Rinaldi, quiero decir.
—Lo hicimos entre Tate y yo.
—Hicisteis un buen trabajo. ¿Crees que todos ellos emigrarán a Marte?
—No es por eso por lo que los elegimos.
—¿Emigrarán?
Al cabo de un rato, ella sintió con la cabeza.
—Lo harán. Y también algunos otros.
—Envíame a los otros…, si no crees que mi aspecto actual les va a asustar.
—Todos han visto antes a un oankali.
¿Quería insultarlo con esto?, se preguntó. Hablaba con un tono tan extraño…, amargura, y algo más. Se levantó.
—Espera —dijo él.
Ella hizo una pausa, sin cambiar de expresión.
—Mi percepción no es aún la que tendré más adelante. No sé qué es lo que anda mal contigo.
Ella le miró con innegable hostilidad.
—Estaba pensando en cuánta gente ha sufrido y muerto —dijo—. Tantos que se han convertido en… insalvables. Tantos otros que se perderán.
Se detuvo e inspiró profundamente.
—¿Por qué provocaron todo esto los oankali? ¿Por qué no nos ofrecieron Marte hace años?
—Ellos nunca os ofrecerán Marte. Yo soy quien os lo ofrezco.
—¿Por qué?
—Porque yo soy parte de vosotros. Porque yo afirmo que debéis de tener una nueva posibilidad de eliminar vuestra Contradicción genética.
—¿Y qué es lo que dicen los oankali?
—Que ni con el tiempo y las generaciones podréis escapar a ella, que no la resolveréis en favor de la inteligencia. Que el comportamiento jerárquico elige el comportamiento jerárquico, deba ser así o no. Que ni siquiera Marte será el reto suficiente como para cambiaros. —Hizo una pausa e inspiró profundamente—. Que el daros un nuevo mundo y permitiros procrear de nuevo será…, será como criar seres inteligentes con el único propósito de que acaben por matarse entre sí.
—Ése no sería nuestro propósito —protestó ella.
Él pensó en ello por un instante y se preguntó qué le podía decir. O la verdad o nada. La verdad.
—Yori, el propósito de la Humanidad no es lo que tú digas que es ni lo que yo diga que es…, es lo que vuestra biología dice que es…, lo que vuestros genes dicen que es.
—¿Crees en eso?
—… Sí.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque existe el azar. La mutación. Efectos inesperados del nuevo medio ambiente. Cosas en las que nadie ha pensado antes. Los oankali pueden cometer errores.
—¿Y nosotros?
Se limitó a mirarla.
—¿Por qué te dejan los oankali hacer esto?
—Yo quiero hacerlo. Otros construidos piensan que debo hacerlo. Algunos de ellos me ayudarán. Incluso aquellos que creen que no debería comprenden por qué quiero hacerlo. Los oankali lo aceptan. Hubo un consenso. Ellos no nos ayudarán, excepto para enseñarnos. No pondrán el pie en Marte una vez hayamos empezado. Ni siquiera os transportarán. —Pensó en un modo de hacérselo comprender—. Para ellos, lo que estoy haciendo es terrible. Lo único que podría ser más terrible que esto sería asesinaros a todos, con mis propias manos.
—Eso no es razonable —susurró ella.
—Vosotros no podéis ver y leer las estructuras genéticas del mismo modo que ellos pueden. No es como leer palabras en una página. Ellos lo sienten y saben. Ellos…, no hay una palabra humana para definirlo; decir simplemente que lo saben es algo totalmente inadecuado. Me hicieron darme cuenta de esto antes de que estuviera dispuesto. Ahora lo comprendo de un modo que antes no podía.
—Y, aun así, nos ayudas.
—Aun así, os ayudo. Debo hacerlo.
Ella le dejó. La expresión de hostilidad había desaparecido de su rostro cuando le miró por última vez, antes de cerrar la puerta de madera. Parecía confusa, y sin embargo esperanzada.
—Te mandaré a alguien —dijo, y cerró la puerta.