—¿Tienes miedo? —le preguntó Taishokaht—. Los humanos siempre les tienen miedo.
—No tengo miedo —dijo Akin. Estaban en una amplia y oscura zona abierta. Las paredes brillaban suavemente con el calor corporal de Chkahichdahk. Aquí, en lo profundo de la nave, sólo se podía ver a la luz del calor corporal. Las zonas de vivienda y los pasillos de comunicación estaban por encima…, o, al menos, en la dirección que Akin consideraba como arriba. Había pasado por áreas en las que la gravedad era inferior, incluso en las que se hallaba ausente. Palabras como arriba o abajo no tenían sentido, pero Akin no podía dejar de pensar dentro de esas referencias.
Podía ver a Taishokaht por su calor corporal, que era menor que el suyo propio y mayor que el de Chkahichdahk. Y podía ver a las otras personas que había en la sala.
—No tengo miedo —repitió—. ¿Puede él oírme?
—No. Déjale tocarte. Luego prueba el miembro que te ofrezca.
Akin se adelantó hacia lo que su sentido del olfato le decía que era un ooloi. Su vista le decía que era enorme y con forma de oruga, cubierto con lisas placas que formaban un dibujo de luces y sombras, puesto que el calor corporal se le escapaba más por entre las placas que a través de las mismas. Por lo que Akin había oído, este ooloi podía sellarse dentro de su concha y perder muy poco o nada de aire y calor corporal. Podía frenar sus procesos corporales e inducir en sí mismo una animación suspendida, a fin de poder sobrevivir incluso al vagar por el espacio. Otros como él habían sido los primeros en explorar la Tierra arruinada por la guerra.
Tenía partes de la boca que recordaban vagamente las de algunos insectos terrestres. Y, aunque hubiese poseído oídos y cuerdas vocales, no habría podido articular nada parecido al lenguaje humano u oankali.
Y, sin embargo, era tan oankali como Dichaan o Nikanj. Era tan oankali como cualquier ser inteligente construido por un ooloi para incorporar las organelas oankali dentro de sus células. Tan oankali como el mismo Akin.
Era lo que los oankali habían sido, un intercambio antes de que hallasen la Tierra, un intercambio antes de que usasen sus longevas memorias y su enorme almacenamiento de material genético para construir hijos bípedos, que hablasen y oyesen. Hijos que esperaban que resultasen más aceptables para los gustos humanos. El lenguaje hablado, un recuerdo de antiguos tiempos, había sido incorporado a ellos genéticamente. A los primeros humanos cautivos que habían sido despertados se les había utilizado para estimular a hablar a los primeros hijos bípedos…, para «recordarles» cómo hablar.
Ahora, la mayor parte de los oankali con forma de oruga eran Akjai, como el ooloi que se encontraba ante Akin. Él, o sus hijos, abandonarían las proximidades de la Tierra sin cambios, sin llevarse con ellos nada de la Tierra, como no fueran conocimientos o recuerdos.
El Akjai extendió un delgado miembro delantero. Akin lo tomó entre sus manos como si fuese un brazo sensorial…, y pareció que precisamente esto es lo que era, a pesar de que, en el primer instante del contacto, Akin se enteró de que este ooloi tenía seis brazos sensoriales, en lugar de sólo dos.
Su lenguaje del tacto era el que Akin había aprendido antes de su nacimiento. La familiaridad de aquello lo reconfortó, y probó al Akjai, ansioso por comprender la mezcla de alienigenidad y familiaridad.
Hubo un largo período de ir entendiendo al ooloi y de comprender que estaba tan interesado en él como Akin lo estaba en el ooloi. En algún punto del proceso, Akin no estuvo seguro después de cuándo fue eso, Taishokaht se unió a ellos. Akin tuvo que usar la vista para estar seguro de si Taishokaht le había tocado a él o al Akjai. Hubo un fundirse total de los dos ooloi…, mayor que cualquier conexión de la que hubiera sido testigo Akin entre compañeros de camada emparejados. Esto, pensó, debía ser lo que los adultos lograban cuando buscaban un consenso en algún tema controvertido. Pero, si era esto, ¿cómo podían seguir pensando como individuos? Taishokaht y Kohj, el Akjai, parecían totalmente fundidos en un solo sistema nervioso, comunicándose consigo mismo de la misma forma que lo hacía cualquier sistema nervioso.
—No lo comprendo —comunicó.
Y, justo por un instante, se lo mostraron, le metieron en la increíble unidad. Ni siquiera pudo sentir terror hasta que el instante hubo concluido.
¿Cómo era que no se perdían el uno en el otro? ¿Cómo les era posible separarse de nuevo? Era como si dos recipientes de agua hubieran sido vertidos juntos y luego vueltos a separar…, con cada molécula devuelta a su recipiente original.
Debió de haber transmitido esto, porque el Akjai le respondió:
—Incluso en tu estadio de crecimiento, Eka, puedes percibir las moléculas. Nosotros percibimos las partículas subatómicas. Hacer y romper este contacto no es más difícil para nosotros de lo que les pueda resultar a los humanos el dar una palmada y luego separar otra vez las manos.
—¿Es porque sois ooloi? —les preguntó Akin.
—Los ooloi perciben y, dentro de las células reproductoras, manipulan. Los machos y las hembras sólo perciben. Pronto lo comprenderás.
—¿Puedo aprender a cuidarme de los animales mientras estoy tan… limitado?
—Puedes aprender un poco. Puedes empezar. No obstante, y porque no tienes la percepción de un adulto, tendrás primero que aprender a confiar en nosotros. Lo que te hemos dejado percibir brevemente no era una unión tan profunda. La usamos para enseñar, o para llegar a un consenso. Tendrás que aprender a tolerarla un poco antes de lo habitual…, ¿podrás hacerlo?
Akin se estremeció:
—No lo sé.
—Trataré de ayudarte. ¿Quieres que lo haga?
—Si no lo haces, yo solo no seré capaz. Me aterra.
—Lo sé. Ahora ya no tendrás tanto miedo.
Estaba controlando, delicadamente, su sistema nervioso, estimulando la liberación de ciertas endorfinas en su cerebro…, haciéndole drogarse a sí mismo, hasta una placentera relajación y aceptación. Su cuerpo estaba negándose a permitirle caer en el pánico. Y, a medida que era envuelto por la unión que él notaba más como un ahogarse que un unirse, no dejaba de intentar abalanzarse hacia el pánico, sólo para encontrarse con que su emoción era apagada en algo que casi era placer. Notaba como si algo estuviera arrastrándose hacia abajo por su garganta, sin poder conseguir soltar una tos refleja que lo lanzase fuera.
El Akjai podría haberle ayudado más, podría haber suprimido toda incomodidad. No lo hizo, se dio cuenta Akin, porque ya le estaba enseñando. Akin luchó por controlar sus propios sentimientos, se esforzó por aceptar la cercanía en que se disolvía su ser.
La aceptó gradualmente. Descubrió que, con un cambio de su atención, podía percibir tal como lo hacía el Akjai: un mundo silencioso, básicamente táctil. Podía ver…, ver mucho más de lo que podía ver Akin en aquella habitación en penumbra. Podía ver la mayor parte de las formas de radiación electromagnética. Podía mirar una pared y ver grandes diferencias en la carne, allá donde Akin no veía ninguna. Y conocía…, lo podía ver, el aparato circulatorio de la nave. Podía ver, de algún modo, las más cercanas placas exteriores. Y resultaba que las más cercanas placas exteriores estaban a alguna distancia por encima de sus cabezas, allá donde los sentidos de Akin, entrenados en la Tierra, le habían dicho que debía de estar el cielo. El Akjai sabía todo esto, y más, simplemente mirando. Además, estaba en constante contacto táctil con Chkahichdahk. Si lo deseaba, podía saber lo que estaba haciendo la nave en cualquier momento, en cualquier parte de su enorme cuerpo de nave. De hecho, lo sabía, pero no se preocupaba porque nada requería su atención. De todas las muchas cosas pequeñas que habían ido mal o estaban a punto de irlo, se estaban cuidando otros. Pero el Akjai podía saberlo a través del contacto de sus múltiples miembros sensoriales con el suelo de la nave.
Lo asombroso era que también Taishokaht lo sabía. Los treinta y dos dedos de sus dos pies desnudos le decían exactamente lo mismo que le estaban diciendo al Akjai. Nunca había observado que ningún oankali hiciera esto allá en casa. Desde luego, él nunca lo había hecho con su muy humano pie de cinco dedos.
Ya no tenía miedo.
Sin importar lo muy unido que estuviera a los dos ooloi, aún era consciente de sí mismo. También era consciente de ellos, de sus cuerpos y de sus sensaciones. Pero, de algún modo, ellos aún eran ellos, y él era él. Se sentía como si fuese una mente incorpórea, flotante, como las almas de las que hablaban en sus iglesias algunos resistentes, como si estuviese mirando desde algún ángulo imposible y viéndolo todo, incluido su propio cuerpo que ahora estaba recostado contra el Akjai. Trató de mover su mano izquierda, y la vio moverse. Trató de mover uno de los miembros del Akjai, y en cuanto comprendió sus nervios y musculatura, el miembro se movió.
—¿Lo ves? —le dijo el Akjai, con sus toques extrañamente parecidos a como si fuera el mismo Akin tocándose su propia piel—. La gente no se pierde. Y tú puedes hacerlo.
Podía. Examinó el cuerpo de Akjai, comparándolo con el de Taishokaht y el suyo propio.
—¿Cómo puede la gente Dinso y Toaht abandonar unos cuerpos tan fuertes y versátiles para comerciar con los humanos? —preguntó.
Ambos ooloi parecieron divertidos.
—Sólo preguntas eso porque no conoces tu propio potencial —dijo el Akjai—. Ahora te mostraré la estructura de un tilio. Tú ni siquiera lo conoces de un modo tan completo como le es posible conocerlo a un niño. Cuando lo comprendas, te mostraré las cosas que pueden ir mal en él y lo que tú puedes hacer al respecto.