Gabe lo apartó de sus pruebas y su limpieza por un tiempo, llevándoselo más arriba de las colinas, desde donde podían verse con claridad las grandes montañas en la distancia. Una de ellas humeaba y lanzaba vapor al cielo azul y, de algún modo, era realmente hermosa: un camino hasta las profundidades de la Tierra. Un pulmón. Una especie de unión en donde se juntaban los segmentos de la corteza de la Tierra. Akin podía mirar al enorme volcán y comprender un poco mejor cómo funcionaba el planeta…, cómo seguiría funcionando, hasta que fuera hecho pedazos y repartido entre los grupos Dinso, a la partida de éstos.
Akin eligió las plantas comestibles que creyó que le sabrían mejor a Gabe y se las mostró. A cambio, Gabe le habló de un lugar llamado Nueva York, y de lo que había representado crecer allí. Gabe habló más de lo que jamás lo había hecho: habló acerca de actuar en un teatro, que fue algo que, al principio, Akin no logró entender en absoluto.
Gabe había sido actor. La gente le daba dinero y cosas para que él fingiese ser otro…, para que tomase parte en representar una historia que alguien se había inventado.
—¿Es que tu madre no te contaba cuentos? —le preguntó a Akin.
—Me contaba historias, pero eran ciertas.
—¿Y nunca te habló de los tres cerditos?
—¿Qué es un cerdito?
Gabe pareció primero irritado y luego resignado.
—A veces no me acuerdo de cómo son ahora las cosas —dijo—. Un cerdo no es otra cosa que uno de tantos animales extintos. Olvídalo.
Esa noche, en un pequeño y semiderruido refugio de piedra, ante un fuego de acampada, Gabe se convirtió para Akin en otra persona: se transformó en un viejo. Akin jamás había visto a un viejo: la mayor parte de los humanos ancianos que habían sobrevivido a la guerra habían sido mantenidos en la nave, y los más viejos ya estaban muertos. Los oankali no habían sido capaces de alargar sus vidas más allá de unos pocos años, pero los habían mantenido saludables y libres de dolores durante tanto tiempo como les había sido posible.
Gabe se convirtió en un viejo. Su voz se hizo más pesada, más gruesa; su cuerpo también pareció más pesado, y dolorosamente cansado, doblado, pero sin embargo difícil de doblegar. Era un hombre al que sus hijas le habían traicionado. Estaba cuerdo, pero al mismo tiempo estaba loco. Era aterrador: era otra persona totalmente distinta. Akin sentía ganas de echar a correr y perderse en la oscuridad.
Y, no obstante, se quedó allí, alelado. No podía entender mucho de lo que decía Gabe, aunque parecía hablar en inglés. Y, sin embargo, creía sentir lo que Gabe deseaba que sintiese: sorpresa, ira, traición, absoluto desconcierto, desesperación, locura…
Acabó la representación, y Gabe volvió a ser Gabe de nuevo. Alzó el rostro hacia el cielo y se echó a reír a carcajadas.
—¡Jesús! —exclamó—. ¡El Rey Lear para un niño de tres años! ¡Maldita sea! De todos modos me he sentido bien…, hacía tanto tiempo. No sabía que recordase todo esto.
—¿Y no haces esto para la gente de Fénix? —preguntó tímidamente Akin.
—No. Nunca lo he hecho. No me preguntes por qué. No lo sé. Ahora trabajo la tierra o el metal. Y desentierro baratijas del pasado y se las entrego a gente que las puede usar ahora. Eso es lo que hago.
—Me ha gustado la actuación. Al principio me asustó, y no podía entender la mayor parte de lo que decías, pero…, es como lo que nosotros hacemos, los construidos y los oankali. Es como cuando nos tocamos los unos a los otros y hablamos con sentimientos y presiones. A veces tienes que recordar una sensación que no has tenido en largo tiempo y traerla al presente, para poder transmitírsela a alguien, o usar un sentimiento que tienes acerca de una cosa, para ayudarle a alguien a comprender algo.
—¿Hacéis eso?
—Sí. No lo podemos hacer muy bien con los humanos. Los ooloi sí pueden, pero los machos y hembras no.
—Ajá. —Suspiró y se tendió de espaldas. Habían limpiado un poco la vegetación y los escombros del suelo de piedra del refugio, para así poder arroparse con sus mantas y estar confortablemente echados.
—¿Qué sitio era éste? —preguntó Akin, mirando hacia arriba, a las estrellas, a través del hueco de donde debiera haber estado el techo. Únicamente un repecho que sobresalía de la colina, por encima, les ofrecería alguna protección, si se ponía a llover aquella noche.
—No sé —reconoció Gabe—. Pudo haber sido la casa de algún campesino. Aunque sospecho que es realmente antigua; pienso que es una vieja edificación india. Tal vez de los incas o algún otro pueblo relacionado con ellos.
—¿Quiénes eran ésos?
—Una gente bajita y muy morena. Probablemente se debían parecer a los padres de Tino. Quizá un poco a ti. Estuvieron aquí durante millares de años, antes de que llegase gente más parecida a mí…, o a Tate.
—Tú y Tate no os parecéis.
—No. Pero ambos descendemos de europeos. Los indios descendían de asiáticos. En los incas era en quien se pensaba siempre, cuando se hablaba de los indios de esta parte del mundo, pero había un montón de grupos distintos. A decir verdad, no creo que nos hayamos metido aún lo bastante dentro de las montañas como para ver ruinas incas. Y, sin embargo, éste es un lugar infernalmente viejo. —Una sonrisa asomó a su boca—. Viejo y humano.
Caminaron durante muchos días, explorando, hallando otros edificios convertidos en ruinas, describiendo un gran círculo que les llevó de regreso al campamento de rescate. Akin jamás le preguntó a Gabe por qué lo había llevado consigo en el largo viaje, y Gabe jamás le ofreció explicación alguna. Parecía complacido de que Akin insistiese en caminar la mayor parte del tiempo y de que, habitualmente, pudiese mantener el paso. Probaba, de buena gana, a comer las plantas que le indicaba Akin, y algunas le gustaron lo bastante como para llevárselas con él como plantitas, semillas, esquejes o bulbos. También era Akin quien le aconsejaba en ello.
—¿Qué puedo llevarme de esto, para que luego crezca? —le preguntaba Gabe. No podía ni imaginar lo mucho que esto complacía a Akin. Lo que estaban haciendo Gabe y él era lo que los oankali hacían siempre: recolectar vida; viajar y recolectar vida, e integrar esa nueva vida en sus naves, en su ya vasta colección de seres vivos, y en sí mismos.
Estudiaba cada planta muy cuidadosamente, diciéndole a Gabe exactamente lo que debía hacer para mantener viva la planta. Automáticamente, guardaba dentro de sí un recuerdo de las tramas genéticas o unas pocas células durmientes de cada muestra. A partir de eso, un ooloi podría recrear copias de los organismos vivos. A los ooloi les gustaba tener de cada especie o bien algunas células, o grabaciones de varios individuos de la misma. En lo que a los humanos se refería, Akin se preocupaba de que Gabe tomase semillas, cuando las había. Las semillas podían ser llevadas dentro de una hoja, o en un trozo de ropa atada con una brizna de hierba. Y crecerían, de eso se ocuparía Akin. Incluso sin la ayuda de un ooloi, podía probar una semilla y leer cuáles eran sus necesidades. Y, si se le suministraba lo que necesitaba, la semilla prosperaría.
—No recuerdo haberte visto antes tan feliz —le dijo Gabe de pronto, cuando ya se acercaban al campamento de rescate.
Akin le sonrió, pero no dijo nada. A Gabe no le gustaría saber que estaba recolectando información para Nikanj. Y le bastaba con saber que había complacido mucho a Akin.
Gabe no le devolvió la sonrisa, pero sólo porque hizo un esfuerzo por evitarlo.
Cuando llegaron al campamento, unos pocos días después, Gabe se encontró con Tate sin aparentar nada de la extraña ansiedad que, tan a menudo, había mostrado en otras ocasiones, cuando había tenido que pasar un tiempo sin verle.