Hizo de todos ellos sus maestros. Sólo a Tate le explicó lo que intentaba conseguir. Cuando ella le hubo escuchado, le miró y agitó tristemente la cabeza.
—Adelante —dijo—: aprende todo lo que puedas acerca de nosotros. Eso no te puede hacer ningún daño. Pero creo que luego verás que también tienes algunas cosas que aprender aún de los oankali.
Esto le preocupó; ningún otro resistente podría haberle hecho preocuparse respecto a los oankali. Pero Tate casi era pariente suya: si se hubiese quedado con Kahguyaht y sus familiares, hubieran sido parientes de ooloi. Y, ahora, casi la notaba como de la familia. Se fiaba de ella y, no obstante, no podía abandonar su propia convicción de que, algún día, él podría hablar en nombre de los resistentes.
—¿Debo decirles que tiene que haber humanos Akjai? —le preguntó—. ¿Estaríais dispuestos a empezar de nuevo, aislados en algún lugar lejano de aquí?
¡No podía imaginar dónde, pero tenía que ser en algún sitio!
—Si fuera un lugar en el que pudiésemos vivir, y si pudiésemos tener hijos… —Inspiró profundamente y se humedeció los labios—. Haríamos cualquier cosa por conseguir eso. ¡Cualquier cosa!
Había en ella una intensidad que jamás antes había escuchado en su voz. Y también había algo más… Frunció el ceño.
—¿Irías tú?
Ella había venido a verle cepillar un pedazo de brillante mosaico: un cuadrado de brillantes pedacitos de cristal coloreado, unidos para formar una flor roja sobre un fondo azul.
—Eso es muy hermoso —dijo suavemente Tate—. Hubo un momento en que hubiese creído que era una baratija de mal gusto. Ahora, es hermoso.
—¿Irías? —le preguntó él de nuevo.
Ella se dio la vuelta y se alejó.