Estuvo durmiendo, desnudo, en el suelo, hasta que Tate lo halló a la mañana siguiente. Lo despertó levantándolo, y se sobresaltó mucho cuando él la agarró por el cuello, rodeándola con sus brazos, y no la soltó. Ni lloró ni habló. La probó, pero no la estudió. Luego, él se daría cuenta de que en realidad había tratado de hacerse ella, de unirse con ella tal como lo habría hecho con su más próximo compañero de camada. Pero esto no era posible: él estaba tratando de alcanzar una unión que los humanos le habían impedido. Le parecía que lo que necesitaba estaba justo un poco más allá de su alcance, justo al otro lado de esa frontera final que no lograba cruzar, como le sucedía con su madre. Como le sucedía con todos. Podía saber hasta un punto determinado, y ya no más allá, podía sentir hasta un punto determinado, y ya no más allá, unirse hasta tan cerca, y ya no más allá.
Desesperadamente, tomaba lo que podía tomar. Ella no podía reconfortarlo, ni siquiera saber cuán profundamente la percibía él. Pero sí podía, con simplemente permitir la unión, apartar la atención de él de sí mismo, de su propia desgracia.
Aparte el inicial espasmo de sorpresa, Tate no intentó quitárselo de encima. Él no sabía lo que ella hacía. Todos sus sentidos estaban enfocados hacia los mundos que había dentro de las células del cuerpo de ella. No supo cuánto tiempo estuvo así congelado sobre ella, sin pensar, sin saber ni importarle lo que ella hacía, al menos en tanto no le molestase.
Cuando finalmente se apartó de ella, descubrió que estaba sentada en un jergón del suelo, apoyada contra una pared. Había seguido sosteniéndolo con el brazo, y reposando ese brazo en sus rodillas. Ahora, mientras él se enderezaba y orientaba, Tate le tomó la barbilla entre los dedos y volvió su cara hacia ella.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué te ha pasado?
Él no dijo nada por un instante, y miró a la habitación a su alrededor.
—Todos están desayunando —explicó ella—. A mí ya me han dado el habitual sermón de lo muy mal que te estoy educando, y un poco más de propina. Ahora, ¿por qué no me dices exactamente qué es lo que te ha pasado?
Lo colocó junto a ella y lo miró fijamente, esperando. Estaba claro que aún no sabía que las niñas habían escapado. Quizá nadie se hubiera dado todavía cuenta de ello, gracias al hábito matutino de los tres niños de salir al campo a comer hierba. Pero no debía decir nada: Amma y Shkaht debían conseguir tanta delantera como fuera posible.
—Ya es demasiado tarde para que me conexione con mi compañera de camada —le dijo, sin mentirla—. Estaba pensando en ello la pasada noche. Y me estaba sintiendo…, solitario no es la palabra más adecuada. Más bien fue como… si alguien hubiese muerto.
Cada palabra era verdad. Simplemente, su respuesta era incompleta. Amma y Shkaht habían iniciado en él ese sentimiento con su unión, con su partida…
—¿Dónde están las niñas? —le preguntó Tate.
—No lo sé.
—¿Se han ido, Akin?
Apartó la vista. ¿Por qué siempre era tan difícil ocultarle cosas a ella? ¿Por qué dudaba tanto en mentirle a Tate?
—¡Buen Dios! —exclamó ella, y empezó a levantarse.
—¡Espera! —le dijo Akin—. Iban a amputarlas esta misma mañana. Neci y sus amigos iban a agarrarlas mientras estuviesen comiendo por ahí, llevarlas a algún sitio, y cortarles los tentáculos sensoriales.
—¡Y un infierno iban a hacer!
—¡Lo iban a hacer! ¡Les oímos la pasada noche! Yori se negó a ayudarles, pero de todos modos lo iban a hacer. Iban a darles whisky de maíz y…
—¿Alcohol?
—¿Cómo?
—¿Iban a emborrachar a las niñas?
—No hubieran podido.
Tate frunció el ceño.
—Pero ellos iban a darles el alcohol…, el whisky, ¿no?
—Sí, pero eso no las iba a emborrachar. He visto humanos borrachos, y no creo que nada que nosotros podamos beber pueda ponernos en ese estado. Nuestros cuerpos rechazarían la bebida.
—¿Qué es lo que les hubiera hecho a ellas?
—Las habría hecho vomitar, u orinar mucho. No es fuerte ni mortífero. Probablemente, se limitaría a pasar a través de ellas sin cambiar apenas. Y lo orinarían todo.
—Ese licor es malditamente fuerte.
—Quiero decir… que no es un veneno mortífero: los humanos pueden beberlo sin morirse. Y nosotros podemos beberlo sin tener que vomitarlo al momento, sin tener que envolverlo con parte de nuestros tejidos, para que así no nos haga daño mientras pasa por nuestro cuerpo.
—Así que no les haría daño…, lo digo por si acaso Neci las atrapa…
—No les haría daño. No obstante, no les gustaría nada. Y Neci no las ha atrapado.
—¿Cómo lo sabes?
—La he oído. Le está preguntando a la gente si sabe dónde están las niñas. Nadie las ha visto, y ella se está poniendo nerviosa.
Tate miró a la nada, creyéndole, recopilando la información.
—No se lo habríamos dejado hacer. Lo único que teníais que haber hecho era decírmelo.
—La hubieras detenido esta vez —admitió él—. Pero ella lo habría seguido intentando. Y, si sigue insistiendo, la gente acabará creyéndola. Y harán lo que ella quiere que hagan.
Ella negó con la cabeza.
—No esta vez. Demasiados de nosotros estamos en su contra en este asunto. ¡A unas niñitas, infiernos! Akin, podríamos perder días buscándolas, pero tú podrías seguirles en seguida la pista con tu vista y oído oankali.
—No.
—Sí. ¡Oh, sí! ¿Cuán lejos te crees que pueden llegar esas niñas, antes de que les suceda algo? No son mucho mayores que tú. ¡Morirán en la jungla!
—Yo no moriría; ¿por qué iban a morir ellas?
Silencio. Ella le miró con el ceño fruncido.
—¿Quieres decir que podrías irte a casa desde aquí?
—Podría, si ningún humano me detuviese.
—¿Y crees que ningún humano detendrá a las niñas?
—Creo… creo que tienen miedo. Creo que están lo bastante asustadas como para aguijonear.
—¡Oh, Dios!
—¿Qué pasaría si alguien te fuera a arrancar los ojos y tú tuvieras un arma de fuego?
—Pensé que se suponía que la nueva especie iba a estar por encima de este tipo de cosas.
—Ellas tienen miedo. Sólo quieren irse a casa. No quieren que las amputen.
—No —suspiró Tate—. Vístete. Vamos a desayunar. Supongo que en cualquier momento estallará todo el follón.
—No creo que encuentren a las niñas.
—Si lo que dices es cierto, espero que no las encuentren. ¿Akin…?
Esperó, sabiendo lo que le iba a preguntar.
—¿Por qué no te han llevado con ellas?
—Soy demasiado pequeño. —Caminó a la otra habitación, encontró sus pantalones y se los puso—. Yo no podría colaborar con ellas del modo que lo harán la una con la otra. Yo hubiera hecho que las capturasen.
—¿Querrías haberte ido?
Silencio. Si ella no sabía que querría haberse ido, que quería desesperadamente irse, es que era estúpida. Y no era estúpida.
—Me pregunto por qué diablos tu gente no viene a por ti —exclamó Tate—. Deben saber mejor que yo por lo que te están haciendo pasar.
—¿Lo que ellos me están haciendo pasar? —preguntó él, asombrado.
Ella suspiró.
—Bueno, pues por lo que nosotros te estamos haciendo pasar. Si el que yo admita esto te hace sentirte mejor… Mira, los oankali nos empujaron a nosotros a convertirnos en lo que somos: si no hubieran trasteado en nosotros, podríamos tener nuestros propios hijos. Podríamos vivir según nuestras costumbres, y ellos según las suyas.
—Algunos de vosotros los habríais atacado —dijo en voz baja Akin—. Creo que algunos humanos habrían tenido que atacarles.
—¿Por qué?
—¿Por qué se atacan los humanos los unos a los otros?
De repente se oyó un griterío en el exterior.
—Bueno —dijo Tate—, ya se han dado cuenta de que las niñas se han marchado. Estarán aquí en un momento…
Casi antes de que hubiese acabado de hablar, Macy Wilton y Neci Roybal aparecieron en la puerta, fisgoneando por la habitación.
—¿Has visto a las niñas? —preguntaron.
Tate negó con la cabeza.
—No, no hemos salido de aquí.
—¿No las habéis visto en toda la mañana?
—No.
—¿Akin?
—No. —Si Tate pensaba que era mejor mentir, entonces mentiría…, aunque ninguno de los dos había empezado aún a mentir.
—He oído que estabas enfermo, Akin —comentó Neci.
—Ahora ya estoy bien.
—¿Qué te pasó?
La miró con silenciosa animosidad, preguntándose si sería seguro el decírselo.
Tate habló por él, con una suavidad nada común en ella:
—Tuvo un sueño que le asustó. Un sueño sobre su madre…
Neci alzó una ceja, escéptica:
—No sabía que soñasen.
Tate agitó la cabeza y sonrió levemente.
—¿Por qué no, Neci? Por lo menos es tan humano como tú.
La mujer se echó hacia atrás.
—¡Deberías estar ahí fuera, ayudando a buscar a las niñas! —exclamó—. ¡Quién sabe qué les puede haber pasado!
—Quizá alguien haya decidido seguir tu consejo, las haya agarrado y les haya cortado los tentáculos sensoriales.
—¿Cómo? —quiso saber Macy. Había entrado en la habitación en la que había dormido con su esposa y las niñas. Ahora salió de ella y se quedó mirando a Tate.
—Tiene un obsceno sentido del humor —murmuró Neci.
Tate produjo un sonido sin palabras.
—Estos días no tengo ningún sentido del humor, en lo que a ti se refiere. —Miró a Macy—. Aún sigue conspirando para hacer que les amputen los tentáculos a las niñas. Ha estado hablando de ello con los del equipo de recuperación.
Ahora miró cara a cara a Neci:
—¡Atrévete a negarlo!
—¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Estarían mejor sin ellos…, serían más humanas!
—¡Tan bien como podrías estarlo tú sin tus ojos! Vamos a buscarlas, Macy…, y por Dios que espero que ellas nunca oigan las cosas que Neci ha estado diciendo…
Asombrado, Akin la siguió. Tate había echado la culpa de la huida de las niñas justamente sobre la espalda a la que correspondía, sin mezclarlo a él para nada. Lo dejó con uno del equipo de trabajo, que se había herido en una rodilla, y se unió a la búsqueda, como si estuviera totalmente convencida de que iban a hallar en seguida a las niñas.