El regateo siguió hasta altas horas de la noche. La gente comió, bebió y contó historias, y trató de ser mejor negociante que la otra parte. Tate le dio a Akin lo que ella llamaba una comida vegetariana decente, y él no le dijo que no era ni mínimamente decente. No contenía, ni con mucho, las bastantes proteínas para satisfacerle. Se la comió, y luego escapó por una puerta que había en la parte de atrás de la casa para complementar lo comido con guisantes y semillas del huerto. Estaba haciendo esto cuando dentro empezó el tiroteo.
El primer disparo le asustó tanto que se cayó al suelo. Mientras volvía a ponerse en pie se escucharon más disparos. Dio varios pasos hacia la casa, luego se detuvo. Si entraba, alguien podía pegarle un tiro, o pisarle, o darle una patada. Ya entraría cuando acabase el tiroteo. O si le llamaban Iriarte o Tate.
Se oyó el estrépito de muebles rompiéndose…, pesados cuerpos que eran derribados, gente gritando, maldiciones. Era como si la gente de dentro desease destruir la casa y a ellos mismos con ella.
Otra gente corrió al interior del edificio, y los ruidos de lucha se incrementaron, luego murieron.
Tras varios momentos de silencio, Akin se decidió y subió los escalones que llevaban al interior, moviéndose lentamente pero no en silencio. Deliberadamente hacía pequeños ruidos, esperando ser oído, visto y tenido por no peligroso.
Primero vio platos rotos. La limpia y ordenada habitación en donde Tate le había dado piña y hablado con él estaba ahora llena de trozos de loza y muebles hechos astillas. Tuvo que moverse con mucho cuidado para evitar el cortarse los pies. Su cuerpo se curaba más rápidamente que los de los humanos, pero si se hería le resultaba tan doloroso como parecía serlo para ellos.
Sangre.
La podía oler tan fuerte como para que le asustase. Con tanta sangre derramada, alguien debía de haber muerto.
En la sala de estar había gente tirada por el suelo y otros atendiéndolos. En un rincón yacía Iriarte, sin que nadie se ocupase de él.
Akin corrió hacia el hombre. Alguien lo agarró antes de que pudiera llegar hasta el caído y lo alzó por el aire a pesar de sus esfuerzos y llantos.
Rinaldi.
Akin aulló, se contorsionó y le mordió un pulgar al hombre.
Rinaldi lo soltó, gritando que lo había envenenado…, cosa que no había hecho, y el niño corrió hacia Iriarte.
Pero Iriarte estaba muerto.
Alguien le había golpeado varias veces en el cuerpo, seguramente con un machete. Tenía horribles heridas abiertas, por alguna de las cuales salían entrañas que se desparramaban por el suelo.
Akin gimió, presa del sobresalto, la frustración y el dolor. Cuando empezaba a conocer a un hombre, éste moría. Su padre humano había muerto sin que Akin llegase nunca a conocerlo, excepto a través de Nikanj. Tino estaba muerto. Ahora Iriarte estaba muerto. Sus años habían sido cortados, sin acabar. Sus hijos humanos habían muerto en la guerra, y sus hijos construidos, fabricados con el material que los ooloi habían recogido hacía mucho, jamás lo conocerían, jamás lo probarían y no se hallarían en él.
¿Por qué?
Akin miró la habitación a su alrededor. Yori y algunos otros estaban haciendo lo que podían por los heridos, pero la mayor parte de la gente que estaba en la habitación se limitaba a mirar a Akin o a Gabriel Rinaldi.
—¡No está envenenado! —dijo con disgusto Akin—. ¡Sois vosotros los que matáis a la gente, no yo!
—¿Está bien? —le preguntó Tate. Estaba en pie junto a su marido, y parecía asustada.
—Sí. —La miró por un momento, luego miró de nuevo a Iriarte. Volvió a escudriñar a su alrededor, vio que Galt también parecía estar muerto, acuchillado en cabeza y cuello. Yori estaba trabajando en Damek… ¡Vaya ironía si Damek vivía, mientras Iriarte moría por el asesinato que Damek había cometido!
La muerte de Tino tenía que ser la causa de todo aquello.
En el suelo, cerca de Damek, se encontraba el padre de Tino, herido en la cadera izquierda, el brazo izquierdo y el hombro derecho. Su esposa estaba llorando sobre él, pero no estaba muerto. Un hombre estaba usando algo que no era agua para limpiarle la sangre de la herida del hombro. Otro sujetaba al padre de Tino.
Había otros muertos y heridos por la habitación. Akin halló a Kaliq, muerto tras un largo banco cubierto por cojines. Sólo tenía una herida, sangrante pero pequeña. Era una herida en el pecho, que posiblemente había atravesado su corazón.
Akin se sentó junto a él, mientras los otros en la casa ayudaban a los heridos y se llevaban a los muertos. Mientras estuvo sentado allí, nadie vino a por Kaliq. Tras él, alguien empezó a aullar; miró hacia atrás y vio que era Damek. Akin trató de no sentir la angustia que le llegaba con un reflejo cuando veía a un humano sufriendo. Una parte de él gritaba por un ooloi, que llegase para salvar a aquel humano irreemplazable, a aquel hombre del que algún ooloi, en algún lugar, había hecho grabaciones, pero al que ningún oankali o construido conocía realmente.
Otra parte de su mente esperaba que Damek muriese. Que sufriese. Que gritase de dolor. Tino no había tenido tiempo ni de gritar.
El padre de Tino no gritaba, gruñía. Le iban arrancando pedazos de metal de sus carnes, mientras él mordía entre sus dientes un trozo de ropa doblado y gruñía.
Akin salió de su rincón para examinar uno de los trozos de metal: una bala gris, cubierta por la sangre del padre de Tino.
Tate se le acercó y lo alzó en brazos. Para su propia sorpresa, se agarró a ella. Colocó la cabeza sobre el hombro de la mujer, y no quiso que lo dejase en el suelo.
—No me muerdas —le dijo ella—. Si quieres bajar, me lo dices. Muérdeme, y te estrello contra una pared.
Suspiró, sintiéndose solo, incluso en sus brazos. No era el refugio que había necesitado.
—Déjame —le dijo.
Ella lo apartó al extremo de sus brazos y lo miró.
—¿De veras?
Sorprendido, él le devolvió la mirada.
—Pensé que no querías tenerme en brazos.
—Si no lo hubiera querido, no te habría cogido. Lo que sí quiero es que nos comprendamos el uno al otro, ¿de acuerdo?
—Sí.
Y lo apretó de nuevo contra ella y respondió a sus preguntas, le explicó cómo eran las balas y cómo las disparaban las armas de fuego; cómo Mateo, el padre de Tino, había llegado con sus amigos, para vengarse de los bandoleros, a pesar de las armas de fuego de éstos. En Fénix no había armas de fuego antes de que viniesen los secuestradores de Akin.
—Votamos el no tenerlas —le explicó ella—. Ya hay bastantes cosas con las que podemos hacernos daño los unos a los otros. Ahora…, bueno, ya tenemos las cuatro primeras. Si tengo oportunidad de ello, voy a enterrar esas malditas cosas.
Lo había llevado por encima de los platos rotos y colocado sobre el mostrador. La miró mientras encendía una lámpara. Le recordó, repentina y dolorosamente, la cabaña de invitados de Lo.
—¿Quieres algo más de comer? —le preguntó la mujer.
—No.
—No…, ¿qué?
—¿No qué?
—Vergüenza sobre Lilith. «No, gracias», pequeñín. O: «Sí, por favor». ¿Entiendes?
—No sabía que los resistentes dijeran estas cosas.
—En mi casa lo hacen.
—¿Le dijiste a Mateo quién mató a Tino?
—¡Dios, no! Temía que se lo hubieses dicho tú. Me olvidé decirte que te lo guardases para ti.
—Le dije que el hombre que lo había matado estaba muerto. Y, realmente, uno de los bandoleros se murió…, estaba enfermo. Creí que, si Mateo pensaba que el culpable estaba muerto, no le haría daño a nadie.
Ella asintió con la cabeza.
—Eso tendría que haber funcionado. Eres más listo de lo que pensaba. Y Mateo está más loco de lo que imaginaba… —Suspiró—. ¡Infiernos, no sé…, jamás he tenido ningún hijo! No sé cómo habría reaccionado si hubiera tenido uno y alguien me lo hubiese matado.
—No deberías de haberles dicho nada a los padres de Tino, hasta que se hubiesen marchado los merodeadores —le dijo con voz queda Akin.
Ella le miró, luego apartó la vista.
—Lo sé. Todo lo que les dije fue que tú habías conocido a Tino, y que a éste lo habían asesinado. Naturalmente, querían saber más, pero les dije que esperasen hasta que te hubieras acostumbrado a estar aquí…, que, después de todo, sólo eras un bebé. —Le miró de nuevo, frunciendo el ceño, agitando la cabeza—. Me pregunto qué infiernos es lo que serás realmente.
—Un bebé —dijo él—. Un construido humanoankali. Quisiera ser algo más, porque mi parte oankali asusta a la gente, pero en cambio no me es de ayuda cuando intentan hacerme daño.
—Yo no voy a hacerte daño.
Akin la miró, luego miró hacia el lugar de la habitación en que yacía Iriarte, muerto.
Tate se atareó muchísimo, recogiendo los platos y vasos rotos.